Reportero: periodista que a fuerza de suposiciones se abre un camino hasta la verdad, y la dispersa en unatempestad de palabras (Diccionario del diablo - Ambrose Bierce)El cómo se hizo de los reportajes de 20 minutos...

Nablús: La niebla del payaso (final)


“Nadie anuncia la creación de un movimiento que pretende alcanzar la perfección mediante el método de matanzas masivas; nadie dice que se trata de inhabilitar, aislar, y luego quemar o envenenar a esta u otra gente, parásitos, explotadores, rufianes, contaminados por su propia raza, religión o riqueza, y que hay que degollarlos junto a sus hijos recién nacidos, hasta el último: en el mundo entero, lleno de extravagancias que hoy llegan hasta la locura, no existe tal declaración.”

Stanislaw Lem. Provocación.

Nablús suena a niebla, sí, y a muerte. Por eso buscas la metáfora, intentas no asfixiarte junto a sus habitantes, y entonces hablas de payasos enfrentados a cocodrilos en un valle de lágrimas.

Lágrimas de payaso, lágrimas de cocodrilo, y aún más claro:

Los sueños de la razón engendraron a Nablús: la pintaría gris, haría sangrar el hormigón, retrataría las interminables colas, los empujones, y el rostro desencajado de los soldados, o la desesperación de los viejos, mujeres y niños, y los jóvenes que claman el SOS en el último charco.

Más claro, un disparo.

Es como en el Pasaje del terror de las ferias: 20 dólares para un taxi y tienes asegurado tu ticket al desencanto. Veremos si puedes salir de allí: la arbitrariedad del checkpoint de Hawara (Huwara) es tal que uno debe tener en cuenta que quizás no pueda regresar a casa.

Los taxis y coches palestinos tienen prohibido el acceso a la ciudad, encerrada como está en las tripas de un valle. Del checkpoint al centro distan varios kilómetros. Las montañas que la circundan están tomadas por puestos militares, y los altos edificios, dejados, hablan de la prosperidad perdida por el azote de Marte.

Recuerdo la primera vez que la visité hará dos años. He de confesar que es un lugar que fascina. Me atrapa porque más allá de allí no hay nada, los límites y las fronteras del hombre están anclados en esta tierra, y más allá sólo está lo inefable. Ésta es una de las fronteras de la humanidad, un paso más, y la senda es exclusiva para bestias.

Proveníamos entonces de Jenín, y los soldados no nos querían dejar pasar. «¿Hablas árabe?» «No» «¿Tienes algún amigo árabe?. No. «¿Qué quieres hacer en Nablús?» «Es un lugar bíblico», respondí. «No, es un lugar peligroso para ti», dijo él. Y no entendí si se refería a los palestinos a los propios israelíes. Pero adorando al profeta Ronaldinho, y reivindicando a Barcelona como centro del turismo mediterráneo, conseguimos entrar.

Añado aquí mis notas…

Nablus es un ciudad de 120.000 habitantes asediada por el ejército hebreo desde la segunda intifada (2000): fecha en la que sus habitantes denuncian que las cosas han ido a peor. Israel la considera como la principal «fábrica de hombres bombas» y ha declarado un estatus especial. Los habitantes de Nablús se encuentran encerrados. Hasta cuatro checkpoints controlan todas las carreteras. La rodean asentamientos judíos equipados con la última tecnología…

Podría hablar de sus zocos, y sus olores a especias, a gallinas, a carne colgada de un gancho, miríadas de gente por el laberinto comercial. Pero no voy a extenderme más. Sólo decir que un checkpoint se instaló en mi garganta. Sólo decir que todo el mundo contaba historias tristes, relatos de desesperación. Muertos, heridos, mutilados. Niños asesinados por jugar en el monte. Familias perdidas por una excavadora que sin avisar tumbó una casa.

Sólo decir que es fácil morir en una ciudad que parece haber perdido el horizonte por un muro de hormigón. Y preguntarse dónde está la comunidad internacional, los que acusan con el dedo y llama bárbaros a los oprimidos, los que quieren hacernos creer que luchan contra el terror usando el martillo de Thor.

Siguen mis notas…

Ello hace que se haya desarrollado un industria paralela de taxis. Centenares de taxis aguardan a uno y otro lado de los checkpoint. Son como estaciones improvisadas en los descampados circundantes al puesto militar. Mahmud (nombre inventado), por ejemplo, asegura que antes de la segunda intifada trabajaba como profesor de autoescuela, y que desde entonces, por el constante clima de guerra, con diarias incursiones militares, tuvo que abandonar su trabajo y dedicarse a ser taxista: la ciudad parece colapsada en sus servicios normales: escuelas, hospitales, la comisaría de policía ha sido arrasada, y el negocio del taxi ha florecido ante la incapacidad de los habitantes de moverse fuera de la ciudad en su propio coche. Mahmud reza para que la situación mejore algún día, aunque no tiene muchas esperanzas, mientras nos conduce de vuelta al checkpoint. Muchos de los habitantes de Nablús, especialmente los jóvenes, tienen prohibida la salida…

…y se ahogan, y en sus pesadillas sueñan con cinturones bomba. Un chorro de niebla surge de la sonrisa de un payaso. Un chorro de niebla que cubrirá la ciudad como si fuera una gran carpa de circo, el espectáculo está garantizado, porque los sueños no entienden de fusiles ni armas, los sueños hacen volar. ¿Cómo están ustedes…?

Javier Rada

Niebla y payasos


¡Oh rey!, yo no siento sufrimiento y, a despecho del cruel tratamiento que he sufrido, no siento el fuego de la ira. Mi corazón no tiene más que sentimientos de benevolencia por mi madre, que ha ordenado arrancarme los ojos. Príncipe Kunala (leyenda budista).

Tras conocer El Pequeño Circo de Nablús…

Pienso en Miliki, Gaby y Fofó al trote, asustadísimos, meándose en los pantalones. En Marcel Marceau levantando las manos al cielo. Pienso en Charlot tropezando con barricadas de basura ardiendo. En Tortell Poltrona, cabizbajo, haciendo caso omiso a los insultos. Pienso en payasos, y en mi infancia. Y en Charlie Rivel desangrado.

No pienses tanto, me digo. Los payasos fueron creados para recibir el cruel envite, la desgracia ajena es el chiste universal: una zancadilla ‘amiga’ y el payaso tropieza/ basura ardiendo/ una bomba de tinta explota en su rostro al caer/ es rematado en el suelo, tuerto por el chorro de la flor traicionera…

¡Desalojen el circo!

Risas. Aplausos. ¿Cómo se sienten ustedes?

