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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Un festín visual para los hombres hetero

La lamentable peripecia sufrida por la ciudadana hispano-argentina María Jimena Rico y su novia egipcia, Shaza Ismail, que probaron el amargo sabor de la cárcel en Turquía y fueron finalmente puestas en libertad, pone en evidencia el modo tan desacompasado con que se conquista el respeto a los derechos humanos y lo repartida que está la suerte, según las épocas y los países en los que a uno le ha tocado nacer. Shaza, por ejemplo, se mostraba muy contenta de haber podido recalar en España, dada la muy difícil situación a la que se hubiera enfrentado en su propio país, sin poder contar siquiera con el apoyo de su propia familia. Pero son muchas las personas que podrían dar testimonio de que tampoco aquí se encuentra el paraíso para quienes viven su sexualidad fuera de la estricta norma patriarcal y heterosexual. De Turquía para qué hablar, ya hemos visto por ellas lo que allí se cuece en ese ámbito.

El delito de ambas jóvenes era ser lesbianas, horror, terror y furor entre los reaccionarios de todo el mundo. En este rincón de 20minutos.es abogamos por el disfrute de los placeres de la carne sin contemplaciones, límites ni fronteras, más que los del respeto mutuo.  Y la tolerancia y comprensión hacia todas las manifestaciones de la sexualidad se me antoja una condición sine qua non para que esto sea posible. Por eso no comprendo las palabras que en su día pronunció Julie Maroh, la autora francesa de la novela gráfica El azul es un color cálido, a propósito de la adaptación que el tunecino Abdellatif Kechiche había realizado de su obra, titulada en la pantalla La vida de Adèle (2013): «Lo que faltó en la película era eso, lesbianas. Algunas secuencias me parecieron un escaparate frío de supuesto sexo entre lesbianas; un festín visual para los hombres hetero».

La primera pregunta que me asaltaba es qué tendría de malo que fuera un festín visual para los hombres hetero, a los que parece que contempla poco menos que como enemigos. Yo no voy a negar la mayor, porque en efecto la película me parece, entre otras muchas cosas de supuesto mayor rango intelectual, un agradecido banquete para la vista. Pero supongo que si están autorizados, como puede deducirse de sus palabras, los demás disfrutadores del espectáculo, lesbianas, homosexuales, todo el que no entre en la categoría señalada, también nosotros, pobres y vulgares varones heterosexuales deberíamos estarlo. ¿Acaso puede considerarse crimen nefando que nos excite el bello espectáculo de dos damas regocijadas en besar todos los huecos corporales que a nosotros nos atraen? Imagino que habrá lesbianas a las que no excite nada en absoluto, acaso como Julie Maroh, contemplar el desempeño erótico en el que estén involucrados los hombres, o tal vez otras tengan mejor suerte y gocen de un espectro de gustos más amplio. Pero no creo que les ayude a conseguir todo el respeto que merecen el mantener actitudes tan excluyentes.

Viñetas de El azul es un color cálido, de Julie Maroh. Editorial Dib-buks, 2013

La primera vez que recuerdo haber visto escenas lésbicas “osadas” en el cine comercial venian envueltas en una trama negra muy atractiva y llevaban la firma de dos directores, que curiosamente con el tiempo se convertirían en directoras. Los hermanos Wachowski eran Laurence “Larry” Wachowski y Andrew Paul “Andy” Wachowski antes de tomar una decisión crucial y devenir Lana y Lilly Wachovski, pagando un costoso peaje en términos de aceptación en su medio que ojalá les haya sido muy rentable. Lazos ardientes (1996) está protagonizada en sus atrevidos personajes femeninos por Jennifer Tilly y Gina Gershon, la novia de un gángster y una ladrona vocacional, que se lían la sábana a la cabeza, arrancan unas secuencias de alto voltaje a la trama y después de degustar el sabor de sus flujos íntimos deciden ponerle la guinda a la jugada dejando compuestos, sin novia y sin botín a los palurdos con sombrero que les han minusvalorado, hombres, por supuesto.

Dos años después de que La vida de Adèle se embolsara la Palma de Oro en el Festival Cannes y un montón de éxitos más, el cine francés nos regaló Un amor de verano, con el que La vida de Adéle podría componer una sabrosa e interesante sesión doble. El filme de Kechiche nos zambulle de hoz y de coz en las delicias de la carne sin ahorrar ningún detalle de la liturgia, ni una gota de sudor, ni un centímetro de piel sin explorar, en el encuentro de Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux, y me parece a mí que maneja la materia erótica de la manera más franca, sincera y honesta que yo recuerde. Un amor de verano (2015) dirigido por Catherine Corsini e interpretado por Cécile de France e Izia Higelin, no le anda a la zaga en sus virtudes ni en naturalidad y explicitud, conceptos que los miopes interpretan como exhibicionismo.

Ambos filmes comparten el núcleo argumental, una historia de descubrimiento sexual y amoroso,  pero se diferencian en el espacio temporal en que se inscriben y en el discurso político, más explícito en el segundo que en el primero. Las dos películas rebosan de pasión amorosa, en ambos casos una de las chicas lleva la iniciativa y le descubre a la otra que ser lesbiana consiste en dejar que aflore el deseo desde lo más profundo de una misma olvidándose de las etiquetas (una línea de diálogo salta de un título a otro: “yo no soy lesbiana… yo tampoco”, justo antes de dedicarse a la colonización mutua con los labios). Y en fin, las dos parejas degustan las mieles mezcladas con las hieles del amor; torbellino de pasión, los cuerpos que se cruzan, se entregan, disfrutan como si el mundo se acabara; y después el dolor de la separación, el amor que cobra su tributo en forma de angustia y desaliento. Me pregunto si las caldeadas escenas de sexo de Un amor de verano le parecerán también a Julie Maroh una farsa a beneficio de pajilleros heterosexuales.

De Habitación en Roma (2010) ni me lo planteo. Seguro que sí. No es que yo lo piense, y si lo pensara tampoco me parecería mal; tal vez lo considerara insuficiente, pero no lo consideraría ningún pecado. Lo que me hace sospechar que Julie Maroh lo creería es que el filme de Julio Medem tiene un sello tan esteticista, tan impregnado del aroma que emana de los anuncios de perfume caro, que se coloca en el extremo opuesto del espectro estético del cómic, o sea bulto sospechoso de erotismo con coartada artística. La aventura que viven en la ciudad eterna los personajes de Elena Anaya y Natasha Yarovenko amortigua la fuerza explosiva del combate de los cuerpos desnudos por ese tratamiento que discurre sobre la peligrosa línea de separación entre lo poético y lo cursi. Según nos pille puede encandilarnos o dejarnos tan fríos como se queda uno después de un gatillazo. Aunque la belleza de ambas actrices es una baza poderosa para sortear la segunda posibilidad.

A todo esto me asalta una duda: si las maniobras sexuales que vemos en estas películas no son propias de lesbianas de verdad ¿cómo serán las auténticas? Estoy en un sin vivir.