Reportero: periodista que a fuerza de suposiciones se abre un camino hasta la verdad, y la dispersa en unatempestad de palabras (Diccionario del diablo - Ambrose Bierce)El cómo se hizo de los reportajes de 20 minutos...

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Cisjordania: sonrisas sitiadas en la mayor cárcel del mundo

Cruzar por Cisjordania no es tarea fácil: un check point se instala en tu garganta y cierra el paso hasta asfixiarte el alma. Estas navidades el periódico me mandó hasta allí. Justo resonaban las noticias, amplificadas como morteros, de los enfrentamientos entre los milicianos de Al Fatah y Hamás. Muertos en Gaza, primera plana. Más de 20 heridos en Nablús, cubrió Al Jazeera. Choques en Jenín, me enteré nada más llegar. Una espiral descrita por todos como imparable: la guerra civil. Y mi madre, claro está, pobrecita, me encomendó al triple cielo de árabes, judíos y cristianos ante este peligroso viaje.

Pero una vez en la Cisjordania tomada, lejos de percibir el clima de guerra civil, cada palestino parecía tener muy claro que su problema es la ocupación militar israelí. Muy difícil puede resultarnos visualizar esta dramática situación si no se pisa la tierra quemada, sino cruzamos como un cisjordano más los humillantes check points (puntos de control militares que toman carreteras y ciudades: más de 400 en el West Bank, territorio que cubre una superficie como La Rioja).

A pesar de que los políticos palestinos parecen empeñados en lanzarse los unos contra los otros, los ciudadanos esgrimen sin tapujos sus vitales objetivos: paz y libertad, la necesidad de la unión en estos momentos difíciles, quizá de los peores de su historia, ahora que se han convertido en peces en plena sequía, muriendo lentamente en las escasas charcas de libertad: cuatro calles en Jericó, el centro de Ramallah, las plazas de Belén encerradas por un muro. Ahora que no hay dinero para las infraestructuras civiles por el bloqueo económico europeo y estadounidense. Ahora que Israel sigue realizando todo tipo de operaciones contra la población civil; por mucho que el primer ministro Olmert asegure al mundo civilizado que están en tregua. Desde la segunda Intifada (2000) Palestina se ha convertido en un infierno en tierra sagrada. Puedo confirmar este sacrilegio. Asfixiados en la macabra trinidad de la pobreza, la ocupación y la violencia. Los palestinos mueren lentamente, diría que es un exterminio de baja intensidad.

Cruzar por Cisjordania no es tarea fácil, digo. Existen dos modos para un periodista: alquilar un coche con matrícula amarilla (salvoconducto israelí) y poder de este modo viajar por las carreteras de lujo construidas para los colonos judíos; autopista hacia el cielo de los asentamientos en la que puedes recorrer en sólo minutos un trayecto que se convierte para los palestinos en horas de agonía en su propia tierra. En Cisjordania no hay modo de librarse de la atenta mirada de los fusiles y de los checks points. No hay previsiones de vida. No hay futuro. Es difícil sobrevivir cuando eres el eterno sospechoso.

La otra opción es moverse en taxi con matrícula verde (palestina), o para los más aventureros en transporte público (un desastre). Entonces se abren tus ojos, recibes la mala nueva. Ves carreteras de mierda; no encuentro otro adjetivo, perdón. Colas infinitas al llegar a los puntos de control. Cacheos. Insultos. Empujones y golpes. La humillación constante, arbitraria. Una sensación de total indefensión, y el pensar que todo puede llegar a ocurrir en un solo instante, que la muerte, como en las grandes tragedias, está esperando para entrar en escena sin previo aviso. ¡Deus ex machina! La máquina de las excavadoras, los tanques, los helicópteros, la maquinaria de guerra.