Que los jóvenes palestinos sueñen con un gran circo tiene su lógica cruel. Deben convertir la desgracia en humor ácido, capaz de traspasar las armaduras, inocular lo blanco en lo negro, formar un arco iris en las pupilas que sólo enfocan piedras en las canteras del odio.

El Pequeño Circo quiere hacer de una gran cárcel una carpa de color. Una utopía. En eso consisten las utopías. Porque ya nadie puede creer en ideologías o en máximas de mercado. Sólo en sueños humanos, sueños animales, sueños de vida, justos, necesarios, urgentes, prioritarios, legítimos. Soñar en cosas humanas. Las ideas yacen en una cuneta, asesinadas.

Visitar Nablús fue donde el viaje encontró su objetivo, pisar al fin Ítaca, la tierra barrida por los vientos de la historia moderna, y a la vez tan antigua. En ningún otro lugar de Cisjordania se puede ver con mayor claridad-oscuridad, sería el término preciso- qué representa una ocupación militar.

Pienso en la demagogia en la que todos caemos: las imágenes más cercanas las encuentro en los campos de concentración. No es lo mismo. Pienso en el gueto de Varsovia: un barrio-ciudad sitiado, como Nablús. No es lo mismo. Pienso en el horror de los hombres bomba, los mutilados de Tel Aviv, y en las justificaciones de Israel para encarcelar esta ciudad-barrio de 120.000 habitantes. No-es-lo-mismo. Y en el horror de los niños piedra que no conocen otro juego que el de la intifada y mueren como ratas. Y en el horror de los niños soldado que afirman que están limpiando el mundo, su mundo. Las ideas yacen en una cuneta, digo, y claman con fuerza venganza.

El día anterior de visitar Nablús, viernes, 23 de diciembre, Cristina- una compañera de Europa Press- y yo, visitamos la Red en busca de pistas. «Heridos en enfrentamientos dentro de Nablús». Hamás y Al Fatah se enseñan los dientes. Hamás estaba preparando su aniversario en la ciudad. Y los seguidores de Al Fatah abrieron fuego.

Alquilar un coche nos costaba el sueldo trimestral de un palestino. «¿Están seguros de que quieren ir a Nablús?», nos dijo el recepcionista del hotel Bethlehem. «Nablús no es como aquí (Belén), tiene una situación muy complicada», advirtió en un perfecto español pausado.

No alquilamos el coche. Incluso pensamos en cambiar de planes, visitar Tulkarem. Noticias de aquella misma noche en la web: «Una estudiante abatida en Tulkarem por un francotirador israelí».

Todos (reporteros con gran experiencia o expertos de ONG) nos recomendaban llegar hasta Nablús en un coche con matricula israelí. «¿Además, qué queréis hacer en Nablús?», me dijo un cámara de Televisión Española. «Si quieres salsa (conflicto, tiros, piedras) vete a Hebrón al atardecer».

Cristina y yo no queríamos salsa. Queríamos Nablús, que «suena a niebla«, como bien dijo aquel veterano reportero aragonés. Al día siguiente nos montamos en un autobús rumbo a Ramala.

Si no podíamos llegar a Nablús, el plan era entrevistar a Maha, líder de la progresista Unión de los Comités de Mujeres Palestinas. Tenía que cerrar un reportaje como fuera. El día anterior las cosas habían salido ciertamente mal, y no quería perder ni un sólo minuto más de trabajo.

En Ramala, al bajar del autobús, nos recibió un taxista alzando sus manos. Gordo. Con un gorrito redondo árabe, muy gracioso. Excesivamente hospitalario. Un mercader. Le preguntamos cuanto costaba ir a Nablus (20 euros) y el tiempo que podríamos tardar (40 minutos). Antes de lanzarnos a la ciudad de las refriegas, con un muerto y secuestros incluidos, quisimos tomar un café. Nos acercamos a un policía para preguntarle como estaba la situación. «¡Yo soy de Nablús!», respondió. «Espera que llame a un amigo». Usó su móvil y en seguida nos dio respuesta. «Dicen que entre Al Fatah y Hamás hoy las cosas parecen más tranquilas, pero que vigiléis en las carreteras con los soldados israelíes».

El taxista nos llevó por los caminos de esa Palestina de colores quemados, ese pedregal de inverosímiles olivos, de urbanizaciones fortaleza (asentamientos judíos), de barriadas olvidadas.Pero antes paró en un colmado, y compró ocho cervezas y una bolsa de cacahuetes. Nos invitó a beber, brillaba el sol, y proseguimos el viaje con la algarabía de la música egipcia como banda sonora hacia el checkpoint más cercano…

Javier Rada

En gueto sagrado

La diáspora, el éxodo, el nakba. Judíos y árabes han conocido la brutalidad e iniquidad de estas palabras. Palabras que nombran lo innombrable. Abandonar tu casa, tus raíces, tu cultura, tu lugar, tus amigos, tus vecinos, el primer olivo bajo el que besaste, la piedra en la que te circuncidaron. El primer lugar… Este es un relato de refugiados, de ciudadanos de segunda en una tierra de tercera, cuarta, quinta clase.

Han cogido nuestro país, y nos han encerrado en un muro, han prohibido los hospitales, trabajar, vivir, estamos en una cárcel. Si los jóvenes alzan su voz, van a prisión. Se llevan a nuestra gente, si quieren secuestrar a mi hijo nadie dice nada. Europa ya no nos ayuda, se olvidaron de nosotros desde lo de Irak…

La que habla no es una terrorista de la yihad. Armada como iba con su rostro afable, sus generosos golpes de hospitalidad, acompañada por un ejército de encantadores nietos. Con el póster de su idolatrado Yasser Arafat presidiendo el salón de su modesta casa en Belén. Un mundo pasado, cuando entre los palestinos se respiraba unidad.

Su nombre es Abla Issa El Azze. Tiene 56 años. Cuando era niña fue expulsada de su tierra, en el año del gran desastre, 1948, la proclamación del Estado de Israel. Sólo conoce el campo de refugiados de Belén, aunque mantiene la esperanza -vana, lacrada, ingenua- de volver a su tierra antes de morir. Un buen día, los vecinos árabes y cristianos de Tilissafi, se vieron obligados a marcharse. Así lo explican los anales y los recortes de prensa. Los musulmanes optaron por exiliarse a Cisjordania, o los países limítrofes, como Siria, Jordania o Egipto. Los cristianos corrieron en dirección a El Líbano. Nunca más regresaron.

