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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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¡Viva Polanski!

Una de las escasas razones por las que me hubiera gustado estar en el reciente Festival de Cannes es haber podido ver ya la última película de RomanPolanski. Por el resto de lo que caracteriza a esa grandiosa explosión de vanidades (la conozco porque una vez estuve allí para cubrirla informativamente) debo reconocer que me trae sin cuidado, o para decir verdad, me tira para atrás. Se me hace muy cuesta arriba la idea de soportar todos los inconvenientes de la hipertrofia a la que ha llegado aquella macroferia, las colas kilométricas, las esperas interminables, los cacheos y demás medidas de seguridad, cuya necesidad, sin embargo, no cuestiono.

Todo el equipo de Polanski en Cannes. EFE

Roman Polanski es uno de mis directores predilectos. No es extraño, si me paro a pensarlo me cuesta encontrar alguna película suya -de las que he visto, son un buen puñado- que no me pareciera extraordinaria. Me he parado, sí: sólo dejaría de lado a La novena puerta, realizada en 1999 según la novela homónima de Arturo Pérez Reverte. Pese a estar adaptada por el propio Polanski, Enrique Urbizu y John Brownjohn, el resultado lo recuerdo con disgusto porque me pareció truculenta y facilona. Tal vez tendría que revisarla…

A cambio de esa decepción, repaso en marcha atrás los demás títulos y no puedo pedir más satisfacción con cada uno de ellos: La venus de las pieles (2013), Un dios salvaje (2011), El escritor (2010), El pianista (2002), La muerte y la doncella (1994) Lunas de hiel (1992), Frenético (1988) Chinatown (1974), ¿Qué? (1972), La semilla del diablo (1968), El baile de los vampiros (1967), Repulsión (1965). Reconozco que es una larga lista, cosa siempre tediosa, y no quería citar tantas, pero como dice el chiste me he ido animando, me he ido animando y no lo he podido evitar.

Emmanuelle Seigner y Eva Green en «D’après une histoire vraie»

En Cannes Polanski ha presentado D’après un histoire vraie (que podemos traducir provisionalmente como Basada en una historia real), con guión escrito a dúo entre el director y Olivier Assayas, y protagonizada por su esposa, Emmanuelle Seigner, y ese bellezón apabullante que es Eva Green. Ya sé que me expongo a que me obsequien con tonterías tan habituales en estos tiempos cuando uno celebra la divinidad física de las mujeres, pero no creo que haya ni un solo varón en el mundo -y muchísimas mujeres- que no se quedaran boquiabiertos cuando Bernardo Bertolucci la descubrió en Soñadores (2003). Y seguro que no fue por su espléndido trabajo al lado de Michael Pitt y Louis Garrel, aunque razones de sobra habría también para considerar esta posibilidad. Eva Green desafiaba entonces a la Venus de Milo en hermosura y carnalidad en un plano en el que la luz cortaba sus brazos y realzaba su imponente figura, gloriosamente semidesnuda.

Eva Green en «Soñadores»

Polanski reúne en un thriller psicológico, adaptación de una novela de Delphine de Vigan, a la que hasta ahora, en cuatro ocasiones ha ejercido de musa titular, Emmanuelle Seigner (apareció joven y atractiva en Frenético; en Lunas de hiel, quitaba el hipo; en La Venus de las pieles intimidaba dominadora) y Eva Green. Seigner es una escritora deprimida y falta de inspiración y Eva, admiradora primero y acosadora después, para convertir su vida en pesadilla. Las expectativas respecto al encuentro, convendrán conmigo, son muy altas a poco que se interesen por el universo creativo de este caballero.

Emmanuelle Seigner y Eva Green en el Festival de Cannes. EFE

Mientras espero, recuerdo cosas que no se le desean a ningún artista de la tortuosa biografía de Polanski. Que en febrero tuviera que renunciar a presidir la entrega de los Premios Cesar franceses debido a las absurdas presiones de organizaciones feministas o que un juez norteamericano rechazara su petición de poder volver a pisar suelo de aquel país con la garantía de no ingresar en la cárcel, no son más que los últimos capítulos de una espantosa historia interminable que comenzó en marzo de 1977, cuando fue acusado de violar a una menor.

Ese episodio, que le ha perseguido toda la vida desde entonces, ha sido profusamente explicado por activa, pasiva y perifrástica, en infinidad de entrevistas, en documentales, como el producido por HBO, Wanted and Desired, dirigido por Marina Zenovich, y en sus memorias, Roman por Polanski, publicadas en 1985 por primera vez en España por la editorial Grijalbo.

A mí me sobrecogió la lectura de ese libro, escrito de puño y letra por el director de El baile de los vampiros, dedicado a sus amigos pasados, presentes y futuros. “Desde que yo recuerdo, la línea entre la fantasía y la realidad ha estado siempre irremediablemente borrosa”, eran sus primeras líneas. “He tardado casi toda un vida en comprender que ésta es la clave de mi existencia”. Comencé sus páginas y de inmediato me dejé atrapar por el torbellino enfebrecido de acontecimientos que le han llevado en volandas desde sus primeros recuerdos infantiles desperdigados por la calle Komorowski de Cracovia en la década de los 30, hasta el teatro Marigny de Paris en 1981, donde, vestido de Mozart con levita y peluca interpretaba y dirigía la obra Amadeus, de Peter Schaffer, y donde decidió ponerse a la tarea de escribirlas.

