Archivo de febrero, 2022

Crecí, respetadme, con el cine

Cuando fundé y presenté el Buenos Días en TVE (1986), el primer informativo de la mañana, mucha gente me preguntó por qué no les tenía miedo a las cámaras. Siempre hay algo de miedo escénico, algo de adrenalina, que se vence o se disimula con ilusión. Pero cuando pienso en el porqué, recuerdo mi infancia y adolescencia en Almería. Hoy cuento esa pequeña historia en el diario La Voz de Almería, dentro de mi serie de artículos de recuerdos «Almería, quién te viera…». Como de costumbre, hoy lo incorporo a mi blog en 20minutos.es copiando y pegando el texto en letra grande de word para que los de mi edad puedan leerlo, si saben ampliar la letra, incluso sin gafas.

Publicado hoy en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (12)

Crecí, respetadme, con el cine

J.A. Martínez Soler

Cuando fundé el Buenos Días en TVE, mucha gente me preguntó por qué no les tenía miedo a las cámaras. Siempre hay algo de miedo escénico, algo de adrenalina, que se vence o se disimula con ilusión. Pero cuando pienso en el porqué, recuerdo mi infancia y adolescencia en Almería.

Siempre me gustó este verso de Rafael Alberti: “Nací, respetadme, con el cine”. Pronto me lo apropié, cambiando el verbo, pues yo crecí, desde luego, con el cine. Cualquier almeriense de mi edad tendrá grabado el olor intenso a jazmín que percibíamos al acercarnos a la Terraza Imperial. Este cine al aire libre estaba entre mi calle, Juan del Olmo, y el Paseo Versalles. La taquilla, la entrada y los carrillos de chuches, pipas, azufaifas y garbanzos torrados, en la plaza Juan de Austria. También esos condenados cigarrillos de tabaco con matalauva y sabor a anís.

Tuve la suerte enorme de que la hermana y la madre de mi padre vivieran en la calle Juan del Olmo, a la altura perfecta para ver, desde su terrado, la pantalla completa del cine y escuchar de maravilla lo que salía por los altavoces. Desde muy niño vi mucho cine calificado por el régimen de Franco y por la Iglesia como 3-R, o sea, para mayores con reparos.

Los curas y frailes nos decían que los niños no podíamos ver el cine reservado a los adultos. Era pecado mortal. Infierno seguro si te morías sin mediar confesión. Si así es, como en Cinema Paradiso, yo me gané el infierno muchas veces. Tuve el privilegio de ser uno de los pocos niños que, en plena represión cultural de la Dictadura, pude ver los pechos y los morros (¡ay!) de Sara Montiel en El último cuplé o en La Violetera, las imágenes más sexis o violentas que se le habían colado a la censura eclesiástica, encargada de poner nota a los estrenos. Ojos como platos ante diálogos y argumentos prohibidos a los niños. La gran pantalla de la Terraza Imperial me hizo soñar y madurar a la fuerza.

 Una joya del Mini Hollywood

 Aún conservo en mi taller el banco de carpintero que me regaló mi tío Antonio, primo hermano de mi padre. “Una joya de anticuario, digna de un museo”, me dijo. “En ese banco hice las primeras fachadas huecas para los decorados de las películas del Oeste”. Conservaba bocetos de las casas falsas que hizo para “El bueno, el feo y el malo”, “Por un puñado de dólares, “La muerte tenía un precio” y otras películas de Sergio Leone. Como muchos compañeros míos, en algunas de ellas trabajé yo como “extra”, que es el nombre que nos daban entonces a los figurantes. Por 125 pesetas al día.

Almería se había convertido en el nuevo gran plató del Spagueti Western. En aquellos tiempos, nos cruzábamos con Clint Eastwood, y otros por el estilo, caminando por el Paseo. Como si nada. Cuando tallo la madera en ese banco viejo, tan cargado de historia local, la obra de mi tío Antonio, el carpintero de Tabernas, me inspira.

Gran parte de “El feo, el bueno y el malo” se grabó en el Cortijo del Fraile, hoy rodeado de un mar de plástico. Allí se produjo el crimen que inspiró a García Lorca para escribir su “Bodas de sangre” y a Carmen de Burgos, nuestra paisana Colombine, para crear “Puñal de Claveles”. Como presidente de la Junta Rectora de Parque Natural Cabo de Gata-Níjar, trabajé sin descanso para salvar de la ruina a ese cortijo, un icono para nuestra historia literaria y cinematográfica. Tuve más voluntad que acierto.

Trabajé en una docena de películas. La primera, una obra de arte, fue Lawrence de Arabia. Subía y bajaba de un tranvía que atravesaba, entre palmeras, el Parque de José Antonio (hoy, de Nicolás Salmerón). Detrás del tranvía nos seguía, en moto, nada menos que Peter O´Toole. Almería era Damasco. Yo era un turco elegante. Mi estampa pasa tan deprisa en la gran pantalla que difícilmente puedo convencer a mis hijos de que ese turco, con un traje impecable y un fez de fieltro rojo, era yo. Apenas me identificaban.

Conocí entonces a Antony Quinn, jugando a las cartas en el quiosco del 18 de Julio, cerca de mi colegio y frente a la casa de mi amigo Manolo Do Campo. La segunda vez que le vi fue en los estudios de la ABC, en Nueva York, en 1985. Allí pasé un par de noches tomando notas sobre cómo hacían los estadounidenses el primer informativo de la mañana (“Good morning, America”) para crear, casi copiar, el Buenos Días en RTVE en 1986. Recordamos su paso por Almería.

Pasé de la gran pantalla del Mini Hollywood, donde me enfrenté a las primeras filmaciones de mi vida, a la pequeña pantalla de RTVE. La experiencia juvenil de extra en Almería me ayudó, más tarde, a perder el miedo a las cámaras de televisión. Me sentía como uno más del gremio. Actuar en el teatro de La Salle también me ayudó a aliviar el miedo escénico. Gracias a esas experiencias superé las pruebas para presentar la Televisión Escolar de TVE con 22 años.

La tarde que saludé a John Lennon

 Ricky y Steve, hijos del barón Alexander Guillinson, tenían una terraza espléndida para guateques que daba al mar, en su chalet de la Playa de Las Conchas. Desde esa terraza, en el verano de 1967, vimos llegar a la puerta de su casa un Rolls Royce negro, con el volante en el lado del copiloto, y cristales ahumados. De ahí salió, para entrar en la casa de nuestros amigos, uno de nuestros ídolos en persona: el mismísimo John Lennon, el alma de los Beatles.

