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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Un sirio muy serio y divertido, de Kaurismäki

Al otro lado de la verja, no me refiero en particular a la de Melilla, sino a la del paraíso en el que supuestamente vivimos, sigue despedazándose el mundo. Más allá de nuestras fronteras, no las españolas sino las europeas, millones de personas siguen creyendo que pueden encontrar aquí comprensión, acogida, solidaridad, un futuro para sus familias. Nosotros sabemos hasta qué punto están equivocados, hasta qué punto es despreciable el modo en que son tratados los que llegan y lo serán los que sobrevivan a su penoso viaje.

Pero no todo es miseria moral en nuestro mundo. Hay cineastas, como Aki Kaurismäki, que nos lo recuerdan y dan fe de que existe un resquicio para la bondad. Once años después de aquel precioso cuento portuario que tituló Le Havre, presenta otro relato sobre sobre la inmigración ilegal, que es la manera que tenemos aquí de llamarle a la desesperada lucha por la supervivencia, El otro lado de la esperanza.

Requerido en el Festival de Berlín (en el que recibió el Oso de Plata al Mejor Director) sobre la posibilidad de que fuera ésta la segunda entrega de una trilogía, respondió que sí, que quizás, o que tal vez se tratara de una trilogía de dos películas. Cuestión de etiquetas, pero sí es cierto que estos dos títulos manifiestan una sensibilidad agudísima con el fenómeno de los refugiados y una ternura infinita al diseñar el dibujo de esos personajes. “Me avergüenzo de ser europeo”, “los refugiados son personas que aman y necesitan ser amadas, y sufren por el trato inhumano que les damos”, “en mi país se les trata como basura”…

La peculiar y lúcida mirada de Aki Kaurismaki. Javier Etxezarreta/EFE

En las entrevistas concedidas en el proceso de promoción de El otro lado de la esperanza Kaurismäki adopta un punto de vista esencialmente moral, de una radicalidad ejemplarizante que golpea la estúpida parálisis mental en la que parece que nos desenvolvemos, narcotizados como estamos por unos medios de comunicación que están en manos de los que defienden tanto el poder como las políticas inhumanas dictadas por el gran capital.

Proclamando a cada ocasión que se le presenta un pesimismo a prueba de bombas, el mundo de este cineasta finlandés es tan personal e intransferible como que bastarían cinco minutos de cualquiera de sus películas para reconocer su autoría. Los colores cálidos y saturados de la fotografía (incluso cuando rueda en blanco y negro) debidos a la mano de Timo Salminen, los inolvidables rostros de sus actores, serios como un palo de escoba pero hilarantes como Matti Pellonpää,  Sakari Kouosmanen o Ilkka Koivula, el tempo pausado dentro del cuadro y el ritmo parsimonioso con que se suceden los escasos acontecimientos…

El insólito restaurante de «El otro lado de la esperanza»

Y el humor que a nosotros nos remite a Buster Keaton pese a que Kaurismäki se reconoce antes en Charles Chaplin (“en el plano general ves comedia, en el primer plano, tragedia”). Es un sentido del humor tan genuino que debería llevar su nombre si no resultara casi impronunciable: lo cotidiano visto a través de un prisma ingenuo y descacharrante.

Pero por encima de todas estas señas de identidad, Kaurismäki vuelca en sus películas un humanismo arrebatador y esto es lo que les confiere el salvoconducto definitivo para que con su poesía surreal pueda penetrar en nuestro endurecido corazón, en el que lo tendrían difícil sus personajes inexpresivos, sus silencios prolongados, la indescifrable apatía en la que patinan como sobre el hielo.

Con esas claves estilísticas El otro lado de la esperanza es una nueva historia mínima sobre un mundo descorazonador habitado por perdedores descarriados, como ese refugiado sirio que cruza su camino en Helsinki, adonde ha llegado en barco enterrado en carbón, con una galería de almas cándidas y solidarias, comenzando por el flemático empresario que le ofrece trabajo y calor humano.