Esas memorias de uno de los más importantes directores aún vivos y muy activo, a sus 84 años, acaban de ser reeditadas en un estupendo volumen por la editorial Malpaso en las que el autor añade un epílogo empapado de la melancolía que sólo acontecimientos contradictorios, como el resto de los episodios de su vida, pueden provocar.

Cuando el libro aún no se había publicado el director de reparto de Polanski, Dominique Besnehard, le presentó a Emmanuelle Seigner, a quien le debe dos hijos y la luz que le abrió paso en el túnel de las tragedias no olvidadas, la muerte de su madre en un campo de concentración, el asesinato de Sharon Tate, la eterna persecución por el caso de violación. Poco después ganó la Palma de Oro en Cannes y un Oscar con El Pianista (una película en buena medida autobiográfica) y la vida parecía volver a sonreírle… hasta nuevo aviso. Una vez más la alargada sombra de una justicia vengativa, la californiana, extendía sus tentáculos y provocaba su detención en Suiza. Meses de cárcel, confinamiento domiciliario, ridículas peripecias provocadas por una prensa sensacionalista ávida de carnaza (un reportero llegó a disfrazarse de Papá Noel para culminar su grotesco asedio) hasta que pudo nuevamente depositar en el suelo la piedra que como Sísifo arrastra arriba y abajo desde hace cuatro décadas. Lo siguiente, ya lo dije más arriba, son escaramuzas en una guerra en la que se conjuran gentes que no conocen bien el caso y gentes que no aceptan la prescripción de los errores por graves que éstos hayan sido. Sobre el delito, hace años se pronunció la víctima, Samantha Geimer, y declaró haber perdonado al cineasta, pero el tiempo no pasa para aquellos a los que ciega el odio, por muy camuflado que se presente bajo pretextos legalistas.

Me he propuesto releer las memorias de un hombre que sufrió, gozó, y creó una obra cinematográfica imperecedera, de cuyo proceso de elaboración, atravesado por tantos acontecimientos trágicos, dramáticos, cómicos y placenteros, habla detenidamente con voz firme y apasionada, pero también quebrada en algunos episodios. Es un libro para cinéfilos y en general para quienes creen que las vidas de los demás, por muy dispares que sean, son también la vida de cada uno de nosotros, estamos hechos de la misma materia y sirve para reconocernos y aprender a ser más tolerantes. Las memorias de Polanski tienen el peculiar sabor de las autobiografías conmovedoras, las de un artista genial que aún no ha dicho su última palabra en una pantalla. La penúltima estoy deseando oírla.

Dos Trueba y un infame boicot

Escuchaba a David Trueba en La Sexta Noche hablar de su último libro Tierra de campos a unas horas intempestivas, como es preceptivo cuando se trata de introducir la cultura en un medio que parece haber inventado el género del “debate político en un gallinero”. Provocó mi decisión de leerlo no tanto por la novela en sí como por la sensación de cordura, inteligencia, tolerancia y compromiso social que transmite este hombre, polifacético, sí, pero en mi escala de intereses sobre todo cineasta.

Seguramente miento un poco sin pretenderlo, seguramente el argumento de la obra, que él esbozó sin afectación, con gracia y sencillez, jugó un papel importante en el cúmulo de estímulos que se entrelazan para que uno sienta que esa lectura encierra promesas de satisfacción intelectual.

“Últimamente pienso mucho en la muerte. Pero de ahí a despertar con un coche fúnebre a la puerta de casa va una notable distancia”… Daniel, el protagonista de Tierra de campos se ve en la tesitura nada deseable de tener que realizar un viaje en el interior de un coche fúnebre y en compañía de un cadáver y un conductor ecuatoriano. Que el cadáver fuera no hace mucho su propio padre en vida no contribuye a desdramatizar la situación ni a hacerla más llevadera, es cierto. Que Daniel haya crecido de niño en un barrio humilde y que más tarde se embarcara en la vorágine de rock, drogas y sexo, aproxima la historia a los contornos de mis vivencias indirectas durante mi propia juventud. Sí, esta novela tendré que leerla.

Mientras tanto, reparo en la dedicatoria que David Trueba regala a su hermano: “Para mi hermano Fernando, que nunca sigue los caminos que llevan a Roma”. Estoy seguro de que el alcance del brindis será mucho mayor, pero no puedo evitar relacionar ese pequeño homenaje con el descomunal varapalo sufrido por el director de La niña de tus ojos (1998) con su mucho más que digna secuela La reina de España. Si la primera fue la gran triunfadora en la XIII edición de los premios Goya, 18 nominaciones que se tradujeron en siete cabezones, entre ellos el de Mejor película y el de Mejor Actriz protagonista (una excelsa Penélope Cruz), la segunda colocó al director en la diana de la reacción, le convirtió en el pim pam pum de los fanáticos y a la postre ocasionó un roto en las finanzas de la producción de magnitudes bíblicas.

Fernando Trueba. EFE

Hagamos memoria: todo el mundo conviene en que el desastre se incubó el 19 de septiembre de 2015, en el marco insospechado del Festival de cine de San Sebastián. Fernando Trueba recibía el Premio Nacional de Cinematografía de manos de un Ministro de Cultura, Iñigo Méndez de Vigo, que escuchaba atónito, con ojos de no dar crédito, la prédica del cineasta agasajado, que estaba dispuesto a no caer en el tedio y la rutina habituales en estos casos aunque en ello le fuera la vida. Quiso hacer un discurso divertido y rompedor, al estilo de aquella confesión de fe en Billy Wilder, cuando lo del Oscar por Belle Epoque, y a fe mía que sí rompió moldes, ¡parecía haberse propuesto propinar una patada de defensa central a un nido de avispas! “Nunca me he sentido español, ni cinco minutos en toda mi vida”, dijo con todo el cuajo de quien suelta una “boutade” mientras se toma un whisky.

