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‘Victoria de Epicuro sobre la religión’, de Lucrecio (siglo I a. C.)

Cuando la humana vida a nuestros ojos

oprimida yacía con infamia

en la tierra por grave fanatismo,

que desde las mansiones celestiales

alzaba la cabeza amenazando

a los mortales con horrible aspecto,

al punto un varón griego osó el primero

levantar hacia él mortales ojos

y abiertamente declararle guerra:

no intimidó a este hombre señalado

la fama de los dioses, ni sus rayos,

ni del cielo el colérico murmullo.

El valor extremado de su alma

se irrita más y más con la codicia

de romper el primero de los recintos

y de Natura las ferradas puertas.

La fuerza vigorosa de su ingenio

triunfa y se lanza más allá de los muros

inflamados del mundo, y con su mente

corrió la inmensidad, pues victorioso

nos dice cuáles cosas nacer pueden,

cuáles no pueden, cómo cada cuerpo

es limitado por su misma esencia:

por lo que el fanatismo envilecido

a su voz es hallado con desprecio;

¡nos iguala a los dioses la victoria!

Cuando se pregunta uno por qué siguen leyéndose los clásicos lo que se acepta habitualmente como respuesta es poco menos que un consuelo. Más que argumentar razones se abrazan pasiones (la tan citada «misteriosa lealtad» esgrimida por Borges). Los clásicos juegan en la liga de las verdades inmortales, lo que siempre es y será la evidencia más sólida contra el determinismo. Y unos pocos, además, no sólo juegan sino que ganan esa liga.

Lo de menos es que alguien pueda seguir afirmando la decadencia de los grandes relatos después de leer a Lucrecio. Lo importante es que existe Tito Lucrecio Caro. Que cuando quieres descansar del oscurantismo de la religión y la terquedad de los fanáticos puedes abrir el Libro Primero y leer:

Porque los necios

aman y admiran más lo que está envuelto

en misteriosos términos; su oreja

suavemente puede ser herida

y embelesada con gracioso ruido:

y el dulce alago a la verdad prefieren.

De la naturaleza de las cosas (De rerum natura), la gran epopeya científica alumbrada en la Roma del siglo I antes de nuestra era, es la herencia literaria de los antiguos que con más emoción recoge su visión de un mundo exclusivamente regido por leyes naturales, donde los dioses no son sino espectadores lejanos, ficciones «apartadas de los túmulos de la vida humana».

Nada queda sin explicación racional a los ojos de un hombre, Lucrecio, convencido de la trascendencia empírica de su tarea; de alguien que aspira, ni más ni menos, que a «derramar las luces que todos los secretos descubran«. Desde las propiedades de los átomos al origen del universo; de la causa de los eclipses a la descripción de los sentidos; de la pubertad y el amor a la muerte y el alma (por supuesto mortal).

Lucrecio quiere una tierra donde las creencias de los necios no oculten las verdades descubiertas por los espíritus libres, emancipados de «los nudos de la superstición agobiadora». Y así, en casi cuatrocientas páginas liberadoras escribe a su amigo Memmio acerca de su admirado Epicuro, de su empeño en hacer ver a la humanidad que nada sale de nada y de que la única filosofía posible es la que reconoce que «el plazo de la vida está marcado para todos los mortales».

NOTA: El fragmento publicado pertenece al Libro I. No es la única referencia a Epicuro que contiene la obra, pero sí la más aguda y extensa. He utilizado la edición de De la naturaleza de las cosas publicada por Cátedra en 1990, con introducción de Agustín García Calvo y notas de Domingo Plácido. La traducción es la clásica realizada por Marchena en 1791.

NOTA 2: El texto completo en edición digital proporcionado por la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes.

IMÁGENES: Una edición latina del poema y un busto de Epicuro.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.




‘Óxido de otoño’, de Rafael Courtoisie (1958)

Hierro en las hojas.

Hierro en las estrellas.

Hierro en el nudo central de la hemoglobina.

Hierro en la Torre Eiffel.

Hierro sobre el río Kwai, en el puente que desaparece.

Hierro en la sopa.

Hierro en la espinaca.

En el arpa de Dios. En Popeye. En el pasado. Hierro en el

hueso del sueño, y en la memoria.

El Hombre de la Máscara de Hierro.

La disyuntiva de hierro. La razón del Artillero.

Un argumento de hierro.

Hierro en el clip. Hierro en el clavo. Cabeza del martillo, labios

de la tenaza, luz del hambre.

En la tachadura, en el alfiler, hierro templado. Hierro en el

párpado. En la punta del cierre de la bragueta del pantalón,

broches de hierro.

Imán, campo magnético. Pasto fecundo y fresco de la

electricidad.

Hierro fundido.

Hierro en las Twin Towers.

Alma de hierro. Corazón de León. Hierro y más hierro.

Tijeras. Planchas.

Alas de avión. Puertas de auto. Varillas sepultadas en cemento.

Pulpos de hierro.

Caterpillar.

Robocop. Tornillo y vitaminas. Dama de hierro. Maricón de hierro.

Superhombre.

Óxido ferroso. Voluntad de hierro.

Óxido en las hojas:

Otoño:

Tiempo de hierro. Cortina de hierro.

Hierro en el cinturón de castidad.

Puerta de hierro. Férrea determinación. Hierro de Luna, Sol

se hierro, Marte rojo.

Planeta de la virtud, dureza justa. Hierro en las agujas, fístula

de hierro.

Herradura en las patas del caballo. Jeringa. Aguja. Corazón de

hierro. Ricardo Corazón de León. En casa del herrero

en casa del herrero

en casa del herrero

en casa del herrero

en casa del herrero, cuchillo de palo.

Los clavos en la cruz.

Casa de cosas, el libro al que pertenece el poema de hoy, estaba en un mostrador a la entrada de la Biblioteca de Filología, camuflado entre folletos y trípticos, a cada cual menos deseable, sobre cursos de veranos y programas de máster. No tenía tejuelo. Había dos ejemplares. Supuse que eran gratis.

Nunca había leído al uruguayo Rafael Courtoisie. Llevaba ganados ya muchos premios, entre ellos el Loewe, avalado ni más ni menos que por Octavio Paz. Pero como uno no se dedica (todavía) a devorar certámenes literarios, no tenía el gusto.

De Casa de cosas me atrapó el estilo afilado, la exactitud mecanicista, la observación linneana («En ese nervio dorsal / oscuro de pequeños ganglios / y belfos / más pequeños aún que su deseo»), la ausencia casi total de adjetivación y la contundencia de algunos versos, pulidos como aforismos («Hay muchedumbres de un solo muerto»).

Seleccionado y comentado (y fotografiado) por Nacho Segurado.



‘Tres cosas’ de Baltasar de Alcázar

Baltasar del Alcázar (Sevilla, 1530 – Ronda, 1606) es uno de los poetas del siglo de oro más desconocidos. Esta circunstancia se da quizá porque lejos de misticismos y quebrantos profundos, dedicó su poesía a las cosas mundanas, y gustaba de hacer chanzas y del tono burlón en sus poemas.

Aunque también compuso poemas religiosos y amorosos, su obra se dedicó más a cantarle a los placeres materiales de la vida. He aquí uno de ellos.

TRES COSAS

Tres cosas me tienen preso

de amores el corazón,

la bella Inés, el jamón

y berenjenas con queso.

Esta Inés (amantes) es

quien tuvo en mí tal poder,

que me hizo aborrecer

todo lo que no era Inés.

Trájome un año sin seso,

hasta que en una ocasión

me dio a merendar jamón

y berenjenas con queso.

Fue de Inés la primer palma,

pero ya júzgase mal

entre todos ellos cuál

tiene más parte en mi alma.

En gusto, medida y peso

no le hallo distinción,

ya quiero Inés, ya jamón,

ya berenjenas con queso.

Alega Inés su beldad,

el jamón que es de Aracena,

el queso y berenjena

la española antigüedad.

Y está tan en fil el peso

que juzgado sin pasión

todo es uno, Inés, jamón,

y berenjenas con queso.

A lo menos este trato

de estos mis nuevos amores,

hará que Inés sus favores,

me los venda más barato.

Pues tendrá por contrapeso

si no hiciere razón,

una lonja de jamón

y berenjenas con queso.

Seleccionado y comentado por Israel Álvarez.