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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Basada en hechos reales

El biopic, el género biográfico, se presta como ningún otro a la manipulación del espectador, para bien y para mal, porque juega con una coartada, casi una patente de corso, la de los “hechos históricos”. Pero ¿cómo saber si la realidad fue tal como se nos cuenta? ¿Cómo saber si el personaje retratado fue –o es- realmente como lo vemos reflejado en la pantalla? Es evidente que la película no nos lo aclarará. Con frecuencia un rótulo al final añade datos que por razones de diversa índole el director, el productor, o quien diablos sea el que lo haya decidido, no ha incluido en la narración. Suelen ser datos concisos y contrastables, desprovistos de valoraciones (bueno, esto no siempre), tal y tal fulano murieron en tal fecha, a tal y tal otro les metieron en la cárcel…

Eso de añadir ese tipo de información, como la de colocar en el frontispicio de la película la frase característica de “basada en hechos reales”, suele operar como antídoto frente a la incredulidad del espectador, pretende anularla aunque no siempre lo consigue. En el marco del BCN Film Fest, que acabará su primera edición mañana viernes, hemos visto un ejemplo de que esto: La casa de la esperanza, una coproducción de Estados Unidos, Reino Unido y República Checa, dirigida por Niki Caro.

Jessica Chastain, sin duda lo mejor de la función, es una especie de Oskar Schindler junto a su marido; ambos regentan un zoológico en Varsovia y cuando comienza la persecución de los judíos se las apañan para ocultar allí a cuantos pueden para salvarles de la deportación y la muerte seguras. Sabemos, porque se nos ha dicho, que las cosas sucedieron como vemos que pasan en la pantalla, pero algunas torpezas en el modo de presentarlas hacen que nos resulten a veces inverosímiles. Si uno se detiene a pensar, resulta muy poco creíble que aquellos desdichados no sean descubiertos por el malo de la película, en este caso el infortunado Daniel Brühl que viste las maneras y el uniforme militar germánicos, ni siquiera por más que éste pretenda hacer la vista gorda.

Precisamente este actor hispanoalemán también participaba en otra cinta aquejada de similares males, igualmente relacionada con las cositas tenebrosas de los filonazis: Colonia (Florian Gallenberg, 2015). Allí Brühl era el bueno, un joven secuestrado por la policía secreta pinochetista en el Chile de 1973 y encerrado en una cárcel secreta llamada Colonia Dignidad, a quien tiene que rescatar su angelical novia encarnada por Emma Watson. Hechos reales percibidos como poco probables. Lo real no siempre es verosímil en la pantalla.

Pero volvamos al inicio, el relato o el retrato histórico. En El BCN Film Fest se han presentado tres de características muy distintas y de variado interés. Uno de ellos, Churchill (Jonathan Teplitzky, 2017) se sitúa en 1944, en un breve lapso de tiempo, las 48 horas que preceden al desembarco del Día D para acometer la liberación del territorio francés y provocar el repliegue de las fuerzas ocupantes alemanas. El segundo es el último suspiro cinematográfico del gran director polaco Andrzej Wajda, terminado muy poco tiempo antes de su fallecimiento: Los últimos años del artista: Afterimage. El título alude al protagonista, el pintor vanguardista Wladyslav Strzeminski, humillado y perseguido hasta la muerte en 1952 por el régimen prosoviético de su país. El tercero, en fin, es una semblanza biográfica de la científica francesa de origen polaco, Marie Curie, rebelde con causa en el terreno del conocimiento e investigación, en el terreno amoroso y en el terreno social.

Muy poco tienen en común estos retazos de la Historia, salvo ese carácter pretendidamente verídico. Difícil dudar de su autenticidad en el curso del visionado de los filmes; tan sólo nos lo permitiría la consulta a fuentes ajenas y por tanto hemos de conformarnos, mientras duran las sesiones, con aceptar las visiones particulares de sus autores, a menos que uno tenga los conocimientos biográficos previos sobre ambos personajes.

Los prejuicios suelen ponernos en alerta: sobre Churchill se ha dicho y escrito tanto que resulta imposible delimitar dónde comienza el mito y dónde termina el ser humano. Teplitzky intenta abordar las zonas de sombra, las esquinas de la identidad de un personaje “bigger than life”, los aspectos menos conocidos o menos publicitados, si bien lo hace con cuidado y delicadeza: su perseverante práctica del levantamiento de vidrio, en particular rellenado su espacio vacío por un buen whiskie, su comportamiento atrabiliario y mandón, su carácter autoritario y despótico, sus arranques de ira… en este retrato hasta las volutas de humo requisadas al cigarro puro que semeja ser una prolongación natural de sus labios parecen estar marcando el territorio de un bulldog, grueso, gruñón y peligroso. Brian Cox se apodera del bombín, el puro y la voz y se transmuta en Churchill y nos hace olvidar su verdadera figura, como si nunca hubiéramos visto otros rasgos del prohombre que los del actor, un monstruo de la escena británica y mundial.

Contribuyen a la humanización del mito estos detalles de la estampa tanto como la relación que establece el dirigente con su esposa, a la que confiesa necesitar para ser él mismo. Y ayuda enormemente a que dejemos a un lado cualquier descreimiento la fabulosa interpretación de Miranda Richardson, otra que tal, actriz con letras de molde, capaz de darle la réplica al mismo Lucifer que se le pusiera por delante. Ahí tenemos a la pareja, la institución familiar, el eje sobre el que se yergue la tradición. El gigante, y a su sombra el apoyo imprescindible.