El barón le había invitado a vivir allí hasta que encontrara una vivienda adecuada para todo el tiempo que precisara la película que iba rodar en Almería. Fue la locura. Una tarde nos visitó en la terraza. Se tomó una copa con nosotros y nos saludó uno a uno. Pedimos a nuestros anfitriones que nos recomendaran al director de la película para trabajar como extras.

A los pocos días, acudimos al rodaje. Allí estaba, en pleno desierto almeriense, el director, Richard Lester. A su lado, nuestro ídolo musical que hacía de protagonista. A mí me vistieron de sargento del Ejército Imperial Británico, con pantalón corto, gorra de plato y bastón de mando. El rodaje era muy raro. Surrealista, diría yo. La película, “Cómo gané la guerra” (“How I won the War”), no tuvo éxito. Para mi fue el no va más.

En 2013, el director de cine y escritor David Trueba me dijo que se marchaba inmediatamente a buscar localizaciones por los desiertos de Almería para “Vivir es fácil…”, su próxima película. Me ofrecí a ayudarle. David Trueba se contentó con utilizar solo mi voz, un par de veces, con acento almeriense.

Al fin, mi nombre, que había salido cientos de veces en la pequeña pantalla de la televisión, como director de programas informativos, entrevistas y telediarios, apareció, por primera vez, en los créditos de la gran pantalla. Salgo el penúltimo en los agradecimientos.

Almería, por debajo del paralelo 37 N, es una tierra bendecida para el cine. Al ser uno de los lugares más al sur de Europa, y ofrecer seguridad física y jurídica y paisajes montañosos preciosos, puede recrear lugares en donde es peligroso y costoso irse a rodar. No solo México o el Oeste de EE.UU. A la misma altura que Siria, Irak o Afganistán, nuestra tierra puede recrear estos mundos para la tele o el cine, ya sean reales o imaginarios (Indiana Jones, Conan el Bárbaro o, recientemente, Juego de Tronos). Deberíamos apoyar más esta industria.

A mí me dio alas. ¡Madre mía! Me codeé con Antony Quinn y John Lennon y, como tallista, le di buen uso al banco de carpintero de mi tío y acabé en la tele. Todo por Almería y el cine.

Soy el de la derecha, vestido de sargento del Ejército Imperial Británico, durante el rodaje de la película de John Lennon en Almería.

 

En este banco, que utilizo para mis tallas de madera, hizo mi tío Antonio, carpintero de Tabernas, varios decorados para las películas del Mini Hollywood de Almería.

 

Sara Montiel, en La Violetera,

Sara Montiel, en El último cuplé, película prohibida para niños, que yo vi desde el terrado de mi abuela.

¿Tendrían piojos los niños de La Salle?

 

Al ver mi nuevo peinado, amigos de mi barrio me advirtieron de que, con tanta gomina, los piojos quedarían prisioneros. No podrían saltar a la cabeza de otro. Me vestía y me peinaba como mis nuevos compañeros del colegio La Salle, compañeros de aula, aunque no de clase.

Mi articulo en La Voz de Almería, hoy, 16-2-2022.

Almería, quién te viera… (11)

¿Tendrían piojos los niños de La Salle?

J.A. Martínez Soler

Nunca supe cómo consiguieron mis padres la beca para que yo estudiara gratis en un colegio para ricos como La Salle. En clase yo era el nuevo, tímido y asustado, rodeado y observado por más de veinte niños-lobos que siempre iban vestidos con ropa de domingo. Los miré de reojo. Se peinaban como los del Paseo. Sus rodillas apenas tenían mataduras, ni costras ni cicatrices. ¿A qué jugarían para tener las rodillas tan limpias?

Todos los hermanos eran maestros cuya orden religiosa nació para enseñar a los pobres. En Almería, desde luego, no era el caso. Casi todos eran niños de clase media y alta. Mi madre me llevó a la barbería del paseo Versalles, y dio instrucciones precisas de cómo debían cortarme el pelo.

Mi nuevo peinado con gomina era una escultura, casi de piedra. Duraba casi todo el día. El pelo se quedaba endurecido. Era algo bastante común en La Salle. Cuando regresaba a mi calle, al atardecer, me despeinaba, me alborotaba el pelo, para no parecer un traidor a mi barrio. Amigos de mi calle me advirtieron de que, con tanta gomina, los piojos quedarían prisioneros. No podrían saltar a la cabeza de otro. ¿Tendrían piojos los niños de La Salle? No me imaginaba yo a sus madres sentándolos en el tranco de la puerta de sus casas, como hacían con nosotros en plena calle, para peinarles con la liendrera, un peine especial muy duro y con sus dientes muy juntos. Por asqueroso que parezca, lo más divertido era aplastar a los piojos entre las uñas de los pulgares. Una explosión que nos producía risa.

Como un camaleón, pronto me confundí con los de mi nueva clase, ahora también social. Vestía y peinaba como ellos. No quería ser rechazado por mi procedencia de otra clase más baja, sino ascender a su Olimpo tan admirado y/o envidiado. Quería ser como ellos, pero, a la vez, tenía miedo a parecer ridículo. Peor aún, traidor a mi barrio.

Quizás gracias a mis nuevos amigos, pronto me aceptaron como uno más. A esa edad, lo más importante era ser querido por tus pares. Manolo do Campo, a quien tanto quise, me salvó del riesgo de naufragio. Me percaté de que en sus casas había más libros que en la mía. Pese a mi inseguridad, bien disimulada, pronto abandoné el rincón del patio y empecé a participar con los nuevos colegas en los juegos del recreo. Eso ya era otro cantar. Hice amistades que aún perduran.

Años más tarde, harto de la hipocresía de algunos frailes, que abusaban de los niños más débiles y vulnerables, unas veces con exceso de caricias, no solicitadas, y otras, con malos tratos, no merecidos, fui abandonando el redil de los frailes. Desengañado, me uní a la JOC (Juventudes Obreras Católicas), lo que fue muy mal visto por los hermanos de La Salle.

Yo hacía oídos sordos a sus pláticas. Desde luego, mi padre era rojo y no hacía esas cosas tan terribles que le atribuían mis frailes. Un día mi padre me reconoció que, en la guerra, ambos bandos cometieron crímenes horrorosos. Los rojos más exaltados habían quemado iglesias y fusilado curas y frailes. Les consideraban aliados de los fascistas que habían dado el golpe de Estado contra la legalidad republicana. Los fascistas también se ensañaron contra los republicanos. Me concretó algo que no he olvidado: “Fueron especialmente crueles contra los maestros. Ya ves”.

