Si me hubieran preguntado en mi adolescencia cuál era mi autor favorito, hubiera respondido sin dudar: Stephen King. Absorbía literalmente sus libros, con algunos me cagaba viva (con perdón) pero al mismo tiempo me atrapaban como si fuera una hipnótica serpiente.
Recuerdo cuánto me impactó la terrorífica It, lo mucho que disfruté con la enorme La danza de la muerte y lo que me reí con la menos conocida Los ojos del dragón. Todas y cada una de las historias que salía de su mano me chiflaban, desde sus relatos cortos a la novelas más extensas.
Recuerdo también con mucha emoción Ojos de fuego, La larga marcha, El misterio de Salem’s Lot, Los Tommyknockers, Cementerio de animales, La mitad oscura y su cuento Los lagolieros, recogido en la recopilación Las cuatro después de la medianoche.
Stephen King marcó una época en mi vida, y le recuerdo con mucho cariño. Creo que dejé de leerle en algún punto de la década de los 90, a partir de Dolores Claiborne, y nunca he vuelto a leer nada de lo que ha escrito después, es probable que me esté perdiendo mucho. Pero, como hoy es el Día del Libro, quería brindarle un homenaje especial, por los buenos ratos que me regaló y porque nunca deja de estar de actualidad.