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‘Callarse’, de Paul Valéry (1871-1945)

He aquí un título excelente…

Un excelente Todo…

Mejor que una “obra”…

Y, sin embargo, una obra, porque

si enumeras cada uno de los casos

en que la forma y el movimiento

de una palabra, como una onda,

se elevan, se dibujan,

a partir de una sensación,

de una sorpresa, de un recuerdo,

de una presencia o de un vacío…

de un bien, de un mal –de un Nada y de un Todo,

y observas y buscas

y sientes y mides

el obstáculo que hay que oponer a esta fuerza,

el peso del peso que hay que poner sobre la lengua

y el esfuerzo del freno de tu voluntad,

conocerás cordura y poder

y callarte será más bello

que el ejército de ratones y los arroyos de perlas

de que pródiga es la boca de los hombres.

En unos de sus jugosos razonamientos especulativos, a los que tan dado era, Paul Valéry recuerda una anécdota que el pintor Edgar Degas le refería a menudo. Resulta que Degas, además de pintar, también escribía poesía. Lo primero le salía muy bien y muy fácil. Lo segundo, aceptablemente bien pero con muchísimos esfuerzos. Así la cosa, un día le dijo a Mallarmé: «Su oficio es infernal. No consigo hacer lo que quiero y sin embargo estoy lleno de ideas». A lo que Mallarmé al parecer le respondió: «No es con las ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen los versos. Es con las palabras».

Esta anécdota no es caprichosa y funda una filosofía (del lenguaje). La poesía para Valéry era un universo autónomo, con sus propias reglas y condiciones. Hablar de la poesía como se habla de la prosa es arruinar la poesía. Mientras el lenguaje corriente, la prosa periodística por ejemplo, tiene como único destino «ser comprendida», tras lo cual perece, el lenguaje poético jamás se agota, el poema no muere por haber vivido: «Está hecho expresamente para renacer de sus cenizas y ser de nuevo indefinidamente lo que acaba de ser».

Perdonad si he abusado un poquito de la teoría. Leer los poemas de Valéry –poemas abandonados, nunca terminados– es un acto doblemente conmovedor cuando se intuye algo más de su ascetismo poético. Valéry tiene una obra mínima y cuidada, reelaborada ad infinitum con materiales clásicos, simbólicos y parnasianos y una extrema sensibilidad musical que aísla el poema de cualquier contaminación externa.

El autor de Cementerio marino (que es una pena, por razones de espacio es imposible traer aquí) no creía en la inspiración ni en la figura del médium-poeta. En sus reflexiones a menudo recurría a esta trabajada imagen: «En unos minutos recibirá el lector el choque de hallazgos, comparaciones, vislumbres de expresión acumulados durante meses de investigación, de espera, de paciencia y de impaciencia».

Que cada uno, claro está, lo disfrute como quiera. Eso sí, que no trate de explicarse su disfrute.

NOTA: Traducido del francés por Carlos R. de Dampierre

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



Tres otoños

Thoreau, Baudelaire, Li Po, Machado… La lista es extensa y variada, porque el otoño es tiempo favorable a los poetas, que sienten su presión sobre las vísceras más sensibles. La estación en la que echan el resto, aunque la gloria se la lleve siempre otra.

El otoño lánguido de Paul Verlaine:

Los largos sollozos

De los violines

Del otoño

Hieren mi corazón

Con monótona

Languidez

Todo sofocante

Y pálido, cuando

Suena la hora,

Yo me acuerdo

De los días de antes

Y lloro;

Y me voy

Con el viento malvado

Que me lleva

De acá para allá,

Igual que a la

Hoja muerta.

El otoño eufórico de José Hierro:

Hemos visto, ¡alegría!, dar el viento

gloria final a las hojas doradas.

Arder, fundirse el monte en llamaradas

crepusculares, trágico y sangriento.

Gira, asciende, enloquece, pensamiento.

Hoy da el otoño suelta a sus manadas.

¿No sientes a lo lejos sus pisadas?

Pasan, dejando el campo amarillento.

Por esto, por sentirnos todavía

música y viento y hojas, ¡alegría!

Por el dolor que nos tiene cautivos,

por la sangre que mana de la herida

¡alegría en el nombre de la vida!

Somos alegres porque estamos vivos.

El otoño suplicante de Rainer M. Rilke:

Señor: es hora. Largo fue el verano.

Pon tu sombra en los relojes solares,

y suelta los vientos por las llanuras.

Haz que sazonen los últimos frutos;

concédeles dos días más del sur,

úrgeles a su madurez y mete

en el vino espeso el postrer dulzor.

No hará casa el que ahora no la tiene,

el que ahora está solo lo estará siempre,

velará, leerá, escribirá largas cartas,

y deambulará por las avenidas,

inquieto como el rodar de las hojas.

NOTA: El título de cada uno de los poemas es: Canción de otoño (Verlaine), Viento de otoño (Hierro) y Un día de otoño (Rilke).

Seleccionados por Nacho Segurado.