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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Federico Luppi: muerte de un coloso

Los colosos mueren por los pies, como Aquiles, pero Federico Luppi, que era un coloso de la interpretación, aún más grande como persona, murió derribado por un golpe en la cabeza, un estúpido accidente doméstico del que no pudo recuperarse. Bien pensado, el destino teje sus hilos de muerte como si pretendiera darnos lecciones para imponernos su incomprensible arbitrariedad: toda la complejidad de la vida se alojaba en la cabeza de este coloso y había que dañarla para acabar simbólicamente con él. Pero el cine, que juega con ventaja frente al teatro, le preservará para siempre de la desaparición porque nos le devuelve con toda su fuerza en cada una de las más de cien películas en las que participó.

Federico Luppi. EFE

Nació en Ramallo, una ciudad de unos 14.000 habitantes al norte de la provincia de Buenos Aires en un año muy significado de la historia española, 1936.  Difícil imaginar que un actor de su talla en realidad tuvo siempre como vocación la de ser dibujante de tebeos y que mantuvo aquella afición durante toda su vida, trazando sus cosas con lápiz en un papel  mientras el pulso le asistió. Y como si necesitara reafirmar esa idea que resultaba sorprendente al interlocutor sostenía que hubiera renunciado a toda la gloria conseguida como actor por ganarse la vida como un sencillo dibujante de cómic porque él se consideraba “un paleto de la cultura”. Pero Federico Luppi era cualquier cosa menos eso que decía de sí mismo, a menos que la sencillez combinada con la lucidez y la honradez, valores tan fundamentales para seguir confiando en el ser humano, se confundan con algo tan básico como ser un paleto.

Un día, en un trabajo publicado en Mundo Obrero en noviembre de 1998, escribí de él que tenía una irreprimible tendencia a tomar cada pregunta como base para una reflexión amplia, profunda y detallada, como las ramas de un frondoso árbol del que brotaran múltiples ideas que inevitablemente adquirían una coloración política, no alineada en términos partidistas, pero sí bien definida a la izquierda. A pesar de lo cual advertía: “Cuando hacemos un cine basado sólo en premisas ideológicas corremos el riesgo -insisto en esta expresión- de ilustrar conceptos y no crear vidas”… Y también: “Yo a veces tengo dificultades con el cine que se plantea solamente la denuncia; la denuncia tiene sentido si además hacemos un bello relato o una bella película. Cuando no alcanzan ese nivel, la denuncia y la película quedan a medio camino. Hay cine bueno y malo. La discusión que esto implica es otro tema, pero el cine o es bueno o es malo.” Esto es lo que yo llamo lucidez.

Federico Luppi en 2015. EFE/archivo/Alberto Martín

Luppi vivió una vida de compromiso con sus ideas, que desgranaba en aquella entrevista, como digo, de manera amplia, torrencial, intercalándose con todo tipo de consideraciones artísticas, de tal modo que uno no sabía dónde comenzaba el perfil del actor y dónde terminaba el del ciudadano preocupado por las naciones famélicas, las multinacionales, la polución o las dictaduras aunque entendía que a ese mundo caníbal había que oponerle con firmeza el mundo de la ficción. Y en ella se había volcado porque entendía que “el arte serio que se plantea descubrir el lado humano del individuo sigue estando vigente, aun como propuesta utópica.”

Ese mundo de ficción se había revelado ante el joven Federico a los diecinueve o veinte años cuando interpretó el Gerard Croft de Llama un inspector, la célebre pieza de J.B.Priestley de 1946.  Mencionarle el personaje era para Luppi recordar que este autor había predicho en la ficción, treinta y tantos años antes, la plaga que desencadenó Margaret Thatcher. J.B.Priestley era un autor de clara identificación marxista y Luppi no rehuía su simpatía hacia el marxismo: “Desde mi punto de vista, del marxismo hay todavía premisas y postulados que tienen que seguir siendo el ambiente de trabajo, como pueden ser Hegel o Kant  o cualquiera de los filósofos que desterraron las concepciones idealistas del mundo”. Y como lo entendía de una manera dinámica, dialéctica, que diría un marxista confeso, Luppi consideraba que las experiencias históricas fallidas debían ser analizadas para aprender de ellas y no repetir los errores.

Pisando en exclusiva el terreno cinematográfico y puesto a destacar de su abundantísima filmografía algunos títulos, le salía una lista considerable de obras que él consideraba valiosas y perdurables: “Recuerdo por ejemplo una película rodada en un arrabal en una provincia, titulada Romance del Aniceto y la Francisca (Leonardo Favio, 1967, por la que obtuvo el Premio al Mejor actor de la Asociación de Cronistas Cinematográficos), que era realmente muy notable. No tiene nada que ver con mi participación, era cosa del director… La Patagonia Rebelde (Héctor Olivera,1974), No habrá más penas ni olvido (Héctor Olivera,1983), Tiempo de revancha (Adolfo Aristarain, 1981, igualmente Premio al Mejor Actor de la Asociación de Cronistas Cinematográficos de Argentina y de los Festivales Internacionales de Chicago y Montreal), Últimos días de la víctima (Adolfo Aristarain, 1982), Plata dulce (Fernando Ayala,1982), El arreglo (Fernando Ayala, 1983), Un lugar en el mundo (Adolfo Aristarain, 1992), Martin Hache (Adolfo Aristarain, 1997)…  películas que tenían esa cualidad que a mí me interesa mucho, que es mostrar al ser humano en todas sus vertientes, y que eran buenas historias. ¿Y por qué eran buenas historias? Porque había  relaciones creíbles y sentimientos que todo el mundo es capaz de identificar.”