Tomé buena nota. Si tenía que elegir entre mi padre, un héroe para mí, y aquellos frailes, enardecidos por la guerra civil, que ellos llamaban Santa Cruzada, no tenía duda. Aunque yo era entonces católico practicante, elegí siempre a mi padre, por muy rojo que fuera. La conclusión frente a aquel adoctrinamiento era clara: los frailes mienten.

Esas “reflexiones” religiosas, tan sesgadas e interesadas, me fueron creando un callo de incredulidad en mi cerebro. Cuando el hermano nos aseguraba que, por ejemplo, el cuarzo cristalizaba en el sistema hexagonal yo lo ponía automáticamente en duda. En cuanto podía, lo contrastaba con el libro de texto o con una enciclopedia de la biblioteca. Así, fui creciendo en la desconfianza hacia lo que nos decían los maestros. Aprendí a buscar repuestas en otras fuentes ajenas a las religiosas. Ahora que lo pienso: ¡Qué buen adiestramiento forzoso tuve, desde muy niño, al tener que contrastar cualquier cosa con otras fuentes más fiables! Me sirvió, y mucho, para ejercer más tarde el periodismo.

Como un transformista poco experimentado, me fui adaptando al cambio diario que me exigía vivir en dos pandillas de mundos tan distintos y, a veces, antagónicos: el del colegio de ricos y el de mi barrio obrero. Con la práctica, mi sentimiento inicial de traición a la pandilla contraria se fue diluyendo en ambas direcciones. Me sentía cómodo en las dos, con tal de que no se cruzaran. Maestro del disimulo. De haberse cruzado, no sabría a cuál preferir. Eran amores distintos. Lealtades incomparables. Al final, aunque no fue fácil, me siento afortunado de haber vivido en ambos mundos.

Poco a poco, llegué a confundirme con el ambiente de la clase media y media alta. Me aceptaron, sin reservas, como uno de ellos. No todos. Aprendí a comer finamente, por ejemplo, con la pala del pescado. Las gambas, no. En mi casa, mi padre y mi hermana se reían de mis finuras. Mi madre no. Le doy gracias. Al principio, me parecían ridículos los esfuerzos, legítimos y muy caros, de mi tía Dolores para que su hija aprendiera piano, un auténtico ascensor social. Más tarde, lo comprendí. Mi prima, la más lista de la familia, ascendió de clase antes que yo. Mi tía tenía razón. Imitándola, mis padres enviaron a mi hermana Isabel al Milagro, un colegio de pago de monjas en el que, con su uniforme gris, se confundía con las demás niñas de gente más pudiente que nosotros.

En La Salle mantuvieron, más allá de lo recomendable, un régimen cuasi militar basado en la disciplina y en los castigos físicos y psicológicos. La violencia de algunos frailes sádicos con los alumnos no estaba entonces mal vista. Hoy se llamaría tortura. Lo aprendieron en sus seminarios. Abundaban los pescozones, bofetadas, coscorrones, golpes en la cabeza con los nudillos o con el grillo de madera, palmetazos con la regla en la mano extendida o sobre las uñas, tirones de las patillas. Un fraile iracundo le tiró el grillo de madera a un alumno que estaba distraído. Si le da en la cabeza, lo mata. Un castigo cruel era ponerte cara a la pared, con los brazos en cruz sosteniendo un libro en cada mano. O de rodillas. En aquel ambiente de miedo a los malos tratos se respiraba el efecto de la represión sexual, obligada por el celibato y embalsada y retorcida de una manera enfermiza. Algunos frailes aplicaban lo aprendido en sus seminarios. El maltratado, maltratador.

La frase favorita de mi madre, mil veces repetida, era: “Hijo mío, no te signifiques”. Mi padre, más Quijote que Sancho, contradecía así a mi madre: “Cuando alguien te diga que sientes la cabeza lo que te está diciendo, de verdad, es que la agaches. No lo olvides”. “He traicionado a mi clase” , dijo Salvador Dalí, “nací en la burguesía y me pasé a la aristocracia”. Como tantos otros, yo nací en la clase obrera y, de la mano de La Salle, me pasé a la clase media. En los años sesenta ¿quién no soñaba con un 600 y con una cabeza libre de piojos? Al final, convivir en La Salle con gentes de mayor nivel cultural que mi familia me ayudó a amar la lectura y aumentó mi sed de conocimientos.

Mi clase en La Salle. Soy el segundo por la derecha de la última fila.

Excursión al cortijo de los frailes. Estoy detrás del que sostiene un palo.

Y mi colega José Antonio Marco, director de Hora 14 de la cadena SER, me preguntó ayer en directo por los efectos de mi denuncia pública en La Voz de Almería. La verdad es que, como periodista de prensa, radio y televisión, ha pasado más de medio siglo haciendo preguntas a todo el mundo y respondiendo a muy pocas. Ayer me sentí cohibido, incluso dubitativo, al tener que contestar a las preguntas muy oportunas del director de Hora 14. Creo que nunca me sentí tan incómodo hablando en la radio. Una cosa es escribir, pensando y repensando lo que escribes, y otra, hablar en directo por la radio sobre una basurilla que había ocultado como un cobarde, un asunto personal tan íntimo, que llevaba escondido, en el rincón más oscuro de mi corazón, desde hace más de 60 años. Cuando volví a escuchar el podcast, reconocí mi incomodidad al hablar de este asunto tan turbio. A pesar de todo, creo que hice bien, gracias a mi mujer, Ana Westley, y a Alejandro Palomas, que fue más valiente y abusado que yo. Me quité un peso de encima. Espero que contribuya al Me too de tantos otros para acabar con esta lacra delictiva de abusos de curas y frailes a niños indefensos que la presidenta de Madrid, Isabel Diaz Ayuso, llama «errores». Serán pecados o «errores», pero, sobre todo, son delitos, señora Ayuso.

 

El arzobispo de Santiago da la cara contra los abusos del clero

No me lo podía creer. En cuanto recogí hoy El País en la puerta de mi casa me quedé perplejo. El mismísimo arzobispo de Santiago, Julián Barrio, mandaba a cuatro columnas en la primera página de mi diario favorito (después de 20 minutos, por supuesto).