Zonas de sombra sí, pero la luz se impone al final cuando las dudas, las vacilaciones, las polémicas con los aliados, los miedos a no estar a la altura de la responsabilidad histórica, el compromiso con el pueblo dispuesto a inmolar a sus mejores jóvenes en la batalla por la libertad, cuando todos eso se aparca y resplandece el discurso del gran estadista, la película adquiere el perfil mitómano que había estado intentando burlar. ¿Recuerdan El discurso del Rey (Tom Hooper, 2010)? Por mucho que Jorge VI tartamudeara y caminara por senderos de cierto cariz estrafalario, el “speech” final le redimía y elevaba a la estratosfera donde habitan los héroes. Algo muy similar ocurre con este Churchill, humanizado sí, pero finalmente vuelto a divinizar consagrado por su discurso, el discurso político ante los micrófonos de la BBC y el discurso narrativo que nos lo acerca para volver a alejarlo. Es un discurso patriótico, acorde con los parámetros en los que se entiende comúnmente el término.

 

Wajda va por otros derroteros. De entrada Wladyslav Strzeminski es un artista revolucionario en un tiempo en que esta palabra había sido desprovista de todo significado por el Partido Obrero Unificado de Polonia, gobernante tras la conferencia de Yalta y fiel lacayo a las órdenes de Stalin. Un pintor vanguardista, excelente el actor  Boguslaw Linda, que se rebela contra la uniformidad del llamado realismo socialista y se convierte poco a poco en enemigo del Estado. Sufridor de avatares similares a los de su héroe, combatiente primero, represaliado después, el director construye su retrato a base de contrastes y paradojas.

Frente al colorido típico de las pinturas de Strzeminski, que imita en los créditos de entrada y salida, la fotografía gris plomiza durante el transcurso de la película. Frente al carácter rebelde y subversivo del artista, los encuadres y composición clásica de sus planos. Si Wladyslav Strzeminski rechaza el realismo socialista, Wajda nos entrega un filme imbuido de neorrealismo para darlo a conocer, en algunas secuencias, casi podríamos hablar de realismo soviético; la denuncia de las atrocidades del patrón (el Estado en este caso) y el modo en que el obrero oprimido sucumbe a su brutal acoso, privado de medios de subsistencia. El espíritu de Eisenstein no anda lejos.

El filme de Wajda es una reivindicación de una gloria del arte polaco, pero es en mayor medida el ajuste de cuentas con el partido comunista gobernante en su país en un período negro de su historia. La burocratización y el poder absoluto en manos de necios que veían traidores a la causa del pueblo por todas partes, adquiere tintes grotescos en algunos diálogos y acciones del filme. Wajda probablemente no exagera los rasgos autoritarios del régimen pero algunas frases entre el ministro de cultura y el pintor provocan extrañeza. Son por supuesto recreaciones y fabulaciones del guionista pero tal vez hubiera sido más creíble un punto mayor de sutileza; alguna línea parece brocha gorda, apunta o nos coloca en la sospecha de cierto maniqueísmo.

La reprobación y denuncia del autoritarismo es el fin último de este biopic limitado (no abarca toda el recorrido vital del biografiado) de Wladyslav Strzeminski. Con él la reivindicación de la libertad de creación artística y de la libertad en toda su extensión, también la necesidad de conocer la Historia, la propia historia, la historia de la Humanidad. Si los hechos narrados se corresponden escrupulosamente con lo acaecido tal vez no sea lo más importante. En todo caso, es lo más difícil de establecer.

Marie Noëlle transita a su vez por nuevos caminos en su retrato de Marie Curie. Es un retrato impresionista, de colores desvaídos y contornos suaves que contrastan con la determinación de la que hace gala esta mujer. Esta gran mujer, hay que decir, no sólo por sus grandes méritos en el dominio de la ciencia, la primera en recibir un premio Nobel (Física) y la única en recibir dos (Química) sino por la impresionante fortaleza de espíritu que supo mantener cuando, tras la muerte de su marido, Pierre Curie, mantuvo el tipo frente a la insoportable presión de una sociedad puritana que condenaba la libertad amorosa, sobre todo y especialmente la femenina.

La directora mantiene en equilibrio las dos líneas de fuerza del relato: de un lado el flanco didáctico, la divulgación de la importancia histórica de sus descubrimientos (el polonio y el radio, teoría de la radioactividad y el uso terapéutico de los rayos X, su utilidad en la curación de enfermedades como el cáncer) y la dificultad añadida a la que se enfrenta por ser mujer. De otro lado el cariz romántico de la historia, un romanticismo subido de tono que realza el enamoramiento contra todo y contra todos de Marie Curie, calurosamente encarnada por la actriz polaca Karolina Gruszka, que está dispuesta a renunciar antes al reconocimiento social y profesional que a las delicias y tormentos del amor. Divulgación científica, feminismo y romanticismo; conjugar estos elementos que operan narrativamente en escalas de lirismo muy diferentes es la mayor virtud de que hace gala Marie Noëlle.

 

En cuanto a la veracidad de este apunte biográfico, me remito a lo dicho al principio: su importancia es relativa y conduce la discusión a un terreno académico. Lo valioso es que en el relato todo lo que sucede responde a una misma lógica de verosimilitud. Y vemos cómo las tres fracciones de biopic citadas (en puridad el término se aplica a crónicas que abarcan un espacio de tiempo de mucha mayor extensión) emplean estrategias diversas con un mismo propósito, realzar la importancia del personaje convocado, darlo a conocer o revelar aspectos menos conocidos, reforzar las ideas políticas, sociales o culturales que cada uno encarna.

Un Festival no nace sin dolor de parto

En el balance que todo festival debe realizar entre cuota de cine serio y cuota de “glamour” para robar una esquina de espacio en los medios de comunicación hay una ley inexorable a la que es muy difícil sustraerse. A la máxima de “el medio es el mensaje” hay que hacerle un ligero retoque de maquillaje para convertirla en “el famoso es el mensaje”. A esa norma de obligado cumplimiento para la supervivencia también se ha sometido el BCN FILM FEST, que no sabe muy bien dónde colocar el Sant Jordi, si como nombre principal o como apellido.