Kaurismäki se siente íntimamente escandalizado y conmovido por el infierno que retrata, pero lo hace con tal delicadeza que pareciera temer causar daño a los espectadores. Todas las aristas se suavizan en el plano formal para dejar intacta bajo la superficie la carga desoladora y triste que contiene el relato. Tragicómica, triste, muy triste, pero divertida, como son todas sus películas. Lo que no tengo tan claro es lo que hay al otro lado de la esperanza.

Sherwan Haji y Sakari Kuosmanen, en «El otro lado de la esperanza»

La segunda piel de Scarlett Johansson

Una de las páginas autocensuradas de Ghost in the Shell

Portada de la edición 2017 de Planeta Cómic

Yo que siempre ando quejándome de la censura (si me leyeron el último post, Bajos instintos, 25 años después, lo comprobarán) me quedo a cuadros cuando me entero de que el autor del legendario cómic Ghost in the Shell, Masamune Shirow, exigió a Planeta Cómic que se eliminaran dos páginas de su obra como condición para que se reeditara en España.¿Contenido? ¡Ja! ¿Pues cuál va a ser? Lo de siempre: dos páginas con material radioactivo que provoca la caída del cabello de los niños y sudores fríos a los abuelos que las vean. A los adultos no incluidos en ambos grupos es de suponer que les provoque otro tipo de reacciones físicas que me abstengo de especificar por innecesario.

Planeta dio razones de su inocencia, pero ya se sabe que hay mucho descreído por el mundo. Mientras tanto, a la reedición española que se presenta en el Salón del cómic de Barcelona, a celebrarse desde hoy hasta el 2 de abril, le viene que ni pintado el estreno, mañana mismo, de la primera versión con actores de carne y hueso y título Ghost in the Shell: El alma de la máquina que también arrastra su pequeña (o grande, según se asome uno a según qué medios o a según qué redes) polémica por la elección de Scarlett Johansson en el papel estelar del ciborg Motoko Kusanagi. Si los androides del futuro pueden parecerse a éste, les auguro un éxito de ventas arrollador.

Vayamos por partes. Como no todo el mundo sabe, Ghost in the Shell comenzó a publicarse en Japón en 1989 en formato manga subidito de tono que combinaba la metafísica con la fisicidad de las máquinas, el futuro de entonces, hoy cada vez más cercano, y el presente y el pasado de siempre: la corrupción política y policial, el control de las mentes, la tecnología más avanzada, la robótica, la integración del cerebro humano en los cuerpos fabricados artificialmente… un concentrado de sabores muy excitante.

Fue un cómic visionario que llegó al cine de animación japonés (anime, según el término acuñado internacionalmente) en 1995 con el mismo título, Ghost in the Shell, y un autor que también saltó a la fama entre los muchos seguidores de este mundillo, Mamoru Oshii. Por cierto que este buen señor se presta a la promoción de la versión actual y no se corta ni un pelo en alabar la elección de Johansson, es fácil imaginar el fajo de billetes con que le habrán convencido sobresalir de su bolsillo mientras lo hace.

El anime, el largometraje de animación se elevó al Olimpo de la animación para adultos y aunque había aligerado notablemente la carga erótica del manga -de las páginas ahora censuradas olvídense-  aún conservaba una respetable temperatura. De ahí saltó a dos series para televisión, dos largometrajes más, cuatro videojuegos…

Hasta llegar a Scarlett Johansson.  Y seguro que lo han adivinado: por supuesto rebaja bastantes grados más la calentura. De la segunda piel que viste hemos de señalar que podría haber sido un poquito más finita, más que nada para que perdiera ese molesto aspecto de traje de neopreno. Aún así, le sienta muy bien a su cuerpo serrano y da gusto mirarla los ratitos en que se deja ver de esa guisa, que no son muchos. Hay que valorar lo bien que se saca partido esta mujer, que cautiva con su sonrisa al más escéptico.