Los campos de refugiados, lejos de la imagen arquetípica que había infectado mi cabeza- tiendas de campañas con harapientos y desnutridos afganos- han llegado a convertirse, a simple vista, en un barrio más. Sin embargo, respiran pobreza y la ponzoña del desencanto. Desde 1948, el año del desastre (Al Nakba), ha corrido mucha pólvora, nieve, enfrentamientos, hambre y calamidades. Y siguen faltando gran parte de los recursos básicos, como hospitales, escuelas, alumbrado eléctrico, parques… Un grupo de periodistas y cooperantes de Paz Ahora conocimos al hijo de Abla en un velatorio. Bibi, encantadora chica, mitad palestina, mitad libanesa (para el Moshad: mitad loba, mitad vampira) nos hizo de intérprete.

Dejemos que hable Bahaa Issa, el hijo de Abla, que nació un 24 de diciembre de 1981 en Belén. Sí, sorprende el lugar y la fecha…

«Si traes a cualquier joven europeo no aguantaría más de diez días aquí», nos explica mientras reparte té a los visitantes. Bahaa es un chico moderno, bien vestido, y quiere ser periodista. «Pensabamos que al hablar con los extranjeros nos ayudarían, pero todo el mundo conoce a estas alturas la situación, saben que estamos bajo la ocupación, que tenemos el mismo derecho a vivir como vosotros, a trabajar, a estudiar, y, en cambio, permanecen ciegos».

Para llegar a la universidad tarda entre una y dos horas, dependiendo del humor del soldado del checkpoint que debe cruzar. Les obligan a levantar las manos, les cachean día tras día. Ida y vuelta. Y le dicen: «Tú no eres estudiante, eres un terrorista, vuelve a tu agujero». Si no estuvieran bajo ocupación militar tardaría siete minutos en hacer este recorrido escolar. Por eso quiere narrar el sufrimiento de su pueblo, para ver si es posible que dejemos de estar ciegos.

En la calle anexa cuatro niños juegan en la oscuridad dentro de un coche abandonado. «Hello!», gritan, para acto seguido esconderse en los asientos. Es un juego inocente, distinto al de la guerra. «Salam», les respondemos, y ríen. Entre 250 y 400 niños viven en este campo.

«Los niños no tienen espacio en donde jugar. No crecen bien, no pueden ser felices, no tienen espacio social. El mayor interés de los palestinos, aún siendo pobres, es que sus hijos vayan a la universidad», asegura.

Cuando Abla llegó en 1948 a Belén empezaron a fraguarse sus verdaderos recuerdos. Nieve, frío, tiendas de campaña que volaban por el viento en el paupérrimo campamento del ACNUR. Vivieron de este modo durante diez años. Toda su infancia se tejió en una pobreza extrema.

«Los mayores hablan del pueblo, pero estamos desarraigados. Los niños responden que son de Belén. A pesar de todo, a mis hijos les diré que deben regresar, que esa sigue siendo su tierra», continúa Bahaa.

Recuerdan con estupor su historia, y aprenden lecciones de ella. Resistir es la única consigna. Resistir para no ser expulsados. En la última intifada el ejército hebreo cercó durante dos meses el campo. Tomaron con artillería los edificios más altos. Les bombardearon día y noche. Pero ellos respondieron. Y el campo, y sus callejuelas estrechas, se cerraron al invasor. La familia de Bahaa se reunía por la noche en el salón, a la luz de una vela, ya que el ejército había cortado la electricidad, mientras los estruendos y temblores se sucedían en el exterior. Si salían en busca de agua les disparaban. Se jugaron la vida para beber, comer, dormir, amar… vivir. Durante esos meses era imposible saber si al despertar seguirían vivos. Pero la letra había entrado con sangre en 1948. «Si nos vamos, no regresaremos». El rito sagrado de resistir.

Aquí tienen el reportaje que escribí para la edición de papel. Mi amigo Guillermo dice que es sensacionalista, pero es difícil transmitir en pocas líneas, sensaciones, sufrimientos, atmósferas, realidades que requieren de más espacio para ser contadas, entendidas. Por eso debemos recurrir al efecto literario. Es mi opinión. Las fotos son de Silvia Viqueira, periodista de olfato del Correo Gallego. La obsesión por visitar este campo también fue suya.

Javier Rada

Nunca digas nunca Hamás

Jenín es un feudo histórico de Hamás. Es la ciudad en la que se respira el mayor aire militante de las que visité en Cisjordania. Todo el mundo va armado, me explicó un palestino al que conocí nada más pisar la medina (casco antiguo). Trabajaba para Médicos Sin Fronteras, un privilegiado, ya que gozaba de la residencia israelí en Haifa y podía cruzar el muro del apartheid con relativa facilidad. Él no estaba encerrado como muchos de los habitantes de Cisjordania. No era uno de aquellos jóvenes de Jenín que te enseñan sus pistolas en un acto de gallardía, para vacilar al visitante con aspecto de americano. Chicos que no tienen por qué ser milicianos, continuó explicándome el médico; llevar pistolas es como para nuestros chavales el móvil, algo común.

En Jenín todo el mundo parece hipnotizado por las armas y la parafernalia de la guerra. Los modestos póster de los mártires que cubren inexorablemente las calles de Betlehem, Ramallah o Hebrón, en esta ciudad se institucionalizan a lo grande, puro márqueting, los espíritus de los muertos están en todas partes como en nuestras calles nos invade la Coca Cola o los avisos de accidentes en las carreteras. Estos póster, murales y carteles, tienen una especial estética kitsch y cumplen un fiel papel de propaganda. Atraen tu mirada. Te cazan como si fueran fauna extraña de asombrosos pelajes. En muchos casos aparece la cúpula dorada de Jerusalén o la Mezquita de Al Aqsa como escenario. En todos aparecen jóvenes empuñando ametralladoras o incluso ataviados como karatekas: son los guerreros del pueblo palestino, los que sacrificaron su vida por la gran causa. Es el último reflejo de la muerte antes de la próxima llegada de las tropas israelíes, cuando en las calles los muertos de carne y hueso suplan el papel de los mártires al recordar las injusticias que padecen. Y el desgraciado espejo en el que muchos niños palestinos quieren mirarse.

No hay nada más grande en Palestina que morir por la tierra. Además, los grupos extremistas, entre ellos Hamás, aseguran una pensión de por vida a la familia que entregue a un mártir. Puede llegar a convertirse incluso en un negocio. Con razón muchos palestinos dicen que su gran lucha es demográfica. Pobreza, culto al mártir, constantes ataques israelíes: dinamita. En Jenín se vive y muere por la causa. Que se lo digan al vicealcalde de Hamás, con el que tuvimos ocasión de hablar.