Es lo malo que tiene la socarronería, que los militantes de la intolerancia no le pillan la gracia, porque ellos desconocen el significado del concepto. Se la tuvieron guardada y le esperaron pacientemente. En Valladolid la plataforma Hazte oir, la que no hace mucho paseaba autobuses humillando a niños transexuales, reunió 22.000 firmas para que la SEMINCI le negara a Trueba su Espiga de Honor. Fue el primer aviso. Y cuando llegó el estreno de La reina de España le devolvieron el chiste envuelto en una gran vomitona de odio llamando al boicot en las redes sociales.

Hacía ya tiempo, tal vez desde el caso La pelota vasca, la piel contra la piedra, de Julio Medem, que los patriotas de su propio cortijo no se movilizaban contra una película con tanta saña. El estruendo de furia creó un caldo de cultivo en el que solo faltaban los comentarios de los gacetilleros y el rechazo de los críticos. Los opinadores se unieron en un coro dispuestos a convertir al filme de Trueba en uno de los más infravalorados de la historia de nuestro celuloide. ¡Qué ojo tuvieron! No conseguí leer nada favorable. El domingo pasado decidí vacunarme contra el virus de la confusión y me propuse romper una lanza por esta comedia agridulce y pese a todo vitalista, como lo son el resto de películas firmadas por su autor, que probablemente acuse la ausencia de Azcona en su libreto.

La reina de España no alcanza el nivel de comicidad que desplegaba La niña de tus ojos y se torna sensiblemente más melancólica, que es la manera suave que se me ocurre de cifrar la amargura de un marco referencial como la construcción de la desdichada cruz de El valle de los caídos, sin contar con que Blas Fontiveros, el personaje que interpreta Antonio Resines, ha sido dado por muerto por sus compañeros tras pasar una temporada en el campo de concentración de Mauthausen y termina dando con sus huesos en aquella infame fosa común erigida como mausoleo del dictador.

Storyboard de La reina de España

Un diseño de producción que ya se anticipa delicioso en los créditos iniciales, con las imágenes históricas coloreadas entre las que se cuelan algunos personajes del filme, y una excelente ambientación en la que se integran el magnífico reparto (mención especial para penélope Cruz y Santiago Segura) y un nutrido número de extras alfombran el discurso, éste sí sincero y muy sentido, de homenajes varios que Trueba despliega en su película: homenaje al cine de la época, cuando en pleno franquismo desembarcó Samuel Bronston con su Hollywood a cuestas; homenaje a los operarios y trabajadores casi anónimos de aquella casi industria, a los ciudadanos en general, víctimas y resistentes al régimen de aquel general genocida. Y homenaje también al maestro de efectos especiales, Emilio Ruiz, con la magia de sus bellas transparencias, imprescindible en las producciones extranjeras rodadas en España, como Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) o Lawrence de Arabia (David Lean, 1962).

El guión es sin duda la pata más corta, porque la trama flojea en la solución al enredo, en una película repleta de momentos felices, de humor que nunca busca la carcajada y tan solo patina en el grosor de la línea en alguna secuencia (la de la violación de Jorge Sanz, por ejemplo), pero que se reserva el momento más emocionante, acertadísimo en el duelo Penélope Cruz-Carlos Areces, para dejarnos esa potente foto polaroid del tirano cuando se encara con la dignidad de la actriz. Guiños cinéfilos como el guionista “blacklisted”, que encarna Mandy Patinkin, el sosias con parche en el ojo de John Ford (Clive Revill), o la inspiración en el proyecto no realizado de Bronston (a quien vemos con el rostro de Arturo Ripstein) de una Isabella of Spain escrito por el historiador comunista John Prebble, yo los tomo como nutrientes, tal vez no del todo afinados, de una ficción cuyos elementos ideológicos son inevitablemente “progresistas”, y de puro evidentes algunos han considerado como autocomplacientes.

Fernando Trueba y Penélope Cruz. Universal

Aun con sus flaquezas, La reina de España es una imagen especular dignísima, más triste y amarga de La niña de tus ojos, esa maravilla de la que toma prestados las líneas generales de la trama y los personajes  trasladados desde Berlín a Madrid. La comparación entre ambas no puede, no debe ser una carga pesada sobre los hombros de la primera, que por sí misma, estoy seguro, será mucho mejor valorada en el futuro.

Regalo idea para un buen guión

¿Hay algún guionista ahí? Tengo una debilidad por un escritor que se llama David Torres. Leo asiduamente sus columnas en el diario digital Publico.es que bajo el título de Punto de fisión nos propone siempre una ración de realidad de la buena, o sea de la cruda, de la que entra sin hacer amigos pero lubricada por un sentido del humor en el que el sarcasmo imita al sabor de la guindilla, picantito él. La prosa de David Torres es gozosa aunque escuece, lo más parecido a los pimientos del Padrón en estilo literario.

El escritor y periodista David Torres. EFE

También he leído con fruición unos cuántos libros suyos: Nanga Parbat, Punto de fisión, Todos los buenos soldados… Sus novelas comparten coordenadas estéticas, morales y estilísticas y me encantan. Además siempre estoy de acuerdo con él en sus columnas. Sólo recuerdo una vez en que los ojos me dolieron al leer sus comentarios al controvertido asunto de las declaraciones de Bernardo Bertolucci en torno al rodaje de El último tango en París. “Tu quoque!” Pensé… pero este asunto no toca ahora y ya me ocuparé en otro momento de saldar esas cuentas.