En Barcelona comenzó el pasado viernes 21 este recién llegado al panorama de los festivales. Allí hizo su aparición Richard Gere, protagonista de Norman, el hombre que lo conseguía todo, dirigida por Joseph Cedar, una propuesta interesante aunque un tanto desconcertante que uno no sabría si definir como comedia bufa de baja intensidad o como metáfora tal vez involuntaria del rampante sistema –económico- depredatorio actual. ¿Y qué tal está el actor? Bien, gracias. Gere posó ante la prensa en eso que se denomina con el anglicismo “photocall”, o sea un posado ante las cámaras de toda la vida, llegó a la hora prevista a la rueda de prensa después de la presentación a la misma de la película, contestó comedidamente a las preguntas, estuvo discretamente simpático, educado, profesional… lo que se espera de una estrella cuyo brillo álgido comenzó a extinguirse hace más de dos décadas. A pesar de todo, aún le queda algo del embrujo que asomó en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990), una cinta mil y una veces repuesta en las cadenas de televisión, cenicienta moderna con un hiperidealizado hombre de negocios, rico, guapo, simpático, desprejuiciado y por supuesto conservador que debe redimir a una muy improbable prostituta con la estructura ósea y la desarbolante sonrisa de Julia Roberts.

Nota al margen: en la documecomedia de los directores argentinos de El ciudadano ilustre, Mariano Cohn y Gastón Duprat, Todo sobre el asado, una odontóloga, exploradora indiscreta en bocas ajenas tirando a repelente, dice saber por razones profesionales que Julia Robert padece de halitosis. Dejo constancia del profundo malestar que me produjo semejante gag de muy dudoso gusto.

A Richard Gere, a salvo, que sepamos, de esos infundios, le concedió Robert Altman una oportunidad -que no desaprovechó- de dar lustre cinéfilo a su dilatada carrera (El Dr. T y las mujeres, 2000). De entre sus muchos personajes yo me quedo con el sonriente abanderado del capitalismo de Pretty Woman, el ginecólogo de Altman y con el apurado seductor y consolador de damas de American Gigolo (Paul Schrader, 1980), libreto que parecía escrito para él en aquella época. Tres papeles en tres décadas: uno para cada una.

Richard Gere es la cuota glamourosa de este nuevo Festival de Barcelona que se reclama con otras señas de identidad y apuestas, de amplio espectro, también hay que decirlo, entre popular y didáctico, entre clásico y actual, combinando sabores en un cóctel ecléctico cuya definición habrá que esperar a ver si se asienta. De las intenciones de la programación dejó mi colega Carles Rull cumplida y detallada información en su blog El cielo sobre Tatouine, de modo que no me detengo a desarrollarla aquí. Pero el glamour tiene cosas desagradables que no cabe achacar a la organización del Certamen ni a los responsables de prensa, sufridores también junto a los verdaderos paganos de los insufribles comportamientos caprichosos de las estrellas, los periodistas acreditados.

Richard Gere y Lior Ashkenazi en «Norman, el hombre que lo conseguía todo»

Tan profesionales a veces, tan irresponsables otras. No es infrecuente que quienes gozan del privilegio de la adulación universal hagan de su capa un sayo a la hora de cumplir con las obligaciones contractuales que determinan un horario para responder a preguntas de entrevistadores. Se han dado casos en los que los fotógrafos se hartaron de esperar, porque el famoso de turno parecía haber olvidado el reloj o no tuvo empacho en acicalarse durante más tiempo del conveniente, y directamente se marcharon con sus cámaras a otra parte. Sonado fue el de Salma Hayek durante la promoción en España, en 2003, de Frida, película que coproducía y protagonizaba, con mucha ceja pero no tanto bigote. ¡Y sólo fue media hora de paciencia! O el enfado monumental con Leonardo di Caprio a cuenta de un retraso de una hora, por razones achacables a los insondables misterios de la aeronáutica (su avión particular tuvo la culpa, según explicó). Di Caprio defendía una excelente película que denuncia los criminales manejos de los contrabandistas de piedras preciosas (Diamantes de sangre, Edward Zwick, 2006), pero sus explicaciones no convencieron a los aguerridos reporteros gráficos que no tuvieron empacho en obsequiarle con una bronca monumental para provocar su perplejidad. Fue tanto el ruido del incidente que ensombreció la calidad del filme.

Richard Gere saluda con garbo y donosura en el BCN Film Festival. EFE

Pues lo mismo hubiera sucedido en Barcelona si los afectados no fueran plumillas a los que no se debe ni consideración ni explicaciones, tropa que está para hacer guardia, callar y obedecer. Tanto Richard Gere como su director, Joseph Cedar, se presentaron a las entrevistas concertadas con dos horas de retraso. Nada más. No pasa nada. Allí estábamos todos esperando lo que hiciera falta. Se entiende que después de comer es muy mala hora para repetir respuestas como papagayos. Bueno, debió de decirse a sí mismo la estrella comprometida con grandes causas humanistas, no les importará esperar un poquito…

Más tarde, a la hora del hacer el paseíllo, pues algo así es lo de la “alfombra roja”, lo más parecido a ese ritual taurino pero sin toros, otra horita más de espera. No pasa nada. Allí las masas enfebrecidas, gritonas y hambrientas, esperan lo que les echen con tal de disfrutar de su ración ocasional de famoso en vivo. Richard tan profesional él, sonriente y amable, se deja querer y cae estupendamente a todas las edades, a las mayores y a las más jóvenes. “¿Quién es ése? Un actor que se tiraba a Julia Roberts que estaba muy buena… Pues él todavía no está nada mal…” La frivolidad es así. ¿De cine, cuándo hablamos?

