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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Terroríficas polémicas religiosas

Hoy es jueves santo. Ateo irreverente como soy, no sé muy bien lo que puede significar que un día sea santo. Tengo que echar mano de la memoria de mi educación cristiana, o por mejor decir, católicoapostólicoromana para ubicar y deglutir una idea tan abstracta e irreal como la de que un día pueda ser santo o santificado. Pero en fin, ya nos entendemos.

El caso es que el jueves santo se inserta en la semana santa, para algunos tiempo de vacaciones y ocio, santa liberación; para otros, intuyo que cada vez menos, tiempo de arrepentimiento de sus pecados, de devociones, de misas y procesiones; para los más, tiempo de viajes y turismo. La semana santa durante los algo alejados años de mi infancia era tiempo de muchas imposiciones y tiempo también de películas obligadas en televisión. Quo Vadis (Mervyn LeRoy, 1951) y Ben-Hur (William Wyler, 1959) caían de todas todas en la programación de Televisión Española. En épocas más recientes se suavizaron las ataduras, se añadieron títulos como Gladiator (Ridley Scott, 2000) o algunos más heterodoxos en las cadenas privadas, como La pasión de Cristo (2004), que provocó en su día tanto caudal de polémicas como litros de falsa hemoglobina consumidos durante el rodaje.

La controversia ya se vio venir desde el primer momento porque Mel Gibson, tan dado como director a los excesos como en su vida privada, apostó a fondo por buscarla desde el origen mismo del proyecto. No sabemos si por un afán de armar ruido o por el prurito de atenerse a un rigor muy inusual, La pasión de Cristo no se hablaba en inglés, como mandan los cánones de toda superproducción, sino en hebreo, latín y arameo. Esto le daba un superlativo carácter realista a la acción desarrollada veinte siglos atrás.

Pero lo que resultaba aún más hiperrealista y por tanto escocía como un demonio era la representación de la violencia desatada de una banda de clérigos secundados por el “populacho” contra un individuo que se hacía llamar “hijo de Diós”. Los latigazos resonaban contra la piel de James Caviezel de tal manera que dolían como si uno mismo recibiera alguno de vez en cuando; la sangre  esculpía a chorros el rostro del actor como si la corona de espinas la hubieran comprado en una tienda de todo a un euro, o fuera obra de un enemigo suyo que hubiera aprovechado la ocasión para vengar viejas ofensas.

Jim Caviezel hecho literalmente un cristo

A mí, que no me interesaba nada la supuesta dimensión sacra de la historia, la película me pareció un poderoso y eficaz alegato contra la manipulación salvaje de las masas por parte de los dirigentes religiosos, la capacidad infinita del ser humano para provocar daño y dolor a un semejante, la cara más atroz escondida tras las creencias y doctrinas más bondadosas. Previsible, pues, que a las altas instancias de las Iglesias no les hiciera ninguna gracia. Unos porque veían antisemitismo, a otros porque no les gustaban algunas licencias perversas que se había tomado Gibson. Opiniones para todos los gustos y polémicas que alimentaron el fuego de la campaña publicitaria y convirtieron a la película en un éxito mundial.

Recordando polémicas provocadas por el contacto de lo cinematográfico y cualquier elemento religioso me vienen a la memoria dos muy particulares. Una de ellas, ya remota, es el estreno de un Godard que resultó provocador pero por motivos sorprendentes: Yo te saludo, María (1984). Provocación y Godard son términos casi redundantes, pero en este caso las ofensas que mortificaban a los ultracatólicos que se manifestaban ante las taquillas de los cines Alphaville de Madrid (así se llamaban los hoy conocidos cines Golem) se debían a la muy beatífica visión del mito de la virginidad de María que el director francés ubicaba en esa época moderna.

Recuerdo bien, porque yo vivo al lado, ver a un grupo pequeño de fascistas, acompañado de algunas monjitas belicosas, atosigar a los inocentes espectadores que guardaban cola para ver a la delicada Myriem Roussel convertida en madre sin haber conocido varón. Eso después de que el día del estreno casi un millar de energúmenos consiguiera que se suspendiera una de las sesiones. El cartel, un portento de sensibilidad y sensualidad, presentaba una imagen irresistible para unos y para otros por motivos completamente contrarios y aventuraba sueños o pesadillas según el lado de la calle en que se encontraran.

La otra polémica que tengo a mano es la suscitada en la muy beata ciudad castellana de Palencia, concretamente en el marco de su festival de cortometrajes “Terroríficamente cortos”. Esto data del mes de octubre del año pasado. Resulta que la carencia total del sentido del humor combinada con la tendencia irrefrenable a considerar como patrimonio privado e intocable todo lo que tenga que ver con la iconografía cristiana provocaron un incendio cuya cerilla fue el trofeo que la organización había ideado para el certamen.

El Cristo del Otero es una escultura enorme de Victorio Macho que preside un cerro a las afueras de la capital palentina y la estatuilla, que pretendía homenajearle con ocasión del 50 aniversario de su fallecimiento, convenientemente adaptada por Óscar Aragón a la temática del certamen transforma el corazón del pecho en una cámara de cine. Hasta ahí no parece que hubiera motivos para que nadie pudiera molestarse; lo malo es que el rostro acentúa los rasgos ya de por sí cadavéricos del original y le dan un aire a muerto desenterrado después de pasar varios siglos llamando a las puertas del infierno. O sea, esquelético y dotado de una calavera con melena.

Se armó la Dios es Cristo, en afortunada expresión que me viene como anillo al dedo. Recogida de firmas para que se retirara el trofeo; recogida de firmas para que no se retirara el trofeo; el obispado que clama al cielo por la irreverencia… Luis Miguel Esteban, uno de los organizadores del Festival, recordó que el propio Victorio Macho tiene dibujos de un Cristo Crucificado en los huesos. Y  que Abbé Nozal, otro artista palentino, tiene más de 20 versiones del Cristo del Otero en sus cuadros: con paraguas, descolgando el teléfono, con capirote, o convertido en Super Cristo, y no tenía por qué haber ningún escándalo.

El SuperCristo, obra de Abbé Nozal, 1994

Total, que una idea que pretendía dar a conocer internacionalmente a uno de los monumentos más significativos de la ciudad se convirtió en un arma arrojadiza. Supongo que Ángel Gómez, autor del cortometraje Behind, que logró el Premio del Jurado de la 5ª edición del Festival Terroríficamente Cortos lo guardará con la secreta satisfacción de quien tiene un objeto con una historia muy sabrosa detrás. Pero las polémicas provocadas por el espíritu censor de los guardianes de la fe (de cualquier fe) que aquí he relatado son peccata minuta. En los tiempos que corren, en otros lugares cuestan la vida.