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‘Para hacer un poema dadaísta’, de Tristan Tzara (1896 – 1963)

Coja un periódico.

Coja unas tijeras.

Escoja en el periódico un artículo de la longitud que cuenta

darle a su poema.

Recorte el artículo.

Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que

forman el artículo y métalas en una bolsa.

Agite suavemente.

Ahora saque cada recorte uno tras otro.

Copie concienzudamente

en el orden en que hayan salido de la bolsa.

El poema se parecerá a usted.

Y es usted un escritor infinitamente original y de una

sensibilidad hechizante, aunque incomprendida del vulgo.

Hoy saldo con un lector -y por extensión con todos- una promesa que llevaba meses incumpliendo. Hoy, Tristan Tzara. Su explicación de cómo hacer -ojo, nunca escribir- un poema dadaísta. La mecánica es tan ingenua, sí, como oscuro el resultado (ver último párrafo, en cursiva), pero en pleno auge de las vanguardias históricas, este tipo de boutade causaba sensación entre los danzantes bohemios de París y alrededores.

Pero eso fue hace casi cien años. En nuestros días, cuando el arte se pretende todo lo contrario de la ingenuidad, visiones como las contenidas en el manifiesto dadaísta («hombres nuevos, rudos, cabalgando a lomos de los sollozos») son carne de tesis doctoral antes que desafíos sociales o estéticos.

El término vanguardia también ha degenerado, y sirve tanto para promocionar un desfile de moda como para anunciar un centro comercial. Su significado, originariamente militar (del francés avant-garde, a la cabeza del ejército), agrupó a quienes compartían el rechazo de la tradición y la defensa de lo nuevo. Tzara fue uno de aquellos que reivindicaron una nueva forma de mirar el mundo, de «elaborar una nueva comunidad humana». No lo consiguió, pero se puede revivir su experiencia; sólo hay que seguir sus instrucciones de uso.

Cuando los perros atraviesan el aire en un diamante como las ideas y el apéndice de la meninge señala la hora de despertar programa (el título es mío) premios son ayer conviniendo en seguida cuadros / apreciar el sueño época de los ojos /pomposamente que recitar el evangelio género se oscurece ( grupo la apoteosis imaginar dice él fatalidad poder de los colores…

Nacho S.




‘Paria’, de Tristan Corbière (1845 – 1875)

¡Que se las arreglen con las repúblicas,

hombres libres! -Picota al cuello-

¡Que pueblen sus nidos domésticos..!

-Yo soy el frágil cuclillo.

-Yo- corazón eunuco, desprovisto

de todo éxtasis y vibración…

¿Qué me canta su libertad,

a mí? Siempre solo. Siempre libre.

-Mi patria… está en el mundo;

y, puesto que el planeta es redondo,

No temo ver el fin…

Mi patria está donde yo la planto…

Tierra o mar, ella está bajo mi planta

de mis pues –cuando estoy de pie.

-Cuando estoy acostado: mi patria

es el lecho sólo y moribundo

sobre el que quiero forzar en mis brazos

mi otra mitad, como yo sin alma;

y mi otra mitad: es una mujer…

Una mujer que no poseo.

-Mi ideal: es un sueño

hueco; mi horizonte –lo imprevisto-

y la nostalgia me roe…

De un país que yo no he visto.

Mi bandera sobre mí ondea,

tiene al cielo por corona:

es la brisa en mi cabellos…

Y sin importar la lengua;

puedo sufrir una arenga;

y callarme si así quiero.

Mi pensamiento es aliento yermo:

es el aire. Por doquier el aire es mío.

Y mi palabra es el eco vacío

que nada dice –y nada más.

Mi pasado: es lo que olvido.

Lo único que me ata

es mi mano en mi otra mano.

Mi recuerdo –Nada- es mi huella.

Mi presente, es todo lo que pasa.

Mi futuro –mañana… mañana.

No conozco a mi semejante;

yo soy lo que me hago.

-El yo humano es detestable…

-Ni me amo ni me odio.

-¡Venga! La vida es una joven

que por placer me ha cogido…

El mío, es: reducir a harapos,

y prostituirla sin deseo.

-¿Los dioses?… –Por casualidad nací;

tal vez algunos existan –por azar…

Ellos, si desean conocerme,

me hallarán en cualquier parte.

Donde yo muera: mi patria

se abrirá bien, sin suplicarlo,

suficiente para mi mortaja…

¿Y para qué una mortaja…?

Ya que mi patria está en la tierra

mis huesos allí se irán solos…

Tristan Corbière murió de tuberculosis («ríes amarillo y toses: sin duda / escupiendo un viejo amor malsano») y en el más absoluto anonimato antes de cumplir los 30. Diez años después, por obra y gracia de Verlaine, era ya un poeta maldito.

De su vida se sabe bien poco, y quizá no haga falta más que estos tres adjetivos que le dedica el autor de Poemas saturnianos – «bretón, marino y perfecto desdeñoso«- para formarse una idea.

De su obra, provocativa e ingeniosa, desmitificadora y sarcástica, se han editado varias antologías. Sus poemas, de los que el publicado hoy es un buen ejemplo, son una mezcla de caricatura de sí mismo y desdén hacia el mundo exterior. Como dice en una estrofa de Epitafio, otro de sus composiciones más típicamente self-deprecation:

Se mató por ardor o murió por pereza.

Si vivió, fue por olvido; he aquí lo que dejó.

Su única queja fue el no ser su amante.

No nació para ninguna meta,

siempre fue empujado por el viento –en contra-,

y fue las sombras de un ragut,

mezcla adúltera de todo.

NOTA: De la traducción de Clara Janés y J. M. Martín Triana para la editorial Visor.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.