Richard Gere en un gesto característico. EFE

No, no, no le voy a hacer eso feo al Festival por culpa de Richard Gere, con lo majo y simpático que es. El BCN Film Festival (por cierto, José María Aresté, director del Festival, déjeme decirle que me parece más honroso añadirle el Sant Jordi por delante o por detrás que la fórmula anglófila con complejo de inferioridad) nace con muy buenos propósitos y me inspira simpatía. Por de pronto, es un certamen que brota en un barrio popular de Barcelona, el barrio de Gracia, lo que de entrada suma puntos, en unos cines que intentan cuadrar el círculo de la supervivencia de la calidad, la versión original, de las películas independientes, etc, en unos tiempos en que la audiencia deserta de las salas al menor pretexto: que si el buen tiempo, que si la televisión de pago, que si las descargas, que si las series, que si el cine en casa, que si el fútbol, que si… ¡Maldición! ¡Adónde iremos a parar con tanto pecador en esta iglesia!

Esta mañana le insinuaba yo a Bertrand Tavernier en mi entrevista para Días de cine esta apostasía de la verdadera religión (la cinefilia), esta desbandada de las catedrales laicas –que diría mi amigo Santiago Tabernero- y el grandísimo director francés exclamaba casi indignado: “¡es que los jóvenes también se atiborran de comida basura en los MacDonald’s y así nos va!”.

Tavernier representa el polo opuesto, no incompatible, a Richard Gere en este Festival. Intentar encontrar ese equilibrio del que hablaba al principio. Un foco de luz clásica para iluminar rincones que el cine de Hollywood deja a oscuras (no dejen escapar su documental Las películas de mi vida, historia del cine de su país desde los años 30 a los 70 atravesado por una corriente de contagiosa pasión). Esa aspiración del BCN también merece todo el apoyo que podamos darle. Es cierto que la programación no puede pretender competir con las lumbreras de otros certámenes, como San Sebastián, Valladolid, Gijón, Sevilla. Todavía. Quién sabe si cuando celebre su 10ª edición se habrá asentado y depurado.

Pero mientras eso se produce, si el tiempo y la autoridad lo permiten, yo he podido recoger en cuatro días un ramillete de películas muy agradables, que o tienen distribución o seguro que la tendrán pronto. Churchill, de Jonathan Teplitzky, un recio y vigorosa retrato, inteligentemente hagiográfico y producido con todas las garantías de calidad por la BBC, más humanizador que desmitificador del prohombre que prometió batallas con sangre, sudor y lágrimas, con Brian Cox y Miranda Richardson impresionantes. Marie Curie, dirigida por la francesa Marie Noëlle, es un biopic decente de una mujer que merece ser mucho más conocida, dos veces Premio Nobel, adelantada a su tiempo en todos los sentidos y referencia de la igualdad entre los sexos. Su mejor historia, de la danesa Lone Scherfig, antigua seguidora del Dogma 95, es una simpática historia que toca casi todos los «ismos»: antibelicismo, feminismo, lesbianismo, romanticismo… en un tono grave a veces y desenfadado otras.

Todo sobre el asado es el documental mencionado de la pareja argentina Cohn-Duprat que aborda el tabú culinario con la ironía, la guasa y la delicadeza que les conocemos. Tavernier presenta, además de su obra citada, Las películas de mi vida (recién ampliada en una serie de 8 horas de duración para televisión, según nos adelantó) un ciclo de viejas glorias agrupadas bajo el epígrafe de Imprescindibles: Juegos prohibidos (René Clément, 1952) Un condenado a muerte se ha escapado (Robert Bresson, 1953), Los amantes de Montparnasse (Jacques Becker, 1958) y Madame De… (Max Ophüls, 1953). Cuando ustedes estén leyendo estas líneas yo habré podido ver la última película del gran director polaco Andrzej Wajda, Los últimos años del artista: Afterimage, un biopic del pintor vanguardista Wladyslaw Strzeminski. Será mi última sesión de un festival que continúará hasta el viernes 28 y con un poco de suerte resista durante años a los embates de las olas de la vulgaridad.

Endemoniado Klaus Kinski

Tuve la suerte de encontrarme a dos metros de distancia de Klaus Kinski en la 39ª edición del Festival de San Sebastián, en septiembre de 1991. Yo había ido allí con un equipo de Televisión Española para realizar un reportaje para el programa Días de cine que acababa de echar a andar ese mismo mes. Todo era nuevo para mí, el ambiente del Festival, los pases de películas, las ruedas de prensa, las entrevistas. Incluso la proximidad a actores y directores y el hecho de poder hablar con ellos suponían entonces un hecho extraordinario que ponía a prueba la resistencia de una inclinación mitómana hoy ya notablemente mitigada, casi extinguida.

Klaus Kinski en el Festival de San Sebastián, 1991. EFE

Kinski era uno de esos mitos merced a algunos personajes legendarios que había creado junto a Werner Herzog, especialmente el alucinado conquistador español de Aguirre, o la cólera de Diós (1972) que fue el que le dio fama mundial. Después, con el mismo director, le siguieron otros como Woyzeck (1979), Nosferatu, el vampiro (1979), Fitzcarraldo (1982) y Cobra Verde (1987). Entre éstas y las de más acá y más allá llegó a rodar hasta doscientas películas, un puñado de ellas, excepcionales. Con Andrej Zulawski rodó esa maravilla titulada Lo importante es amar (1974), que calificó en sus memorias de “putrefacto y maloliente mamotreto”; él era así de fino y exigente. En realidad consideraba que todo lo que había hecho era «una puta mierda». Igual lo pensaba sinceramente, pero resulta imposible saberlo.