El vicealcalde cumple ahora las funciones de alcalde, ya que éste fue detenido en julio por Israel y llevado junto a otros muchos políticos cisjordanos a una prisión militar. Su silla sigue vacía en el Ayuntamiento: nadie la quiere cubrir en su recuerdo. Son otro tipo de mártires: Israel tiene encerrados a más de 9.000 palestinos, y ser político no otorga inmunidad; si eres de Hamás, en cambio, te pone en el punto de mira. Por eso el vicealcalde iba acompañado de un enorme guarda de seguridad, al que en un principio confundimos con el conserje. Era un gorila vestido de civil al que le encanta mostrar sus fotos con metralletas, un anticipo, quizás, antes de convertirse en el eslogan estrella de la próxima calle, la próxima casa, el próximo velatorio.

Los políticos de Hamás no tienen cola picuda y lucen cuernos, pero sí muestran una determinación bruta,alejada de los modales exquisitos de los políticos de Al Fatah, que están más en la línea de los bureaus europeos. Parece que Hamás -una vez escuchado sus palabras y comparándolas con las que pude oír de Al Fatah- ha abandonado la dialéctica victimista de los palestinos, ese posicionamiento estratégico que tantos frutos diplomáticos les ha otorgado a lo largo de su historia. Hamás usa la determinación en su discurso cerrado, un posicionamiento a priori inamovible, y por lo tanto, vista la situación, coherente. Se saben vencedores legítimos. Han ganado según las reglas occidentales, siguiendo los acuerdos de Oslo que establecían que la Autoridad Nacional Palestina era una democracia. Y no consideran justo que les obliguen a abandonar el poder. El anuncio de elecciones anticipadas ha sentado como un jarro de agua fría entre muchos palestinos. Un jarro, mejor, de nitroglicerina. De ahí la situación en la Franja de Gaza.

Los hombres de Hamás visten de un modo más humilde que los de Al Fatah, cierto aspecto de sindicalista, y vencen en las zonas más desfavorecidas de Palestina. Aseguran que respetan a todas las religiones, y que ellos sólo piden a los cristianos que les dejen vivir como su pueblo decida. Para Hamás son los cristianos-y por descontado los judíos- los que están matando a musulmanes en el mundo, y preguntan, no sin cierta ingenuidad, que por qué ocurre esto.

Lo cierto es que en Jenín existe un barrio en el que no rige la ley islámica. En el barrio cristiano, que se encuentra en lo alto de una loma y en donde Jesús sanó la lepra, los musulmanes pueden ir a beber ya que no está prohibido. En el resto de la ciudad es imposible adquirir una gota de alcohol: la fiesta está en el barrio alto, toda una institución. Pero al hablar de cristianos no piensen en una colonia de hombres y mujeres rubicundos venidos de Utah para hacer apostolado (descripción perfecta de un asentamiento judío). Son cristianos árabes de Jenín: y para Israel tanto monta, monta tanto. A pesar de los elementos religiosos de este conflicto, sigue siendo una guerra por la tierra.

Así las cosas, que siendo día de Navidad y siguiendo las costumbres hospitalarias del pueblo palestino, el vicealcalde, junto al consejero de finanzas, nos invitó a su casa a tomar vinos. Choca brindar con una persona de Hamás, seres publicitados en Europa como fanáticos religiosos que lucen barba y siguen la literalidad del Corán. El texto sagrado prohíbe el vino, pero no lo suficiente en Palestina. Especialmente si al degustar el vino, tras varios días de borracheras con el caldo peleón árabe, uno se da cuenta de que tiene un aroma especial, un sabor elaborado con mimo, un excelente vino con cuerpo y sello israelí. Sí, los de Hamás, en su casa blindada, alejada en medio del campo, en las celebraciones navideñas beben como cualquier cristiano un buen vino, aunque provenga del hígado del enemigo. Los israelíes, en cambio, fuman el hachís de El Líbano. Sólo la guerra entiende de fronteras; el comercio y los vicios, hamás.

«Si os cogen los de Hamás os echarán del pueblo», se mofó el vicealcalde mientras brindábamos. Claro que ellos eran del movimiento, así que me sentí tranquilo, y todo el mundo cantaba villancicos-una tradición tan española como odiosa que me llevó a rezar por la intervención del ejército hebreo- pero al fin y al cabo, a pesar de los malos humores, el buen vino reconcilia a los malos espíritus. Me extrañó no ver guardas con metralletas en la puerta, hombres fieles postrados allí en plena crisis con Al Fatah. Me extrañó que su mujer y niños no lucieran los estrictos códigos de vestimenta islámicos. Que el tipo fuera afeitado. Lo moderna y ostentosa que era la casa. Me extrañó, sí, en el día de Navidad cambiar a mi familia por unos brindis con Hamás.

Ello me trae a la cabeza un titular que intenté colar en 20 minutos cuando ganaron en enero las elecciones: NUNCA DIGAS NUNCA HAMÁS. Por alguna razón a mis altos jefes no les pareció correcto hasta que tituló así La Vanguardia. Sigo pensando que este titular ejemplifica la lucha mediática y mental entre todos nosotros, la Comunidad Internacional, Israel y parte de los palestinos, armados de prejuicios, intereses, miedos y bombas, contra Hamás. Y también el hecho de que bebiéramos todos juntos, siguiendo a nuestro querido aragonés Buñuel, acompañando una estampa de la Navidad surrealista: un buen vino israelí en el santuario islamista palestino al grito del folclore patrio del arre borriquito arre burro arre que nos cierran el checkpoint si llegamos tarde… Suerte que aquella noche les hicimos tanta gracia a los soldados hebreos como a sus acérrimos enemigos en los innumerables puntos de control que cruzamos. Si bien es cierto que las cosas podrían haber sido muy distintas si hubieran sabido nuestra procedencia.

Javier Rada

Cisjordania: sonrisas sitiadas en la mayor cárcel del mundo

Cruzar por Cisjordania no es tarea fácil: un check point se instala en tu garganta y cierra el paso hasta asfixiarte el alma. Estas navidades el periódico me mandó hasta allí. Justo resonaban las noticias, amplificadas como morteros, de los enfrentamientos entre los milicianos de Al Fatah y Hamás. Muertos en Gaza, primera plana. Más de 20 heridos en Nablús, cubrió Al Jazeera. Choques en Jenín, me enteré nada más llegar. Una espiral descrita por todos como imparable: la guerra civil. Y mi madre, claro está, pobrecita, me encomendó al triple cielo de árabes, judíos y cristianos ante este peligroso viaje.