¿Hay algún guionista ahí? Si es así le regalo la idea, a riesgo de que alguien se haya adelantado ya –cosa que debería darse por muy probable-. Las adaptaciones de novelas al cine son innumerables, como es bien sabido y he dejado dicho aquí. Las buenas películas que son debidas a adaptaciones literarias, no tantas. Unas veces la transposición no conserva el espíritu del origen intentando mantener la letra; otras sucede al revés; y en las más ni lo uno ni lo otro… Por poner sólo un ejemplo, tengo caliente todavía la decepción de El país del miedo, no muy afortunada traducción de la novela homónima de Isaac Rosa. Su esforzado director, Francisco Espada, manifestaba las mejores intentiones y comprensión del panorama sociológico delineado por el escritor pero, ay, el resultado dejaba mucho que desear, era escasamente verosímil, frío como un témpano. He citado este caso porque coloco a Isaac Rosa en una onda parecida a David Torres, espero que no se me ofenda ninguno de los dos.

Yo vengo a proponerle humildemente a cualquier escritor de cine el texto de una novela de David Torres, convencido de que podría convertirse en explosivo para la pantalla; el material de partida se lo pone desde luego a huevo. Avalada por los premios Dashiell Hamett de novela negra y Tigre Juan, no sólo es buena literariamente, tiene además el aliento narrativo que te permite visualizarlo con la misma facilidad con que se devora, lo que resulta natural en un cinéfilo empedernido como es el autor. Luego, cosa bien distinta sería la producción, ya me entienden, el director, los actores, el capital fungible… en ese negociado no me meto por ahora, vayamos paso a paso.

Es verdad que el título no es lo más afortunado: Niños de tiza. Tiene un toque de infancia blanda que camufla la verdadera naturaleza del relato, áspero como un trago de aguardiente. Qué digo como un trago, como una borrachera, como el coma etílico que está a punto de dar al traste con Roberto Esteban, el protagonista, ex campeón de boxeo, tras años de esforzada abstinencia cuando las cosas se complican irremediablemente en su deambular sobre la fina línea de alambre que separa el bien del mal, lo justo de lo cabrón, entendidos estos conceptos a su peculiar manera.

Es cierto que Roberto busca con enternecedora impotencia rememorar sabores y olores de su infancia, recuerdos de los juegos callejeros anclados en las esquinas de una barriada proletaria de la periferia madrileña, rescatar del polvo del olvido las curvas de Lola, un temprano amor imposible y seguramente indeseable. Y avivar la llama del arrepentimiento hasta hacerlo indoloro por no haber sido capaz de evitar el trágico fin de Gema, la niña paralítica cuya triste sonrisa convertía sus piernas en cola de sirena.

Pero la nostalgia tiene en Niños de tiza ese aroma que percibíamos con placer culpable en Tarde para la ira, el abrumador debut de Raúl Arévalo, lo mejor sin duda de todo lo manufacturado el año pasado por estos lares (aunque no se engañen, argumentalmente no tienen nada que ver novela y película): un apestoso aroma a orines y vomitonas, a brutalidades perpetradas bajo la coartada de la diversión, una gama cromática que va del gris al negro dejando un hueco al rojo de la sangre derramada sobre el rostro, a golpes bajos, altos y medianos, que para qué imponer reglas donde la única posible es el sálvese quien pueda.

Atados los cabos de la engañosa inocencia, años finales del franquismo impregnados de la mugre política y vivero de traficantes de la muerte a plazos envuelta en papelinas, la acción avanza hacia los tiempos del Madrid pretendidamente olímpico, la estulticia del márketing paleto del «relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor», que nos vendieron como señuelo de una prosperidad expropiada por los facinerosos encorbatados, bien conectados a las cloacas del dinero negro; polvos que nos han traído el lodazal en el que chapoteamos actualmente sin que se vislumbre final a tanta mierda.

En ese punto la galería de amigos y rivales de la niñez con el paso de las estaciones se ha convertido en lóbrego túnel sembrado de amenazas. Criminales maltratadores de pasado carcelario; policías de nada dudosa reputación: directamente rufianes; camaradas dispuestos a hacer balance de daños y perjuicios sin computar los navajazos; mala gente, malencarada al volante de un taxi con vocación suicida; curas rojos y obreros y descreídos que sólo creen en lo que hacen, porque las palabras sagradas quién sabe cuánto tienen de verdad. Mujeres de mala vida y mala vida de mujeres que no se la merecían.

Miren yo no soy experto en nada, por supuesto, pero a mí esta novela me parece que contiene un cojonudo guión cinematográfico. Y les juro que no conozco al autor más que por sus escritos; ni soy su representante, ni he tenido el gusto de saludarle nunca. Aunque si de aquí saliera un buen proyecto de película tampoco me importaría que alguien me diera las gracias por la sugerencia. Con eso me conformaría… hasta ver el resultado.

Endemoniado Klaus Kinski

Tuve la suerte de encontrarme a dos metros de distancia de Klaus Kinski en la 39ª edición del Festival de San Sebastián, en septiembre de 1991. Yo había ido allí con un equipo de Televisión Española para realizar un reportaje para el programa Días de cine que acababa de echar a andar ese mismo mes. Todo era nuevo para mí, el ambiente del Festival, los pases de películas, las ruedas de prensa, las entrevistas. Incluso la proximidad a actores y directores y el hecho de poder hablar con ellos suponían entonces un hecho extraordinario que ponía a prueba la resistencia de una inclinación mitómana hoy ya notablemente mitigada, casi extinguida.

