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‘El superviviente’, de Primo Levi (1919 – 1987)

Retrocede, déjame solo, pueblo sumergido,

Vete. No he desposeído a nadie,

No he usurpado el pan de nadie.

Nadie murió en mi lugar. Nadie.

Vuelve a tu bruma.

No es mi culpa si vivo y respiro,

Como, bebo, duermo y me cubro de ropas.

Leí por primera vez El superviviente en un libro del historiador Tony Judt. Publicarlo aquí y poder escribir sobre el mal radical, la zona gris, la literatura concentracionaria y, en fin, sobre el propio Primo Levi, era un aspiración antigua que no encontraba el momento de satisfacer.

Este post empezó a coger forma el domingo por la noche, cuando supe -gracias al blog de Lluís Bassets– que Tony Judt sufre una variante de la esclerosis lateral amiotrófica conocida como enfermedad de Lou Gehrig. El blog enlazaba al New York Review of Books, donde Judt acostumbra a publicar sus prestigiosos artículos. Un clic amargo me puso delante de Night, el texto donde el historiador da cuenta, con la misma prosa límpida en la que escribe sus admirables libros, de su estado de postración perpetua y las noches terribles sin más horizonte que el triste consuelo de su prodigiosa memoria.

Aunque no os guste la historia u os importe muy poco que Judt sea o no un maravilloso escritor, os recomiendo leer sus palabras, desengañadas, secas y lúcidas, sobre sí mismo: «Loss is loss, and nothing is gained by calling it by a nicer name. My nights are intriguing; but I could do without them».

NOTA: Enlace al artículo de Tony Judt.

NOTA 2: Sobre Primo Levi y sus verdades elementales espero poder escribir otro día. Perdonadme lo de hoy.

(Foto: Tony Judt, REUTERS)

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado (en Twitter: http://twitter.com/nemosegu.)



‘Acostarse con un hombre’, de Tony Hoagland (1953)

En aquellos días pensaba que tenía que

hacer todo aquello que me daba miedo,

así que me acosté con un hombre.

Era un punto más de una lista

dormir en un cementerio, bajo la luna llena,

no apartar la mirada de la cara golpeada y quemada de la chica,

atarme en la catapulta

de alguna píldora azul y eléctrica.

Eran los setenta, toda nuestra generación

estaba más que dispuesta a cortar con una sierra

la rama sobre la que nos sentábamos

para ver cómo era aquello de caer -bump, bump, bump.

Conocer lo peor de uno mismo

parecía como una auto-mejora entonces,

y el sufrimiento era una aventura.

Así que me acosté con un hombre,

lo cual no recuerdo muy bien

excepto que no fue divertido.

Las cortinas se agitaban en la brisa

proveniente de la parilla de una radio negra. Van Morrison

llenaba la habitación como un aftershave astral.

Acosté mi masa de engaños

al lado de su masa de engaños

en una habitación oscura en la que luchaba

con ese viejo adversario, yo mismo

-con la forma, esta vez, de un cuerpo-

en algún sitio entre el cielo y la tierra,

dos cosas a las que tenía miedo.

En los últimos meses he leído juicios demoledores de más de un historiador sobre los años setenta del siglo XX. Me sorprende porque, hasta hace poco, quienes no vivimos aquella década debíamos conformarnos con interpretar en los posos de las memorias de sus protagonistas; memorias dignamente sinceras y lúcidas algunas, pero también hinchadas, egotistas y condescendientes otras.

Las modas intelectuales, oscuras y espiritualistas, la contracultura, la trasgresión, el rechazo deliberado de lo racional y el culto desmesurado a lo imperfecto gozan todavía de buena fama, más por la nostalgia artificial insuflada desde los medios de comunicación -tan propensos a los homenajes huecos- que por sus contribuciones tangibles.

Tony Judt dice que lo que caracterizó a la «época más desalentadora del siglo» fue un «oscurantismo narcisista» que recurría a «imágenes violentas y a un lenguaje radical para fines con frecuencia vicarios». Michael Burleigh, más lacónico, habla de la «época de las trompetas de juguete«. Parecen ataques viscerales, pero leídos en su contexto, al que no puedo referirme aquí, resultan juicios muy ponderados.

Esta reflexión, superficial y apresurada, tiene relación con el poema que traigo hoy, del neoyorquino Tony Hoagland. He releído Lie down with a man -escrito en 1998- bastantes veces. Hay en él humor (yo es lo primero que percibí). Seca nostalgia (también algo evidente). La tercera o cuarta vez que lo leí me detuve en el último verso de la tercera estrofa: «Para ver cómo era aquello de caer«. Me emocionó la valentía de una confesión tan despiadada y severa. Experimentar el vacío mientras dure la caída. El temor que no se vence con el conocimiento; el conocimiento como un manual de autoayuda con forma de tratado de nigromancia; autoayuda como meta última del hombre satisfecho. Eso fue todo. No sé qué opináis vosotros, pero a mí me parece un poema impagablemente cruel, una «masa de engaños».

NOTA: traducido del inglés por Julio Mas Alcaraz.

NOTA 2: Lie down with a man está extraído de la antología de poesía estadounidense contemporánea La diferencia entre Pepsi y Coca Cola (Ediciones Vitruvio, 2007).

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.