Primera página (histórica) de El País. (12-02-2022)

Ayer mismo, me llamó Emilio Sánchez Hidalgo, redactor de El Pais, para comentar lo que yo había publicado en La Voz de Almería y en mi blog de 20 minutos.es. Luego me envió nada menos que a Olmo Calvo, fotógrafo de postín, para ilustrar su historia. Hacía muchos años que mi nombre no salía en el mejor diario de pago de España desde la muerte del dictador y en cuya redacción pasé muchos años felices junto a mi compadre, Joaquín Estefanía, en el área de Economía.

Doble página de El País sobre abusos de curas y frailes a niños indefensos

Sigo leyendo en las paginas 20 y 21 y me encuentro con una foto mía espléndida (aunque triste) y una información a cuatro columnas.

Pagina 21 de El País (12-02-2022)

Ojalá sirva todo esto para que más personas, que sufrieron abusos por curas y frailes cuando eran niños, cuenten sus casos, se quiten peso de encima y contribuyan a que estos horrores no se repitan. De hecho, la denuncia que hizo el escritor Alejandro Palomas de los abusos sufridos en otro colegio La Salle como el mío, me empujó a mí contar mi caso, insignificante comparado con el suyo y que, por mi cobardía, me corroía por dentro. La verdad es que me quité un peso de encima.

Aprovecho para recomendaros un artículo excelente del gran Antonio Muñoz Molina que publica hoy en El País sobre sus recuerdos de infancia con los curas. Copio y pego:

Años de sotanas, de Muñoz Molina, en El Pais

La semana pasada os recomendé en mi blog, y en las redes, su artículo magnífico sobre el Ulises de Joyce. Me incitó a intentar de nuevo su lectura, pues fracasé en mi primer intento. El gran Antonio suscitó un buen debate en torno al Ulises que le agradezco. El articulo de hoy supera al de Joyce. No te lo pierdas. Soy fan declarado de Antonio Muñoz Molina (aunque no tanto como de su mujer, Elvira Lindo) y he leído muchas de sus obras. Reconozco que las que más me gustan son aquellas en las que destapa experiencias autobiográficas.  Aunque es muy joven, estoy deseando leer sus memorias, en el caso de que yo siga vivo cuando las publique. Veo que, a veces, le gusta envejecerse prematuramente. Por eso, quizás veamos pronto sus memorias, antes de tiempo. Seré su primer lector. Leer «Años de sotanas» me ha recordado hoy a una de sus grandes obras autobiográficas sobre su mili y que también os recomiendo: «Ardor guerrero». Me provocó penas y alegrías, me hizo reír y casi llorar. ¿Qué más podemos pedir a un escritor?

Hace unos años compartí con él un almuerzo al que asistían también el teniente general Andrés Cassinello y su hijo Agustín, mis paisanos almerienses. Antonio recordó entonces que Agustín Casinello fue unos de dos sus capitanes durante su mili. En el libro sale uno bueno y otro malo. El capitán Cassinello aclaró rápidamente que él era el bueno. Menos mal. También yo tuve buenos y malos oficiales en la mili. Pero eso lo sabréis si leéis mis memorias que están al caer… Quizás en mayo.

 

 

 

La Salle me ofrece todo su apoyo

El secreto a voces en La Salle de Almería ya no es tan secreto. Los lectores de La Voz de Almería y de mi blog en 20 minutos.es conocieron anteayer los abusos cometidos por uno de mis frailes. Ese era uno de mis secretos, oculto desde mi adolescencia, escondido en el rincón más oscuro de mi corazón.

Algo va cambiando en España cuando por contar tales abusos en público, en vez de darme unos azotes o expulsarme del colegio, los frailes de La Salle me piden perdón, me ofrecen su apoyo y me informan de todo lo que están haciendo para que los abusos a menores no se repitan nunca más. En nombre de la dirección nacional de La Salle, su portavoz Isabel Lauder me llamó el mismo miércoles para contarme todo eso. No me lo podía creer.

Acepté us disculpas y le conté por qué decidí contarlo ahora: gracias a la valentía del escritor Alejandro Palomas que denunció abusos de otros frailes de La Salle mucho más graves que los que yo sufrí. También me animó a hacerlo el informe que El País entregó al Papa Francisco con 251 casos de abusos sexuales cometidos en España por parte de curas y frailes contra menores. Por cierto, entre esos 251 casos no había ninguno de Almería. Vivir para ver.

Fui cobarde hasta ahora, pero esa ola de denuncias me empujo a contar mi caso, aunque era insignificante comparado con las violaciones que sufrieron otros niños. La reacción a esta oleada de denuncias en las redes sociales ha sido impresionante y ha obligado, sin duda, a la Iglesia a dar la cara (como hizo, por fin, el martes pasado el Papa emérito), a investigar, a denunciar e, incluso, a apoyar la Comisión de Investigación sobre abusos a menores propuesta por el Gobierno. Lo nunca visto. El obispado de Almería pidió mi teléfono al diario El Ideal para ponerse en contacto conmigo igual que hizo la dirección nacional de La Salle.

 

Algo se mueve en la Iglesia en la dirección correcta. Ya era hora. Una colega me ha recordado hoy que el papa Juan XXIII, pese a su fama de «bueno», promulgó un edicto para excomulgar a las víctimas de la pederastia clerical y a sus familias si acudían a la justicia civil. En Youtube hay un reportaje de cuatro capítulos de la BBC sobre estos asuntos. Lo recomiendo. Perdonar, siempre. Olvidar, nunca. Desde luego, yo no conseguí olvidarlo del todo.

 

 

 

 

Un secreto a voces en La Salle de Almería

Jamás he contado nada de esto por escrito. Verbalmente, solo a tres amigos íntimos, compañeros de aula. Los tocamientos y abusos que sufrí una vez en el Colegio La Salle de Almería, cuando yo era preadolescente, me dejaron una huella traumática escondida. A veces, para tratar que quitarle hierro al asunto, nos hemos reído al comentarlo entre estos amigos de clase que sufrieron la misma o parecida suerte.

Excursión al cortijo de los frailes de La Salle en Almería. Estoy detrás del que lleva el palo.

Me dejó, además, una basurilla en mi corazón y la convicción de que algunos frailes eran unos hipócritas de tomo y lomo de los que no te podías fiar. <<Una cosa es lo que dicen y otra, lo que hacen>>. El abuso sexual era algo feo que formaba parte de los secretos más íntimos de aquel mundo siniestro. A veces, aterrador.