Klaus Kinski en el Festival de San Sebastián, 1991. EFE

Kinski era uno de esos mitos merced a algunos personajes legendarios que había creado junto a Werner Herzog, especialmente el alucinado conquistador español de Aguirre, o la cólera de Diós (1972) que fue el que le dio fama mundial. Después, con el mismo director, le siguieron otros como Woyzeck (1979), Nosferatu, el vampiro (1979), Fitzcarraldo (1982) y Cobra Verde (1987). Entre éstas y las de más acá y más allá llegó a rodar hasta doscientas películas, un puñado de ellas, excepcionales. Con Andrej Zulawski rodó esa maravilla titulada Lo importante es amar (1974), que calificó en sus memorias de “putrefacto y maloliente mamotreto”; él era así de fino y exigente. En realidad consideraba que todo lo que había hecho era «una puta mierda». Igual lo pensaba sinceramente, pero resulta imposible saberlo.

En aquella ocasión Kinski promocionaba en San Sebastián una película, la última de su carrera, que él mismo había dirigido dos años antes, en 1989, Kinski: Paganini. Lo que inicialmente iba a ser una mini serie para la televisión italiana de dieciséis horas de duración terminó siendo un largometraje, protagonizado por Kinski, que ofició también de guionista e incluso de montador, porque los productores decidieron interrumpir el rodaje cuando vieron el derrotero que llevaban los materiales producidos.

Había que ver y escuchar con qué pasión –o profesionalidad- defendía aquel demonio de artista su obra. Allí sentado, Kinski respondía a las preguntas del redactor Álvaro Feito explayándose en las respuestas. Yo estaba al lado de la cámara y de mis compañeros, el reportero y el ayudante, como realizador. De repente, en un momento indeterminado de la entrevista sus grandes ojos blancos se posaron sobre los míos y permanecieron clavados en ellos con una apariencia inquisitiva que me perforó durante unos segundos. Le hubiera pagado unos whiskies por saber qué diablos pensaba en esos breves instantes que tan largos me parecieron. Me quedé con la curiosidad insatisfecha, por supuesto, pero nunca olvidé aquella mirada. Cuando dos meses después (noviembre de 1991) conocí la noticia, la muerte de Klaus Kinski me causó un gran impacto y aquella anécdota insignificante pareció agrandar sus contornos, la intriga recuperó vigor: ¿qué pasaría por la mente de aquel tipo tan especial?

Teniendo en cuenta la fama de actor insoportable, indirigible e indigerible que arrastraba, me pregunto cómo sería este hombre con la batuta en su mano y los actores y el resto del equipo de rodaje a sus órdenes. Me encantaría saber qué les decía si se veía en la necesidad de hacer varias tomas, él que como actor se negaba a repetir las escenas como si eso fuera una humillación.

Sí, Klaus Kinski era un tipo muy especial. Tanto que Fernando Colomo, que había contado con sus inestimables servicios en El caballero del dragón (1985) le dedicó un artículo cuando falleció que parecía cualquier cosa menos una necrológica. Después de repasar la impagable experiencia de haberle soportado le despedía con este párrafo: “Mucha gente pensaba que estaba loco. Yo no lo creo así. Era un niño mimado, consentido y maleducado. De haber sido una persona mayor, sólo le cabría el calificativo de hijo de puta. Pero ahora se ha muerto y nos ha dejado. Descansemos en paz.”

De la peculiarísima personalidad de ese inolvidable –por tantos conceptos- actor que fue Klaus Kinski tenemos dos testimonios mucho más prolijos en detalles que la experiencia de Fernando Colomo. Dos encuentros con el monstruo que me permito recomendar a todos los interesados en fenómenos inextricables de la naturaleza que amen el cine por encima de casi todas las cosas, un documental realizado por Werner Herzog, Mi enemigo íntimo (1999) y la autobiografía del actor, significativamente publicada en España en 1992 por Tusquets editores en la colección La sonrisa vertical, y de título aún más revelador: Yo necesito amor.

Antes de contratar para cinco largometrajes a su actor fetiche, un inmenso talento para los personajes desquiciados o poseídos por una misión sobrenatural en la vida, es decir exactamente lo que necesitaba, Werner Herzog había conocido a Klaus Kinski a la edad de trece años y convivido con él en Munich durante varios meses. Sabía pues de la furia con la que habría de enfrentarse en una relación de amor-odio que resultó fecundísima en la pantalla y anímicamente muy costosa, seguramente para ambos, pero mucho más para el director. En apresurado resumen -la imagen lo dice todo- vean el cartel de la película que tienen un poco más arriba y anímense a buscarla. A continuación les dejo un fragmento para ir haciendo boca.

El libro de Kinski es punto y aparte en el género autobiográfico. Escritas en una primera persona arrebatadora, las memorias de quien dijo “si no fuera actor, me habría convertido en asesino o habría terminado asesinado” son un testimonio impresionante que revelan a alguien sorprendentemente frágil bajo la capa de bárbaro que le caracterizaba. ¿Hay modo más evidente de condensarlo en una frase: Yo necesito amor?