En aquella ocasión Kinski promocionaba en San Sebastián una película, la última de su carrera, que él mismo había dirigido dos años antes, en 1989, Kinski: Paganini. Lo que inicialmente iba a ser una mini serie para la televisión italiana de dieciséis horas de duración terminó siendo un largometraje, protagonizado por Kinski, que ofició también de guionista e incluso de montador, porque los productores decidieron interrumpir el rodaje cuando vieron el derrotero que llevaban los materiales producidos.

Había que ver y escuchar con qué pasión –o profesionalidad- defendía aquel demonio de artista su obra. Allí sentado, Kinski respondía a las preguntas del redactor Álvaro Feito explayándose en las respuestas. Yo estaba al lado de la cámara y de mis compañeros, el reportero y el ayudante, como realizador. De repente, en un momento indeterminado de la entrevista sus grandes ojos blancos se posaron sobre los míos y permanecieron clavados en ellos con una apariencia inquisitiva que me perforó durante unos segundos. Le hubiera pagado unos whiskies por saber qué diablos pensaba en esos breves instantes que tan largos me parecieron. Me quedé con la curiosidad insatisfecha, por supuesto, pero nunca olvidé aquella mirada. Cuando dos meses después (noviembre de 1991) conocí la noticia, la muerte de Klaus Kinski me causó un gran impacto y aquella anécdota insignificante pareció agrandar sus contornos, la intriga recuperó vigor: ¿qué pasaría por la mente de aquel tipo tan especial?

Teniendo en cuenta la fama de actor insoportable, indirigible e indigerible que arrastraba, me pregunto cómo sería este hombre con la batuta en su mano y los actores y el resto del equipo de rodaje a sus órdenes. Me encantaría saber qué les decía si se veía en la necesidad de hacer varias tomas, él que como actor se negaba a repetir las escenas como si eso fuera una humillación.

Sí, Klaus Kinski era un tipo muy especial. Tanto que Fernando Colomo, que había contado con sus inestimables servicios en El caballero del dragón (1985) le dedicó un artículo cuando falleció que parecía cualquier cosa menos una necrológica. Después de repasar la impagable experiencia de haberle soportado le despedía con este párrafo: “Mucha gente pensaba que estaba loco. Yo no lo creo así. Era un niño mimado, consentido y maleducado. De haber sido una persona mayor, sólo le cabría el calificativo de hijo de puta. Pero ahora se ha muerto y nos ha dejado. Descansemos en paz.”

De la peculiarísima personalidad de ese inolvidable –por tantos conceptos- actor que fue Klaus Kinski tenemos dos testimonios mucho más prolijos en detalles que la experiencia de Fernando Colomo. Dos encuentros con el monstruo que me permito recomendar a todos los interesados en fenómenos inextricables de la naturaleza que amen el cine por encima de casi todas las cosas, un documental realizado por Werner Herzog, Mi enemigo íntimo (1999) y la autobiografía del actor, significativamente publicada en España en 1992 por Tusquets editores en la colección La sonrisa vertical, y de título aún más revelador: Yo necesito amor.

Antes de contratar para cinco largometrajes a su actor fetiche, un inmenso talento para los personajes desquiciados o poseídos por una misión sobrenatural en la vida, es decir exactamente lo que necesitaba, Werner Herzog había conocido a Klaus Kinski a la edad de trece años y convivido con él en Munich durante varios meses. Sabía pues de la furia con la que habría de enfrentarse en una relación de amor-odio que resultó fecundísima en la pantalla y anímicamente muy costosa, seguramente para ambos, pero mucho más para el director. En apresurado resumen -la imagen lo dice todo- vean el cartel de la película que tienen un poco más arriba y anímense a buscarla. A continuación les dejo un fragmento para ir haciendo boca.

El libro de Kinski es punto y aparte en el género autobiográfico. Escritas en una primera persona arrebatadora, las memorias de quien dijo “si no fuera actor, me habría convertido en asesino o habría terminado asesinado” son un testimonio impresionante que revelan a alguien sorprendentemente frágil bajo la capa de bárbaro que le caracterizaba. ¿Hay modo más evidente de condensarlo en una frase: Yo necesito amor?

Confesión a calzón quitado de todas las intimidades, incluso aquellas que sirvieron para entallarle un traje de violador de su propia hija Nastassja, las hazañas, bélicas o civilizadas, se desgranan en un retablo de asombros que no cesan, desde la más tierna infancia propia hasta la devoción por su hijo Nanhoi. A él le dedica muchas de las últimas páginas y las palabras finales: “…te cuento todo esto por si me pasara algo. La gente te dirá que estoy muerto. ¡No les creas! ¡Mienten!… No puedo morir jamás. ¡Solo tú me redimiste!…No podemos volver a separarnos jamás. Hemos vuelto a ser uno: luz, aire, fuego, agua, cielo, viento…”

Hasta llegar ahí, el recorrido vital está plagado de nubes de polvo y de polvos. El polvo en singular y sentido metafórico oculta las debilidades y locuras del personaje, que no deja títere con cabeza, con capítulo aparte para su archienemigo Herzog, a quien consagra piropos como «sucio bastardo que no sabe nada de cine… le cortaría la cabeza» y lindezas parecidas. El mismo vocablo en plural sirve para describir las abundantísimas y variopintas refriegas sexuales, en un desenfrenado sin parar desde la pubertad, que narra sin pudor alguno Klaus Kinski. ¿Entienden por qué lo de publicar sus memorias en la colección erótica que dirigió Luis García Berlanga? ¿Entienden por qué me impresionó tanto su mirada?

El dolor en tres tiempos

El dolor de una niña huérfana, el dolor de una hija ante la agonía de su padre, el dolor de una madre por su hijo y por su pueblo. Tres películas que conmueven porque nos acercan a la comprensión del ser humano en todas sus escalas, individual, colectiva e histórica. Dos de ellas son españolas, Verano 1993 y No sé decir adiós y ayer fueron honradas por el Festival de Málaga, no tardarán en estrenarse. La tercera es francesa, Una historia de locos (Une histoire de fou) y nos llega con un retraso de dos años, incomprensible, pues la firma Robert Guèdigian, el director francés que testimonia con su cinematografía valores tan devaluados en el tiempo presente como la solidaridad, la amistad y el amor, que dice él puede sonar cursi pero es el oxígeno para la vida humana.

  1. EL DOLOR DE UNA NIÑA. VERANO 1993 (Estíu 1993). Carla Simón.

Captar el dolor y el estupor de una niña de seis años cuando pierde a su madre y se ve obligada a cambiar de vida, de colegio, de espacio de juegos, de padres a los que sustituyen sus tíos, es una tarea dificilísima. Carla Simón ha optado por una estrategia narrativa naturalista con la que reproduce la cotidianeidad expresada en los detalles que aparentemente carecen de toda relevancia pero que son las cosas que configuran el universo infantil, la negativa de la niña a beber la leche, el baño en el rio, los juegos con muñecas de ella y su prima… Toda la película pasa a través de los ojos de esa niña, prodigiosamente encarnada por Laia Artigas, que nos pregunta constantemente con su tristeza contenida si es justo lo que le ha pasado.

En su opera prima, que llegó a Málaga con el premio del jurado Generación Kplus de la Berlinale y se lleva del Festival la Biznaga de oro a Mejor Película, Carla Simón afronta la labor de mostrar ese dolor, el dolor de su propia infancia y la pérdida de sus padres, con la decisión firme de desdramatizar la situación, poseída por un sentido del pudor que le impide crear secuencias lacrimógenas que desvirtúen la verdad de algo tan vigorosamente incomprensible. A la voluntad manifiesta de los tíos de la niña de desterrar la tristeza para que no sufra y supere lo antes posible la herida se suma idéntico propósito en la directora.

La aflicción soterrada en el ánimo de la pequeña asoma de tanto en tanto de manera imprevista y sofocada y alcanza su máxima expresión en la última secuencia, la única en que la emoción desborda todo deseo de contención de Carla Simón y pone de relieve tanto el valor de su apuesta estilística como el de la increíble interpretación de la niña Laia Artigas, que instantes después de estar jugando alegremente prorrumpe en un llanto desconsolado que le impide articular una sola palabra.

Y la Academia, que tiene prohibido conceder Goyas a menores no podrá ni nominarla. Que me perdonen pero yo no lo entiendo.

  1. EL DOLOR DE UNA HIJA. NO SÉ DECIR ADIÓS. Lino Escalera. 

Lo que lleva a Carla, inmensa Nathalie Poza, como acostumbra, a llevarse a su padre, inmenso Juan Diego como siempre, a otro hospital tiene mucho más que ver con la impotencia que con el raciocinio, con la negación de la realidad que con el cálculo de probabilidades de cura del cáncer, tan avanzado como para ofrecer una perspectiva de vida cifrada en semanas.

Natalie Poza ha sido reconocida con la Biznaga de Plata a Mejor Actriz en Málaga y doy fe de que no es una decisión tomada a la ligera porque en mi humilde opinión es una de las intérpretes más sólidas y creíbles de nuestra escena, que lamentablemente no se prodiga demasiado en el cine. Desde que Manuel Martín Cuenca me permitiera tomar conciencia de su valor, primero en La flaqueza del bolchevique (2003) y después y sobre todo en Malas temporadas (2005) tengo para mí que estaba pidiendo a gritos un personaje como el que le ha ofrecido el también debutante, Lino Escalera, él igualmente necesitado de exorcizar fantasmas del pasado, como Carla Simón,  y arreglar cuentas emocionales con un destino que le arrebató a su padre sin contemplaciones y con paños avinagrados por el cáncer.

Lino Escalera y su coguionista Pablo Remón han cerrado el arco descriptivo de los personajes hasta dejarlo en la médula, la esencia del relato que penetra en los pacientes, no sólo en el moribundo, sino en sus sufrientes hijas, para reventar el dolor en carne viva. Ese moribundo, como he dicho más arriba, es Juan Diego a quien el jurado de Málaga ha querido pedir perdón por no otorgarle una Biznaga de Plata a Mejor Actor sacando de la chistera la idea de la Biznaga a actor secundario. Poco importa. No hay premios ya que estén a la altura de una carrera en la que, papel tras papel, el actor se la juega entregando el alma. El Festival de Málaga ha sido avispado y generoso con Juan Diego y se ha prestigiado a sí mismo concediéndose el honor de premiarle hasta en cuatro ocasiones, una de ellas, en la décimo segunda edición en 2009, a toda su carrera; la última vez en 2014 por su entrañable y gruñón paralítico en Anochece en la India (Chema Rodríguez).

Es sorprendente el rigor y la espartana determinación de Lino Escalera de contar cómo se muere su padre y en qué extraño desconcierto se sumen sus dos hijas (“chapeau” también para Lola Dueñas con un personaje menos propicio para el lucimiento). Directo al hueso del suplicio, sin regodearse en él y sin la menor concesión, sin coartadas de humor desengrasante, sin elementos de relajación para el espectador. Tan solo la minuciosa descripción de cómo el cuerpo de un padre se apaga y una hija siente cómo le amputan una parte importante de sí misma.

  1. EL DOLOR DE UNA MADRE. UNA HISTORIA DE LOCOS (Une histoire de fou). ROBERT GUÈDIGUIAN.

Hay quienes se empeñan en que Robert Guèdiguian no salga con sus bártulos de Marsella. Con su troupe de actores irrenunciables y sus temas locales que él convierte en universales gracias a la alquimia de su cámara, a este francés de origen armenioalemán, ateo y comunista irredento, se le toleran todas las variaciones de que sea capaz en un estilo que alcanzó su máxima definición en Marius y Jeannette (Un amor en Marsella), 1997, pero se le reprocha que saque los pies del tiesto con obras históricas rodadas en otras tierras

Lo hizo con un retrato sereno del último presidente francés que reclamaba para sí la estirpe de la “grandeur” en la recta final de su ciclo político y vital: Presidente Miterrand (El paseante del Champ de Mars), 2005. Y cuatro años después narró la lucha heroica de combatientes internacionales en la Resistencia francesa comandados por el poeta obrero armenio Missak Manouchian: El ejército del crimen. Pero tenía pendiente un encargo que había recibido decenas de veces allá por donde iba con sus películas, dar testimonio del dolor de su pueblo, el dolor que no cesa por la memoria de un genocidio que ocupa un puesto muy bajo en la clasificación por importancia de los holocaustos (porque hay uno de primera y los demás son de segunda o de tercera división), el genocidio armenio de principios del siglo XX perpetrado por el imperio otomano, cuyos descendientes turcos nunca reconocieron.

Una madre armenia, quién si no Ariane Ascaride, se siente responsable de haber empujado a su joven hijo a combatir por su pueblo. Aram, nacido en Marsella, se enrola en una organización terrorista a través de la que hacer estallar una bomba contra el embajador turco en París y posteriormente parte para ser adiestrado en Beirut. La madre vive un infierno cuando conoce las actividades de su hijo y decide ir al encuentro de un superviviente, víctima casual del atentado.

Guèdiguian nos habla del dolor de la madre con la fuerza que le da la interpretación de su fiel compañera, Ascaride; nos habla del destrozo físico y moral sufrido por el joven que accidentalmente se encontraba en el lugar del atentado. Y sobre todo nos habla de la mutilación de todo un pueblo, el armenio que sufrió entre 1915 y 1923 el asesinato indiscriminado y la deportación de más de millón y medio de ciudadanos. Un pueblo que reclama desde hace casi un siglo la reparación del Gobierno turco mediante el reconocimiento de aquéllos brutales hechos históricos que aún hoy sigue tozudamente negando.

José Antonio Gurriarán se encuentra con los autores del atentado

Para elaborar el guion de Una historia de locos Guèdiguian ha rescatado la historia del periodista español José Antonio Gurriarán, subdirector del diario Pueblo cuando sufrió en su propia carne el 30 de diciembre de 1980 la fatalidad de encontrarse en el lugar de un atentado. Lo que le interesó de ella fue la inaudita decisión de Gurriarán, narrada en su novela La bomba, de interesarse por los motivos que movían a quienes le habían destrozado las piernas y la vida. El periodista español, como el protagonista de la película de Guèdiguian, viajó a Beirut para encontrarse cara a cara con el hombre que pulsó el detonador. No para reprochárselo amargamente, sino para que ambos compartieran y comprendieran el dolor del otro. Toda una lección de humanidad. (Ver reportaje en Días de cine)

Ficciones y realidades, las fronteras del cine son difusas

Llego a Pamplona dispuesto a tomar el pulso a un Festival de documentales en su undécima edición, el Punto de Vista. En el tren me vienen siguiendo desde Madrid dos ideas. Una, que en la capital navarra todavía deben de quedar carteles de otro, mucho más humilde y pequeño, pero también más extraño; su nombre lo dice todo: CIDE, Festival de cine y dentistas, y clausuró su quinto año el pasado 28 de febrero. Si será peculiar –el nombre lo deja bien clarito- que es el único en el mundo conocido en su género, toda vez que otro de no sé dónde que podía hermanarse con él, o hacerle sombra, ya desapareció.

Parece que va de guasa lo de Cine y dentistas, pero el dúo Beatriz Lahoz y Blanca Oria que son sus animadoras están reuniendo granito a granito con su entusiasmo una bonita colección de celuloide en el que aparecen por un lado o por otro estos simpáticos profesionales a los que nadie quiere sonreir. Este año, para muestra los tres botones, se proyectaron La mujer sin cabeza (también titulada La mujer rubia, Lucrecia Martel, 2008), Marathon Mann (John Schlesinger, 1974) y Aventuras de un dentista (Elem Klimov, 1965). ¿Es o no de quedarse boquiabiertos?

La otra idea que me acompaña tiene que ver con la representación de la realidad a la que supuestamente aspira el género documental. Si las fronteras genéricas cinematográficas no hubieran sido suficientemente permeables a todo tipo de contaminaciones y convivencias, la semana pasada se estrenó un ejemplo sensacional de aquello que despachamos con la etiqueta de “falso documental”, Análisis de sangre azul, un híbrido entre ficción y no ficción que desafía toda capacidad del espectador para adivinar la naturaleza de imágenes rodadas en la actualidad pero presentadas como si fueran documentos valiosos de los años cuarenta.

Valiente, coherente, exigente y agudamente engañoso, el filme de Blanca Torres y Gabriel Velázquez es un tratado poético sobre la idiocia, sobre la aparición salvadora de un guiri alucinante y alucinado en un paradójico escenario en el que conviven la enajenación mental y el paraiso terrenal. Ustedes verán rollos del viejo formato doméstico mudo de Súper 8, convenientemente tratados, montados y enriquecidos con rótulos y música convertidos en el concienzudo trabajo científico de un doctor en psiquiatría enamorado de su profesión: amor y ciencia. Como propuesta narrativa no me dirán que no está a la altura de la excentricidad del Festival de Cine y Dentistas.