Para aquellos que no puedan leer la letra pequeña del diario o no puedan ampliar la foto de esta página de La Voz de Almería de hoy, copio y pego en texto del artículo en un cuerpo más grande en Word.

Fiesta en La Salle. Soy el tercero, segunda fila por la derecha.

Almería, quién te viera… (10)

 Un secreto a voces en La Salle de Almería

J.A. Martínez Soler

Jamás he contado nada de esto por escrito. Verbalmente, solo a tres amigos íntimos, compañeros de aula. Los tocamientos y abusos que sufrí una vez en el Colegio La Salle de Almería, cuando yo era preadolescente, me dejaron una huella traumática escondida. A veces, para tratar que quitarle hierro al asunto, nos hemos reído al comentarlo entre estos amigos de clase que sufrieron la misma o parecida suerte. Me dejó, además, una basurilla en mi corazón y la convicción de que algunos frailes eran unos hipócritas de tomo y lomo de los que no te podías fiar. <<Una cosa es lo que dicen y otra, lo que hacen>>. El abuso sexual era algo feo que formaba parte de los secretos más íntimos de aquel mundo siniestro. A veces, aterrador.

El poderoso abusaba del débil. El mayor, del menor. Lo veíamos, no sin dolor, como algo casi inevitable. A nadie se le hubiera ocurrido entonces denunciar tales delitos a la policía, ni siquiera decirlo a sus padres. Guardé el secreto con tal fuerza y de tal forma, hasta para mí, que procuré olvidarlo completamente. Comparado con lo que sospechábamos que pasaba con algunos alumnos internos, sin pruebas fehacientes, lo mío carecía de importancia.

Lo peor de todo fue la decepción que me causó aquel fraile, que presumía de ser más amigo que profesor, cuando “se pasó de la raya”. Esa era la expresión de moda entre los niños para identificar a los pederastas con sotana. Ocurrió en el despacho del hermano prefecto cuando éste estaba de viaje y el hermano José ocupó provisionalmente su puesto. Me llamó al despacho, que tanto miedo nos causaba, para explicarme algo que ya no recuerdo y me sentó en sus rodillas.

Tenía ocho o nueve años y llevaba poco tiempo en el Colegio. Yo confiaba en él. Conmigo se mostraba simpático y generoso. Me daba caramelos y vales de buen comportamiento para mejorar mis notas o aliviar los castigos. En un momento, pasó de acariciarme el cuello y la cara a mis muslos. Yo vestía pantalón corto. Enrojecí de vergüenza y de impotencia. Me quedé paralizado. Él apestaba a sudor seco. Su respiración se aceleraba. No pude o no supe reaccionar hasta que me abrazó e intentó acariciarme el pito. O sea, hacerme una paja. Llegó a tocarlo. Aturdido, salté de sus rodillas, a punto estuve de caerme rodando por el suelo, y salí corriendo, espantado, de aquel despacho/mazmorra.

Tardé mucho tiempo en volver a cruzarme con él o a mirarle a la cara. Por supuesto, dejó de darme regaliz, bolas dulces y vales. Me daba miedo. Al año siguiente, fue trasladado a otro colegio, lejos de Almería. Entre los niños, el comportamiento de aquel fraile pederasta, y de otros con tendencias depravadas parecidas, era un secreto a voces. Sin especificar, decíamos: “Cuidado con éste o con aquél; ya sabes”.

Ahora ya sabemos, sí, que la jerarquía eclesiástica católica, sobre todo la española, encubría y encubre persistentemente los delitos de pederastia de sus curas y frailes, sexualmente reprimidos por el celibato, enfermos mentales o simplemente pervertidos. A veces, también los premia. Ese fue el caso del papa Juan Pablo II, que ya es santo, con el tenebroso padre Marcial, violador de niños y fundador de los Legionarios de Cristo. La Iglesia Católica aún tiende a tratar las violaciones de niños solo como pecado, no como un delito penal. Afortunadamente, el papa Francisco, que no es como el presunto santo Juan Pablo II, empieza a hablar en público del asunto. Su portavoz para la lucha contra los abusos sexuales de curas y frailes, el jesuita Hans Zollner, ha dicho que “esconder lo que la sociedad ya sabe no es creíble”.

Cientos de casos sangrantes ocurrieron en Massachusetts, uno de los Estados norteamericanos con más católicos, donde creció mi mujer. Incluían multitud de violaciones de niños, descubiertas por unos colegas del diario The Boston Globe, probadas en juicio, que han llevado a muchos sacerdotes y religiosos a la cárcel. (Véase la película Spotlight, ganadora del Oscar en 2016). Las indemnizaciones ordenadas por los jueces rozan los 3.000 millones de dólares, lo que ha llevado a la archidiócesis a la bancarrota. El cardenal arzobispo de Boston, que hizo la vista gorda, sigue huido y refugiado en el Vaticano. El papa emérito Benedicto XVI, acusado ahora de encubrir otros casos de clérigos abusadores de menores, cuando era arzobispo de Munich, sigue en el Vaticano sin dar la cara. Finalmente, ayer mismo pidió perdón como ex arzobispo de Munich y Papa emérito.

También la católica Irlanda está plagada de escándalos de pederastia que salen frecuentemente a la luz y acaban en los tribunales con indemnizaciones de 1.500 millones de euros. Con la cantidad de propiedades que tiene el clero en España no les supondría una gran pérdida vender inmuebles para compensar algunos de los daños gravísimos que han cometido contra sus víctimas indefensas. Lo peor, no obstante, es la impunidad. El todavía obispo de Tenerife llegó a decir impunemente que los niños provocaban a los clérigos.

En Francia, 330.000 víctimas en 70 años. En Australia no prescriben nunca esos delitos. ¿Qué pasa en España? ¿Acaso creemos que no ocurre aquí algo parecido a lo de Estados Unidos, Irlanda, Francia, Alemania o Australia? El silencio sepulcral que cubre los casos de pederastia de curas y frailes en España no tiene que envidiar, en nada, a la “omertá” que protege, con el secreto cómplice, a la mafia en Italia. España no puede ser tan diferente. La complicidad con el silencio es criminal. “Hay circunstancias en las que callarse es mentir”. Lo aprendí de Unamuno.