Pero una vez en la Cisjordania tomada, lejos de percibir el clima de guerra civil, cada palestino parecía tener muy claro que su problema es la ocupación militar israelí. Muy difícil puede resultarnos visualizar esta dramática situación si no se pisa la tierra quemada, sino cruzamos como un cisjordano más los humillantes check points (puntos de control militares que toman carreteras y ciudades: más de 400 en el West Bank, territorio que cubre una superficie como La Rioja).

A pesar de que los políticos palestinos parecen empeñados en lanzarse los unos contra los otros, los ciudadanos esgrimen sin tapujos sus vitales objetivos: paz y libertad, la necesidad de la unión en estos momentos difíciles, quizá de los peores de su historia, ahora que se han convertido en peces en plena sequía, muriendo lentamente en las escasas charcas de libertad: cuatro calles en Jericó, el centro de Ramallah, las plazas de Belén encerradas por un muro. Ahora que no hay dinero para las infraestructuras civiles por el bloqueo económico europeo y estadounidense. Ahora que Israel sigue realizando todo tipo de operaciones contra la población civil; por mucho que el primer ministro Olmert asegure al mundo civilizado que están en tregua. Desde la segunda Intifada (2000) Palestina se ha convertido en un infierno en tierra sagrada. Puedo confirmar este sacrilegio. Asfixiados en la macabra trinidad de la pobreza, la ocupación y la violencia. Los palestinos mueren lentamente, diría que es un exterminio de baja intensidad.

Cruzar por Cisjordania no es tarea fácil, digo. Existen dos modos para un periodista: alquilar un coche con matrícula amarilla (salvoconducto israelí) y poder de este modo viajar por las carreteras de lujo construidas para los colonos judíos; autopista hacia el cielo de los asentamientos en la que puedes recorrer en sólo minutos un trayecto que se convierte para los palestinos en horas de agonía en su propia tierra. En Cisjordania no hay modo de librarse de la atenta mirada de los fusiles y de los checks points. No hay previsiones de vida. No hay futuro. Es difícil sobrevivir cuando eres el eterno sospechoso.

La otra opción es moverse en taxi con matrícula verde (palestina), o para los más aventureros en transporte público (un desastre). Entonces se abren tus ojos, recibes la mala nueva. Ves carreteras de mierda; no encuentro otro adjetivo, perdón. Colas infinitas al llegar a los puntos de control. Cacheos. Insultos. Empujones y golpes. La humillación constante, arbitraria. Una sensación de total indefensión, y el pensar que todo puede llegar a ocurrir en un solo instante, que la muerte, como en las grandes tragedias, está esperando para entrar en escena sin previo aviso. ¡Deus ex machina! La máquina de las excavadoras, los tanques, los helicópteros, la maquinaria de guerra.

Los coches con matrícula verde, por ejemplo, no pueden acceder a la ciudad de Nablús, la mayor cárcel al aire libre que he visto, con una población que ronda los 120.000 habitantes. Al caer la noche, estos coches se la juegan en las carreteras: todos los gatos son pardos y terroristas, es un toque de queda tácito, la tradicional hora de la batalla: atardece en Palestina, cantan los fusiles, impactan las piedras. Aunque estar dentro de casa tampoco garantiza nada en el atardecer de los cristales rotos… Muchas casas han sido destruidas con sus pobladores dentro sólo porque molestaban al paso de las tanquetas.

Los soldados que controlan este grueso de población rondan la edad de entre los 18 y 20 años. Muchos tienen miedo, se les nota en su rostro. Y el miedo junto a un fusil de asalto es mal consejero. Otros muestran una mirada de odio que me cuesta describir. Sus modos, sus gritos, sus gestos agresivos, hablan de la violencia interiorizada, de la xenofobia instrumentalizada. Sus ojos no ven niños, ancianos, mujeres, jóvenes… sólo al enemigo, un enemigo despreciable que debe desaparecer del mapa de ese gran Israel, el sueño de sus padres, la pesadilla de sus hijos. Tienen inmunidad para matar. Cierran los pasos a discreción. Juegan a ser el infante dios. Pierden su humanidad con el olor de la pólvora.

Cruzar Cisjordania acaba instalándote un check point en la garganta por las sonrisas de los niños y jóvenes palestinos: el 74% de la población es menor de 30 años. Por su sufrimiento, y la hospitalidad mostrada con el extranjero que viene a contar su historia, a explicar que ellos no son terroristas, sino jóvenes sin otro futuro que el de la violencia que infecta sus pulmones. No hay excusa terrorista que pueda justificar la toma y sumisión completa de la población civil por muchos hombres bomba que hayan salido de Nablús, Jenín, Tulkarem. No hay futuro para un niño palestino que sólo conoce el juego de la guerra real (intifada), que tiene en su familia numerosos muertos, que no puede dormir por las noches por las diarias incursiones israelíes y los enfrentamientos de los milicianos. Niños que dibujan soldados reventando las cabezas de sus padres, la de sus amigos, o la suya quizás, en los ejercicios de las escuelas. Niños que mueren por disparos de fusil. Cazados un buen día como conejos.

He cruzado el check point de Hawara, el más duro de Palestina, lo más parecido a un gigantesco campo de concentración. He visto a los niños lanzar piedras contra soldados, y he constatado que cuatro menores tuvieron que ser ingresados en el hospital de Ramallah por graves heridas tras la batalla. He visto a los perros husmear en los vestidos de las mujeres, y a un soldado apuntar a la cabeza de un chiquillo de enormes ojos azabache mientras le gritaba en hebreo que volviera a la cola. ¿En qué pensaría ese soldado? He visto…

Y he sentido miedo. Miedo por los de un lado y otro. Miedo ante la enajenación humana. Miedo al saber que podemos perder el norte, el sur, el este y el oeste, de esta brutal manera. He llegado a pensar que Israel sufre el síndrome del maltratado, cobrándose con sus víctimas la frustración y la paranoia colectiva de una historia de injusticias, unas víctimas que ya no creen en nada, sumidas como están en un mundo loco y fanático en el que pasar de una sonrisa al rigor mortis es tan sólo cuestión de horas.

Si no creen lo que estoy contando, visiten si pueden Nablús, pasen por el check point de Hawara. Y olviden por un momento los cohetes Kassam, los milicianos, el tablero de ajedrez internacional, el islamismo, la lucha contra el terror, el baile de Hamás y Al Fatah, y piensen en los 2,5 millones que viven en Cisjordania como perros enjaulados, golpeados, humillados, heridos, asesinados, los principales interesados, se lo aseguro, en conseguir a estas alturas la paz.

Esta noticia también habla por si sola. Las cosas, como me explicaron los palestinos, van a peor.

Las fotos son de Hebrón y Nablús: EFE y AP

Javier Rada

¡Entalto Aragón pánico!