Si Análisis de sangre azul desborda el concepto de ficción e invade el de documental, las obras presentadas en el Festival Internacional de Cine Documental de Navarra, Punto de vista, que se viene celebrando desde el día 6 y concluirá el día 11 del corriente, lo que hacen es reclamar nuevas definiciones para explicar a qué aspiran. Desde luego, a muchas de ellas el concepto de documental se les queda muy estrecho. Oskar Alegría, su director durante las cuatro últimas ediciones (para la próxima cede su puesto a otra persona aún no determinada) lo resumía con la idea de que estas películas, a diferencia de los documentales de La 2 y de todos los que se guían por parámetros en mayor o menor medida periodísticos o ensayísticos, no ofrecen respuestas y pretenden dejar en el aire muchas preguntas.

A mí me resulta muy clarificadora esta definición, aunque es tal la variedad y la riqueza de planteamientos narrativos de los trabajos que se exponen en Pamplona (también en el Festival Documenta Madrid que se celebrará del 4 al 14 de mayo) que seguramente no baste para abarcarlos todos. Además hay que añadir que muchos de ellos se caracterizan por la experimentación formal y casi todos por altas dosis de creatividad artística.

Lo que resulta muy frustrante es que, con rarísimas excepciones, estos filmes no traspasen el muro de cristal que les impide ser estrenados en salas comunes. En muchos casos son deslumbrantes. Por citar uno: We make couples, del canadiense Mike Holboom, un alucinante collage de imágenes y pensamientos críticos con el sistema capitalista, en clave marxista y sentimental. ¿Contradictorio? No tanto como puede parecer.

PricewaterhouseCoopers NO debe disculparse

La habitualmente aburrida Gala de los Oscar de este año acabó de la mejor manera posible, un error prodigioso restituyó la justicia como si una mano divina hubiera intervenido en el último instante para reparar el inminente desaguisado: desposeer de un título que no merecía a la pizpireta La La Land (también titulada en España La ciudad de las estrellas, aunque de esto ni dios quiere saber nada) para entregárselo a la mejor película de las que tenían posibilidades, esa joyita de nombre tan cursi llamada Moonlight.

El momento más glorioso de la noche de los Oscar 2017

Seguramente los guionistas de la ceremonia no sabían que el azar se aliaría con ellos para jugar un papel tan relevante; de haberlo hecho a propósito lo habrían podido llamar deus ex machina en el supuesto de que conozcan algo del teatro clásico griego, a unos individuos de tan estrafalario nombre como Esquilo, Sófocles o Eurípides. Ya saben, la providencia quiso que la empresa auditora PricewaterhouseCoopers, encargada de velar por el correcto funcionamiento del engranaje de entrega de premios tuviera el bendito desacierto por el que ha pedido disculpas. «Pedimos perdón sinceramente a Moonlight, La La Land, Warren Beatty, Faye Dunaway y a los espectadores de los Oscars por el error», han dicho. Si siguen mencionando a todos los supuestos ofendidos agotan la lista de asistentes a la Gala celebrada en el Dolby Theatre de Hollywood, Los Ángeles, California, Estados Unidos de América.

Y yo creo que se equivocan pidiendo perdón. Y sino, ya puestos, ¿por qué no disculparse en primer lugar con el presidente Donald Trump? En fin, no es que yo crea que le importa mucho, pero imagino que tampoco le habrá hecho mucha gracia que un negro, pobre, homosexual y drogadicto sea elevado a los altares y convertido en un héroe cinematográfico. Salvo que este poderoso caballero presidente se parezca al nuestro y no vaya al cine porque está muy ocupado con sus cosas de Twitter, sus muros y sus guerras con la prensa, me da que no le hizo ninguna gracia el desenlace.

No sólo no deben los señores de PricewaterhouseCoopers (no me extraña, Pablo, que te patinara la neurona con el nombre y se lo cambiaras por HouseWaterWatchCooper, que se parecía más a Mad Men) pedir perdón por la confusión en el Premio a la Mejor Película, sino que ellos mismos merecen un Oscar a los mejores efectos especiales y otro al mejor guion. El primero por el truco de los sobres cambiados. El segundo por el salvamento de la dignidad de Hollywood en el último minuto.

¿Quién se hubiera acordado dentro de unos años de que Moonlight ganó su Oscar el mismo día en que triunfó ese redicho homenaje al musical? Si recibir un calvo es la mejor campaña publicitaria, hacerlo de esta manera es la bomba. ¿Y a qué viene ese rasgarse las vestiduras y poner a caldo a la Academia de Hollywood por el ridículo planetario? También en la fiesta anual de nuestros Premios se llegó a dar uno equivocado y no pasó nada.

El glorioso resbalón de los Oscar 2017 me recordó otra ceremonia de los Goya, concretamente en 2009, cuando Javier Gutiérrez entregó el premio a los Mejores Efectos especiales por Mortadelo y Filemón, Misión: salvar a la Tierra, a Raúl Romanillos, Pau Costa, José Quetglas, Eduardo Díaz, Álex Grau y Chema Remacha; aturullado por la responsabilidad tropezó y dejó que el cabezón se hiciera pedazos contra el suelo. ¡Qué momento tan glorioso! ¡La realidad desbaratando mágicamente una celebración tan pomposa!… Lástima que aquello estuviera previsto en el guion. Pero pareció de verdad.

¡Nada comparado con la cara de Warren Beatty al leer la cartulina y pasársela como si le quemara en las manos a Faye Dunaway! ¡Ese sí que ha sido el papelón de su vida!

En fin, que a mí me parece que levantar a la audiencia dormida de medio mundo merece un reconocimiento. Deberíamos copiarlo aquí.