Scarlett Johansson embutida en su segunda piel

No sé muy bien si esto aliviará en alguna medida el griterío que se armó cuando se supo que sería esta buena moza y mejor actriz (escuchen su melodiosa voz y admirable interpretación en Her, de Spike Jonze, 2013, y me darán la razón) o por el contrario algunos de los ofendidos encontrará más motivos para el enfado. Está visto que en lo tocante al cabreo hay motivos sobrados para repartir: a algunos nos solivianta la autocensura, a otros el descafeinado de la obra, a otros que le toquen su cómic sagrado y no le pongan a una oriental de protagonista, también los habrá contentísimos con Scarlett…

¡A mí, desde luego, no me disgusta nada, lo que se dice nada. ¿La película? No, no, Johansson. La película se deja ver, el look es espectacular, los habituales excesos de violencia en el cine de acción aquí se mantienen en tasas ecológicas y las reflexiones filosóficas no es que sean para tirar cohetes pero le dan cierta apariencia de seriedad. El cine prefabricado para jóvenes que bebe del cómic suele aburrir soberanamente y en este caso al menos entretiene. ¡Algo tendrá que ver con ello Scarlett! (ver reportaje en Días de Cine, TVE).

Sensualidad en la máquina y la carne

Bajos instintos, 25 años después

Instinto básico se tituló en Hispanoamérica Bajos instintos, y habrá quienes le agradezcan al lumbreras que eligió tal obviedad que le llamara al pan pan y al vino lo que esconden las piernas. Seguramente pretendía ser un modo –innecesario- de atraer a más público a las salas porque la película del holandés Paul Verhoeven ya venía cargadita de publicidad gratuita, la que generan a toque de corneta los enemigos de la lujuria, el vicio  y el desenfreno en cuanto se descubre un palmito de piel más de lo acostumbrado.

Estamos en 1992 y una actriz desconocida llamada Sharon Stone se convierte en toda una celebridad por un quítame allá esas bragas en una escena de una película cuyos valores cinematográficos quedaron completamente eclipsados por lo que en pantalla duraba apenas un segundo. Casi le dan a uno ganas de no contarlo porque es dudoso que alguien no lo recuerde o no lo conozca, el famoso cruce de piernas de la escritora Catherine Tramell, sospechosa de asesinato, ante unos pasmados policías que parecían estar a dieta de sexo (de la alimenticia, no).

Hasta Michael Douglas se arrepentiría de no aceptar la propuesta de Verhoeven de mostrar en la película su miembro viril (en estado de entusiasmo) porque Sharon Stone le robó el plano, la secuencia y la película entera. La estrella era él y cobró sus buenos dividendos, pero ella brilló muchísimo más.

Me ahorro la descripción de la escena, magnífica, por cierto, como toda la película, un thriller cargado de tensión, huelga decirlo, sexual, y suspense que encumbraría también a su guionista, Joe Eszterhas; cobró lo que no está escrito por sus siguientes libretos, después de orquestar una secuencia de interrogatorio mítica que les pongo aquí debajo.

Ni siquiera cuando acertó, como con Showgirls en 1995, una de las películas más infravaloradas de la historia del cine, dirigida también por Paul Verhoeven, nunca más llegaron a buen puerto los guiones de Joe Eszterhas. Pero supo mezclar como nadie en la coctelera de un thriller el sabor ácido del crimen y el aroma embriagador de los flujos venéreos. Del resto se habían encargado Verhoeven, Douglas, Stone y un puñado de artistas más entre los que se olvida con frecuencia a Jerry Goldsmith, a quien se le debe una partitura inolvidable con la que estuvo cerca de ganar un Oscar.

El caso es que Stone repitió la jugada años más tarde, en 2006, en una infumable secuela que no hacía más que intentar patéticamente aprovechar las cenizas de aquel éxito planetario y pinchó en hueso con Instinto básico 2: Adicción al riesgo. Los estragos de la edad hicieron que la actriz perdiera su gancho y no le ayudaron a mantenerlo sus incursiones en el quirófano en busca de la piedad de Fausto, que no suele hacer favores a cambio de nada. Y ni el guión, ni el director, Michael Caton-Jones, le llegaban a la altura del talón de su referente. Sharon Stone estuvo en Madrid y se mostró muy simpática, pero cuando la vi de cerca en la rueda de prensa se me desvanecieron los rescoldos de aquellas brasas que aún perduraban agazapadas bajo el recuerdo de Instinto básico.

