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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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El talento no es cosa de sexos

La semana pasada el inolvidable, malencarado y genial John McEnroe, un tenista capaz de concitar la atención, para bien o para mal, tanto de los aficionados como de los ignorantes como el que esto escribe, realizó unas declaraciones que en coherencia con su personaje levantaron ampollas entre las gentes hipersensibilizadas con las cuestiones relativas a la igualdad de sexos. Por si hay algún despistado recordaré que este caballero está entre los más grandes de la historia por haber ganado la bagatela de siete títulos individuales de Grand Slam: el Abierto de Estados Unidos en cuatro ocasiones, y el Campeonato de Wimbledon en tres, entre 1979 y 1984. Algo sabrá de esto. Aunque, desde luego, la sabiduría y el conocimiento en el deporte no garantizan el acierto en cuestiones tan delicadas. Según quien fuera el número uno del mundo, “si Serena Williams compitiera entre hombres estaría en el puesto 700”. Añadía también para explicar su afirmación aparentemente machista: “esto no significa que no considere a Serena como una jugadora increíble, al contrario, y creo que podría vencer a algunos jugadores en un día porque tiene una increíble fuerza mental, pero si ella jugara en el circuito de los hombres todos los días, eso sería otra historia”.

 

La aludida, ganadora de treinta y nueve  títulos de Grand Slam, veintitrés de ellos individuales, y considerada la mejor tenista de todos los tiempos, no tardó en responderle con inteligencia: «Querido John, yo te adoro y te respeto, pero por favor déjame al margen de tus comentarios carentes de datos fácticos». Efectivamente, el único modo de obtener datos que lo confirmaran o desaprobaran sería suprimir los circuitos masculino y femenino y ponerles a todos a competir juntos y esto es algo que no va a suceder porque el resultado sería perjudicial para todos los afectados.

Si en el deporte parecen claras las razones para que la segregación de sexos no se considere un acto de discriminación flagrante, hay quienes piensan que sí lo es a la hora de calificar el trabajo de actores y actrices, y abogan por que se establezcan unas distinciones neutras de interpretación, tal como sucedió en los MTV Movie & TV Awards (hasta 2016 conocidos como los MTV Movie Awards), en cuya última gala Emma Watson recibió el galardón unificado por su papel en La bella y la bestia, dirigida por Bill Condon. Convertida desde hace un tiempo en icono del feminismo actual, Watson lo recogió orgullosísima:

Emma Watson recoge el Premio MTV Movie & TV Awards

«El primer premio a la interpretación en la historia que no separa nominados según sus sexos dice algo de cómo percibimos la experiencia humana. Pero para mí, indica que la actuación es sobre la habilidad de ponerte en los zapatos de otro. Y eso no es necesario separarlo en dos categorías diferentes. La empatía y la habilidad para usar tu imaginación no deberían tener límites«. Coincido plenamente en el razonamiento de Emma Watson pero me gustaría indicar que no veo la necesidad ni la ventaja de suprimir las categorías para unificarlas en una sola. Tampoco creo que la separación sea un insulto a las mujeres, como afirmaba la columnista y aguerrida militante de la equiparación de The New York Times, Kim Elsesser, porque obviamente los mejores trabajos de las mejores actrices son tan geniales como los de sus homólogos masculinos. Y sobre eso no creo que nadie tenga dudas, salvo en algunos círculos antediluvianos. Pero ¿ayudaría a la causa de la igualdad entre hombres y mujeres que todas las instituciones imitaran a la Academia de Cine de Aragón, que el pasado mes de mayo  otorgó (para minimizar el número de premios y acabar con cierto sexismo, según se explicó) el premio Simón a la Mejor Interpretación a Laura Contreras por Luz de Soledad, de Pablo Moreno?

En un escenario ideal tendría sentido, pero habría que tener en cuenta para responder a ello que la gran mayoría de las historias tienen a hombres por protagonista. Eso quiere decir que los mejores papeles, en términos cuantitativos, los acaparan los hombres y por tanto las posibilidades de ellas se reducen en la misma proporción. Cuando se premia a un actor no se tienen sólo en cuenta sus habilidades sino que pesa mucho la brillantez del personaje. Las posibilidades de lucimiento de actores y actrices aumentan o disminuyen en función de la magnitud de lo que tienen que crear. En esa hipotética carrera las actrices disponen de muchos menos caballos y perderían mucha visibilidad si tuvieran que competir por un unificado Premio a la Mejor interpretación. ¿Cuántos Goya recibirían? Con toda seguridad, muchos menos que sus colegas, y no por tener menos talento.

