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‘Oídme amigos’, de Marcos Ana (1920)

Oídme amigos. He visto

con los ojos soñolientos

algo que quiero contaros.

Es la madrugada. Un preso

enfrente de mí despierta.

Se incorpora sobre un codo.

Lía un cigarro. Se sienta.

Mientras fuma tiene ausente

la mirada, como dormida la frente

(Sueña el viento en la ventana)

Tira el cigarro. Se inclina.

Saca un pedazo de pan,

se lo come lentamente

y después… rompe a llorar.

(Quizás no tenga importancia…

Yo os lo cuento)

Ya sabéis que a mi las losas

me han gastado hasta los huesos

del corazón,

pero ver llorar a un hombre

es algo, siempre, tremendo.

Y este preso no es un árbol

que se ha roto. Sigue ileso.

Pero de pronto ha venido

todo lo «suyo» a su encuentro

en esta noche tranquila…

Con su dolor en mi pecho

le miro. No puede verme.

Sus ojos están muy lejos.

Sus ojos cerca, llorando

tan suave, tan hondamente

que apenas si mueve el aire

y el silencio.

Un «alerta» le estremece.

(Por el patio

se oye cruzar el relevo).

Cuando el miércoles en el Ateneo de Madrid reciba un homenaje, no habrán pasado 15 días desde la fiesta de cumpleaños –90 de edad, 67 de vida– que reunió a varios centenares de personas en el Círculo de Bellas Artes. Marcos Ana, poeta comunista y decano de los presos políticos durante el franquismo (23 años y dos condenas a muerte), se ha convertido en un lieu de mémoire (físico, es verdad) para la sociedad civil: premios, películas, reportajes.

Aunque no comparto su fe comunista (ni su trasfondo católico), admiro a Marcos Ana por ser capaz de decir que «la venganza no es ningún ideal político ni revolucionario«. Algunos, como le recordó Camus a Gabriel Marcel, sólo parece que se indignan cuando la víctima comparte sus mismas ideas. Por eso respeto tanto el testimonio de Ana y tan poco el de muchos que le suelen acompañar. Y también por eso me pregunto con pena porqué Jorge Semprún no recibe ni la mitad de homenajes que él, al menos en España. Pero de esa memoria selectiva no tiene culpa Marcos Ana.

PD: Sobre la historia de sus poemas Marcos Ana ha dejado testimonio en muchas entrevistas. Sirva este parrafito como ejemplo para acompañar al publicado hoy: «Empecé a escribir poemas en la cárcel en 1954. Nunca he tratado con las editoriales. Mis poemas salían clandestinamente de la prisión y los echaba a andar por el mundo. (…) Mi voz era la de muchos cautivos».

Nacho S.



‘Riqueza’, de Javier Rodríguez Marcos (1970)

Seguro que la noche mejorará la escena,

pero ahora el mediodía y esta vida

saben mucho de las tragicomedias

del teatro -del mundo- del absurdo.

En el bar de los cuerdos que miran a los locos,

el hombre y la mujer están bailando

con la música de las tragaperras.

Acaban de perderlo todo. Tienen

en cambio manos con las que tocarse,

labios para estar en silencio,

sus pies para moverse con el ritmo

de una música que viene de lejos

enturbiando la bolsa de la vida

-circuitos y neuronas, máquinas japonesas-.

Los que miran

(miramos)

sólo tienen

(tenemos)

un poco de dinero

(y a veces ni dinero).

Hace tiempo que se ha perdido todo.

El bar de la foto no es el bar del poema, sino el más siniestro y pestilente tugurio de Kreuzberg; uno de los rincones oscuros más apetecibles del itinerario que J. nos preparó este verano a A. y a mí. Como el bar del poema, tenía locos y máquinas tragaperras (dos, enfrentadas e intermitentemente ocupadas). Había allí quien lo acababa de perder todo (y no hablo de dinero, o no sólo). Había, por decirlo pronto, insolentes espectadores -nosotros- de una decadencia que no pedía nada a cambio por ser observada. Agarramos mesa en el bar de la foto y salimos tres horas más tarde después de haber hablado muy cerca de la intimidad. Era media tarde. J. nos dijo antes de irnos que no se cerraba nunca, aquello. Al contrario que el bar del poema, la noche allí no mejoraría la escena.

NOTA: Riqueza está sacado del libro Frágil de Javier Rodríguez Marcos, poeta y periodista que actualmente escribe para El País. Como no he dicho nada de su biografía, escribiré rápidamente que es cacereño y que nació en 1970. En el libro citado se lee esta píldora a modo de poética: «Evitar hacerse sangre en la planta del pie / con los trazos de las palabras rotas / al caminar descalzos».

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.