Veinticinco años después dice Sharon Stone que Paul Verhoeven fue muy malo porque la engañó durante el rodaje del celebérrimo plano. El director le pidió que se quitara la prenda para que no se le viera cuando descruzara las piernas y ella, angelito, le hizo caso. “Así que me quité la ropa interior y se la metí en el bolsillo de la camisa», afirma candorosa. Cuando vio el resultado en la gran pantalla asegura que le dio un síncope, tan inocente ella a sus 34 años de edad: «me quedé en estado de ‘shock», asegura Stone. «Al terminar la película, me levanté, me acerqué a Verhoeven y le di una bofetada» e insistió al director para que lo suprimiera, cosa que ya sabemos que no hizo. Y gracias a ello hoy nos acordamos de Sharon Stone.

Esta semana se han cumplido esos cinco lustros desde que, otra vez, una solemne tontería devenida en acontecimiento hiciera olvidar la calidad de una gran película para convertirla en el epicentro de un ridículo terremoto que toma su energía del puritanismo y la hipocresía. Ha pasado con otras muchas, algunas de ellas obras maestras de la misma época, como El último tango de París de Bernardo Bertolucci (de la que hablaré en otra ocasión) El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima, La gran comilona, de Marco Ferreri, o Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini. Y se volverá a repetir. Y cuando suceda seguro que tendremos que asistir al espectáculo patético de la tormenta en un vaso de agua. ¿Qué pretenderán ganar con ello?

 

Michael Caine no era Michael Caine

Michael Caine no era Michael Caine. Su nombre de pila fue otro hasta que decidió cambiarlo porque a algunos funcionarios de aduanas obstusos se les cruzaban los cables cuando les mostraba su pasaporte donde bajo su fotografía, la fotografía palpablemente de Michael Caine, decía Maurice Joseph Micklewhite. Y venga de interrogatorios, de molestos retrasos en los trámites… ya se sabe, en época de atentados terroristas de todo tipo, cualquiera puede disfrazarse de Michael Caine, aparentar ser Michael Caine y mostrar un pasaporte claramente falsificado a nombre de un tal Maurice. Todo esto lo contaba el año pasado el diario The Sun añadiendo que el grandísimo actor británico había decidido cambiar legalmente su nombre para nominarse como es debido y terminar de una vez por todas con el fastidioso asunto de quién soy y cómo me llamo.

Michael Caine en La huella, 1972

En sus comienzos más remotos ni siquiera él sabía que era Michael Caine y pretendía ser Michael White, vaya usted a saber de dónde extrajo semejante peregrina idea, cuando todo el mundo conoce su verdadera identidad. Pero la razón se impuso y tuvo que cambiar el apellido de su nombre artístico, que no vendía un pimiento a decir de su agente, para lo cual tomó la inspiración de su admirado Humphrey Bogart, protagonista de El motín del Caine, filme de Edward Dmytryck estrenado en 1954, cuyo cartel puso el azar a su vista mientras se encontraba en una cabina telefónica disputando los detalles de su personalidad con el representante.

El caso es que este hombre es todo un mito viviente al que no le restan gloria ni los actos fallidos, que como todo dios también tiene unos cuántos. Ganador de dos Oscar de Hollywood (Hannah y sus hermanas, Woody Allen, 1986, y Las normas de la casa de la sidra, Lasse Hallström, 1999), aunque son muchos los títulos por los que también le recordamos, entre los más de 150 que tienen el honor de contar con su presencia:  La huella, Joseph Leo Mankiewicz, 1972; El hombre que pudo reinar, John Huston, 1975; Lío en Río, Stanley Donen, 1984; El cuarto protocolo, John Mackenzie, 1987; Shiner, John Irvin, 2000; El americano impasible, Phillip Noyce, 2002; y entre las más recientes sobre todo La juventud, Paolo Sorrentino, 2015 (ver reportaje en Días de Cine de TVE).

En ese entrañable director de orquesta y compositor llamado Fred Ballinger, que se resiste numantinamente a aceptar la invitación de S.M. La Reina de Inglaterra para que dirija la maravillosa composición Simple Song en la corte, he creído reconocer al Michael Caine que confiesa tener miedo a la muerte por haber llevado “una vida de destrucción”, según The Sun On Sunday. A ver, no es que se parezcan en ese aspecto concreto porque Ballinger está de vuelta de todo, ve la vida pasar junto a su amigo Mick Boyle, sospechosamente trasmutado en la piel de Harvey Keitel, y sólo lamenta ante la proximidad del final haberse quedado con las ganas de beneficiarse a Gilda Black, un anhelo de juventud que permanece atravesado como una daga en su memoria a la altura de las ingles.