Con otra mentalidad habría sido más fácil cobrar protagonismo; una mentalidad religioso_nacional_surrealista. Infectando con la potencia del polonio la cámara de representantes con lemas de este calibre: “Entalto Aragón pánico, autodeterminazión” (Arriba Aragón pánico; autodeterminación) o el siempre amenazante «Chúflale que d’Ayerbe ye» (Pítale que de Ayerbe es).

A falta de mentalidad incendiaria, Aragón sigue entonando su particular quejío existencial, sútil como declamación de Sartre: «¡Me cagüen el copón bendito!«. No ha aprendido ni sabe utilizar la grandeza del surrealismo que tan de moda puso su querido Buñuel.

El reportaje que elaboramos sobre Murillo de Gállego es un ejemplo. “¿Crees que esto podría pasar en Cataluña, destruir el cañón del Noguera Pallaresa con un pantano…?”, me interpelaban. Y yo no contesté, aunque sabía que razón tenían: en Cataluña defenderían hasta el último valle sólo con saber que en esa zona crecen abundantes níscalos. Observaríamos anonadados (ojo: si invertimos las sílabas sería dados del ano) como un grupo de boletaires nihilistas (dícese de los recogedores de setas que se inmolan con barretinas bomba) alzaban sus cestas y amenazaban con llenarlas de cabezas. “Els de Madrid ens volen robar els rovellons” (los de Madrid nos quieren robar los níscalos) o “Rovellons i Llibertat reivindica avui…” serían sus lemas revolucionarios.

Eso nunca ha ocurrido en Aragón. El Aragón más aguerrido que conozco es el del Señor de los Anillos (Aragorn: la «r» es porque Tolkien lo tradujo al surafricano, o porque ese día se pasó con los whiskys). Y encima, en lugar de la fabla utiliza una lengua extranjera: el élfico.

Pero parece que las cosas empiezan a cambiar. El surrealismo aragonés cabalga de nuevo. Un ejemplo es la pelada pública que hace unos días realizó la coordinadora Teruel existe. Decidieron públicamente (púbicamente habría tenido más éxito) cortarse el pelo antes de que les tomen el suyo de propio. Y creo que se lo enviaron a los principales representantes administrativos edulcorado en las entrañas de un cojín. ¡Puro simbolismo! Expresa: ¡No se nos duerman señores! Por ello propongo un retorno a la mitología kafkiana celosamente desarrollada por nacionalismos de uno y otro signo. Pero sin tripartitos, ¿eh? Un nacionalismo onírico, surrealista, psicodélico, patafísico, mítico, imposible, universal…

Para empezar, ¿cuántos aragoneses peregrinan anualmente a San Juan de la Peña? A los musulmanes (la Meca) vascos (el Árbol de Gernika) y catalanes (Montserrat) les ha ido muy bien este truco. Todos a San Juan de la Peña. ¡A vindicar lo que sea!Vindica, vindica, que algo queda… Yo siempre que subo, por ejemplo, le rezo al dios Pan (por eso se llama Pano el monte que alberga al monasterio) ya que los reyes enterrados allí y sus guerras me pesan. Mi perro me dijo que vindicar a asesinos no está bien.

Para empezar, ¿cuántos aragoneses sabían de la riqueza de su Pirineo antes de la llegada de los esquiadores y montañeros extranjeros? Me dirán que todos. No lo pongo en duda. Pero recuerdo lo siniestro que era el castillo de Loarre, ni un alma recorría sus murallas, hasta los fantasmas se exiliaron ante la falta de planificación familiar. Tuvo que venir la infame película de El Reino de los Cielos para que de pronto bandadas de ñus se apropiaran del lugar con el gruñido bovino de “ca macu!” (¡qué bonito!, en catalán de Barna).

Así que desde aquí pido que la religión pánica sea oficial en Aragón. Que el Aragon del Señor de los Anillos (por qué no han invitado todavía al señor Viggo Mortensen) se convierta en nuestro embajador. Que el élfico sea el idioma (la fabla a fin de cuentas no ha triunfado y no es convertible a lenguaje SMS). Que el guiñote pase a ser deporte olímpico. Que la muletilla “¿Qué pasa pues?” sea obligatoria en el inicio de todos los discursos, como el sieg heil nazi, especialmente en Madrid. “Queridos diputados, ¿qué pasa pues?”. Y todos respondan: «¡Pues como siempre no pasa ná!»

Y sobretodo que la gente sepa que los aragoneses son tajo majos (muy majos), por lo que deberían construir ahora mismo, reutilizando el presupuesto de la expo del agua, una copia exacta del Taj Majal en ese paraíso de los Monegros (muy parecido a Agra, por otra parte).

¿Aunque de verdad se quiere todo lleno de gente? ¿Que el capitalismo furibundo tome las montañas y ríos? ¿Que deje de ser una tierra indómita? Como dirían en élfico: ¡Ay, chico (quió) que lío!

Javier Rada

Sociedad zángana

Patriarcado, ¡al postneolítico! La fuerza la tienen las reinas. Ellas alimentan a los zánganos y se encargan de que todo marche bien. El contrato zángano entró en vigor en el año xxxxx de nuestra era-¡amén!- y desde entonces ni un solo hombre ostenta el poder- ¡oh, mon dieu!

Teoría de la sociedad zángana

Cuando los machos hayan abandonado el poder (…) en un mundo en el que las hembras son altos cargos de Estado, oficiales de policía, intelectuales que toman decisiones en su contubernio de ovarios avispados, un mundo en el que lo femenino es la única Ley.

En la nueva sociedad todos nos adherimos a una de las dos castas establecidas. La mía es la de los zánganos. No trabajo. Nadie me manda. No dispongo de dinero. Soy un amancebado. Mantenido por una reina poderosa que alimenta a otros hermanos de casta. Pero esta reina no ejerce poder sobre mí. Su obligación es mantenerme en virtud de lo que establece el contrato, ¡el santo contrato!

Soy un zángano orgulloso; acepté seguir siendo macho. El contrato así lo establece: si quieres ser macho debes abandonar toda pretensión de disfrutar del poder económico, social y político. Sino tendrás que hormonarte, convertirte en hembra, y pasar así-trans-for-ma-do-a la casta superior, un trans entre las reinas. Pude haberme convertido en reina para tener un cochazo ¡glam! un centro de comunicaciones portátil (CCP) ¡in! o comprarme una gran mansión con vistas al cambio climático ¡guau! pero preferí vivir en la comuna ¡hippie! ser un zángano.

