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‘Mi loba blanca’, de Victoriano Crémer (1907 – 2009)

Me seguían sus ojos y yo era menos que un niño;

bosques y primaveras me arañaban el pecho

brotándome en los cauces borbotones calientes

en los que el alma yergue su furia fundadora.

Su gran calma de esposa apretaba los círculos

y me sentía centro de su raudal sangriento;

con el galope oscuro de la sangre apremiando

la altiva meta blanca de su dormida carne.

¿Fue su voz? De más hondo que el deseo, rompiendo

su corteza de plomo, me llegó aquel balido

que estrellaba su espuma, como un ala arrancada

en mis rubias arenas palpitantes de soles.

¡Oh, sequedad del aire, oprimiendo el latido

con que la luz rehizo su primera llamada

¡Fue su voz! Su inefable mensaje acordonado

por airados cuchillos de escarcha matutina.

El espanto y la tierra tiraban de mi cuerpo

y un altivo universo desgarraba mis hombros.

Sentí que entre los brazos florecían sus pechos

y que éstos me clavaban contra un aire reciente.

¡Huir! ¡Huir! Perderme por bruñidos desiertos.

Borrar de mis pupilas sus ojos insaciables

y sepultar su voz, su eterna voz marina

en mi hondón retorcido de caracola humana.

Su garra fue primero. Su garra, no su mano,

que dos fuentes de sangre llenaron mi costado

desbordándome en ellas como una madre nueva

a quien los mares dieran un hijo de su carne.

Y luego, fue su luz. Su inmenso mediodía,

creciéndose en mis ojos como un bosque incendiado,

ardiéndose en las llamas mis tigres y mis dudas,

con sus flancos rotundos y su feroz aullido.

¡Oh, irremediable abrazo! ¡Oh, desolado beso!

¡Oh, arcángeles pastores de mi sangre en derrota!

¡Oh, cuerpo fulgurante apretándome el pecho

como un mármol o un mundo, y en él Dios empinado!

Fui pasto de su furia. Su mirada y sus dientes

implacables hicieron tajadas de mi alma.

Mis vestidos rodaron como musgos antiguos

y sentí deshacerme como un barco de niebla.

Yo veía sus manos sortearme las venas

y herir con sus cuchillos mi corazón menudo,

y azuzar mis dormidos afanes como galgos

llenando de ladridos mi apacible ribera.

Yo sentía -la siento- abrevar en mi sangre.

Romper mi dura piel. Darme muerte lentísima…

¡Y no eludo sus saltos de terciopelo y sueño!

Y no huyo! ¡No huyo!… ¡Mi feroz loba blanca!

Este sábado ha fallecido, a los 102 años de edad, el poeta burgalés Victoriano Crémer. «Periodista, poeta y cascarrabias«, como le define el perfil publicado por EFE, Crémer seguía en activo y publicaba sus columnas en el Diario de León.

Hijo un ferroviario, Crémer llegó a León en sus años de infancia y ya no abandonaría esta ciudad, en la que fue vendedor de periódicos, dependiente de una farmacia, tipógrafo, poeta y -sobre todo- periodista.

Con González de Lama y Eugenio de Nora fundó en la difícil etapa de posguerra la revista Espadaña, que sería el gran vivero que activaría la literatura leonesa, y en la que se publicaría también obra de poetas como Neruda, Vallejo y Blas de Otero.

Autor polifacético, Crémer dejó una gruesa obra poética, de un tono social y existencial, desde 1951 (Nuevos cantos de vida y esperanza) hasta 2009 (Los signos de la sangre).

Seleccionado por Nacho Segurado.