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‘El rayo que no cesa’, de Miguel Hernández

Poeta del “amor que no acaba”, Miguel Hernández tuvo en Josefina Manresa su gran pasión, aunque no fue la única. Desde esa primera novia adolescente que le rechazó en su Orihuela natal por tener” ojos de loco, como si quisieran salirse de sus órbitas”, hasta sus flirteos con la artista Maruja Mallo o sus escarceos con María Zambrano o María Cegarra, las mujeres estuvieron siempre detrás de sus versos como gran inspiración lírica. Fueron ellas las que sin duda le aportaron esa alegría de vivir que su injusta vida le fue arrebatando lentamente.

Miguel no era un poeta-pastor, era un pastor-poeta, un amante de la Naturaleza, de los árboles, de los animales, del ganado, de la vida sencilla del campo. Cuando le conoció Pablo Neruda en Madrid (vestido con campesina pana y calzado con alpargatas) le confesó que nunca había oído al ruiseñor, pues en América este pájaro no existe. Y “el loco de Miguel”, queriéndole ofrecer al admirado maestro “la más viva expresión plástica de su poderío”, se encaramó a un árbol de la calle y, “desde las más altas ramas, silbaba o trinaba como sus amados pájaros natales”.

También dejaba desconcertados a los urbanos poetas, Neruda el primero, explicándoles

“cuán impresionante era poner los oídos sobre el vientre de las cabras dormidas. Así se escuchaba el ruido de la leche que llegaba hasta las ubres, el rumor secreto que nadie ha podido escuchar sino aquel poeta de cabras”.

El rayo que no cesa (1936) está considerada la obra cumbre de Miguel Hernández, nacido en Orihuela (Alicante) el 30 de octubre de 1910 (horóscopo Escorpio) y muerto tuberculoso el 28 de marzo de 1942. Salvo la desgarradora elegía a su gran amigo muerto Ramón Sijé, está todo él dedicado a Josefina.

“A ti sola, en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya».

Pinchando en este enlace podéis leer el libro completo. ¿Cuál de sus 20 poemas es vuestro favorito? El mío, que hoy os recomiendo, es el soneto número 4, un “desgarrón afectivo” bellamente influido por el “doloroso sentir” amoroso de Garcilaso de la Vega:

Me tiraste un limón, y tan amargo

con una mano cálida, y tan pura,

que no menoscabó su arquitectura

y probé su amargura sin embargo.

Con el golpe amarillo, de un letargo

dulce pasó a una ansiosa calentura

mi sangre, que sintió una mordedura

de una punta de seno duro y largo.

Pero al mirarte y verte la sonrisa

que te produjo el limonado hecho,

a mi voraz malicia tan ajena,

se me durmió la sangre en la camisa,

y se volvió el poroso y áureo pecho

una picuda y deslumbrante pena.

Seleccionado y comentado por César-Javier Palacios.