Pero hay en los entresijos del personaje tantas raciones de soledad que parecen haber servido de banquete indeseado para el inmenso actor que lo interpreta. Caine, como Ballinger, elogia a su esposa, Shakira Baksh, de 70 años de edad (catorce menos que él) porque “sin ella habría muerto hace mucho tiempo”. Para el director de orquesta de La juventud su mujer fue el faro, impertérrito ante las tormentas, infidelidades y otros accidentes de la carretera vital. Y negarse a dirigir Simple Song porque ella no puede interpretarlo es su forma de rendirle un último homenaje. Ballinger le debe el curriculum y la estabilidad a su pareja. Caine dice que le debe la vida a la suya.

Michael Caine con su esposa Shakira Caine. Foto EFE

Les diferencia cómo afrontar la amenazante visita de la parca, contra la que Ballinger no se protege y a Caine le ha hecho renunciar a las tasas de alcohol que antaño acostumbraba y adoptar costumbres dietéticas no muy compatibles con el disfrute de algunos placeres, aunque sigue teniendo por debilidad comer “bacon”.

¡Qué pareja, dios, Keitel y Caine, qué homenaje a la amistad eterna! Amigos que sólo se cuentan las cosas buenas, pues el resto ya no valen la pena. Amigos que analizan las gotas de micción diaria, fuente de preocupación o alivio, según la cantidad de ellas con que hayan  salpicado las paredes de la taza del váter y discuten sobre el valor de las emociones, sobrevaloradas, dice el músico, entonando una canción melancólica y triste. Pero Mick-Keitel le enmendará la plana: “las emociones son lo único que tenemos”.

Michael Caine y Harvey Keitel rendidos ante Miss Universo

¡Y qué paradojas contiene el oficio de actor! Y cuanto más grande el cómico, más inabarcable el contrasentido. Michael Caine tiene miedo a sus 84 años de edad a morir de un cáncer. A mí me gustaba tanto, me entusiasmaba hasta tal punto Fred Ballinger con la voz, el rostro y las expresiones de Michael Caine, tan sereno, tan humano, tan rendido a la belleza de Miss Universo bañándose desnuda ante los ojos atónitos de los dos amigos, que creía que no había disfraz, que era él mismo jugando a ser otro sin poder escapar de su propia piel. Me cuesta salir de la pantalla y aceptar que la vida real a veces es eso: llegar a una edad provecta, vislumbrar las costas del más allá y tener pavor de que la barca se estrelle de un momento a otro.

Gladiadores y Aliens: esperando a Ridley Scott

He perdido la cuenta de cuántas veces ha visto Gladiator (Ridley Scott, 2000) mi cuñado Gregorio. Siempre me han admirado quienes son capaces de devorar con el mismo entusiasmo que la primera vez una película que han visto «tropecientas» veces. Y no se trata de variar las versiones, habida cuenta de que con frecuencia uno puede disponer de la original, la extendida, el montaje del director, con subtítulos, sin subtítulos, doblada, con final A o con final B… ¡Uff!  No, no, la misma cuyos diálogos casi se saben de memoria.

Viene esto a cuento porque según Entertainment Weekly en una noticia de la que se hacía eco la prensa mundial el lunes 13, Ridley Scott planea revivir a Máximo Décimo Meridio, comandante de las tropas del norte, general de las legiones Félix, leal servidor del verdadero emperador, Marco Aurelio. ¿Revivir? Claro, esta hipotética secuela tropieza con el pequeño inconveniente de que el general romano convertido en esclavo que con tanta fuerza y belleza incorporaba Russell Crowe moría en el empeño de vengar el asesinato de su mujer e hijo, tras una pelea cuerpo a cuerpo en la arena contra el infame emperador romano Cómodo, al que imprime un eficaz y repulsivo rictus Joaquin Phoenix.