Confesión a calzón quitado de todas las intimidades, incluso aquellas que sirvieron para entallarle un traje de violador de su propia hija Nastassja, las hazañas, bélicas o civilizadas, se desgranan en un retablo de asombros que no cesan, desde la más tierna infancia propia hasta la devoción por su hijo Nanhoi. A él le dedica muchas de las últimas páginas y las palabras finales: “…te cuento todo esto por si me pasara algo. La gente te dirá que estoy muerto. ¡No les creas! ¡Mienten!… No puedo morir jamás. ¡Solo tú me redimiste!…No podemos volver a separarnos jamás. Hemos vuelto a ser uno: luz, aire, fuego, agua, cielo, viento…”

Hasta llegar ahí, el recorrido vital está plagado de nubes de polvo y de polvos. El polvo en singular y sentido metafórico oculta las debilidades y locuras del personaje, que no deja títere con cabeza, con capítulo aparte para su archienemigo Herzog, a quien consagra piropos como «sucio bastardo que no sabe nada de cine… le cortaría la cabeza» y lindezas parecidas. El mismo vocablo en plural sirve para describir las abundantísimas y variopintas refriegas sexuales, en un desenfrenado sin parar desde la pubertad, que narra sin pudor alguno Klaus Kinski. ¿Entienden por qué lo de publicar sus memorias en la colección erótica que dirigió Luis García Berlanga? ¿Entienden por qué me impresionó tanto su mirada?

Adiós a las armas: ETA en el cine

Ahora que ETA parece haber cerrado la puerta y entregado las llaves tal vez podamos ver con otros ojos algunas de las películas que a lo largo de los años que ha durado la pesadilla han venido pisando en el lodazal para tratar de desentrañar sus claves. Uno de los directores más conocidos y que con más frecuencia y éxito lo ha hecho es el guipuzcoano (aunque nacido en San Salvador en 1950) Imanol Uribe.

Sus dos primeros largometrajes, El proceso de Burgos (1979) y La fuga de segovia (1981) llevaban a la organización ETA en el núcleo argumental y la tercera, La muerte de Mikel (1983) buceaba más en su inmediata periferia. En 1994 Días contados causó una gran sensación en el festival de San Sebastián, en el que ganó la Concha de Oro a Mejor Película, y posteriormente conquistó la Gala de los Goya con ocho galardones, entre ellos los más importantes.

Uribe presentó la que hasta ahora es su última película, Lejos del mar, en 2015 en el marco del festival donostiarra y las crónicas cuentan que la prensa la acogió con una mezcla de aplausos y risas. Confieso que cuando pude verla y recordé ese dato me indignó la estupidez de algunos compañeros de profesión, porque consideré que el filme era muy valiente al aproximarse a la cuestión que ahora, cada día que pasa, resulta clave para restañar las heridas provocadas por tantos años de barbarie y criminal ceguera: la posible o imposible reconciliación entre víctimas y verdugos, la posible o imposible reinserción de los que han abandonado la violencia. El público, mucho más lúcido y sensible a esta reflexión, acogió la película con una gran ovación.

Lejos del mar está protagonizada por Elena Anaya y Eduard Fernández, dos actorazos que lidian con personajes y escenas de dificilísima resolución, nada menos que la relación erótica, turbia, extraña y contradictoria entre un etarra recién salido de la cárcel y una médico huérfana, la hija de un asesinado y el asesino de su padre.

Imanol Uribe retorna al tema del terrorismo para levantar acta del momento histórico y dejar esbozadas unas preguntas candentes: ¿Qué hacemos con los etarras que han cumplido condena y salen de la cárcel? ¿Son personas con derechos como los demás? ¿Son monstruos a los que hay que maldecir por siempre jamás? ¿Son todos iguales, asesinos criminales sin escrúpulos? ¿O puede que haya entre ellos quienes consideran que no sólo destrozaron la vida a sus víctimas sino que también se destrozaron a sí mismos, y lo supieron desde el primer instante en que cometieron el atentado?

El proceso de desarme de ETA debería haber culminado ayer. Aún es pronto para saber si es definitivo y total. Aún es pronto para saber si todos los cachorros de la banda y sus acólitos se plegarán al futuro que hayan diseñado aquellos a los que llaman despectivamente “los liquis”, liquidadores o liquidacionistas, un término de lejana resonancia estalinista cuyo eco parece que aún perdura, o provocarán una escisión que aún nos reserve algún disgusto.

Tampoco sabemos si este momento histórico aparecerá pronto o tarde en nuestro cine, pero antes o después lo hará. Existe la creencia equivocada de que no hay muchas películas que dediquen su atención preferente a ETA. Muy al contrario, nuestro cine se ha ocupado profusamente de ese fenómeno en todas sus facetas, escarbando en todas las fases por las que ha atravesado con el paso del tiempo, desde sus inicios, como da cumplida y exhaustiva cuenta un libro recientemente publicado: Creadores de sombras, ETA y el nacionalismo vasco a través del cine, de Santiago de Pablo (Editorial Tecnos, Grupo Anaya), catedrático de Historia Contemporánea en la Facultad de Letras de la Universidad del País Vasco y miembro de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España.

En el libro que nos ocupa De Pablo pasa revista a más de cincuenta largometrajes, de ficción o documentales y a más de una veintena de largometrajes para televisión y vídeo, que de una manera u otra, con mayor o menor relieve en el cuerpo argumental, integran en él a la banda terrorista. El número de obras sorprenderá, por tanto, a muchos, pero sirve especialmente para recordar que lo compone un buen manojo de películas cuyos títulos son bastante conocidos, desde El proceso de Burgos (Imanol Uribe, 1979) hasta, sin ir más lejos, en un registro completa y felizmente distinto, Ocho apellidos vascos, el “bombazo”, perdón por el chiste fácil, de recaudación de 2014 (poco menos de 60 millones de euros a finales de ese año con casi diez millones de espectadores, la tercera película más vista de la historia de España) pasando por el muy polémico documental de Julio Medem, La pelota vasca, la piel contra la piedra (2003).

