La vida es acordarse de un desvelo
triste en un tren al alba: haber visto
afuera la luz incierta: haber sentido
en el cuerpo roto la melancolía
virgen y áspera del aire hiriente.
Pero recordar la liberación
de improviso es más dulce: junto a mí
un marinero joven: el azul
y el blanco de su divisa, y afuera
un mar todo reciente de colores.
Sólo un siglo como el XX, que situó al compromiso en una instancia más allá de la política, pudo generar como reacción una poesía fundada sobre el extrañamiento, satisfecha de agotarse a sí misma en la pura contemplación. Precipitadamente: por cada furibundo Brecht hubo un taimado Penna.
Sandro Penna, pobre, pederasta y poeta, hizo de algo en apariencia simple -convertirse en espectador- un ejercicio de voluptuosidad, de melancolía y nostalgia. Pocas veces una renuncia tan severa a la vida dio como fruto una poesía repleta de ella. Las sonrisas de los muchachos, los olores de los trenes, las puestas de sol efímeras de los puertos no fueron nada más que «recuerdos bellos para desgranar en la noche». A la manera de Renard: «No vivas, conténtate siempre con el deseo de vivir».
La escritora Natalia Ginzburg, gran amiga de Penna al igual que Pasolini, dijo de él que «de la felicidad sólo pidió las migajas y los céntimos«. Su poesía está repleta de ejemplos de ese existir disperso, de esa espera indolente, de un «extraño gozo de vivir» que chirría menos por escrito.
La fiesta hacia el atardecer. Yo voy
en dirección opuesta a la caterva
que alegre y ágil sale del estadio.
A ninguno yo miro y miro a todos.
De vez en cuando apaño una sonrisa.
Mas raramente una sonrisa alegre.
NOTA: Traducido del italiano por Pablo L. Ávila
AMPLIACIÓN: Acabo de darme cuenta de que Bob Pop ya seleccionó un poema de Penna, allá por el mes de marzo. El suyo hablaba más de amor y menos de distancia.
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.