Ayer oí el golpe en tierra de un ataúd. Ese golpe -decía don Antonio Machado– “es algo tremendamente serio”. Y no deberíamos olvidarlo con tanta facilidad y/o frivolidad como acostumbramos.
Pensamos en la muerte cuando la tenemos cerca, cuando nos corteja, cuando se lleva a uno de los nuestros o cuando coqueteamos con ella. Y, al poco, ya estamos ocupándonos de nuevo del trabajo, del ocio, del sinvivir diario, de las ambiciones, de los sueños, de las minucias, de los miedos cotidianos, o sea, de cualquier cosa que, precisamente, nos haga perder de vista a la muerte. Pero ella –lo queramos o no- sigue ahí, al acecho.
“¡Qué pronto nos olvidamos de la muerte!”,
comentó un colega mientras velábamos ayer el cadáver, tan prematuro, de la madre de Arsenio.
Sin embargo, la dulzura de vivir es mayor cuando la enfrentamos a la amargura de morir. Deberíamos -por puro egoísmo- pensar a diario en la muerte. Y así podríamos disfrutar mucho más de la vida y revivir en nosotros a nuestros muertos.
Desde ayer he pensado, sin cesar, en la muerte. Desgraciadamente, la muerte se ha llevado en pocos años a seres muy queridos por mí. Y, enlazando un luto con otro, me voy familiarizando con ella.
He repasado las Rimas de Bécquer (“Qué solos se quedan los muertos”), las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre (“… como se viene la muerte, tan callando”), la Elegía de Miguel Hernandez >(“Yo quiero ser llorando el hortelano…”), y otros poemas que me revuelven las entrañas en los duelos funerarios.
Sin embargo, hoy quiero huir de nuestros grandes clásicos y copiar y pegar aquí unos versos del poema ‘No’ de José Luis Hidalgo (1919-1947, ¡qué pronto se nos fue!) que mi mujer encontró, en febrero, entre los papeles de la mesita de noche su madre, recién muerta. La abuela de mis hijos –Geraldine Westley– los había copiado a mano en su diario y en inglés (traducidos, con bastante licencia literaria, por Shefher Bug) :
“ No”
“The night crushes you so I look for you
like a maniac in shadow, in a dream, in death.
My heart burns up like a single bird.
Your absence murders me, life has dosed”.
¿Cómo habían llegado esos versos hasta mi suegra si ella no usaba Google?
Sencillamente, era una mujer muy culta y extraordinariamente sensible que atesoraba versos impresionantes sobre la muerte. Conocía de cerca a la muerte: había perdido a su marido, Alph Westley, a su hijo, Grieg Westley, y a su nieto, Thomas Westley.
Yo, en cambio, sí he recurrido a Google para recuperar el poema original de nuestro José Luis Hidalgo: Ahí va:
NO
La noche te derriba para que yo te busque
como un loco en la sombra, en el sueño, en la muerte.
Arde mi corazón como pájaro solo.
Tu ausencia me destruye, la vida se ha cerrado.
Qué soledad, qué oscuro, qué luna seca arriba,
qué lejanos viajeros por ignorados cuerpos
preguntan por tu sangre, tus besos, tu latido,
tu inesperada ausencia en la noche creciente.
No te aprietan mis manos y mis ojos te ignoran.
Mis palabras buscándote, en pie, inútilmente.
La quieta noche en mí, horizontal y larga,
tendida como un río con las riberas solas.
Pero voy en tu busca, te arranco, te descuajo
de la sombra, del sueño; te clavo en mi recuerdo.
El silencio edifica tu verdad inexpresable.
El mundo se ha cerrado. Conmigo permaneces.
—-
También en Google, por casualidad, me he topado con este otro poema de José Luis Hidalgo:
“LOS MUERTOS”, de José Luis Hidalgo
–
Hoy vengo a hablarte, mar, como a mí mismo.
Como me hablo cuando estoy a solas,
cuando alejado de los tristes días
que nos contemplan desde el ojo humano
acerco el ascua tenebrosa y sola
al principio del ser, a las raíces
donde alborea, matinal y oscura
la caricia primera de la tierra.
A hablarte vengo, mar, como a mí mismo,
en esta noche mineral y lúcida
mientras la luna, desde arriba, arroja
sobre los mundos una luz calcárea
y en el bisel del horizonte hiere
su duro, lento y solitario hueso.
