Ciencia, tecnología, dibujos animados ¿Acaso se puede pedir más?

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El supercaza que no sabía contar

El F-22 Raptor es la última maravilla de la tecnología militar estadounidense, un avión de caza diseñado para enfrentarse a enemigos que todavía no existen y para mantener el control del espacio aéreo durante el próximo cuarto de siglo, al menos. Potente hasta romper la barrera del sonido sin postcombustión, ágil con sus toberas orientables, especialmente diseñado para ser casi imposible de detectar por un radar enemigo, capaz de localizar y derribar a decenas de aparatos rivales, y también de atacar el suelo, el desarrollo del F-22 ha llevado decenios y muchos miles de millones de dólares. Cada uno de los aviones cuesta más de 100 millones de euros. Lo cual no ha impedido que salgan de fábrica con un defecto de software que inutilizó buena parte de sus sistemas informáticos en un vuelo de rutina cruzando el Pacífico. Si les llega a ocurrir en combate hubiesen estado entre los cráteres más caros de la historia.

El primer destacamento operativo de F-22 fuera de Estados Unidos fue a Okinawa, en Japón; para aprender de los problemas y ya de paso para enviar una señal a Corea del Norte y China. Hasta mitad de camino todo fue bien, pero entre Hawaii y Okinawa los Raptor se encontraron con un inesperado y temible enemigo: la Línea Internacional de Cambio de Fecha, el punto en el que la distribución de los husos horarios hace que se salte de un día a otro, que por conveniencia está situado en mitad del Pacífico. Se trata de una mera inconveniencia para los viajeros; pero para el F-22 resultó ser una trampa letal. Un error en alguna parte de los millones de líneas de código que hacen funcionar el avión desarboló buena parte de sus sistemas al cruzar esta línea imaginaria. Los aviones se encontraron de repente con el equivalente aeronáutico de una pantalla azul en mitad del Pacífico. Sin navegación, tuvieron que seguir a sus aviones cisterna para encontrar la base y aterrizar. Afortunadamente en todos los aviones con controles digitales (fly-by-wire) llevan los sistemas de vuelo independientes y por al menos por duplicado. O sea, que volar, volaban.

El incidente, menor, anecdótico y rápidamente resuelto, vuelve a subrayar el creciente riesgo que supone el software en todo tipo de aplicaciones críticas. Aparte de destacar las posibilidades futuras de la guerrilla informática. Pero si un avión que lleva en desarrollo más de un decenio con miles de millones de dólares detrás no puede estar libre de errores, graves, en su software, ¿qué ocurre con aplicaciones más mundanas pero igual de importantes? El F-22 literalmente no puede volar sin su software, y mucho menos combatir, pero ¿qué ocurre con los aviones de línea, los trenes de alta velocidad, los escáneres de los hospitales? ¿Qué ocurre con el software de los automóviles? ¿Debemos tener miedo porque los buques británicos (algunos portando armas nucleares) estén usando ya una versión de Windows? Gracias a la poca importancia que le hemos dado a los programas, aceptamos en software niveles de calidad que jamás toleraríamos en mobiliario, o iluminación; y no hablemos de los estándares que se exigen en alimentación. Esa cultura de la tolerancia (‘es sólo software’) es en parte responsable de este tipo de fallos. Que van a acabar costando vidas.