En esa relación a Federico Luppi se le olvidó colocar Hombres armados, del director norteamericano John Sayles (1997), en la que su doctor Fuentes adquiere conciencia del mundo en que vive, confortablemente burgués, y emprende un camino hacia la solidaridad pagando el precio más alto. Es ese tipo de personajes con los que uno tiene la sensación de que Luppi hace de Luppi, porque su apariencia noble y bondadosa se resiste a casar con la maldad. Por eso nos emocionaba tanto su Mario de Un lugar en el mundo, exiliado junto con Ana (Cecilia Roth) en un remoto valle que visitaba el geólogo español encarnado por José Sacristán, menudo trío, una de las cumbres de su trabajo, precisamente asociadas al repetido encuentro con el director Adolfo Aristaráin. Nos parecía que el Fernando Robles de Lugares comunes no podía ser otro que Luppi, porque nadie como él podía formar una pareja tan entrañable como la establecida con Liliana Rovira, nuestra Mercedes Sampietro. Por eso mismo tampoco nos extrañó que bajo el durísimo caparazón de Martín Echenique en Martín (Hache), ese insoportable director de cine que detestaba tantas cosas como para detestarse a sí mismo, se ocultara, en el fondo, un alma rota, pero un alma capaz de reencontrarse con lo mejor de sí misma.

Pero nos hubiéramos equivocado si en algún momento hubiéramos pensado que este titán, este coloso equiparable a cualquiera de los monstruos sagrados de cualquier lengua y país, este John Wayne de acento porteño, tenía esa limitación de registros. Porque Luppi dibujó con la misma capacidad de convicción los contornos de una amplísima galería de tipos de dudosa calificación y villanos de diversa calaña. Desde el horror gótico de Cronos, inicio de su amistad con el mejicano Guillermo del Toro, hasta la crueldad del gángster de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, que Agustín Díaz Yanes colocó también en Méjico; pasando por el director de teatro Daniel de Éxtasis, creado por Mariano Barroso, o el actor de televisión, también llamado Daniel, que se jugaba los cuartos con otro actor legendario, en ese duelo en las alturas con Paco Rabal que José García Hernández tituló Divertimento…

En Luppi el dolor, la sabiduría, la conciencia social, la maldad, el odio, las más puras pulsiones humanas y las más oscuras también, o las tibias, o las indefinidas, cualquier noción que sirva para desentrañar lo que somos, se perciben en un instante y caracterizan a su personaje desde que aparece en la pantalla. De cómo se las apañaba para ser tan endemoniadamente versátil no creo que lo supiera ni él mismo. De por qué se le tenía tanto aprecio a pesar de los pesares, no se le ocurriría decir una sola palabra, él que se consideraba en potencia “capaz de lo más execrable, pero mi tarea cotidiana consiste en no serlo”.

Si hay algo más triste que su forma de decirnos adiós, es el estado de ánimo en que se encontraba antes de que se produjera ese fatal y absurdo accidente; muy enfadado con las políticas de Mauricio Macri  y acuciado por problemas económicos, denunciaba la «vergüenza, cinismo, depredación, perversión, impunidad y caradurismo» que según él estaban «a la orden del día» en el Ejecutivo argentino. Llevaba un tiempo, desde su vuelta a Argentina, tras su estancia en España donde se había establecido en 2001 y adquirido la doble nacionalidad, envuelto en polémicas y alineado con el kirchnerismo, aplicando toda la vehemencia de su verbo y la energía de su carácter vitalista, colindante con la tozudez de la edad avanzada, a la defensa sin cuartel de postulados políticos que le granjearon no pocos reproches.

Federico Luppi. EFE

Pero nada de lo que pudiera haberse arrepentido, de haber dispuesto del tiempo y la ocasión, podía oscurecer la descomunal tarea realizada en teatro, televisión y sobre todo en cine. He mencionado algunas más arriba: Un lugar en el mundo, Cronos, Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, Martín (Hache), Hombres armados, El espinazo del diablo, Los pasos perdidos, Lugares comunes… sin Federico Luppi, esos fragmentos de la historia más gloriosa del cine hablado en nuestro idioma, quiero decir, en el idioma con que se narran las grandezas y miserias humanas, no son concebibles.

«Estoy decepcionado, amargado, tristón, solitario», decía poco antes de ser hospitalizado. En algún sitio debería estar escrito con letras de oro que los artistas tan grandes como Federico Luppi tienen prohibido por ley abandonar este mundo siendo infelices.