En las últimas semanas, han alzado su voz varios adultos valientes que, cuando eran niños, sufrieron violaciones y otros abusos sexuales por parte de frailes y curas católicos. Quizás, por eso, y por el informe que El País entregó al Papa Francisco con más de doscientos casos de pederastia en la Iglesia Católica en España, la Fiscalía ha tomado ya cartas en el asunto y todos los partidos políticos, excepto VOX y PP, se han mostrado partidarios de formar una Comisión de Investigación sobre estos delitos que podría ser dirigida por el Defensor del Pueblo. Ya era hora. Esta nueva atmósfera de esperanza en la lucha por la Justicia y contra el encubrimiento culpable de la jerarquía católica, me anima también a mi a contar ahora aquella triste experiencia.

He superado en mi vida tres mudanzas transatlánticas, saltos de 6.000 kilómetros, con toda la familia a cuestas. Ninguna de ellas me causó tanto trauma como la que me llevó del Colegio Montessori al Colegio La Salle cuando estaba a punto de cumplir los ocho años. El primer día que pisé aquel edificio enorme, que fue cárcel, quise salir corriendo hacia mi barrio y al regazo del Montessori.

Mi foto oficial en el Colegio Montessori, en una cochera de la calle Juan del Olmo, Almería.

En el 2013, hace 9 años, celebramos en La Salle (copas, misas, banquetes, risas) los 50 años de nuestra promoción de Ingreso en Bachillerato. Los actos conmemorativos, ciertamente emocionantes y agridulces, fueron presididos por la ausencia de nuestros compañeros difuntos.  A mí me tocó el honor, indeclinable, de dar el discurso de nuestras “Bodas de Oro” y del Primer Siglo de La Salle en Almería, juntos, en el Auditorio Maestro Padilla lleno a rebosar. Mi único mérito, adquirido durante ese medio siglo, lo sé, había sido simplemente salir en la tele. Para muchos, y especialmente para mi madre, salir en la tele era el no va más. Lo que dije allí, y está publicado, era verdad: un canto a la excelencia educativa de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Mi agradecimiento hacia la mayoría de mis frailes (los hermanos Sebastián, Felipe, Amado de María, Rufino, Pelayo, Joaquín, León, etc.,) también fue sincero.

Compañeros de curso tras la representación de Gólgota 36, en La Salle. En el centro, el hermano Joaquín, alias Cabezón, bruto y noble. Yo soy el primero por la derecha. El hoy general Manuel Jesus Solana es el primero por la izquierda.

Como ya era habitual en mí, no dije todo lo que pensaba. Oculté los abusos de los pederastas. Para entonces, yo gozaba del grado de maestro del disimulo. Ahora es distinto. Mi reciente jubilación, con la casa pagada y mis hijos criados, ha quebrado mi carrera triunfal hacia al doctorado en el arte de la diplomacia. Ya puedo decir y escribir casi todo lo que me de la gana. Como si fuera libre. Eso hago, por ejemplo, ahora. De los frailes no pederastas recibí una excelente educación y, por ello, les debo gratitud. De las manzanas podridas (“ya sabes”) huíamos como del diablo. Aquello era un secreto a voces. Ojalá, por fin, los culpables paguen penalmente por sus delitos y así se haga justicia con las víctimas.

 

 

 

 

 

 

Hablar para que me entienda mi madre

Hace unos días, me acerqué al Instituto Cervantes de Madrid con la intención inocente de dar un abrazo a mi amigo y colega Arsenio Escolar, director editorial fundador del diario 20 Minutos. Hacía tiempo que no nos veíamos y me sorprendió su barba de casi académico de la Lengua, algo que está al caer.

Con Arsenio Escolar, director fundador de Archi-Letras, en el Instituto Cervantes de Madrid.

Escuché su discurso y los de la ministra de Educación, Pilar Alegría, (¡qué envidia de apellido!), de la secretaria de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial, Carme Artigas, y de las directoras del Volumen de Archi-Letras, dirigido por Arsenio, que se presentaba allí. Me interesó más de lo que esperaba. Me enganchó. Luego, me puse a leer el tocho que Arsenio me regaló. Por eso, lo cuento y lo recomiendo aquí.

Portada de Archi-Letras Científica

 

Con Arsenio nunca te vas de vacío. Ya que tenía a tiro a la ministra Alegría, aprovechó para pedir al Gobierno ayudas para las ediciones en papel cuyo precio se había disparado.  Y nos contó las tres principales razones de esa subida del 28 %:

1.- Con la pandemia se han disparado  las compras on line y, por tanto, el consumo de cartón y envoltorios.

2.- China levantó la prohibición de tener más de un hijo, lo que aumentó en consumo de pañales para bebés. O sea de celulosa.

3.- India aumentó el consumo de compresas para las mujeres.

El aumento de la demanda disparó al alza los precios del papel en todo el mundo.

Pilar Alegría, ministra de Educación, presentando Archil-Letras en el Instituto Cervantes.

Al margen de esta anécdota, surgieron mensajes muy interesantes sobre las tecnologías de la lengua aplicadas al español y ¡ojo! sobre el derecho del ciudadano a entender lo que le dicen. El poster que entregó Arsenio al Gobierno decía: «Por un lenguaje claro de la Administración». Hablamos con las máquinas (Siri, Alexa, por ejemplo) y nos entienden. Repasaron el lenguaje desde las cavernas hasta la inteligencia artificial . Y citaron a Nadia Calvino: «Que la inteligencia artificial piense en español». Ahí queda eso.

Los y las lingüistas tratan de identificar los discursos de odio y las fake news (noticas falsas), a través de una tecnología que plantea ciertas amenazas, como puede ser la posible manipulación de las mentes mediante ideas conspiradoras sin fundamente. La cantidad de datos (el Big Data) y su velocidad de transmisión a través de  las redes pueden generar un miedo semejante al que sintieron nuestros antepasados al enfrentarse al endiablado ferrocarril. Pero el progreso es imparable.

Aunque yo aún no me fio de la traducción simultánea. Un día, cuando estaba de corresponsal de RTVE en Nueva York tuve que enviar mi curriculum a la Casa Blanca, en tiempos de Bill Clinton, para pedir algo que ya no recuerdo. Con las prisas, recurrí a la traducción automática de mi Curriculum del español al inglés. Pero Soler es mi apellido y también un verbo. Por eso, desde la primera línea comprobé que la traducción automática no me serviría para la Casa Blanca. El titular en inglés decía así:

Curriculum vitae of Jose Antonio Martinez To be accustomed to

La ministra Alegría llegó a decir que debíamos comunicar mediante el lenguaje  para que «lo entendiera mi madre».  Eso era lo que yo practicaba, con más osadía que acierto, cuando me dedicaba a la televisión ya fuera como corresponsal, director del Telediario o presentador del Buenos Días. Como la mayoría de los y las participantes en el volumen de Archi-Letras y en la presentación eran mujeres, aprovecharon para pedir, de paso, un esfuerzo para eliminar estereotipos de género. Estoy de acuerdo con ellas. Mi mujer, mucho más.

¡Bravo Arsenio! Te mereces un sillón en la Real Academia de la Lengua.

 

Exilio, oposición interior y transición democrática, según Villares

En el venerable salón de actos del Ateneo de Madrid, el profesor Ramón Villares rindió ayer un singular homenaje a los cientos de miles de españoles exiliados que perdieron la guerra civil y, desde su largo y penoso destierro, contribuyeron a la transición pacífica desde la dictadura de Franco a la Constitución democrática de 1978. Su último libro, «Exilio republicano y pluralismo nacional» (Ed. Marcial Pons), fue presentado ayer por el autor y por Ángeles Egido y Antonio García Santesmases.

Portada del libro de Ramón Villares.

De sus intervenciones y de la lectura del ensayo de Villares se desprende una cierta ingratitud por parte de la oposición interior al franquismo (el exilio interior) hacia los hombres y mujeres del exilio exterior, que mantuvieron vivos los ideales democráticos de la II República y nos cedieron una parte importante de su legado histórico. La deuda que tenemos los demócratas españoles con quienes sufrieron tan largo destierro y ayudaron a la Transición sigue pendiente. Los exiliados de la España peregrina, convertidos por Franco (con ayuda del «hisopo eclesial») en apátridas, en no españoles, mimaron durante décadas los valores republicanos y, en su momento, cambiaron incluso, no sin dolor, república por democracia, europeísmo, reconciliación entre vencedores y vencidos y pluralismo nacional. Este libro, con minuciosa documentación y rigor histórico, viene a saldar una parte de dicha deuda.

Contraportada de libro de Villares.

El profesor Villares une exilio y transición mediante un análisis de gran finura intelectual y delicadeza en el tratamiento de los hechos históricos. Me gustó regresar ayer a mi Ateneo, olvidado por la pandemia, y saludar a colegas interesados por los españoles «transterrados», tal como los llamaba mi maestro Juan Marichal que siempre llevó España a sus espaldas.

Con Solita Salinas, Juan Marichal y mi hijo David, en su casa de Cambridge (Mass).

Sus clases y tertulias, al otro lardo del Atlántico, me cambiaron la vida, cuando tuve que huir de la Dictadura, tras sufrir secuestro, torturas y un fusilamiento simulado, a los tres meses de la muerte del dictador, por miembros de la Guardia Civil del franquista general Campano. En algunos capítulos, el libro de Villares me ha producido varios ataques de nostalgia, pues cita a exiliados notables como Juan Marichal y José Ferrater Mora, con quienes compartí clases y veladas inolvidables en sus casas de Massachusetts y Pensilvania. O a Vicente Llorens, secretario del presidente Juan Negrín, experto en el exilio tanto como en la Literatura Española.

Con los exiliados Solita Salinas, Juan Marichal (con boina) y Vicente Llorens y su esposa Amalia, en una excursión a Plumb Island y Newburyport (Mass) a los pocos meses de la muerte de Franco.

El ensayo se cierra con un epílogo titulado «La canción del exilio» en el que escribe: «Los exiliados se habrían llevado, como cantó Léon Felipe, lo mejor de la cultura española. La España de Franco se quedaría con la «hacienda, el caballo y la pistola», pero qué importaría todo aquello, <<si yo me levo la canción>>.

<<El legado político del exilio>>, según Villares, <<fue más decisivo del que los protagonistas en el interior de la transición democrática quisieron reconocer, porque, a fin de cuentas, en el pecado del adanismo se lleva la penitencia de descubrir que siempre hay una <<caja de música>> en la que se guarda otra versión del pasado que no pasa».  Ayer pudimos escuchar en el Ateneo de Madrid unas notas agridulces de esa <<caja de música>>

Gracias, profesor Villares, por su libro. También, por estampar en él su firma. Mi ejemplar, lleno de notas a lápiz, ya vale más.

Autógrafo. «Para José Antonio Martínez Soler, que conoce la transición de primera mano».

 

Malos tratos, el pan nuestro de cada día

Los malos tratos a mujeres y niños estaban a la orden del día. Como homenaje a mi hermana, que luchó toda su corta vida por la igualdad de género, el diario La Voz de Almería incluye hoy una foto de ella recogiendo el Premio Meridiana que le otorgó a Junta de Andalucía. Para mí, esta foto justifica toda la serie de recuerdos («Almería, quién te viera…) que publico en La Voz.  Este es el articulo de hoy:

Artículo que publica hoy La Voz de Almería con la foto de mi hermana.

 

Para quienes no puedan ampliar la foto de la página de La Voz ni leer la letra pequeña, copio y pego el texto en word con un cuerpo mayor.

Almería, quién te viera… (9)

Malos tratos, el pan nuestro de cada día

J.A. Martínez Soler

-<<Paco viene otra vez cargao>>, decía mi madre, al escuchar por el patinillo las voces del dueño de los coches de caballos, dos portales más arriba del nuestro. A continuación, gritos de dolor de su mujer. Aullidos desgarradores. Asustadas, muertas de miedo, gritaban también sus dos hijas pequeñas.

Era el pan nuestro de cada día. De varios portales y patios del barrio salían broncas parecidas. No era solo en mi calle. Algunos amigos contaban lo mismo y, a menudo, lo documentaban con sus moratones por medio cuerpo. Las marcas más frecuentes eran de bofetones o de correazos. Las palizas a las mujeres y a los niños estaban a la orden del día. También había malos tratos con los alumnos en los colegios de frailes y monjas.

Mi familia y yo debíamos de ser bichos raros. Que yo sepa, mi padre nunca pegó a mi madre, ni a mí, ni a mi hermana. Justificaba su rara actitud, en comparación con la de otros padres, diciendo que había crecido huérfano de padre. No tenía ningún modelo de autoridad patriarcal a quien imitar. Decía que <<no sabía hacer de padre>>. Mis amigos celebraban mi suerte por tener un padre tan blando. Un día, eso sí lo recuerdo, iracundo, dio un puñetazo a un armario y rompió la puerta. <<Por no dárselo a tu madre>>, reconoció entre risas que no me hicieron gracia. (La barbarie habita en nuestra piel, nos acecha y brota cuando menos lo esperas. Dominar nuestro machismo, aunque sea latente, requiere vigilancia constante.)