Leo la biblia de nuestro sistema…

Para implantar la sociedad zángana es necesario un contrato social; como el de Rousseau, que otorgó el monopolio de la fuerza al Estado. Este contrato permitirá que los machos abandonen el poder de manera escalonada, consensuada, alejada de la violencia. Se les ofrece la guinda de la indolencia, la pereza, el disfrute del tiempo perpetuo y una vida personal y propia alejada del esclavismo mercantil.

La sociedad zángana no es una revolución al uso ni pasa por el abuso. Es un sistema de compra venta: a los machos se les permite el don de no hacer nada a cambio de que abandonen el poder. Se crean de este modo dos únicas clases o castas: reinas y zánganos.

Las reinas ostentarían el poder político, social y económico como beneficios directos. Su carga está en que tendrían que trabajar, mandar, organizar, dirigir y pelear para ganarse un determinado escalafón social. Los zánganos renunciarían al trabajo y a todo ejercicio de poder. Su beneficio: no tendrían que trabajar, dispondrían de su tiempo por una renta mínima ajustada a la ley que les concederían las reinas .

Los zánganos no tienen derecho al progreso social más allá de la comuna. Viven y revolotean en libertad, en espacios habilitados. Su código es la camaradería, y pueden desarrollarse siempre que no aspiren al poder y progreso económico. Son el escalafón más bajo y holgazán. Tan sólo requeridos para la Reproducción Controlada por el Estado (RCE).

El sistema dice que a las reinas, tras siglos de imposición patriarcal, les toca elegir su modelo de construcción social: el que quieran. Su único obstáculo es que en función de su estatus deben mantener a un número determinado de zánganos. Cuanto mayor sea su poder económico, mayor es la carga de zánganos. La distribución de la riqueza es completa y la reina no se convierte en el ama del zángano. La reina cumple con esta obligación como impuesto social, es su deber civilizado. ¿Quieres dinero? ¿Quieres poder? ¿Quieres cortar el bacalao?… pues apadrina un zángano que no quiere dinero, no quiere poder y el único bacalao que le gusta es el que sirven en plato.

Muchos machos decidieron por ello hormonarse y convertirse en reinas. ¡Guapas! Ahora mantienen sus fábricas, empresas, y nodos de poder, vestidos con minifaldas, hormonados hasta la médula, sexys, maquilladas con cierto gusto y clase. A veces parecen mujeres elegantes, o pedantes, otras pusilánimes ya que no han sabido adaptarse o ajustarse a los vaqueros. Humano del pasado, imagina al director de tu empresa transformado de este modo, magnífico, soberbio, tan femenino, y comprenderás a la sociedad zángana. Yo ya lo hice… Arsenio, hormónese.

Entre los zánganos encontramos mujeres masculinizadas, viriles, musculadas, con barbas y pelo en el pecho. El control de las hormonas se convirtió en un elemento vital para nuestro sistema. Este punto motivó la guerra con las brutales avispas. Muchos no aceptaron el cambio. Querían ser zánganos siendo mujeres. Querían ser reinas siendo machos. Querían mantener a toda costa el viejo sistema.

Nuestra biblia deja claro este principio

El control hormonal es fundamental para que ocurra el gran cambio, es el elemento revolucionario prioritario. Si los hombres aceptan dejar de ser hombres y las mujeres abandonan el monopolio de su género, el patriarcalismo será vencido para siempre. En la sociedad zángana no tendrá sentido hablar de hombres y mujeres. Sólo de dos castas establecidas en función del desarrollo personal, no de género. Dos clases que se defienden, apoyan y que permiten a los humanos universales desarrollarse libremente.

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Extraído de To Drone Society. Ibrahim Rasza. 2006

¡Grita! (vigila al de Armani)

Piénsalo bien. Estamos rodeados de lobos que marcan la arena con colonia de Armani. Que caminan airosos enfrascados en victoria. Brutal victoria digna de sus pasos de dominador… Deberíamos vigilar a los encorbatados ¿no?

Piénsalo bien.

Por qué desconfías de los que llevan careta de criminales. Busca vidas que apestan a alcohol y drogas. Miserables que obligan a cambiar de acera cuando nos recuerdan por casualidad su existencia…

Por exceso de celo con los perdedores olvidamos a los triunfadores. Ay, más dañinos, más perversos. Encantadores criminales. Y lucen traje y corbata, y dejan tras sus huellas el apestoso hedor a triunfo…

Si hueles a Armani, ¡grita!

Alguien podría escucharte

Digital memoria al trabajo de José Ángel González de estos días. Y a sus seres sin corbata, que no creen en el corazón y aúllan que no son perros: Héctor Escalante, Natividad Vázquez, Juan C. Morales, Manuel Carrillo

¡Grita!

Javier Rada

Elamorylamierda

No vamos bien, Javier, así nunca llegarás a ser nadie. Con estas lecturas adolescentes siempre serás el huevo podrido del que hablaba tu padre. El muy loco compró un cuadro en cuyo lienzo aparecía una huevera repleta. Uno de los huevos se había deslizado, expulsado del grupo, aplastado contra el suelo asumiendo la pena moral gravitatoria. Lo colgó en mi habitación. La guerra sucia contra l’enfant terrible había empezado. Y eso afectó a mis lecturas.

Por eso me cuesta horrores ponerme frente a un libro. Enamorarme de sus letras. Hechizarme ante su historia. Leo muy despacio, y cómo tengo la cabeza llena de pájaros carpinteros, se me va el diablo al cielo por unos de los infinitos agujeros. Soy además muy caprichoso: que si me meto una rayita de este autor, unas pastillitas del otro, un sorbito de aquel francés, o unas cápsulas de la Enciclopedia de las Ciencias Ocultas. Y consumo hachís a diario, ¿eso ya lo habré dicho? ¡Presto, una escopeta, que me cargo al pájarraco carpintero! ¡Pummmm! La mente como cigoto expulsado de un queso gruyere…

A pesar de todo, ha habido libros de vida, libros no adolescentes, letras sin huevo podrido. Libros que hacen comprender la literatura sin necesidad de pasar por clase ni leer inmensos prólogos. Hablo de libros que se transmutan en realidad, que pronuncian el verdadero nombre de dios. Que supuran sudor vital: que huelen bien o mal, de los que te hacen flotar, de los que te ponen la primera piedra como cuando sentiste el beso materno nada más salir del chocho del mundo.

Por eso somos tan malos los que nos dedicamos a cortejar al abecedario: no sabemos hacer libros vivos. Podría citar unos cuantos, pero hoy sólo explicaré la breve historia de uno de ellos, si me lo permiten y no están cansados de mí.