Dejando a un lado las licencias narrativas que todo guionista se permite buscando la eficacia dramática, de las que hay unas cuantas en Gladiator, este enfrentamiento directo entre el héroe y su máximo antagonista traspasa con descaro la raya de lo creíble. Es cierto, ¡pero qué puesta en escena en las batallas, y qué luchas sobre la arena con ese majestuoso y terrorífico tigre! Secuencias así nos hacen flexibilizar nuestras exigencias acerca de lo inverosímil y de lo inadmisible y tolerar excesos que nos parecerían intolerables en otras películas mediocres. Lo uno por lo otro, el balance global hace de Gladiator una puesta al día del género que antaño llamábamos «de romanos», que ideológicamente se emparenta con el clásico de Kubrick, Espartaco (1960) y que no le envidia nada en espectacularidad.

Y al decir esto no nos dejamos impresionar por los cinco Oscar que conquistó (Mejor película, Actor protagonista, Diseño de vestuario, Sonido y Efectos visuales; aunque tuvo 7 nominaciones más pero sólo rozaron la estatuilla con las yemas de los dedos Scott, Joaquin Phoenix, y Hans Zimmer con su fantástica y recordada música) pero es justo recordarlo.

No sé con qué insospechados vericuetos querrá sorprendernos mi admirado Ridley Scott (no sólo a mí, también encandila a mi compañero de pupitre, Carles Rull) y cómo solventará los estragos –sobrepeso y esas cosas- que los diecisiete años transcurridos han operado sobre el físico de la estrella australiana, si es que ésta acepta el envite. Si lo pienso dos veces, no acabo de creerme que la cosa llegue a buen puerto. Pero no apuesto nada. Al fin y al cabo, nunca hubiéramos pensado que Harrison Ford volviera al universo de los replicantes y estamos ansiosos por verlo.

Ridley Scott en el rodaje de Alien: Covenant

Por cierto, Scott, no sabe uno muy bien por qué, es un director al que cierta crítica inconoclasta convierte en pim pam pum a las primeras de cambio despreciando muchas de sus películas. Que sí, reconozco, no están a la altura de obras maestras como Alien: el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982). Pero, un peldaño por debajo, son obras notables Los duelistas (1977), Black Rain (1989), Thelma y Louise (1991), la propia Gladiator (2000), Hannibal (2001), Prometheus (2012. Sí, sí, la precuela de Alien incomprendida y vapuleada) e incluso El consejero (2013.  Sí, sí, el feroz cuento moral con guion de Cormac MacCarthy sobre el narcotráfico en la frontera mejicana con EE.UU. en el que Javier Bardem alucinaba con un numerito sexual de Cameron Díaz en el parabrisas de un coche, también masacrado por los killers de las redes y la prensa más «cool»).

Scott se encontraba en el Southwest Film Festival in Austin, Texas, promocionando precisamente la continuación de Prometheus, Alien: Covenant, cuyo estreno mundial está previsto para el próximo mes de mayo. Debo advertir que, a pesar de mi confesado entusiasmo por el vigoroso estilo narrativo de Ridley Scott, el tráiler de esta segunda entrega de precuelas –que al parecer no será la última- me da un desagradable tufo a déjà vu, es decir a repetición de la jugada. Y eso no me gusta nada, nada.

Pese a lo cual tengo que concederle un –prudente- voto de confianza porque seguro que al menos será un festín para los ojos. Hay pocos directores que sean tan narradores puros como este caballero, entendiendo por tal los cineastas que, sin menospreciar el obligado interés de fondo, combinan fluidez y espectacularidad en dosis superlativas. Pero ¿Gladiator 2, de veras?… habrá que verlo para creerlo.

Alucinantes sombras de una pesadilla

Hay algo estremecedor en el visionado de Treblinka (Sérgio Tréfaut, 2016) en el marco del Festival Internacional de Cine Documental de Navarra Punto de vista (al que me referí en el post anterior) que se cerró ayer. El nombre de esa aldea polaca, ubicada a unos 100 kilómetros al norte de Varsovia, arrastra la maldición de asociarse a uno de los lugares en los que el infierno se materializó en la Tierra.   En los mapas y conciencia del mundo su existencia fue sustituida por el campo de exterminio nazi que operó entre julio de 1942 y noviembre de 1943 hasta dejar un rastro de muerte que se cifra en 780.000 personas, pues sabida es la tendencia a redondear las dimensiones de las catástrofes inimaginables.

