En cafetines de aire espeso, mírelos:
unos tipos sombríos con chambergo,
con chalina y cachimba, haciendo cuentas
del pago de periódicos y trazando proyectos
de libros que se vendan y den fama.
En un principio de siglo cualquiera
deténgase a observar esa estampa curiosa
de unos hombres de letras muy bebidos,
dando tumbos violentos por las calles mojadas
de una noche cualquiera de una ciudad que existe
en los libros
que aspiran
al minucioso horror del costumbrismo.
Son calles solitarias las calles que se cruzan
a través de los libros y del tiempo.
Pero ahora que está
en el lugar sin tiempo de una página,
¿ve usted el coche que cruza? Y la luz de ese coche
¿qué lugar ilumina
que no es la realidad, y que igualmente está
al margen de ese mundo de papel
que los libros levantan y derrumban,
conciben y arruinan
en una sola noche, al tiempo que se escribe
una página oscura
que alza y destruye mundos que no existen?
(Alguien huye en un coche que no existe
a través de un camino que no existe,
a través de unos libros. Velozmente.)
Imagínese a tipos con la imaginación deforme,
charlistas de casino y sablistas de esquina,
perdidos en el ciego laberinto
de una mala metáfora.
Piense
en un adolescente en la noche en que da
forma a su primer beso.
Cualquier mundo se alza
con materias fugaces que elevan decorados
ante los cuales nadie
representa un papel.
Y llega
la voz vacía desde algún decorado vacío,
la voz sin nadie
de personajes yertos.
De tal modo que usted
¿ve ya el barco que cruza
por esta página, perdiéndose en un mapa
de humo y con signos falsos,
perdiéndose en la niebla de los mares
muertos de la memoria?
Todas las aventuras literarias
Inducen a proezas similares,
Conducen a lugares parecidos.
Y en el lugar del encuentro
sólo brilla el cadáver de una estrella.
(Alguien sueña en un barco, surcando el agua inmóvil,
camino de otros mares de artificio,
surcando el agua inmóvil de esta página.)
Pero, enfrente de usted,
¿ha visto ya ese faro?
No es el del paraíso.
Nuestros antecesores
en esta profesión de modelar con sombras
-e iguales abstracciones de derribo-
las sombras de la vida
siguieron esa luz, pero no basta
con escribir la palabra vida en un poema:
allí no hay nada.
Y en el recuerdo quedan
las luces de otros faros fantasmales
en la humedad de madrugada,
indicando los puertos que nunca pisaremos,
que nunca hemos pisado,
pues nuestro barco está
encallado en las aguas que son páginas
y en páginas que son
olas de un falso mar hecho de páginas,
en este falso mar lleno de náufragos.
Un tipo atormentado cruza calles sin nombre
y ese tipo no existe, y esas calles no llevan
sino a calles vacías con tipos que no existen.
Y la luna es la diosa de un mundo de papel.
Felipe Benítez Reyes es otra de mis debilidades postnovísimas. Los primeros versos suyos que leí (“Bien sabes que estos años pasarán, / que todo acabará en literatura”) los tengo por un crudo consejo para evitar caer en el fácil dilema de la escritura o la vida, alternativa que si uno no es Jorge Semprún ha de sonar por necesidad hueca e impostada.
El poema de hoy -no sé si pelín extenso para ser disfrutado en formato digital- pertenece al que para mí es su mejor libro, Sombras particulares, que recibió el Premio Loewe allá por el año 1991. Los antepasados es, al mismo tiempo, una reflexión irónica sobre el proceso de la escritura (una tema obsesivo que desarrolla en otros poemas: “Más bien de extrañas cosas sin valor / acabarán tus versos siendo objeto”) y una nostálgica, satírica y a ratos divertida semblanza de una generación de literatos con manchas de grasa en la camisa que aspiraban «al minucioso horror del costumbrismo”.
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.