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‘Intervención en la Sorbona’, de Joseph Brodsky (1940 – 1996)

Conviene, en todo caso, estudiar filosofía

después de los cincuenta. Y más, si cabe, edificar

modelos de una sociedad. Antes debemos

aprender a cocinar un caldo y a freír, no digo ya a pescar,

pescado, hacer un café como es debido.

De lo contrario, las leyes éticas

huelen a cinturón paterno o bien a traducción

del alemán. Hay que aprender primero

a perder las cosas, más que a adquirirlas,

odiarse más que a un tirano,

apartar años enteros la mitad de tu exigua paga

para la habitación, y luego razonar

sobre la victoria final de la justicia. Que llega siempre

con retraso, por lo menos al cabo de un cuarto de siglo.

Conviene estudiar la obra de un filósofo por el tamiz

de la experiencia, con gafas (que de hecho es lo mismo),

cuando las letras se derriten, o cuando una señora

en cueros sobre una sábana arrugada de nuevo

os parece una foto o la reproducción

del cuadro de un pintor. El verdadero amor

a la sabiduría no pide ser correspondido

y desemboca no en boda

a modo de ladrillo editado en Göttingen,

sino en una imposible actitud hacia uno mismo,

en el color de la vergüenza, a veces, en una elegía.

(Suena el tranvía en algún lugar, los ojos se te pegan,

regresan entre coplas los soldados del burdel,

llueve y es lo único que os recuerda a Hegel).

La verdad es que la verdad

no existe. Más ello no os libra

de toda responsabilidad, sino justo al revés.

La ética no es más que el mismo vacío que llena,

constantemente casi, la conducta humana;

no es más, si les parece, que el propio cosmos.

Los dioses no aman la bondad por su cara bonita,

sino porque, de no existir el bien, ellos no existirían.

Así que, a su vez, también los dioses llenan el vacío.

Y con afán tal vez aún más sistemático

que el nuestro, pues con nosotros más vale

no contar. Aunque somos mucho más

de lo que nunca fuimos, y no estamos en Grecia:

nos pierden las nubes bajas, y la lluvia, como ya se ha dicho.

Hay que estudiar filosofía cuando ésta

no nos hace falta. Cuando adivináis ya

que los asientos de vuestro comedor y la Vía Láctea

están relacionados de modo más estrecho

que los efectos y las causas, más que vosotros mismos

con vuestros familiares. Que sillas y estrellas

tienen en común su cualidad de insensibles, su inhumanidad.

¡Y eso es algo que une con más fuerza que la propia sangre,

Y que cópula alguna! Naturalmente, no es bueno

Pretender asemejarse a las cosas. Pero, por otra parte,

Cuando enfermáis no tenéis por qué curaros, tampoco temblor

por cómo os veáis. Esto es lo que la gente sabe

después de los cincuenta. Y es la razón por la que,

al verse en el espejo, mezcla metafísica y estética.

Se puede intuir en qué pensaba Joseph Brodsky cuando dijo que «vivir en una época de culminaciones teniendo cierta estatura moral es, por desgracia, bastante difícil» atendiendo a su biografía, la de un exiliado ruso en el siglo XX. Heredero y renovador de la poesía acmeísta, que como el trágico Osip Mandelshtam la definió no es sino la nostalgia de una cultura mundial, Brodsky vivió en la URSS hasta que le dejaron, y en EE UU hasta que se murió.

En medio, la vida, siempre presente San Petersburgo, tanto la ciudad de la memoria vivida como la ideal de la nostalgia europeísta, y siempre alta su facha de escritor heterodoxo que abandonó, como hiciera Nabokov, su lengua materna para pasarse a la del enemigo.

La poesía de Brodsky es narrativa y meditativa (Intervención en la Sorbona es un ejemplo). Posee además un barniz metafísico y levemente irónico. Su lenguaje, como fiel admirador que el poeta fue de Ana Ajmátova, de quien llegó a decir que poseía el «don de la palabra», es elegíaco (¿cuántas veces habrá salido ya este adjetivo en el blog?), sencillo y algo así como extrañado; quizá errante.

NOTA: Traducido por Ricardo Sanz Vicente

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado