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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Cuatro secuencias de sexo sin complejos

Tres películas y una serie. Cuatro territorios reconquistados a la represión moralista que estaba consiguiendo desterrar de las pantallas la visualización desacomplejada del normal comportamiento de las personas cuando mantienen algún tipo de actividad sexual. Cuatro batallas victoriosas contra el puritanismo: la serie The Deuce y los filmes Ana, mon amour, del rumano Calin Peter Netzer, El amante doble, del francés François Ozon y La región salvaje, del mejicano Amat Escalante.

The Deuce es una serie de HBO de la que sólo he podido ver hasta el momento el episodio piloto y promete mucho, mucho, mucho. El creador de la serie es David Simon, toda una garantía de calidad, cuyo prestigio se ha labrado con otras producciones, como The Wire, Show Me a Hero,  o Treme. Dos actores protagonistas son también productores ejecutivos: James Franco (que encarna de manera magistral a dos hermanos gemelos) y Maggie Gyllenhaal. No me detendré ahora en las extraordinarias cualidades que este primer capítulo exhibe, un visualmente espléndido y narrativamente deslumbrante fresco del Nueva York de los setenta, en los albores de la eclosión del cine pornográfico.

Traigo aquí esta serie –como podría haber hecho con otras muchas, por ejemplo la interesantísima Westworld, también de HBO- por la libertad con que se presenta en pantalla el desnudo sin otra coartada que no sea el realismo, una enmienda a la totalidad de cómo lo vemos en el cine comercial, plagado de sábanas que cubren a las actrices hasta el cuello y hombres que cuando se desvisten lo hacen de espaldas a la cámara o parapetados tras todo tipo de objetos que oculten su sexo. En The Deuce un cliente muy obeso que acaba de obtener los servicios de una prostituta no tiene ningún problema en moverse ante la cámara, exactamente igual que lo haría si ésta no existiera. Nada que ver con el mal gusto, exigencia de un guion serio y realista que trata al espectador como persona adulta ¡Bravo! La serie televisiva reconquista espacios de libertad creativa y terreno perdido por el cine norteamericano.

Rumanía lleva unos años enviándonos películas que dan muestra de una cinematografía muy dinámica, pegada a la realidad social, madura. De Ana, mon amour puede decirse que la estructura temporal, con saltos adelante y atrás en el tiempo, resulta complicada y es dudoso que aporte nada positivo que compense la confusión que provoca. Sorprende que el chico necesite la ayuda de dos psicólogos, uno civil, psicoanalista, y otro religioso, el cura con el que se confiesa; no podría imaginar que a estas alturas en la sociedad rumana la iglesia ortodoxa siguiera teniendo tal influencia, aunque las relaciones entre los jóvenes se ven tan liberadas del yugo como puedan estarlo en la nuestra. Pero además de la honestidad e interés general de la película me llamó muchísimo la atención una secuencia de amor rodada con tanta franqueza que incluso muestra la eyaculación del chico. Y no menos la secuencia en la que éste encuentra a su chica sin sentido y tiene que desnudarla, limpiar sus heces y meterla en la ducha. Un tabú destruido con admirable valentía y delicadeza. Un aplauso para los actores Mircea Postelnicu y Diana Cavallioti, espléndidos.

François Ozon siempre se ha mostrado muy atrevido en la puesta en escena, no sólo en lo referido a cuestiones formales y artísticas, sino con un sentido de la moral moderno y avanzado. Y El amante doble, su último estreno, lo deja patente. Se trata de un thriller con un fuerte componente erótico en la medida en que la trama se articula sobre la acusada psicopatía de la protagonista, un enrevesado cruce de Inseparables, de David Cronenberg y el universo hitchcocquiano de Brian de Palma, adobado con querencias del espíritu almodóvariano, que termina siendo como una tortilla francesa de excelente aspecto y sabor aunque no definitivamente acabada de cuajar.

Escena de El amante doble, de François Ozon

La abundancia de escenas de desnudo viene a compendiarse en la imagen de uno de sus posters que la distribuidora española Golem tuvo el acierto de poner en escena en un escaparate el día del preestreno, un “tableau vivant”, un cuadro viviente, que abría un estimulante camino a la promoción de futuras películas. No quiero ni pensar el éxito que hubiera tenido la aplicación de esa idea en el reestreno de Instinto básico (Paul Verhoeven, 1992). Pueden verlo en el siguiente video:

El amante doble podrá gustar o no, debo reconocer que a mí me gustó mucho en su primera mitad y acabó dejándome helado, pero será difícil que alguien olvide uno de los primeros planos que nos regala Ozon. En esa escena inicial –que no es en absoluto gratuita- la cámara bucea a través de un espéculo ginecológico en la intimidad de la protagonista y cuando la doctora lo retira la imagen de la vulva se funde (fundido encadenado, es el término técnico) con un ojo. Ni qué decir tiene que estas audacias son impensables en Hollywood, pero por fortuna siempre nos quedará París.

El mejicano Amat Escalante ama a su  país y pretende combatir con sus películas las miserias que destapa: la violencia descarnada, el feminicidio, la homofobia, el machismo, la hipocresía. En La región salvaje, estrenada ayer en España, acude a una formulación simbólica de una fuerza arrebatadora con la puesta en escena de una criatura que recuerda mucho a la de La posesión, de Andrzej Zulawski (1981), en la que se encarnan todas las contradicciones que el misterio insondable del sexo provoca en el ser humano: lo que más atrae y fascina, lo que más miedo y repulsión produce. La imagen más impactante y perturbadora la compone la actriz Ruth Ramos en el momento en que es poseída por la bestia, penetrada con voluptuosa complacencia por los tentáculos que invaden todos sus orificios. El placer supremo y la suma repugnancia entrelazados.

Cuatro obras de inmediata actualidad, cuatro secuencias, cuatro imágenes… No todo está perdido, los creadores se rebelan contra las imposiciones de los enemigos de la libertad.

El cine español también habla en catalán

La Academia de Cine español, o de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, como pomposamente se denomina oficialmente, ha mostrado mucho, muchísimo sentido de la oportunidad al revelar el jueves 7 que el seleccionado para representar a España en la feria hollywoodiense es un pequeño gran filme rodado en catalán: Estiu 1993, también estrenado en su versión en castellano, con las voces de los mismos actores como Verano 1993.

Si los miembros de la Academia se hubiesen puesto de acuerdo para planificar la coincidencia no les habría podido salir mejor. Lo anuncian precisamente en pleno vórtice del huracán, justo el momento en que todos los demonios se han desatado en el Parlament para ofrecer urbi et orbi un espectáculo que en algunos episodios parece seguir el guión anticipado por Groucho Marx en esta escena de Sopa de ganso (Leo McCarey, 1933). Confrontados los presidentes Rajoy y Puigdemont con el de Fridonia y el embajador de Silvania no sabría yo decir quién de ellos me ofrece mayor fiabilidad.

La elección de Verano 1993 puede leerse como una proclama a los cuatro vientos con gato encerrado político : “el cine catalán es español y aquí no discriminamos a nadie”. Aunque no digo yo que los señores académicos hayan pretendido colar ese mensaje por lo bajini, sería ridículo pensarlo porque los tiempos de las instituciones concernidas son muy diferentes. De hecho hay otros precedentes que eliminan cualquier sospecha de oportunismo: Pa Negre, de Agustí Villaronga (2012) en catalán, y Loreak, de José María Goenaga y Jon Garaño (2016), en euskera, dan fe de ello. Nadie entonces se rasgó las vestiduras, salvo los profesionales de la «desastrería». Mucho más lejos queda Ese oscuro objeto de deseo, de Luis Buñuel, que al fin y al cabo había sido rodada en español y francés en 1978.

Pero la Academia dobla la apuesta: «Y para mejor prueba de que sólo elegimos las que consideramos mejores, no aquellas que puedan tener mayores posibilidades de agradarles, les decimos a los yanquis que a son de qué tantos millones para producir bazofia embrutecedora cuando se puede hacer una buena película que nos hable del alma humana con cuatro euros». Otra cosa es cómo se tomarán allí semejantes lecciones. Ya se lo puedo anticipar: mal; lo más probable, y no quiero ser agorero, ojalá me equivoque, es que no pase la criba y no la admitan entre las finalistas. Tranquila, Carla Simón, eso no debe importarte, lo que estaba en tu mano ya lo has hecho muy bien. Y que salga el sol por la Costa Brava.

Me pregunto desde cuándo prevalece este criterio en la Academia, porque hubo un tiempo en que era más bien el contrario, se elegía, o pretendía elegir, la película que más posibilidades tenía de sintonizar con los gustos norteamericanos. Después del Oscar que ganó José Luis Garci, hasta nueve veces confiaron en su mano para repetir la jugada. Luego las cosas acabaron mal entre el director de Solos en la madrugada y la Academia, y enhorabuena al premiado, si me ven contigo diré que no te conozco. A ¡Pedroooo! también le tuvieron la misma fe, otras nueve veces. Y luego la cosa se fue repartiendo de tal manera que ya resultó imposible comprender los designios de ese cerebro colectivo que conforman los académicos reunidos y desentrañar algún patrón de análisis que diera con el éxito en The Academy. Entre el cine de Carlos Saura y el de Juan Antonio Bayona, o el de Antonio Giménez-Rico y Fernando León de Aranoa, o el de Carlos Vermut y Vicente Escribá, por citar algunos ejemplos dispares, ha oscilado el olfato. Por probar que no quede, total se trata de una lotería, deben de pensar.

Con sin criterio, cuatro son los Oscars (a la Mejor película de habla no inglesa) que han recalado en nuestra cinematografía: Volver a empezar, de José Luis Garci en 1982, Belle Epoque de Fernando Trueba en 1993, Todo sobre mi madre de Pedro Almodóvar en 1999 y Mar adentro de Alejandro Amenábar en 2004. Cuatro bingos y diecinueve líneas. O sea, cuatro Oscars de diecinueve participaciones en la final. Sin contar ni el de don Luis Buñuel, que tuvo que rodar El discreto encanto de la burguesía en Francia y representar a ese país en 1973; ni el de Juan José Campanella con El secreto de sus ojos, que figura como algo nuestro por ser coproducción hispano-argentina. El irredento Buñuel («don Luis», como llamaba Paco Rabal a quien le trataba como «sobrino») no fue a recoger la figurilla, pero posó disfrazado de esta guisa con ella:

Don Luis Buñuel se burla del Oscar

En cualquier caso, más allá de que se considere acertada o no respecto a lo que se persigue, o en términos meramente de narrativa cinematográfica (uno, por ejemplo, hubiera escogido No sé decir adiós, de Lino Escalera, que ni siquiera estuvo en la terna final) la decisión de la Academia este año demuestra mucha más cordura y racionalidad, y desde luego mucho menos sectarismo, que la política seguida por nuestros insufribles gobernantes, Gobierno central-PP y Gobierno autonómico-independentistas. Y no andamos muy sobrados precisamente, dado el clima de intolerancia y enfrentamiento que entre todos ellos han alentado.

Véase como ilustración la cadena de réplicas y contrarréplicas que sigue al anuncio oficial en Twitter. Hay quien se muestra hipersensible si se usa el título en castellano, a quien se le pasa por la cabeza las implicaciones políticas de las que he hablado aquí, a quien le parece un disparate y mayor aún por la participación de Televisión Española, a quien le escuece que se subtitule en inglés y no en castellano, y a quien le parece que «no tenéis vergüenza». ¡Faltaría más que no hubiera salido ningún elemento de la caverna a opinar de la cosa!

 

Por lo pronto, la elección de esta pequeña joya intimista como candidata a competir por el Oscar, de la que no se alabará suficientemente el conmovedor trabajo de la pequeña Laia Artigas, ha servido para que se estrene en 21 salas más, 15 de ellas en versión doblada al castellano, y para que aumentara su taquilla un 320%. Y esto, que está muy bien, tan sólo acaba de comenzar.

Laia Artigas en un plano de Estiu 1993

Abajo Lo que el viento se llevó

Un histórico cine de Memphis, esa ciudad que todos sabemos que se encuentra en el Estado de Tennesse de, por supuesto, Estados Unidos, anunció a finales de agosto que dejaría de programar Lo que el viento se llevó, según relataba Los Angeles Times, ampliando el eco de una noticia muy difundida en todos los medios de aquel país y hasta del nuestro.

Orpheum Theatre en Memphis (Tennessee)

Debo reseñar que ese mamotreto producido en 1939 que tanto espacio ocupa en las enciclopedias, que tanto tiempo ocupó los primeros puestos en las listas de películas más rentables con sus diez Oscar a cuestas, a mí nunca me hizo demasiada gracia. Sus tan alabados coloretes, su empingorotado romanticismo, su Clark Gable y su Vivien Leigh, su Scarlett y su Rhett, su “a Dios pongo por testigo”, sus plantaciones y sus esclavos y su trasfondo bélico… y el doblaje hispano con el que siempre la vimos en los numerosos pases en televisión me dejaban tan frío como un chapuzón en la Laguna grande de Gredos. Creo que nunca llegué a animarme a verla de principio a fin en su inacabable integridad. Lo que es una confesión pura y dura que menoscaba, lo reconozco, mi reputación, pero qué le vamos a hacer, uno tiene sus debilidades.

Dicho todo lo cual, que el presidente del Orpheum Theatre tomara la decisión de suspender lo que venía siendo una tradición con solera me parece lamentable. Pero, ojo, no por la decisión en sí misma, que por otro lado hasta podría ser saludable, pues la renovación de la cartelera siempre oxigena las mentes, sino por las razones esgrimidas: al parecer, muchos espectadores muy enfadados pidieron la excomunión de Tara, Los Doce Robles, Atlanta y todos sus fastidiosos dimes y diretes, y tacharon a la película de “racista” y de ser un “homenaje al supremacismo blanco”.

Cartel de Lo que el viento se llevó

Cierto que el contexto en el que se produjeron esas reacciones, los habituales disturbios racistas que jalonan la actualidad de aquel país (en concreto los de Charlottesville de mediados de mes), campeón de la democracia, los derechos humanos y la igualdad (ejem…), permiten ser comprensivos. Pero de ahí a que el Orpheum se dedique a “entretener, educar e iluminar a su comunidad de espectadores” y que para “no mostrarse insensible” a la comunidad afroamericana (que representa el 64% de la población en la ciudad) pretendan hacer purgas ideológicas con las películas me parece que se inserta en una corriente muy peligrosa. Vamos que El nacimiento de una nación, la monumental obra racista y genial obra artística de D.W.Griffith, según esas anteojeras sería condenada a los infiernos. Como, por cierto, lo fue, por motivos muy dispares que no vienen al caso, la también muy interesante obra que con el mismo título dirigió el año pasado Nate Parker.

Yo podría entender otros muchos motivos para dejar de programar Lo que el viento se llevó y no me rasgaría las vestiduras, por ejemplo, que en la parroquia ya están hartos de costumbres rancias; pero no los expresados. En el mismo error de óptica incurrieron algunos que desde la izquierda protestaron porque Televisión Española programara “cine franquista”, como esa perla de guion escrito bajo seudónimo por el dictador asesino Franco titulada Raza, o también Espíritu de una raza (1942), prescindiendo del importante detalle de que se emitía en un escenario analítico (el del programa Historia de nuestro cine) que destruye los fundamentos de ese prejuicio.

No sé yo si guardarán alguna remota relación las pulsiones censoras del Orpheum con el hecho de que, según se dice en una web de casas encantadas, éste se haya visto amenazado por la demolición para su conversión en un complejo de oficinas. No he visto esta hipótesis en nunguna reseña de prensa, pero ahí lo dejo: material para guionistas de serie televisiva.

¡Más mujeres!

La directora francesa Blandine Lenoir reivindicaba en las entrevistas de promoción de su película 50 primaveras, que se estrena mañana viernes, la presencia de las mujeres en el primer plano de las películas. No sólo es necesario y muy conveniente que las historias reflejen los problemas reales de las mujeres, sino también que sean descritos y analizados según la óptica de las mujeres. Su película es un buen ejemplo, puesto que está escrita y dirigida por ella, interpretada por una gran actriz (y asimismo excelente directora) como es Agnés Jaoui, además de contar con un grupo numeroso de personajes femeninos. Y para que no quepa duda del signo del enfoque el personaje de Jaoui, de nombre Aurore (que es el título original en francés), se encuentra en plena batalla contra los sofocos causados por la menopausia, tabú que un director difícilmente se hubiera atrevido a tocar sin temor a ser juzgado con lupa. ¡Siiii!, gritaba Jaoui desde otro cuarto mientras esperaba su turno cuando le pregunté a Lenoir si era tan duro lo del climaterio.

Agnés Jaoui (arriba en el centro), Sarah Suco, Pascale Arbillot y Lou Roy-Lecollinet en 50 primaveras. Surtsey Films

No es el tema principal, sólo un indicio de por dónde van los tiros de una comedia que a veces aprieta las tuercas de lo risible hasta el borde mismo de la caricatura, aunque se mantiene en un tono general razonable para poner de relieve algunas cosas que a fuerza de silenciarse olvidamos que son evidentes: que hay vida más allá de los 50 para las mujeres, que no todo ha de ser preocuparse por los hijos, que no pueden hundirse en la miseria por la pérdida del trabajo y que incluso a esa edad, y mucho más tarde también, el sexo sigue siendo una fuente viable de placer. Last but not least, pasado el medio siglo de edad el amor puede llamar dos veces a la puerta y una mujer inteligente debe estar dispuesta a abrirla sin esperar a que insista. 50 primaveras es ese tipo de cine que no aspira a erigirse en referencia de nada pero sí a cumplir una misión encomendada por la realizadora, decirle a las mujeres -y los hombres, a los que trata con natural respeto- que se sientan vivas y disfruten, y de paso que echen unas risas en la sala. No es poca cosa.

Parece claro que este filme francés puede proponerse como el reverso de la situación española que denunciaba el mes pasado CIMA (Asociación de mujeres cineastas y medios audiovisuales) en un ciclo (que llevaba por título “Mujeres que no lloran”) organizado en la Academia de Cine, en Madrid en el cual las películas proyectadas tenían en común estar protagonizadas “por personajes femeninos que, siendo muy distintos entre sí, comparten la capacidad de tomar sus propias decisiones e incidir en el desarrollo de la acción”.  Su diagnóstico quedaba resumido en los siguientes datos:

⦁A las mujeres se las borra en la ficción y, cuando aparecen, lo hacen como personajes estereotipados

⦁Solo el 36% de las películas españolas tienen protagonistas femeninas

⦁Solo el 28 % de los personajes que hablan en las películas son mujeres

⦁En las películas, de los personajes que trabajan el 80% son hombres y el 20 %, mujeres

⦁Ellas son 4 veces más propensas que ellos a ser mostradas en ropa interior

Vaya por delante que comparto plenamente las inquietudes de estas cineastas y lo he señalado en repetidas ocasiones lamentando el papel subalterno de los personajes femeninos en la gran mayoría de historias escritas, dirigidas y protagonizadas por hombres. Se me permitirá por tanto que con el debido sentido del humor exprese una objeción sobre el último punto, el de la propensión masculina a mostrar a las mujeres en ropa interior. ¿Acaso no guarda lógica con todo lo señalado en los puntos precedentes? Si los hombres cuentan historias en las que las mujeres son con frecuencia simples acompañantes o meros objetos de deseo, es lógico que sean ellas las que se desvistan más; y si es lógico no habría que rasgarse las vestiduras.

Pongamos como ejemplo el filme de Buñuel en el que tanto Carole Bouquet como Ángela Molina interpretan al mismo personaje, Conchita, por quien pierde los papeles Fernando Rey. A nadie puede sorprender que sean las dos chicas las que se desnuden para el bueno de don Fernando y no al revés. Esta magnífica película, producida en Francia en 1977 (Cet Obscur Objet du Désir, se tituló), pero que a los efectos consideramos como nuestra, hubiera engrosado esas estadísticas negativas desvirtuando un poquito el sentido de la denuncia. A menos que se considere a don Luis Buñuel integrante de las hordas machistas.

Al otro lado podríamos colocar a La novia, vibrante y brillante, apasionada y poética adaptación de Bodas de sangre, de Federico García Lorca, texto de incuestionable sensibilidad femenina. La audaz directora Paula Ortiz echa el resto y decide que Leonardo (Álex García) esté desnudo retozando junto a un árbol con la novia, que porta todavía su traje blanco. Cuando aparece el novio (Asier Etxeandía) enfurecido como un toro, en una arriesgadísima y potente secuencia de lucha cuerpo a cuerpo entre los dos hombres, Leonardo viste sólo la camisa que apenas llega, con la ayuda de un fino trabajo de montaje, para semiocultar recatadamente sus partes pudendas. El combate se organiza al ritmo de la canción de Leonad Cohen Pequeño vals vienés (que como es sabido pone música a versos de Lorca) interpretado por Pachi García y constituye el momento cumbre de la obra, de gran altura estética y dramática.

Es evidente que Paula Ortiz, que quería representar toda la potencia y atracción de la belleza masculina opuesta a las convenciones sociales, hubiera podido concebir la secuencia con una puesta en escena muy distinta, como sin duda hubiera sucedido de haber sido un hombre quien la orquestara. Pero ¿a alguien se le ocurre reprocharle la desnudez de Leonardo? Por cierto, la camisa que viste fue imposición de los coproductores turcos. Propongo por tanto que eliminemos ese punto débil de la argumentación.

Asier Etxeandia y Álex García en la escena de la lucha en La novia

Por lo que atañe al meollo de la cuestión, tenemos que felicitarnos de que cada vez más se pueda escuchar la voz de las mujeres en el cine, aunque sin lanzar demasiados cohetes porque en España la cosa avanza con cuentagotas. Aun así tenemos un número en aumento de directoras que han estrenado en los últimos meses. A bote pronto: Elena Martín (Julia ist), Roser Aguilar (Brava), Carla Simón (Verano de 1993)… Por delante quedan nombres nuevos y consagrados y títulos rodados y por rodar que se irán abriendo paso: Andrea Jaurrieta (Ana de Día), Carmen Blanco (El último unicornio), Patricia Ferreira (Thi Mai), Elena Trapé (Las distancias), Mar Targarona (El fotógrafo de Mauthausen) Paula Ortiz (Barba azul), Ana Murugarren (La higuera de los bastardos), Celia Rico Clavellino (Viaje alrededor de una madre), Isabel Coixet (La librería). La lista no es ni pretende ser exahustiva.

Al escribir estas líneas recordé que existió un Festival Mujeres en dirección que se celebraba en Cuenca y dejó de celebrarse en 2012 por falta de financiación, retirada por  la Junta de Castilla La Mancha, la Diputación y el Consorcio Ciudad de Cuenca. Lamentable.

Icíar Bollaín, Marta Belaustegui, Gracia Querejeta y Chus Gutiérrez. Foto Emilio Naranjo EFE

De todos modos, me parece muy interesante recordar las palabras de Nely Reguera en el festival de San Sebastián rodeada de jóvenes directores como Jonás Trueba, Rodrigo Sorogoyen o Alberto Rodríguez: “Comparto la emoción de ver cada vez más mujeres directoras, si bien no suelo diferenciar entre cine hecho por mujeres y hombres. Lo que no me gusta es que se piense que hay un cine para hombres y otro para mujeres. Creo que mi película María (y los demás) es igualmente disfrutable independientemente del género de quien la vea”. Independientemente del sexo de quien la vea, precisaría yo.

P.S. Unas horas después de colgar este post, un tuit publicado por la SEMINCI indica que la 62 edición “incorpora a su programación un nuevo ciclo que, bajo la denominación “Supernovas”, ofrecerá los trabajos de destacadas jóvenes directoras, con los que han conseguido situarse en el primer plano de la cinematografía actual. Fundamentalmente se trata de directoras que han dirigido su primer largometraje el pasado año, con la excepción de algunos realizadoras que cuentan con una breve trayectoria. ¡Vaya! ¡Qué coincidencia temporal con mi lamento por la desaparición del Festival Mujeres en dirección! Pues me alegro mucho.

 

¡Coño, vaya procesiones!

Yo creía que la Fiscalía de Sevilla era una campeona del humor. Pensaba que, aunque sus miembros fueran muy religiosos, imbuidos de la misión que sólo la fe puede inocular en un espíritu puro, estaba vacunada contra el asombro que pudieran producirle las alteraciones de la liturgia católica en el apartado procesiones desde que John Woo rodó en aquella ciudad Misión Imposible II, allá por el año 2000.

 

Nuestro #CoñoInsumiso por bandera. Hoy #YoParo8M_malaga #NosotrasParamos #ParoInternacional

Una publicación compartida de Ester (@estercillapi) el 8 de Mar de 2017 a la(s) 11:51 PST

Recordemos la situación: Tom Cruise en plena faena como el agente secretísimo Ethan Hunt, viene de frotarse las caderas con Thandie Newton, la ladrona profesional Nyah Nordoff-Hal, que no sé a santo de qué se encuentra en la capital andaluza, y va a reunirse con Anthony Hopkins en una movida para recuperar un arma biológica, el virus Quimera y su antídoto. La secuencia es como para haber tomado medidas cautelares y pedir el secuestro de la película y los negativos: vemos a Cruise tropezarse con un cortejo religioso, una supuesta procesión que más bien parece un aquelarre en sincrética fusión con las Fallas valencianas, con sus imágenes ardiendo, con sus jóvenes uniformadas como falleras derramando pétalos de flor, mezclando penitentes con velas y alegres danzantes, con su cristo a hombros y unos cánticos inidentificables. ¡Hombre por dios, la Fiscalía no tuvo nada que decir ante esto! ¿Era o no era un atentado contra nuestra cultura y nuestras tradiciones?

Pues no, tragaderas enormes con la Paramount y Cruise/Wagner Productions. A saber si Tom Cruise no regalaría algún carnet de Cienciología para comprar silencios y miradas a otro lado. Yo pensé: claro, se lo han tomado con sentido del humor, como no puede ser de otra manera. Y resulta que eso es lo que buena falta les hacía ahora, más sentido del humor y menos mala leche. Porque hay que tener mucha mala leche para querer empapelar a tres mujeres, meterles una multa de 3.000 euros a cada una y acusarles de un delito contra los sentimientos religiosos cometido en 2014.

¿Qué hicieron de malo estas jóvenes con la “Procesión de la Anarcofradía del santísimo coño insumiso y el santo entierro de los derechos socio-laborales»? Según la Fiscalía pretendían «hacer mofa de los símbolos y dogmas para quienes profesan la religión católica». ¡Qué hipersensibilidad sobrevenida! Si nos vamos a poner así. A mí, ateo y materialista como soy, me ofenderían los atentados contra la razón y el sentido común que suponen todos los ritos supersticiosos. Y de hecho así es, me ofenden, pero me aguanto, tolerante que soy.

A ver, vamos a ver: con humor se llevan mejor los sinsabores de la vida. Total, las mujeres portaron una gran vulva de látex (que no, vagina, como ha difundido la Agencia EFE, no hay que confundir el todo con la parte) en procesión por el centro de la ciudad, entonando sus cánticos, que al fin y al cabo es una parte de la anatomía de todas las vírgenes. Venerar esa parte me parece muy razonable, aunque yo soy de poco venerar. Y de poco procesionar.

Cada uno pasea en andas lo que quiere. Por ejemplo, en Japón les da por celebrar el primer domingo de abril el Kanamara Matsuri, que viene a ser el ‘festival del falo de metal’, con la ingenua pretensión de pedir fertilidad y bienestar para los matrimonios. ¡A quién se le ocurre! ¡Tendrían ustedes que ver el enorme falo rosa que pasean! Igual, si un día se le ocurriera a unos turistas japoneses de visita en Sevilla declararse fieles sintoístas y ponerse a practicar el rito, les enchironan por escándalo público.

 

¿Y qué me dicen del Reino de Bután, líder mundial en felicidad? Allí los budistas veneran hasta el paroxismo el miembro masculino erecto y eyaculante, que pintan en las paredes de sus casas o en cualquier sitio que Siddharta les dé a entender, coches incluidos. Vamos, que tampoco son únicos, ya que este símbolo de la fertilidad está presente en viejas culturas, desde Babilonia a Egipto, pasando por Grecia y Roma, sin ir más lejos.

Que las chicas decidan cantarle a su sexo, lo más fundamental, único e imprescindible que existe en la Tierra para perpetuar la especie, para dar vida a los seres humanos, para dar placer y también, ay, tanto dolor innecesario, me parece algo que un ciudadano avanzado, moderno y evolucionado debería comprender. Y nunca, jamás, penalizarlo.

 

El Santísimo Coño Insumiso ha salido a la calle a velar por nuestras almas. Amén pecadores

Una publicación compartida de Manu Nathaniel Fisher (@manu_nathaniel) el 28 de Jun de 2017 a la(s) 1:49 PDT

En el cine español, por no extenderme a todo el orbe católico, lo de las procesiones tiene guasa. Durante el franquismo hubo un buen número de películas en las que no faltó su secuencia de procesión porque era un ecosistema muy propicio. Digamos que el guion ganaba muchos puntos ante la autoridad competente.

En Nobleza baturra, de Florián Rey (1935) la comitiva acababa en pelea por una discusión, cosa que obviamente no hubiera podido suceder de haberse rodado cinco años más tarde, consumada la victoria, cautivo y desarmado el ejército rojo. Después los títulos se suceden: Malvaloca, de Luis Marquina (1942), El frente de los suspiros, de Juan de Orduña (1942), Currito de la Cruz, de Luis Lucia (1948), Cerca del cielo, de Domingo Viladomat (1951). Y unas cuantas más. Si hasta Juan Antonio Bardem en su obra maestra, Calle Mayor (1956) pone en escena, cómo no, en su afilada radiografía costumbrista de la sociedad, una procesión para propiciar un acercamiento entre sus protagonistas, el bandido seductor, José Suárez, y su pobre víctima, Betsy Blair.

Cartel y fotograma de Calle Mayor, de Juan Antonio Bardem

Su colega el inimitable maestro Luis García Berlanga, con quien escribió el guion de Bienvenido, Mister Marshall dirigido por el valenciano, también tiene su procesión en Calabuch el mismo año; se conoce que aún se llevaba mucho el rito en aquella época oscura.

Unos añitos más tarde, en 1971, época de tímida apertura con urgencias irrefrenables, José María Forqué ahondaba la grieta por la que comenzaba a colarse una brisa de aire fresco en el enrarecido ambiente de nuestro cine. La escasamente virginal Carmen Sevilla era paseada en una procesión pagana surrealista y desvergonzada, llevada en hombros por unos costaleros vestidos de romanos garrulos y acompañada de una cohorte de señoritas ataviadas con corpiños y ligueros y otras látigo en mano, insinuantes de ceremonias de comunión sadomaso. Un espectáculo, el de La cera virgen, que hoy nos parece asombrosamente transgresor. Parece que los obispos no daban abasto para sujetar las riendas de la feligresía que, acostumbrada al desfile marcial, en cuanto que ellos se daban la vuelta convertía en virgen a todo lo que se les pusiera por delante.

También Berlanga recurre al desfile en clave pagana, en la película más triste y pesimista de su filmografía, Tamaño natural (1974), singularísimo dibujo de la soledad y la misoginia rodado en París, con un Michel Piccoli, odioso y entrañable a la vez, enamorado de una muñeca hinchable, que unos desalmados emigrantes españoles le arrebatan para hacerla objeto de una violación colectiva.

Pero eso no era nada, puestos a desarticular el rito de pasear en andas a la Virgen lo que Mateo Gil puso en escena es según se mire más fuerte en Nadie conoce a nadie (1999), o al menos más violento. Les propongo que lo comprueben. No sé si la Fiscalía de Sevilla andaba dormida, era poco cinéfila o estaba ocupada con sus abonos en la Maestranza. Bien pensado y visto lo visto, no sé yo si de haberla rodado hoy no llevarían a Mateo Gil ante un tribunal, acusado de terrorismo iconoclasta. Por cosas notablemente más simples se tragaron unos días de trena unos comediantes que luego resultaron absueltos.

Que no son tiempos éstos de tolerancia sino de inquisición. La lucha por la libertad de expresión sigue siendo tan necesaria como en los tiempos del dictador, gracias a sus sucesores en el Gobierno y sus acólitos en las instancias judiciales, tan piadosos ellos.

Por favor, un poquito de cordura: ¡dejen en paz a las mujeres, que bastante les han jodido ya durante siglos!

El lujo veraniego de Cibeles de Cine

El viernes pasado se inauguró Cibeles de Cine, cuarto año consecutivo de una iniciativa de Madrid que ojalá pudiera ser exportada a muchas otras ciudades. Si tenemos en cuenta que incluso en algunas capitales de provincia ya no hay salas de cine y en muchas de ellas el cine en versión original subtitulada es un lujo inaccesible esto no deja de ser en un desiderátum; pero qué haríamos si perdiéramos el aliento idealista. Lo de aquí se desarrolla en un escenario suntuoso y a un precio razonable, entre cinco y seis euros: la espléndida Galería de Cristal de CentroCentro (Palacio de Cibeles).

El beso, de Jacques Feyder (1929), uno de los fundadores del realismo poético en el cine francés, autor de la conocida La kermesse heroica (de 1935, se reestrenó en España en los 80 con gran éxito), abrió la programación a las 22:00 horas. Protagonizado por ese monstruo de belleza andrógina, tanto da en el cine silente que en el hablado, que fue Greta Garbo, la proyección se enriqueció con un acompañamiento musical al piano de la mano del especialista en proyecciones-concierto de films de cine mudo Ricardo Casas. Y la entrada fue libre, con lo que el éxito de asistencia estaba cantado, ¿quién dijo que el cine mudo no interesa?

Además de la amplísima y variada oferta cinematográfica en Cibeles de Cine, que se extiende hasta el 7 de septiembre, tienen lugar numerosas actividades paralelas vinculadas con la música, la literatura y la ciencia y se completa con una oferta gastronómica basada en el asunto temático de las películas. Hay también charlas, debates y actuaciones musicales para desbordar el concepto de sesión de cine al uso, algo que destierra el fantasma del disfrute masturbatorio y solitario en la pantalla de casa. Ayuda mucho a ese fin la zona de bar-terraza, para comentar al fresco los previos o los post al visionado.

Todo esto está muy bien, pero sería música celestial que se desvanece en el éter si no se acompaña de buenas películas. Veamos.

En los ciclos se proyectarán películas de cineastas consagrados como Aki Kaurismaki, Bruno Dumont, James Gray, Jim Jarmusch, Naomi Kawase, Paolo Virzi y Robert Zemeckis, entre otros. Súmenles títulos como la entrañable Yo, Daniel Blake, de Ken Loach (2016),  la perturbadora Elle, de Paul Verhoeven (2016) o la sorprendente Toni Erdmann, de Maren Ade (2016), que son de lo mejorcito reconocido por la Academia del cine europeo. Por otro lado, la emocionante El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra (2015) y la excelente Paulina, de Santiago Mitre (2015) representarán el palmarés de los Premios Platino del Cine Iberoamericano. No se me ocurre poner ningún pero a los nombres y títulos reseñados.

La sección ‘Panorama’ dará cabida al cine internacional reciente con la firma de cineastas consolidados y se verán títulos tan premiados como La La Land, Tarde para la ira o Un monstruo viene a verme. De este sugerente trío yo recomendaría todas; aunque la primera de ellas, el oscarizado musical que a mí me gustó pero sin tantas alharacas, lo haría con la boca un poquito más pequeña. En el mismo ciclo de ‘Panorama’, podrán encontrar La alta sociedad, una hilarante comedia de Bruno Dumont (2016), con un repartazo en clave estrambótica: Fabrice Luchini, Juliette Binoche y Valeria Bruni Tedeschi; o Goodbye Berlín, road movie adolescente -que a mí no me hizo ninguna gracia- del alemán de origen turco Fatih Akin (2016).

Otra de las secciones que ofrece un atractivo para la gente de buen comer es ‘Los martes gastronómicos’ en que las proyecciones irán acompañadas de degustaciones de bebidas y tapas del estilo de la temática de films procedentes de diversas cinematografías como Chef (Jon Favreau, 2014); Soul kitchen (Faith Akin, 2009); El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987); Una pastelería en Tokio (Naomi Kawase, 2015); Julie and Julia (Nora Ephron, 2009); El somni (Franc Aleu, 2013); 18 comidas (Jorge Coira, 2010); La cocinera del presidente (Christian Vicent, 2012) o Deliciosa Martha (Sandra Nettelbeck, 2001). Yo hubiera añadido El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, de Peter Greenaway (1989), que no debería faltar nunca en un ciclo de estas características para poner la nota de color sarcástica y especialmente, la mejor de todas, La gran comilona, de Marco Ferreri (1973), eso sí que es una obra maestra de la confluencia cocina y celuloide, un manifiesto ácrata-suicida-burgués sobre el arte de comer y follar hasta reventar, literalmente.

Espectacular Galería de cristal de CentroCentro (Palacio de Cibeles)

Más madera: el jueves será el día dedicado a la música, los viernes se proyectarán cortometrajes después de las películas y los sábados habrá actuación de pinchadiscos cuando finalicen las sesiones. Y si se tienen ganas de oír interesantes –o no- reflexiones se puede asistir a conferencias a cargo de escritores como Lucía Etxebarría, periodistas como Fernando Méndez-Leite y Carlos F. Heredero, o cineastas como Marina Seresesky y Guillermo García, que presentarán sus últimos trabajos.

Suecia será el país invitado para inaugurar una nueva sección que en esta ocasión se llamará: ‘Espacio Suecia’, con la colaboración de la Embajada escandinava, que permitirá ver largometrajes inéditos en España, como Holy mess, de ‘Helena Berström’ (2016); Eternal Summer, de ‘Andreas Óhman’ (2015) o A serious game, de Pernilla August (2016).

En ‘Ecos literarios’, no se pierdan la mordaz comedia de los argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat  El ciudadano ilustre, (2016), Goya del año pasado a la Mejor película Iberoamericana. En la línea documental, entre otros trabajos, Miguel Hernández, de Francisco Rodríguez y David Lara (2010).

Por último, que ya me va pareciendo un exceso de propuestas tal que Cibeles de Cine terminará pareciéndose al Festival de Sitges, paradigma del gigantismo, también se podrá asistir a la exposición «Mi querido cine español», de la Colección Lucio Romero, compuesta por 25 carteles originales que recogen todas las tendencias y movimientos del cine nacional clásico. No me dirán que no es un auténtico lujazo poder hacer frente a los rigores veraniegos con todo este arsenal. Y aún dicen que el cine es caro.

Cierro con un vídeo homenaje a David Bowie del año pasado.

El talento no es cosa de sexos

La semana pasada el inolvidable, malencarado y genial John McEnroe, un tenista capaz de concitar la atención, para bien o para mal, tanto de los aficionados como de los ignorantes como el que esto escribe, realizó unas declaraciones que en coherencia con su personaje levantaron ampollas entre las gentes hipersensibilizadas con las cuestiones relativas a la igualdad de sexos. Por si hay algún despistado recordaré que este caballero está entre los más grandes de la historia por haber ganado la bagatela de siete títulos individuales de Grand Slam: el Abierto de Estados Unidos en cuatro ocasiones, y el Campeonato de Wimbledon en tres, entre 1979 y 1984. Algo sabrá de esto. Aunque, desde luego, la sabiduría y el conocimiento en el deporte no garantizan el acierto en cuestiones tan delicadas. Según quien fuera el número uno del mundo, “si Serena Williams compitiera entre hombres estaría en el puesto 700”. Añadía también para explicar su afirmación aparentemente machista: “esto no significa que no considere a Serena como una jugadora increíble, al contrario, y creo que podría vencer a algunos jugadores en un día porque tiene una increíble fuerza mental, pero si ella jugara en el circuito de los hombres todos los días, eso sería otra historia”.

 

La aludida, ganadora de treinta y nueve  títulos de Grand Slam, veintitrés de ellos individuales, y considerada la mejor tenista de todos los tiempos, no tardó en responderle con inteligencia: «Querido John, yo te adoro y te respeto, pero por favor déjame al margen de tus comentarios carentes de datos fácticos». Efectivamente, el único modo de obtener datos que lo confirmaran o desaprobaran sería suprimir los circuitos masculino y femenino y ponerles a todos a competir juntos y esto es algo que no va a suceder porque el resultado sería perjudicial para todos los afectados.

Si en el deporte parecen claras las razones para que la segregación de sexos no se considere un acto de discriminación flagrante, hay quienes piensan que sí lo es a la hora de calificar el trabajo de actores y actrices, y abogan por que se establezcan unas distinciones neutras de interpretación, tal como sucedió en los MTV Movie & TV Awards (hasta 2016 conocidos como los MTV Movie Awards), en cuya última gala Emma Watson recibió el galardón unificado por su papel en La bella y la bestia, dirigida por Bill Condon. Convertida desde hace un tiempo en icono del feminismo actual, Watson lo recogió orgullosísima:

Emma Watson recoge el Premio MTV Movie & TV Awards

«El primer premio a la interpretación en la historia que no separa nominados según sus sexos dice algo de cómo percibimos la experiencia humana. Pero para mí, indica que la actuación es sobre la habilidad de ponerte en los zapatos de otro. Y eso no es necesario separarlo en dos categorías diferentes. La empatía y la habilidad para usar tu imaginación no deberían tener límites«. Coincido plenamente en el razonamiento de Emma Watson pero me gustaría indicar que no veo la necesidad ni la ventaja de suprimir las categorías para unificarlas en una sola. Tampoco creo que la separación sea un insulto a las mujeres, como afirmaba la columnista y aguerrida militante de la equiparación de The New York Times, Kim Elsesser, porque obviamente los mejores trabajos de las mejores actrices son tan geniales como los de sus homólogos masculinos. Y sobre eso no creo que nadie tenga dudas, salvo en algunos círculos antediluvianos. Pero ¿ayudaría a la causa de la igualdad entre hombres y mujeres que todas las instituciones imitaran a la Academia de Cine de Aragón, que el pasado mes de mayo  otorgó (para minimizar el número de premios y acabar con cierto sexismo, según se explicó) el premio Simón a la Mejor Interpretación a Laura Contreras por Luz de Soledad, de Pablo Moreno?

En un escenario ideal tendría sentido, pero habría que tener en cuenta para responder a ello que la gran mayoría de las historias tienen a hombres por protagonista. Eso quiere decir que los mejores papeles, en términos cuantitativos, los acaparan los hombres y por tanto las posibilidades de ellas se reducen en la misma proporción. Cuando se premia a un actor no se tienen sólo en cuenta sus habilidades sino que pesa mucho la brillantez del personaje. Las posibilidades de lucimiento de actores y actrices aumentan o disminuyen en función de la magnitud de lo que tienen que crear. En esa hipotética carrera las actrices disponen de muchos menos caballos y perderían mucha visibilidad si tuvieran que competir por un unificado Premio a la Mejor interpretación. ¿Cuántos Goya recibirían? Con toda seguridad, muchos menos que sus colegas, y no por tener menos talento.

Cuando se objeta que lo mismo podrían exigir los miembros de otras profesiones, directores, directores de fotografía, o cualquier otro, evidentemente se está llevando el argumento al absurdo porque duplicarlo todo sería sencillamente ridículo e inviable. Solo con pensar en la retahíla de agradecimientos a los padres, familiares y amigos de los premiados me pongo a temblar. Queda aceptado de entrada que la homologación estaría dentro de una lógica impecable salvo que simplemente se traduciría en un retroceso en el terreno conquistado. Por una vez y hasta nueva orden, la incongruencia de distinguir entre premios masculinos y femeninos debe ser considerada un acierto, el renglón torcido con el que se escribe derecho en el camino hacia la igualdad. Sintiéndolo mucho por el discurso entusiasta y bien intencionado de Emma Watson, será mejor que por ahora no cunda su ejemplo.

La vida en corto

“España no es país para cortos”, titulaba el 24 de febrero en Publico.es Nacho Valverde una crónica en la que recordaba, no obstante, que de no ser por este formato nuestra industria no habría tenido presencia en la categoría de nominados a Mejor Película de habla no inglesa en la gala de los Oscar desde 2005, cuando Amenábar lo ganó con Mar Adentro y Nacho Vigalondo bailaba con su cortometraje 7:35 de la mañana y se quedó cerquita de conseguirlo; hubiera sido un bonito doblete.

Para no ir más lejos, este año estuvo nominado Timecode, de Juanjo Giménez, que acudía a Los Angeles con su Palma de Oro del Festival de Cannes (desde Buñuel y Viridiana, no se conoce otra igual) y el Goya bajo el brazo. Y si miramos más atrás, aunque finalmente tampoco consiguieran la estatuilla, Juan Carlos Fresnadillo, se presentó allí, en 1997, con Esposados; Borja Cobeaga y Javier Fesser con Éramos pocos y Binta y la gran idea en 2007; Javier Recio con La dama y la muerte, en categoría de animación, en 2010; y Esteban Crespo con Aquel no era yo en 2014.  Esto por referirnos a la proyección de mayor eco internacional.

Atendiendo a este ángulo del escenario, el cortometraje español parece gozar de buena salud. En la última Gala de los Goya la competencia fue dura: el citado Timecode, finalmente triunfador, Graffiti, de Lluis Quílez, Premio Méliès de Plata al Mejor Cortometraje Fantástico Europeo y posteriormente Premio Forqué; La invitación de Susana Casares, premiada en la última Seminci en la sección ‘Castilla y León en Corto’; Bla, Bla, Bla de Alexis Morante, triunfador del Notodofilmfest y En la azotea, dirigido por Damià Serra, premiado también en la pasada Seminci en la sección «La noche del corto Español». Entonces, ¿acaso el cortometraje ha dejado de ser el pariente pobre del cine español, uno de esos familiares que uno no puede poner en la calle, porque está muy mal visto, pero desearía poder hacerlo con toda impunidad? La Academia incluso pretendió dejarlo al margen de la Gala de los Goya, aunque felizmente rectificó. No está nada clara la conclusión, pero este debate es viejo, muy viejo, viene de muy atrás y no parece que pasen los años por él.

Aún recuerdo que hace varias décadas, cuando existían soportes que a las generaciones actuales seguramente ni les suenen, como el Súper 8 mm. y el 16 mm, vestigios de la vieja era analógica, quienes aspiraban a hacer cine tomaban el formato de corta duración como terreno de prácticas y aprendizaje, o carta de presentación en su legítima aspiración a cineastas con todas las de la ley. Los periodistas, de hecho, hablamos con frecuencia del debut, sin mayores matices, de un director cuando realiza su primer largometraje, aunque previamente haya acreditado con premios y otros reconocimientos una experiencia sobrada en la narrativa cinematográfica, lo que no deja de ser contradictorio.

Juanjo Giménez, el director de Timecode, intenta combatir esta idea que menosprecia a la corta duración: “Yo ya he hecho tres largometrajes, y pienso seguir haciendo cortos y largos. Lo he compaginado, he hecho de productor y he estado en varios frentes, pero no quiero abandonar el corto porque me siento a gusto”. Recuerda que no está solo en esa visión de la jugada, como lo demuestran directores que menciona: Fesser, Sánchez Arévalo, Vigalondo o Cobeaga, y afirma que la idea de “que el corto es la puerta de entrada al largo es algo antiguo y está abandonado”. A mí me parece que por mucho que Giménez se empeñe en resaltar la noción de fórmula narrativa diferente, la conocida comparación con la literatura según la cual el corto es al largo lo que el cuento o relato corto es a la novela, las limitaciones que suponen las estrechuras del cortometraje en términos de financiación, de medios, de tiempo y espacio, y por otro lado también la trascendencia y el prestigio que suponen “consagrarse” en un certamen como director en uno u otro formatos no admiten comparación.

Afortunadamente, tampoco pueden compararse las posibilidades que se ofrecen a los cortometrajistas en el tiempo presente con las que se abrían en los tiempos remotos de los que hablaba yo antes. Las plataformas de visionado a través de la red, la infinidad de Festivales, específicos o no, e incluso las ayudas públicas a la producción (aunque hoy en día recortadas, congeladas y minimizadas, que casi no existían entonces –hablo de los años 80, cuando yo me movía en lo que entonces era un submundo-) dejan un margen amplio para que surjan ilimitadas iniciativas. Un concurso como el Iberoamericano de Versión Española SGAE en aquellos tiempos era una quimera, la cuantía de los premios un potosí (12.000 euros, 8.000 euros y 4.000 euros para el Primer, Segundo y Tercer Premio) y las posibilidades de emisión en TVE remotas. Ah, y por entonces los Goya aún estaban por inventarse.

Ya sé que con esta extemporánea y anacrónica compulsación estoy contemplando la botella medio llena. No se me escapa el simpático detalle de que hace tres años Versión Española SGAE concedía 20.000 euros como premio gordo (¡muy gordo!). Ni que el Festival de San Sebastián, el más importante de España, todavía tiene pendiente abrir esa ventana. O que otros festivales entregan cuantías muy inferiores, cuando no se contentan con dispensar un humilde trofeo. En la Sección Oficial a concurso de Cortometrajes de la SEMINCI el ganador recibe su Espiga de Oro y 2.000 euros. Como en la última edición, hubo un reparto ex aequo de ese honor entre Il Silenzio, de Farnoosh Samadi y AliAsgari (Italia/Francia) y Cheimaphobia, de Daniel Sánchez Arévalo, no sé cómo se apañaron con tan exigua cantidad de dinero. El Premio de La noche del corto español en la Sección Punto de Encuentro (que correspondió a The App, de Julián Merino) estaba dotado con 3.000 euros.

La semana pasada he tenido el honor de participar como miembro del Jurado en la IV edición de Los Premio Pávez de cortometrajes, que se han celebrado en Talavera de la Reina. Me agrada mucho reseñar que el citado The App ha sido el gran triunfador en seis -las principales- de las nueve categorías a las que aspiraba.

Julián Merino empaqueta en The App una idea digna de la famosa serie Black Mirror que se puede encontrar en la plataforma Netflix, con un sentido del humor perfectamente engrasado al que sólo le sobran unas gotitas de lubricante en el desenlace: el delirante mundo en el que estamos embarcados gracias a las maravillosas oportunidades que nos brindan las nuevas tecnologías para alcanzar las más altas cotas de estupidez. Carlos Areces, que ganó el Premio a Mejor actor, es la evidencia de que el arte de la interpretación no entiende de duraciones; Luis Zahera, cuyo trabajo, a través de su voz únicamente, podemos apreciar en off, como el de Scarlett Johansson en Her, no tuvo la misma suerte aunque la merecía. The App es un buen ejemplo de las virtudes y limitaciones del formato. Estén atentos en la próxima gala de los Goya, porque es muy probable que la encuentren allí.

Ayer mismo asistí a una de las cuatro galas de la 18ª temporada del Festival Cortogenia que con una periodicidad no establecida tienen lugar en el Cine Capitol de Madrid, un lujo de sala y pantalla en estos tiempos en los que el formato parece condenado a verse en ordenadores, tabletas y hasta teléfonos. A final de año se celebrará la gala final para reparto de premios a las categorías de dirección, guion, dirección de fotografía, dirección de producción, montaje, música original, sonido, dirección artística y mejor interpretación masculina y femenina; además del Primer Premio Cortogenia, Premio del Público, Mención Especial del Jurado y Mayor Proyección Internacional. Los asistentes, en entrada libre, votan para discernir el Premio del Público.

De los seis trabajos exhibidos, tengo que resaltar con especial énfasis uno: el titulado Australia, dirigido por Lino Escalera. Este año asistimos al descubrimiento de este espléndido realizador que tan sólo hace un mes estrenó el largometraje No sé decir adiós, película a la que vaticino un protagonismo total cuando los Goya pretendan dictar sentencia sobre lo que es duradero y lo que es pasajero. El cortometraje, explicaba su director, vio la luz en paralelo al proceso de rodaje del largometraje. Como escindido de éste, por precaución y miedo a que no pudiera ser terminado, el personaje de Natalie Poza buscó su propio espacio en una historia mucho más corta que, sin embargo, posee idéntico sello de fortaleza y autenticidad, gracias a la propia actriz y a su colega Ferrán Vilajosana. ¡Qué dos enormes actores!  En casos como éste, el cortometraje resulta ser un brillantísimo destello de gran cine, magnífico relato por breve que sea, que remacha la idea que nos había quedado meridianamente clara cuando vimos No sé decir adiós: Lino Escalera y su coguionista Pablo Remón escriben diálogos al dictado de los dioses de la narración y con ellos atrapan pedazos de vida que deleitan y conmueven. En enero volveremos a pelearnos con las teclas para encontrar los adjetivos que les hagan justicia. Por cierto, a la vista de Australia el debate sobre la entidad del cortometraje queda zanjado; cosa bien distinta es el sentido y la utilidad que seguirá teniendo para quienes lo hacen y para el resto de la industria.

Goyas y Palmas de Oro a precio de saldo

Al capítulo de estrecheces económicas del cine, de las que yo daba cuenta el martes pasado, los inusuales métodos de financiación que pasan por el micromecenazgo y otras fórmulas, se le añade la de la venta de enseres particulares; alguno, cargado de simbolismo que convierte a cineastas que un día alcanzaron la gloria en caballeros que hubieran perdido toda su fortuna y tuvieran que empeñar hasta el caballo. Traigo a colación la subasta de un Goya y de una Palma de Oro del Festival de Cannes, nada menos; aunque, por haber, hasta algunos Oscar se han vendido en el pasado.

A ver si nos vamos aclarando, Juanma, que con tu cachondeo en el video que hiciste circular por la Red, que yo te alabo, desde luego, no me queda claro quién leches llevó el cabezón a empeñar. Porque allí estuvo, tú no lo puede negar porque hay fotos que circularon en las redes, en el escaparate de aquella tienda de artículos de segunda mano de Vitoria por un precio de 4.999 euros, que ya son ganas de marear la perdiz. Encima machacas nueces con el trofeo y ofreces la Concha de Oro en el mismo paquete a buen precio. Te crees muy gracioso, y a lo mejor lo eres, pero, hombre, Juanma, bien está empeñar el Goya, ¡pero uno auténtico por sólo 5000 euros…! O le tienes poco aprecio a los honores que representa o andas muy necesitado de liquidez.

Menudo mosqueo se pilló la presidenta de la Academia, Yvonne Blake recordando: «El premio es de quien lo recibe y puede hacer lo que quiera con él, porque no hay ninguna cláusula. No es como en Estados Unidos, donde sí prohíben vender los Oscar. Aquí nunca había pasado en 31 años. Ahora la Academia se plantea regular esta situación en España. Pero si ese Goya no es auténtico, sí que se puede emprender acciones legales, porque nosotros somos titulares de los derechos de imagen de la estatuilla».

Mira, yo en esto estoy contigo. Si te planteas reinvertirlo en hacer otra película sería el mejor homenaje que se le puede hacer al cabezón, todo un símbolo poético, la fundición del metal para ennoblecerlo con nueva materia cinematográfica. Del celuloide salió y al celuloide vuelve (sí, ya sé que ya no se rueda en ese material, pero como metáfora que es resulta más literario).

Ese Goya, que se intentó vender sin conseguirse por la escandalera que provocó cuando saltó a la luz la noticia, lo habían ganado el 7 de marzo de 1992 unos prometedores hermanos, Eduardo y Juanma Bajo Ulloa, que vieron premiado su guión original de Alas de mariposa. Para poder producir la película dicen las crónicas que el director tuvo que hipotecar su casa (y supongo que más de un familiar se vería en la tesitura de tener que echar una mano). Así es que la venta del Goya hubiera cerrado el círculo, o continuado una cadena maldita, según se mire.

Cuando recogía su Concha de Oro a la Mejor Película en el festival de San Sebastián el segundo, había vaticinado desafiante: “os vais a acordar de ésta”. Ay, ironías del destino. Mira cómo se burlan los dioses trabajando con la materia que ellos atesoran, la perspectiva del tiempo, que tanta falta hace cuando se es joven y se carece por completo de ella.

La noticia saltó el 27 del pasado diciembre y más que los titulares que ya tenían su guasa (“El Cash Converters que vendía el Goya de los Bajo Ulloa: teníamos el premio en tienda”, se leía en este periódico; “Un Goya de saldo”, decía El Correo.com; “Los Bajo Ulloa tratan de vender su premio Goya en una tienda de segunda mano”;y así suma y sigue) a mí lo que me perturbó fue la imagen de la codiciada estatuilla expuesta en aquel escaparate, rodeada de collares de bisutería, viejas cámaras fotográficas y otros objetos de menor rango que el noble busto de don Francisco, así convertido en un mendicante testimonio de lo arrastrada que está nuestra industria. Quien sabe lo que habrán visto sus ojos hasta llegar a caer en esa postración. ¡Lo que darían muchos por tener uno en su casa!

 

O tal vez sea el símbolo definitivo de cómo la rebeldía juvenil (y el imperdonable puntito de arrogancia que suele acompañarle) es castigada por los dueños de una industria que no tolera a los que mean fuera del tiesto. Porque a Juanma, que tan precozmente había revelado su talento como contador de historias, se le fueron cerrando las puertas del cine por quienes tienen las llaves, y ello, a pesar de que en 1997 convirtió a Airbag, una película que veía retrasar su estreno una y otra vez durante meses, en la más taquillera de la historia, un taquillazo de siete millones de euros. Airbag no era muy de mi gusto, su gamberrismo desenfrenado me resultaba cargante, pero reconozco que en algunos momentos destilaba una simpática mala leche que me hacía cosquillas.

Genio incomprendido o alguien le echó un mal fario, porque Bajo Ulloa intentó repetir la jugada 18 años después de aquel extraño suceso que fue Airbag, con Rey Gitano y el batacazo volvió a llevarle a la ruina, dos millones de coste y poco menos de uno de ingresos. Seguía sin ser un humor fino, todo hay que decirlo, cultivaba con fruición el brochazo y las situaciones disparatadas con un sano espíritu iconoclasta respecto a la sociedad y a la familia real, de la que se pitorreaba un poquito, con alusiones a algunos de los últimos episodios protagonizados por el monarca emérito, pero el guion y la película en su conjunto volaban bajito. La fórmula era parecida, de similar fuste a Airbag, pero esta vez no resultó.

Ya sé que es magro consuelo, pero los Bajo Ulloa no estáis solos. Hace unos días supimos que Leonardo di Caprio tenía entre sus bienes el Oscar que Marlon Brando había ganado por La ley del silencio en 1954, obsequio de  la empresa Red Granite Pictures, productora de El lobo de Wall Street, que había sido acusada de malversación de fondos en Malasia, por lo que el Departamento de Justicia de Estados Unidos le pidió que la devolviera. La historia de cómo había llegado la estatuilla hasta allí es larga, pero las diversas manos que mercadearon con ella manejaron muchos dólares, seguro.

En 2011 se subastó el Oscar de Orson Welles por Ciudadano Kane, y como la cosa amenazaba con convertirse en epidemia, la Academia de Estados Unidos acabó por prohibirlo: “Los ganadores de un premio no venderán ni desecharán la estatuilla del Oscar sin antes ofrecerla a la Academia por la suma de 1 dólar”, reza el reglamento vigente.

El Goya que ganó Orson Welles

El último sobresalto conocido que hace confundir valor con precio data de hace menos de dos semanas, cuando supimos que Abdellatif Kechiche ponía en venta su Palma de Oro del Festival de Cannes, que obtuvo por La vida de Adèle en 2013. Lo contaba el director en The Hollywood Reporter y aclaraba que “el fin era conseguir el dinero suficiente para completar la postproducción sin más retrasos». En el paquete se incluirían algunos óleos que aparecen en la película. Según la productora, Quat’sous (“Cuatro duros”, ni aposta podían haber elegido mejor nombre) los bancos les habían cerrado el grifo del crédito provocando numeroso problemas de financiación y poniendo en peligro los cobros del equipo. O sea, nada nuevo bajo el sol, manda la banca y los del cine a callar.

Abdellatif Kechiche, Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux recogen la Palma de Oro en Cannes

La Palma de Oro del Festival de Cannes parece ser que está valorada en más de 20.000 euros, porque pesa 118 gramos de oro de 18 quilates. No tengo el dato equivalente de la Concha de Oro, pero a juzgar por el desencanto con que algunos afortunados la recogieron en su día (“pero si parece un cenicero”, decía jocosamente una joven actriz con apellido de animal que la había ganado por un papel muy dramático) no debe de ir muy allá. El valor crematístico sin duda es muy inferior al simbólico. Y recordemos que el cine se alimenta de símbolos pero no se fabrica con ellos. Los símbolos no cotizan en el mercado de valores.

Lo pequeño puede hacerse grande

Ayer se hacía eco en este medio Charo Rueda, en su blog de Capeando la crisis, de una campaña de microfinanciación, para la finalización de la película The Code, dirigida por Carles Caparrós, un documental impulsado por la Fundación Baltasar Garzón. Acorde con la trayectoria de nuestro exjuez más conocido en el mundo (de por qué hay que anteponer el prefijo ex tendría que rendir cuentas algún día ese partido gobernante calificado por la justicia como asociación de malhechores) el documental trata del empeño de un centenar de jueces, fiscales y abogados en todo el mundo por que se implante un nuevo código de la Jurisdicción Universal, algo que en España laminaron, primero el PSOE, y de manera definitiva el PP, para poder perseguir el genocidio y la impunidad de los grandes criminales de cualquier parte del mundo.

Esta fórmula de financiación se está extendiendo y generalizando en nuestro cine. Viene de Francia, como tantas cosas buenas, a pesar de la tirria que se le tiene desde los tiempos del alcalde de Móstoles a todo lo que huele a gabacho. Y yo que soy un afrancesado les doy bola. Parece ser que el precedente se sentó en 2006 con el cortometraje de ciencia ficción Demain la veille, de Julien Lecat y Sylvain Pioutaz, gracias a que sus hábiles productores, Guillaume Colboc y Benjamin Pommeraud, recolectaron nada menos que 17.000 € en un mes a través de un sitio web. Tuvieron la suerte de que numerosas revistas especializadas (sí, en Francia tienen de mucho eso, aunque paradójicamente carecen de un buen programa cinematográfico en televisión similar a Días de cine), como PremièreStudio Magazine, Ecran Total o Le Film Français, le dieron cobertura en sus páginas.

 

En España como las ayudas a los proyectos que no persiguen grandes taquillazos son objetos sospechosos para el gobierno, como ya tenemos dicho en varias ocasiones, cada vez es más frecuente encontrarse con largometrajes que nacen pequeñitos y terminan haciéndose grandes a fuerza de talento y también de solidaridad. Uno de los pioneros aquí fue Alfonso Sánchez: su descacharrante comedia de El mundo es nuestro repartió carcajadas en el Festival de Málaga en diciembre de 2012. Alfonso Sánchez era también “El cabeza” –pronúnciese El cabesa- y su compadre Alberto López, “El culebra”. A Sánchez le dieron Biznaga de Plata al Mejor Actor y todo el público agradeció el buen rato pasado con su galardón correspondiente. Les aseguro que no sólo era una buena película, yo me partía de risa con el modo en que trataban un asunto tan serio como la crisis bancaria; qué digo crisis, la gran estafa de los bancos.

Llegar a ser grandes en términos de reconocimiento, no significa necesariamente rentables en términos económicos. Rodrigo Sorogoyen, por ejemplo, en 2013 vio su Stockholm agraciada en Málaga con tres Biznagas de Plata, además de convencer a la crítica para que le concediera el Premio Feroz a Mejor Película Dramática y a la Academia para que le otorgara el Goya a Javier Pereira como Actor Revelación. Aunque no recuperara toda la inversión (escuálida por otro lado con la ayuda de amigos, familiares, actores y miembros del equipo; sólo dos intérpretes y rodaje en domicilio del director, hicieron posible el resto) el éxito le abrió puertas posteriormente a otras empresas de mayor enjundia, como el muy interesante (aunque no terminado de cuajar) thriller Que Dios nos perdone, avalado por Tornasol Films porque el olfato de Gerardo Herrero no anduvo desencaminado: seis nominaciones a los Goya y bingo para Roberto Álamo, como actor protagonista.

No hace mucho comenté en esta tribuna (Ricos y pobres en el cine español) la iniciativa de Jordi Teixidor para conseguir 10.000 € con vistas a la producción de un cortometraje ambientado en la Guerra Civil española, Cunetas. En la web de Verkami se indica que consiguieron 12.040 €  gracias a 355 mecenas y que la campaña se cerró el 18 de marzo. Espero poder ofrecer pronto noticias de cómo marcha la cosa. Teóricamente el rodaje finalizaba en abril y la postproducción entre mayo y junio; el estreno debería ser en octubre y los aportantes recibirían sus recompensas en noviembre.

En la misma onda que la producción de Cunetas y de The Code se ha constituido una Cooperativa de Cine, cuyo nombre es toda una declaración de principios: Lo posible y lo necesario. El objetivo que persigue es la producción de un documental sobre la vida y lucha de Marcelino Camacho con la percha del centenario de su nacimiento, 1918 – 2018. Por supuesto, difundir la figura del imprescindible -en el sentido que Silvio Rodriguez atribuye a Bertolt Brecht- luchador obrero no debería necesitar de ningún pretexto pero estas cosas funcionan así, nuestro cerebro se activa por simpatía y parece que necesitemos anclar nuestros impulsos con efemérides para poder actuar.

En cualquier caso, la Cooperativa está compuesta por profesionales de la comunicación, el cine y la edición; sigue el patrón de una cooperativa de consumidores sin ánimo de lucro, está gestionada por sus propios socios y tiene una clara vocación de difusión del compromiso  social y político. Todos los detalles que se precisa conocer para sentirse concernido por la iniciativa los encontrarán en su web: https://coopcinelonecesario.wordpress.com/apoya-el-film/