Imagen de Ocho apellidos vascos (2014)

Santiago de Pablo señala que desde que la banda anunciara en 2011 su disposición a abandonar las armas se han producido trece largometrajes centrados en la violencia política vasca, tanto para reflejar historias en torno a sus víctimas como a las de los propios etarras o gentes de su entorno a manos de los GAL, con variados tratamientos.

Podrá reprochársele al autor del libro que sus análisis sobre las cualidades de cada película no coincidan con los de uno pero como obra de consulta amena -y también densa- nos parece impagable, poniendo en perspectiva tanto aquellos valores como la repercusión social y política que tuvieron los filmes en el momento de su estreno.

Carteles de cine en páginas interiores del libro Creadores de sombras

El gato Bob te salvó la vida

Bob y James Bowen en la calle. Facebook.

Espero que mi compañera Melisa no considere esta entrada como flagrante intrusismo en el terreno que con tanto cariño como acierto explora ella en su blog En busca de una segunda oportunidad. Porque la cosa va de gatos, de uno en particular llamado Bob.

Es conocida la frase de Alfred Hitchcock: «Nunca trabajes con niños, ni con animales, ni con Charles Laughton», enemigo como era de las improvisaciones y temeroso de las dificultades que podría entrañar la indisciplina propia de los locos bajitos, que diría Serrat, y de los animales, a los que cuesta hacer entender lo que es un plano secuencia y que una cámara no amenaza su seguridad al aproximarse a ellos. De la de ciertos actores no hablamos ahora.

Entre las bestias, si hay algunas especialmente indómitas, los felinos caseros, callejeros o salvajes, que tanto da, se llevan la palma y acostumbran a poner de los nervios a productores, directores e intérpretes que comparten plano con ellos. Que se lo digan a François Truffaut, que lo demostró palpablemente en esta divertida secuencia de La noche americana (1973), que lleva por título: «retomaremos el rodaje cuando encuentren un gato que sepa actuar».

Seguro que a Melisa no le gusta que se utilicen animales en los rodajes, por razones ciertamente imaginables y comprensibles. Un apasionante y tristísimo documental, The Cove (Louie Psihoyos, 2009) ganó el Oscar y nos hizo descubrir, entre otras miserias sangrantes del Japón, que el delfín más famoso de la historia, Flipper, al que siempre creímos muy feliz al ejecutar cabriolas, gracias y gracietas para solaz de los monstruos, padres e hijos, en realidad sufría mucho, como cualquier animal obligado a hacer cosas extrañas . Rick O’Barry, pasó de ser entrenador de delfines a militante en la lucha contra la caza y el adiestramiento de estos bellos mamíferos, tras vivir un episodio traumático, el suicidio en sus propios brazos de uno de ellos. Desde aquí, bien alto: ¡no al maltrato animal, no a la tauromaquia ni al uso de animales en el circo!

Pero estoy seguro de que tanto a Melisa como a cualquier amante de los gatos, entre los que me cuento, les gustará mucho una película que no pretende ganar ningún Oscar ni dejar huella indeleble en la memoria de ningún crítico, porque cinematográficamente hablando no es que podamos decir muchas y grandes cosas a su favor. Pero tampoco en contra: A Street Cat named Bob.

Un gato callejero llamado Bob, que es como previsiblemente se titulará, aún no se ha estrenado en España pero tiene distribución (Sony España), así es que pueden estar seguros de que se podrá ver en nuestras salas. El director es Roger Spottiswoode, un canadiense de trayectoria muy irregular que en sus comienzos firmó Bajo el fuego (1983), una interesante intriga política y periodística centrada en los días finales de la miserable dictadura de Somoza en Nicaragua, protagonizada por Nick Nolte, Ed Harris, Gene Hackman y Joana Cassidy. En 2008 volvió al periodismo en tiempos de guerra con Los niños de Huang Shi, e incluso tuvo en sus manos una entrega de James Bond con Pierce Brosnan, El mañana nunca muere (1997), entre otros muchos filmes de muy relativo atractivo. Este caballero toca todos los palos y si bien no es un gran artista sí puede presumir de hacerlo todo con dignidad.

Spottiswoode se ha limitado a narrar la aleccionadora historia de un músico drogadicto y al borde del desahucio definitivo de la vida, James Bowen, que encuentra providencialmente a un gatito, tan sintecho como él, dispuesto a ofrecerle un par de buenas razones para dejar de dar tumbos camino del abismo: la amistad y la fidelidad. Una historia que ha dejado un rastro muy abundante en Youtube de videos que han hecho las delicias de millones de enamorados de Bob, el minino. Y que se convirtió en un libro muy vendido en Gran Bretaña.

Con esa línea argumental se ve enseguida que la historia no es el colmo de la originalidad, que huele a moralina a kilómetros de distancia con la cantinela de que la redención conlleva el premio del éxito, no sólo en el cielo sino también en la tierra, según nos diría cualquier obispo de los que andamos sobrados en España. Entonces… ¿qué diablos nos estás vendiendo?, se preguntarán.

Pues miren, sin que sirva de precedente y gracias al felino implicado compro este pulpo como animal de compañía (y quien yo sé sabrá por qué uso esta expresión): una bonita historia que nos enseña que no hay que despreciar a las personas que viven en la calle (algunas, encima son buenos músicos y vale la pena escucharles), que las instituciones sociales deben pensarlo muy bien antes de suspender la ayuda a los drogodependientes, que nadie debe avergonzarse de un hijo necesitado de comprensión, que no hay que maltratar a los animales sino acogerlos porque de ellos recibirás con frecuencia mucho más cariño que de los humanos… Y todo esto tratado con delicadeza, sin florituras ni subrayados, con el sentimentalismo en punto de nieve pero mantenido a raya. No es demasiado, pero a mi me basta.