Desde hace siglos sin cesar palpitas
tu blando corazón contra las rocas
que ante tu orilla, para siempre oyéndote
se bañan mansamente o se derrumban
fingiendo limos, donde solo existen
aristas de ira para tus entrañas.
Hoy vengo a hablarte, porque tú, conmigo
naciste y sin cesar crecimos
cuando en la rosa del albor primero
con vesperal y fabuloso ojo
detrás de los helechos acechaba
el paso de los corzos y la sangre,
empapando la tierra, me llamaba
hacia los bosques, como el fuego ardiente
de una lejana y cegadora estrella.
En esta noche en que mi historia acaba,
en que los siglos sordamente suenan
bajo las plantas de mis pies desnudos,
bajo la tierra donde crecen árboles
y las palomas y las flores vuelan
junto a la hermosa garra de las águilas…
A ti, acudo, mar, en esta hora
porque el destierro de tu voz me llama
y en el hondón de mis entrañas siento
removerse otra agua clamorosa.
Tú solo, mar y mar, gimiendo
la soledad tremenda del que a nadie
puede decir su soledad. El mundo,
las lejanas estrellas que podían
escuchar tu dolor o presentirlo,
estaban lejos, porque Dios quería
tu sola soledad, tu dolor solo
como un terrible cántico a su gloria.
Quieta y muda, la tierra, duramente
diques ponía a tu invasora forma
que imitaba la vida de los pétalos
o la erizada furia de la selva.
-Nunca nos conocimos. No sabíamos.
Distintas nuestras sangres se ignoraban:
la tuya verde, transparente y única;
la mía roja, sordamente múltiple…-
En esta noche, mar, en esta noche
cuando la luna desde arriba arroja
sobre los mundos una luz calcárea
y en el bisel del horizonte hiere
su duro, lento y solitario hueso,
yo te pregunto lo que están buscando
ese fragor dulcísimo de manos,
esas inmensas lágrimas que chocan,
el eco interminable de las aguas
que como cuerpos sobre ti se aman.
Dime qué buscas, mar, qué es lo que busco
cuando temblando de la orilla huyes,
cuando temblando del amor me alzo,
cuando la mano en mis entrañas hundo
y golpeo sobre ellas como un látigo
cuando royendo la caverna oscura
te rompes con horror contra un peñasco
o ya en la calma de una tarde triste
acaricias, soñando, antiguas playas…
En esta noche, mar, en esta noche
en que mi sino solitario tiende
su milenario cuerpo por tus costas
mientras los viejos musgos y los líquenes
prenden grises hogueras a tu orilla
donde queman su óxido de sombra
las invisibles razas invernales
que algún día se fueron de la tierra
yo pregunto el destino de los muertos
que antes que yo nacieron y gimieron
para darme a la luz, de los que en siglos
y siglos, se tendieron como gérmenes
para que el fuego vivo de mi cuerpo
alma les diera cuando los recuerde.
Yo pregunto el destino de su sangre
corriendo como un río sin orillas
al inquietante reino donde todo
-la carne con la carne, el cuero húmedo,
la tierra junto al tacto deshaciéndose-
forman breves coronas desoladas,
transparentes cenizas que se rinden.
Busco en la sombra. Allá, por los confines
de la mano que elevo como un pájaro
más alta que mi frente. Aquí termina
todo entero mi ser, la carne acaba
y comienza la estela de los astros,
la clamorosa luz de las estrellas.
Aquí comienza el mar. Yo soy el único
junto al que habita solo, desde siempre,
la eternidad errante de la tierra.
Aquí comienza el mar, aquí termino.
Solo después que yo mi voz humana,
un recuerdo sereno en el vacío.
-Por debajo de mí los enterrados,
como fríos veleros, navegando
por otro mar sombrío, el de la muerte,
donde un viento, que es tierra, los empuja
hasta el confín ardiente de mi vida.
Dios no pregunta, porque Dios se basta.
La tierra calla, porque nada espera.
El mar hermoso, bajo los luceros,
y el hombre solo, bajo los planetas,
su muerte inútil, sin morir, rechazan
contra la roca ciega del futuro.
—
Seleccionado y comentado por José A. Martínez Soler