Mi madre sí me zurraba de lo lindo. Ella me perseguía, muchas veces sin éxito, zapatilla en mano, para arrearme en el culo. Su declaración de guerra era superlativa: <<Este niño me va a matar a irritaciones y a disgustos>>. Aunque daño, lo que se dice daño, no me hizo nunca, me humillaba, y mucho, cada vez que me sacudía con la zapatilla o la alpargata.

Un día, con apenas ocho o nueve años, llegué a admirar tanto a mi madre que le perdoné todos los golpes que, merecidamente o no, me había dado en el culo. Venía del colegio a la hora del almuerzo y, al cruzar la Plaza Juan de Austria (hoy de los Derechos Humanos) vi a un grupo de vecinos parados en la puerta de mi casa. <<Ya está mi madre cantando flamenco desde la cocina>>, pensé automáticamente. Por costumbre. Cantaba de maravilla. Los de Nacimiento la llamaban “Morena Clara”, por haber interpretado ese papel en su pueblo.

Mi madre estaba en medio del grupo, colorada como un tomate, escoba en mano. <<Has hecho muy bien, Isabel. Le has dado una lección a ese cafre>>. Eso dijo la vecina de enfrente. En cuanto ella me vio me cogió del brazo y me metió en la casa: <<Vamos, hijo, que aquí se acabó lo que se daba>>.

Mi abuela Isabel lo vio todo desde el portal, sentada en su silla costurera. Me dijo que, al oír los gritos de socorro de la vecina, mi madre salió a la calle con lo que tenía en la mano, que era la escoba. <<Salió hecha una fiera>>, me concretó, <<y se lio a darle golpes al vecino que estaba pegando a su mujer en la puerta de su casa. Casi le partió el palo de la escoba en la espalda. El vecino se acobardó y se fue huyendo hacia el Cerro. Dejó a su mujer malherida. La cara llena de sangre. La llevaron a la Casa de Socorro poco antes de que tú llegaras. Hay que ver la que ha armao tu madre.>>.

Mi madre ganó una gran reputación entre las mujeres del barrio. Y yo la subí a un pedestal. Me sentí muy orgulloso de ser su hijo.

Las mujeres maltratadas, en general, no tenían independencia económica. ¿De qué iban a vivir?  No denunciaban las agresiones por miedo y, además, no se fiaban de los policías. Entonces, todos eran hombres. Algunas habían sido objeto de burla y abusos en la propia comisaría. De hecho, las denuncias eran mínimas, y los malos tratos a esposas e hijos, hasta llegar al asesinato, eran frecuentes.

El machismo no estaba mal visto

En los años 50 y 60, esas noticias no salían entonces en los periódicos. En 1987, siendo yo director de la Agencia EFE-Nacional, nos llegaban noticias de las muertes de mujeres e hijos desde todos los rincones de España. No tengo las cifras, pero, a través de nuestros corresponsales, el teletipo y el telex nos daban cuenta de esta masacre, casi anónima, todas las semanas del año. Los diarios, semanarios, emisoras de radio y demás abonados a nuestro servicio no solían publicar tales crímenes.

Di instrucciones a los redactores jefes para que dieran prioridad a esos asesinatos y los incluyeran en el servicio a los abonados. Me llevé una triste sorpresa. Lo de <<mata a su mujer y se suicida>> no interesaba más que al semanario El Caso, especializado en sucesos. A veces, salía un párrafo a una columna en un diario calificado de serio. En página par, la que menos destaca. Así era la prensa entonces. Quizás trataba de satisfacer el interés de sus lectores, molestándoles lo menos posible. O bien, imbuidos de la propaganda de la Dictadura, los periódicos preferían pintar un mundo color de rosa. Las estadísticas de entonces, escasas y chapuceras, no eran fiables. Por eso, resulta difícil hacer comparaciones entre los crímenes machistas de entonces y los de ahora.

 Cuando yo era niño, el machismo aún no estaba mal visto. No era noticia. <<Algo habrá hecho esa mujer>>, solían decir algunos hombres que trataban de exculpar al maltratador. La cultura machista era dominante. Se palpaba en los burdos piropos callejeros, a veces, muy obscenos, o en los tocamientos no solicitados. Los chistes también eran frecuentemente ofensivos para la mujer. Las propias leyes vigentes de la Dictadura, inspiradas por el nacional-catolicismo, no digamos. Las mujeres no podían viajar, pedir un pasaporte, abrir una cuenta corriente, etc., sin permiso expreso del marido o del padre. Vivían como esclavas y, legalmente, como menores de edad.

El machismo tampoco estaba ausente en nuestra familia. Mis padres eran contrarios a que mi hermana Isabel saliera de Almería para ir a la Universidad. A mí me animaron. A ella se lo prohibieron. Colisionaban siglos de tradición con la modernidad. Esta actitud me dolía y decepcionaba. Recién casados y con 22 años, mi esposa y yo nos enfrentamos a mis padres y apoyamos a mi hermana para que se licenciara en Sociología en Madrid. Nos acusaron de traición. Isabel Martínez Soler se independizó y regresó a Almería con su título universitario que sumó al de Magisterio. Fue una gran precursora de la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres. Por la Junta de Andalucía le dio el Premio Meridina. Cuando murió, en trágico accidente de tráfico con su marido y su hija, encontré en su casa algunos cheques antiguos que le envié y nunca cobró.

En un par de años, nuestra vecina y sus dos hijas emigraron, en realidad huyeron, con unos parientes a un pueblo de Cataluña. En aquellos tiempos, las mujeres que huían del maltrato apenas tenían dos salidas: el servicio doméstico o la prostitución.

Diez años más tarde, fui a estudiar Económicas y Periodismo a Barcelona y traté de contactar con mis vecinas. No tuve éxito. Cuando leo las noticias de violencia de género, que ahora sí se publican, recuerdo los golpes y los gritos cerca de mi casa. Muchos de mi edad, que conocimos aquella barbarie machista, hemos educado a nuestros hijos en valores de igualdad entre hombres y mujeres. Los ayuntamientos y muchos ciudadanos guardan minutos de silencio como protesta contra los crímenes machistas. Y mujeres amenazadas pueden pedir auxilio en el 016 que no deja huella en el recibo. Aunque lentamente, vamos mejorando.

Con mis padres y mi hermana en el Parque de Almería.