Y yo, mientras disfrutaba con cada uno de los planos en los que Bob actúa impecablemente, con sus miradas atentas a todo lo que se mueve a su alrededor, con su admirable agudeza felina sosegada por su desarmante bonhomía  y la cálida interpretación de Luke Treadaway en el papel de James, me preguntaba cómo habrá sido el rodaje, si Bob (el auténtico Bob es el que rueda) se habrá prestado de buena gana a todas las exigencias del guión, que son muchas. Y todo me lleva a pensar que sí porque Bob es un gato increíble.

P.S. Tengo una noticia buena y otra mala. La buena: un día después de publicado este post una lectora bien informada me advierte que Sony Pictures Home Entertainment ha editado la película en dvd y está a la venta en España. La mala es que eso significa que no se estrenará en salas. Bueno, ante esta tesitura tómese por el lado positivo de las cosas, como nos proponían los Monty Python.

 

El señuelo de las niñas asesinadas y desnudas en el bosque

Entre literatura y cine se ha dado una relación de carácter simbiótico o matrimonial desde los inicios de la historia de éste, y ya se sabe la cantidad y variedad de ‘situaciones’ que eso implica. Lo más frecuente es que el uno se aproveche de la otra, aunque también se ha dado este parasitismo en sentido inverso.

Los novelistas han peleado por evitar que los guionistas masacraran sus obras y se hicieran malas películas con ellas. A veces esos conflictos han sido legendarios. En sentido contrario, ejemplo de adaptación que resultó una gran película a partir de una gran novela: El nombre de la rosa, 1980, de Umberto Eco, que Jean-Jacques Annaud dirigió en 1986, ambos con enorme éxito.

Curiosamente Annaud suprimió de la novela todo aquello que no tenía relación directa con la trama policíaca, es decir por lo menos la mitad de las páginas (bueno, a ojo de buen cubero, no las he contado) y aun así le quedó apañadísima, con un inolvidable monje detective que conservaba las barbas de Sean Connery.

El feliz ejemplo escogido es muy poco habitual. En España tuvieron sus diferencias el bueno de Vicente Aranda y un escritor que colecciona bastones y es de los más leídos en nuestro país, don Antonio Gala. Tanto es así que se llegó a editar un dvd de La pasión turca en el que se pueden ver dos finales distintos. A Aranda también le costó tener que tragar las quejas de Juan Marsé, de cuya pluma tomó diversos argumentos, y se enzarzó con él en un cruce de acusaciones sobre la falta de talento de unos y otros.

Nada parecido a esto ha sucedido con la escritora Dolores Redondo y el cineasta Fernando González Molina.

No he leído El guardián invisible, primera parte de la Trilogía del Baztán, con cuya adaptación a la pantalla su autora dice sentirse muy satisfecha, pero sí he visto la película dirigida por Fernando González Molina (que obtuvo un éxito de taquilla con su título anterior, el culebrón Palmeras en la nieve) que se estrena mañana.

Eso significa que no haré ningún ejercicio de lectura comparada de las dos obras. La propia escritora, por cierto ganadora del premio Planeta 2016 con Todo esto te daré, dice que el filme respeta la esencia de la novela, lo que no sé muy bien qué alcance tiene. Si las debilidades de un guion que tira por la calle comercial en cuanto que tiene ocasión son heredadas de la novela, ésta no me inspira mucha confianza.

Y supongo que la película debe de ser bastante fiel al argumento de la novela. Marta Etura encarna a una inspectora jefe de homicidios de la Policía Foral de Navarra llamada Amaia Salazar que dice haberse formado profesionalmente en el FBI. Así de repente pensamos en Jodie Foster y El silencio de los corderos. Como no es cosa de inventarse un Hanibal Lecter para aleccionarla, disponemos de un amigo norteamericano, Aloisius Dupree, que le regala pensamientos new age (si no recuerdo mal desde Nueva Orleans) para que mire dentro de sí misma y pueda encontrar al asesino. Y si no, están las cartas que echa su tía, más del terruño, que no cree en las meigas en versión euskonavarra pero sí que haberlas haylas.

Tenemos chicas adolescentes asesinadas a las que el criminal deja tiradas desnudas en el bosque, lo que sin duda es un señuelo comercial de primer orden, muñecos sin personalidad, sin historia, que sólo sirven para hacer avanzar la investigación, a la que no le faltan los elementos típicos del cine norteamericano y escenas con recursos fáciles mil veces vistos. Del otro hilo argumental, el de la infancia de Amaia Salazar atormentada por una madre que está como las maracas de Machín, se supone que se sabrá más en la segunda o tercera parte. Pero es muy dudoso que pueda adquirir un aspecto más serio y menos estereotipado que el que tiene en esta primera entrega de la trilogía.

Con esas mimbres y con los medios con que cuenta la producción, amén de una bella fotografía y lujosa ambientación, la película se venderá presumiblemente bien merced al poderoso aparato publicitario de Atresmedia que la respalda. Lo malo que tiene es que una historia, que presume de respirar el oxígeno de Elizondo y los bellos parajes del Pirineo navarro que le rodean, suena a mil veces vista en otros territorios y está narrada de un modo previsible y rutinario.

Eso sí, la escritora no se siente traicionada. Mejor para ella.