La narración se traslada cinco años atrás cuando el complejo de huevo podrido estalló en mi rostro. La depresión se apoderó de mi (es triste ser joven y deprimido, pero más triste es robar, dicen, y yo añado, matar o capitanear el Banco Mundial). Me convertí en un fantasma sin cadenas. Lloraba en silencio. Me alimentaba de mi propio ectoplasma. Fue al deambular por las calles de Barcelona-en aquel entonces empezaba a trabajar en 20 minutos- cuando aquel libro me atrajo como el metal al rayo en un escaparate del casco antiguo: su nombre, Dolor, de un poeta desconocido para mi, el maestro Vladimir Holan.

Lo leí. Lo sentí. Y decidí viajar a la República Checa para visitar la isla de Kampa, enigmático lugar en donde el poeta, harto del mundo, se había exiliado voluntariamente durante los últimos días de su vida. La depresión, que como la Camorra tiene el don de la transnacionalidad, me persiguió hasta allí. Pero pronto las cosas cambiaron. No encontré la tumba. No descubrí cual fue el fortín elegido para el aislamiento. No tuve constancia de nadie que lo conociera o lo hubiera leído… A Holan se lo había comido la tierra. Y, sin embargo, yo reencontré la ilusión en esa isla, obtuve la gracia a través de los ojos verdes de ella.

Mis heridas fueron curadas con el bálsamo del beso, por el torniquete del sexo y las abluciones de la piel con piel. Mi mente simbólica empezó a entender como el poeta, más allá de acompañarme y consolarme con su desgarrador grito, había conseguido ponerme en marcha, reiniciarme en este viaje cual marioneta, supositorio en las sombras, el dulce laxante que limpiaría mis entrañas en los años sucesivos.

Así comprendo yo cuando un libro está vivo. Holan había traspasado los límites orgánicos del papel pues fecundó en mi pensamiento simbólico. Años más tarde, cuando Clara y yo lo dejamos, y volví a sumirme en las pozas del dolor, regresé a Praga y conseguí, esta vez sí, visitar la tumba del poeta. Me acompañó en esta ocasión otra chica preciosa, Radka. Radka del hermoso pelo cobrizo y los besos de nieve. No piensen mal, pues no tuvimos ningún escarceo, ni nos besamos más allá de lo que he besado a mi abuela: ojalá. Me acompañó y consiguió encontrar la tumba de un poeta maltratado en su tierra natal, olvidado, exiliado hasta después de muerto. Le estoy muy agradecido a Radka (¡hubiera estado bien!). Su imagen, sentada aquel otoño a los pies de la tumba, tardaré siglos en olvidarla (¡hiperbóreos besos!).

Recuerdo la hiedra y la pobre lápida en la que se encuentra la familia Holan al completo. Recuerdo que no había flores y también recuerdo que encendimos una vela. Allí terminó mi ciclo con Holan. Como souvenir me llevé una hoja de la mágica hiedra que ahora se encuentra en las tripas de otro libro vivo: El Golem, de Gustav Meyrink.

Nunca más he vuelto a leerle ni hablado en sueños con él. Lo siento maestro, terminamos. De aquella época queda este blog terapia que escribí con el objetivo de que ella lo leyera…

Elamorylamierda

Gracias Holan, gracias Clara… aunque ya os lo he dicho millones de veces, en mi cama, en silencio, a oscuras, mirando al techo como un enajenado en el éxtasis de su dosis diaria. El ciclo concluyó hace tiempo.

Javier Rada

¡Están vivos! Y sangran, y mueren…

Los libros sangran, claro que sangran, y supuran miasma de herido. Los libros, aunque no todos merezcan esta calificación, tienen la cualidad de estar vivos, de conectar con tiempos remotos, mentes remotas que no acaban de morir. Hacen de medium con los fantasmas que moran en la periferia de lo onírico. Ellos son los espíritus del pasado, y de los dramas del presente, y del terror futuro.

Quien diga que un libro no puede sangrar se equivoca. Sangra, mea y eyacula como todo mamífero. Si lo golpeas, sufre. Si lo duermes boca abajo, invade tu psique con pesadillas. Si lo besas, te devuelve el sensual aliento de la nada, del beatífico vacío. ¡Están vivos!¡Repletos de frases vena y con letras que se deslizan como leucocitos ante tus ojos imitando el sigilo de las cobras! ¡Vigila con el canto de las linfas!

Tengo a mis libros encerrados en una suerte de terrario precisamente porque gozan de la materia orgánica del alma: la que no puedes palpar, señor ladrillo. Los tengo en una vieja maleta que delimita con su cuerpo vagina la frontera entre lo sagrado y lo profano: un templo que me recuerda día a día quién soy yo, tan fácil es olvidarlo…

No voy a ser el pedante confidente que esperas; no te explicaré que clase de libros se encuentran allí: busca los tuyos. Sólo decirte que los míos viven en su templo dentro del paraíso de los monos del Swayanbhutinath; que son adorados cual buda viviente bajo las frutas del psicomoro; regados por mi devoción como el árbol cósmico del druida; escupidos con alcohol como a los Hermanos de la vieja Pachita; libros que representan a mis 28 hermosas huríes en una orgía del abecedario…

¿Y por qué están vivos preguntarás? ¿Por qué gozan de esta cualidad (egoístamente) limitada a este virus de la existencia?

Porque un libro se encuentra anclado en un paraje desconocido, sin límites. Porque ha sido compuesto por las telas de Penélope por encima de las coordenadas del espacio y el tiempo. Porque un libro vierte mundos internos venidos del más allá, del más acá, mundos que sobrepasan el non plus ultra del mismo escritor. Porque son mensajeros, parcas, duendes, perros que ladran contra la ignorancia, porque se balancean entre las cuerdas cósmicas y se rien de ti, Oh Muerte, de ti, Oh ignorancia, de ti, Oh vanidad, de ti, Oh espejismo.

Por eso me alegré al saber que durante la guerra civil se sufrió por ellos tanto en el bando rebelde como en el republicano. Por eso me hechizó esta historia de hombres y mujeres como tú y como yo, muchos analfabetos, a los que los libros les salvaron la vida.

Que ningún libro sea jamás quemado reza el primer capítulo de la nueva biblia fundacional. El Índice de Torquemada descansa en los libros, ¡vigila! es un aviso: el inquisidor está vivo, ahora mismo se encuentra seguramente leyendo un libro, puede ser un niño, o un simple aprendiz de informática, pero sabe que entre las curvas de las letras serpiente descansan las mortajas del gran censurador que aspira a despertar.

Dedicado a todos los que han sufrido y sufren la cólera de los ignorantes. Dedicado a ti, Oh libro, de papel, orgánico, lleno de vida, que sangras y mueres.

Javier Rada