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Poner un pie delante de otro nunca tuvo tanta trascendencia.

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¿Dónde está el límite?

No sé si fue antes el huevo o la gallina. Qué vino antes, si la pregunta y después el amigo Josef Ajram con su oleada de WITL, o si la ecuación se construyó de derecha a izquierda. En cualquier caso, muchas veces te habrás preguntado donde está tu límite.

Límites hay múltiples en el mundo del ejercicio, o del correr. En mi teoría de barra de bar colocado maliciosamente en el kilómetro 24 de un maratón se me ocurren, al menos, tres:

Límite agónico. El esfuerzo y hasta qué punto debe llegar en intensidad. En este cubo entran las razones médicas y fisiológicas. También la capacidad de asimilar el entrenamiento, de vomitar ácido láctico, del bocasangre que medio inventó Antonio Alix en aquellas parrafadas de internet.

¿Cuánto de esto se debería llegar a consumir como sustancia adictiva? ¿Incluimos mucho de entrenamiento agónico en nuestro presupuesto de deportista recreativo? ¿Hay incluso alguna moralidad dentro de a qué ritmos debemos correr? Como podemos ver no se nos ocurren más que desvaríos y preguntas. Cada uno corre a todo lo que da cuando le da, como sentenció uno que conocí.

Límite de razonabilidad. La sociabilidad del correr, la relación con el entorno familiar, la amistad, la posibilidad real de que comience a ser un problema o siga siendo esa fantástica herramienta de compartir ratos con gente.

El mes pasado intercambié un simpático cruce de tweets con unos amigos de México en el que me decían que «esto» no era un hobby sino un modo de vida. Coloquemos las barreras donde nos guste más. Siempre siendo conscientes de dónde termina nuestro límite y dónde empezarían los de los demás.

Creo que se me entiende.

Límite en extensión. Suelo poner esto muy entre comillas. La distancia que nos empieza a parecer suficiente o descabellada. En una primeravera normal una persona puede ver suficiente que se corran dos medios maratones, cuatro carreras de 10km de modo intenso, o tener dorsal para cuatro maratones y dos ultra trails. Habitualmente se asocian unos años de experiencia a unos kilometrajes límite.

Autocrítica; presunción o veterana habilidad. De aquí a la mitad del año tengo programados 70km para el sábado que viene. En Abril, el Rock’nRoll Madrid Maratón, quizá una de 50km por las llanuras manchegas con los chicos de Coriendoporelcampo. En mayo un maratón campestre informal y, en Junio, 80km con 7000 metros de desnivel por el macizo de Peñalara. ¿Es excesivo? ¿Irreal?

En la primera de las mencionadas definiciones de límite, para nada será agónico. En ninguno de los kilómetros que recorra iré siquiera a tope, ni a unas pulsaciones tales que me resequen la garganta u opriman el pecho. Me gustaría mantener el límite agónico lo más lejos  de mi historial clínico, hasta ahora inmaculado.

¿Razonable? El 100% del tiempo está acordado con mi familia. Ninguna de las carreras interfiere mi sociabilidad. Al contrario, la aumentan. Se basan en el hecho de salir a correr con alguien para ser realidad. Muchas de las carreras se harán por la noche mientras mi familia duerme. En ninguna de ellas quedaré cojo o lisiado como para impedirme la vida normal al día siguiente.

¿Demasiados e innecesarios kilómetros? Podría ser. Podría correr pruebas urbanas como ya hice en su día. Podría jugar a divertirme dominando la bonita distancia de los 21 kilómetros, corriendo en progresión o acompañando a algún camarada novato o a mi mismísimo padre. Podría apuntarme a algún ekiden de relevos o a crosses universitarios en los que un amateurismo sano y escolar te rodea y reconforta.

Podría. Pero miraría por las ventanas de casa o del coche y sentiría como se me escapan los secretos de ese camino que se aleja serpenteando por la colina.

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Foto: Steven Lane. The Columbian.