En los oídos del portugués Sérgio Tréfaut resuena el traqueteo de los trenes en su caravana de ganado humano dispuesto al sacrificio al por mayor. El tren y las vías por las que discurre seguirá circulando y suponemos que muchos de los actuales viajeros ni siquiera pensarán en las espantosas condiciones en las que en otros trenes, más de medio siglo atrás, se hacinaban compartiendo angustias, dolor y terribles presagios.

El filme esquiva la tentación de evocar imágenes tan lacerantes y no recurre ni al archivo, ni a la reconstrucción realista. Las voces en off de algunos supervivientes, lánguidas, melancólicas y rotas reviven los fantasmas de aquellos cientos de miles de seres condenados que sin saberlo se acercaban a la aniquilación. Algunos actores desnudos posan en los vagones vacíos como estatuas simbólicas del despojamiento absoluto de la dignidad al que fueron sometidos aquellos a quienes representan. Una anciana mira a través de las ventanas y recuerda lo innombrable.

¿Qué es lo estremecedor en el filme de Tréfaut? Por supuesto: que nos recuerda hechos escalofriantes. Pero no es de eso de lo que hablo. Lo más estremecedor es que el filme no me conmueve. Lo terrible es que vivimos en una cultura que devora imágenes que han de superar en el sentido del espectáculo a las antes consumidas para causar un impacto duradero. La poesía con que narra Tréfaut lo espeluznante, sus bellas composiciones, la profundidad y sinceridad de las voces encuentran dificultades para atarnos a sus palabras. La renuncia a las imágenes de choque debilita el propósito de la película. La renuncia a la mercantilización de la memoria apaga los ecos de la memoria destrozada.

¿Cómo resolver tan envenenada ecuación? Si renuncio al sensacionalismo no consigo zarandear las conciencias, si lo utilizo pervierto las razones que me mueven… El año pasado László Nemes lo consiguió con El hijo de Saúl y obtuvo la recompensa del Oscar a Mejor Película extranjera y el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes.

Imagen de El hijo de Saúl, de Lásló Nemes

El hijo de Saúl es la más sobrecogedora inmersión en el infierno de la mente humana, la película más dura sobre el genocidio nazi (o cualquier otro) que he visto nunca. Pero, como Treblinka, tampoco exhibe la infamia de algunas imágenes conocidas y cargadas con toda su pornográfica mezquindad. La cámara pegada a la nuca del protagonista deja fuera de foco todo el horror que contempla y en el que él participa como miembro de los “Sonderkommando”, cuya misión es la de la limpieza de las cámaras de gas y la cremación de los cadáveres de los prisioneros gaseados.

Saúl es un judío que conduce a los judíos a su exterminio, para prolongar su vida durante un tiempo colabora como un perro servicial en el campo de concentración de Auschwitz, no es un héroe, ni siquiera se alinea con quienes en el campo preparan la rebelión y la fuga, se ve envuelta en ella pero su obsesión está por encima de cualquier otra necesidad. Su obsesión es de origen religioso, dar sepultura según el rito judío a un niño al que toma por su hijo. Por esa obsesión arriesga las escasas posibilidades de supervivencia que tienen él y quienes están a su lado.

El director húngaro no se limita a introducirnos en la vorágine de los pasillos del horror, sino que lo hace desde la perspectiva de una víctima que no es del todo inocente, a semejanza de El pianista de Polanski (2002), la triste historia de un judío cobarde e insolidario. Sin perder su condición de víctima también Saúl tiene sus miserias.

Imagen de El pianista, de Roman Polanski

¿Cómo es la no imagen de El hijo de Saúl? Como decía, la cámara acompaña todo el tiempo al protagonista en sus labores de operario del infierno, continuamente pegada a su nuca, dejando muy escasa profundidad de campo, permitiendo entrever difuminados los cuerpos, ora vestidos, ora desnudos de los prisioneros que van a morir, circulando atropelladamente de un lado a otro hasta llegar a las cámaras de gas.

