Donde Tarantino ya era un imprescindible, llegó 2003 y nos trajo la maravillosa joya que es Kill Bill. Una película espectacular, con tremendo hilo, tremendos protagonistas, tremendo desarrollo y tremenda, tremendísima y brillante Uma Thurman.
Kill Bill es, en su más amplio sentido, una obra de arte. Eso sí, había que tener un cierto conocimiento básico para disfrutarla, porque yo recuerdo verla con mi padre y estar él quejándose, en la escena de amputaciones gratis de los 88 maníacos, porque «vaya cosa más exagerada esa sangre, menuda vergüenza». Y, será que soy yo muy torpe, que no conseguí que entendiera las referencias al manga. Igual si hubiera tenido internet habría sido más fácil, pero nada. No hubo manera.
Pero, volviendo al tema que nos ocupa, en Kill Bill, dentro del particular tour de venganza de Beatrix Kido, la protagonista hacía una parada en casa de Vernita Green (Vivica Fox), de cuyo asesinato a manos de Beatrix era testigo su propia hija, Nikki. A esta niña le daba vida Ambrosia Kelley, que tenía por entonces ocho años.