Los coches con matrícula verde, por ejemplo, no pueden acceder a la ciudad de Nablús, la mayor cárcel al aire libre que he visto, con una población que ronda los 120.000 habitantes. Al caer la noche, estos coches se la juegan en las carreteras: todos los gatos son pardos y terroristas, es un toque de queda tácito, la tradicional hora de la batalla: atardece en Palestina, cantan los fusiles, impactan las piedras. Aunque estar dentro de casa tampoco garantiza nada en el atardecer de los cristales rotos… Muchas casas han sido destruidas con sus pobladores dentro sólo porque molestaban al paso de las tanquetas.

Los soldados que controlan este grueso de población rondan la edad de entre los 18 y 20 años. Muchos tienen miedo, se les nota en su rostro. Y el miedo junto a un fusil de asalto es mal consejero. Otros muestran una mirada de odio que me cuesta describir. Sus modos, sus gritos, sus gestos agresivos, hablan de la violencia interiorizada, de la xenofobia instrumentalizada. Sus ojos no ven niños, ancianos, mujeres, jóvenes… sólo al enemigo, un enemigo despreciable que debe desaparecer del mapa de ese gran Israel, el sueño de sus padres, la pesadilla de sus hijos. Tienen inmunidad para matar. Cierran los pasos a discreción. Juegan a ser el infante dios. Pierden su humanidad con el olor de la pólvora.

Cruzar Cisjordania acaba instalándote un check point en la garganta por las sonrisas de los niños y jóvenes palestinos: el 74% de la población es menor de 30 años. Por su sufrimiento, y la hospitalidad mostrada con el extranjero que viene a contar su historia, a explicar que ellos no son terroristas, sino jóvenes sin otro futuro que el de la violencia que infecta sus pulmones. No hay excusa terrorista que pueda justificar la toma y sumisión completa de la población civil por muchos hombres bomba que hayan salido de Nablús, Jenín, Tulkarem. No hay futuro para un niño palestino que sólo conoce el juego de la guerra real (intifada), que tiene en su familia numerosos muertos, que no puede dormir por las noches por las diarias incursiones israelíes y los enfrentamientos de los milicianos. Niños que dibujan soldados reventando las cabezas de sus padres, la de sus amigos, o la suya quizás, en los ejercicios de las escuelas. Niños que mueren por disparos de fusil. Cazados un buen día como conejos.

He cruzado el check point de Hawara, el más duro de Palestina, lo más parecido a un gigantesco campo de concentración. He visto a los niños lanzar piedras contra soldados, y he constatado que cuatro menores tuvieron que ser ingresados en el hospital de Ramallah por graves heridas tras la batalla. He visto a los perros husmear en los vestidos de las mujeres, y a un soldado apuntar a la cabeza de un chiquillo de enormes ojos azabache mientras le gritaba en hebreo que volviera a la cola. ¿En qué pensaría ese soldado? He visto…

Y he sentido miedo. Miedo por los de un lado y otro. Miedo ante la enajenación humana. Miedo al saber que podemos perder el norte, el sur, el este y el oeste, de esta brutal manera. He llegado a pensar que Israel sufre el síndrome del maltratado, cobrándose con sus víctimas la frustración y la paranoia colectiva de una historia de injusticias, unas víctimas que ya no creen en nada, sumidas como están en un mundo loco y fanático en el que pasar de una sonrisa al rigor mortis es tan sólo cuestión de horas.

Si no creen lo que estoy contando, visiten si pueden Nablús, pasen por el check point de Hawara. Y olviden por un momento los cohetes Kassam, los milicianos, el tablero de ajedrez internacional, el islamismo, la lucha contra el terror, el baile de Hamás y Al Fatah, y piensen en los 2,5 millones que viven en Cisjordania como perros enjaulados, golpeados, humillados, heridos, asesinados, los principales interesados, se lo aseguro, en conseguir a estas alturas la paz.

Esta noticia también habla por si sola. Las cosas, como me explicaron los palestinos, van a peor.

Las fotos son de Hebrón y Nablús: EFE y AP

Javier Rada