La imagen velada, la presencia prohibida del espectador a salvo del espanto, cómodamente instalado en el asiento, un asiento que sin embargo es zarandeado, como si lo aferraran las garras de Satanás, hace que la experiencia tenga una intensidad sensorial y emocional irrepetibles.

Nemes deja que los sonidos  sordos e ininteligibles, los gritos de las víctimas y las voces de los verdugos, y el rostro trastornado de Géza Röhrig, un actor colosal, nos fuercen a una inmersión privadora de la inocencia. ¿Cómo sentirse ajeno a la culpa de la ruin condición humana? La imagen es la clave. La imagen de lo conocido y no mostrado más que como alucinantes sombras de una pesadilla.

Blade Runner y su esperadísima secuela

(WARNER)

Ahí arriba, a la derecha, unas palabras se han descolgado de uno de los más bellos –archiconocido- diálogos de la historia del cine. En España tuvimos la suerte –no muy usual, la verdad- de escucharlo en la versión doblada con la voz de Constantino Romero, capaz por sí solo de hacernos olvidar una regla de oro a la que siempre nos atenemos: “siempre en versión original, por favor”.

Aparte la belleza de la secuencia entera y de la escena que las acoge, esas palabras están ahí porque pertenecen a una película –no muy felizmente recibida en su momento- que abandonó el estatus de “cult movie”, o rareza para cinéfilos a los que hay que dar de comer aparte, para convertirse en icono del género de ciencia ficción. O sea, sin más gárgaras, que Blade Runner es una de mis cintas preferidas (sí, cintas, porque en aquél año en que se estrenó, 1982, las películas se recogían en bobinas) y no veo el momento en que se estrene la secuela que ha dirigido el canadiense Denis Villeneuve, que llevará por título Blade Runner 2049 (se anuncia para después del verano, toda una eternidad).

Aclaración: no es que yo sea muy fanático de las segundas partes, continuaciones, secuelas y otras especies habitualmente bastardas, pero es que ésta reúne unas condiciones que la hacen particularmente irresistible. A saber: el director de la inconmensurable Incendios (2010), el mismo que nos acaba de obsequiar con un peliculón del género, La llegada (2016), manjar exquisito para paladares exigentes; un productor, Ridley Scott,  que como director a mí me atrae incondicionalmente y que habiendo dirigido la matriz ha tenido la sabiduría de no arriesgarse a un gatillazo; y dos actores que enlazan de maravilla al personaje de la primera con la segunda en perfecta continuidad, Harrison Ford y Ryan Gosling. Vean el tráiler y disfruten como yo. Ah, olvidaba decir que en él se escucha el tema escrito por Vangelis, esa maravilla de banda sonora que me pregunto si tendrá también presencia en este nuevo Blade Runner…

Mientras llega la secuela (término que parece despectivo pero debe tomarse como descriptivo) los programadores del cine madrileño Palafox, que está dando las últimas boqueadas tal como lo conocemos hoy –veremos qué pasa después- han tenido el acierto de despedirlo con un ciclo de películas inolvidables entre las que se han visto 2001 Una odisea en el espacio y… Blade Runner (aunque es verdad que yo hubiera preferido la versión estrenada en 1982, con su voz en off y todo, y no la del montaje del director que diez años después “la mutiló”). Aún así, pantalla enorme y enorme privilegio para quienes hayan podido disfrutarla.

Bajo el influjo de esas divinas palabras de Roy Batty – Rutger Hauer ésto es lo que me propongo ir dejando caer en este espacio: filias (muchas) y fobias (no tantas) sobre el presente, pasado y futuro del cine filtradas a través de la opinión muy personal de quien firma. A veces me dejaré caer en la tentación de autocitarme con referencia al programa de Televisión Española Días de cine, en el que trabajo desde el primer día en que se puso en marcha desde hace 25 años (con un paréntesis de ausencia) pero será para brindar una perspectiva audiovisual a lo que aquí escriba. Me alimenta la pasión por los mundos paralelos que habitan al otro lado de la pantalla y espero ser capaz de contagiaros de ella.