Cuando se objeta que lo mismo podrían exigir los miembros de otras profesiones, directores, directores de fotografía, o cualquier otro, evidentemente se está llevando el argumento al absurdo porque duplicarlo todo sería sencillamente ridículo e inviable. Solo con pensar en la retahíla de agradecimientos a los padres, familiares y amigos de los premiados me pongo a temblar. Queda aceptado de entrada que la homologación estaría dentro de una lógica impecable salvo que simplemente se traduciría en un retroceso en el terreno conquistado. Por una vez y hasta nueva orden, la incongruencia de distinguir entre premios masculinos y femeninos debe ser considerada un acierto, el renglón torcido con el que se escribe derecho en el camino hacia la igualdad. Sintiéndolo mucho por el discurso entusiasta y bien intencionado de Emma Watson, será mejor que por ahora no cunda su ejemplo.

De Niro y el cochinillo de Figo

Anoche el Real Madrid consiguió su duodécima Copa de Europa en un partido inolvidable. Sin embargo, el fútbol está plagado de anécdotas históricas que también lo son por motivos infinitamente menos gozosos, como un encuentro en el que se enfrentaron los máximos rivales de la Liga española. Fue el 23 de noviembre de 2002 cuando se produjo una situación bochornosa en el Camp Nou: las iras de los aficionados culés se concentraron cual tormenta del siglo contra el hombre al que hasta unos meses antes habían idolatrado durante años, Luis Figo, porque saltaba al césped con la camiseta del archienemigo, el Real Madrid. Aquello no tenía nada de anormal; lo impresentable fue la lluvia de objetos que cayeron al campo buscando la cabeza del genial jugador portugués, botellas, bolas de golf, incluso teléfonos móviles, y entre ellos ¡una cabeza de cochinillo! Sí, aquel partido fue también inolvidable.

Luis Figo rodeado de «obsequios» en el Camp Nou

Para mí, tanto más cuanto que ¡lo vi en Nueva York! Pero yo no había ido a la ciudad norteamericana ni para ver fútbol, ni de turismo, y lo traigo aquí porque en mi memoria aquel episodio grotesco se asocia con Robert de Niro. Fue en un bar repleto de monitores y futboleros de diversas latitudes del planeta y yo había llegado allí apresuradamente, una vez que acabé la ronda de entrevistas, fugaces como un suspiro, de cuatro o cinco minutos cada una,  que hice para cubrir la promoción de la película Analyze That, dirigida por Harold Ramis, que dos meses después se estrenó en España con el título de Otra terapia peligrosa ¡Recaída total!

Este es el absurdo formato que en la jerga profesional se denomina “junket”, y que consiste en una batería de “sets” de equipos de televisión, en habitaciones generalmente de hoteles de postín, por los que van pasando los periodistas para ver las caras, saludar y esbozar tres o cuatro preguntas a los “talents”, estrellas de mayor o menor fulgor, directores, actores u otros participantes de relativo interés impuestos por las distribuidoras. En esta ocasión, tuve la oportunidad de sentarme ante el director, Harold Ramis, y los actores Robert de Niro, Billy Crystal, Lisa Kudrow y Cathy Moriarty.

Robert de Niro en el «junket» de Nueva York de «Otra terapia peligrosa»

 

Ramis es autor de una comedia más que notable, Atrapado en el tiempo (1993) otra de menor voltaje pero aceptable, Al diablo con el diablo (2000) y algunas más de rango inferior, como la que nos ocupa y su referente, de la que es secuela, Una terapia peligrosa (1999). En estas dos últimas aparece Robert de Niro, que ya llevaba tiempo empeñado en hacernos olvidar los personajes que le habían consagrado como tótem de la interpretación, riéndose de su gloriosa sombra y de la cuadrilla de pistoleros que se agolpan en su curriculum, fruto de la feliz confluencia de su talento con el de extraordinarias historias en manos de grandes directores, uno en particular: Martin Scorsese.

A los regalos, ocho en total, en forma de guiones fuera de serie, que uno tras otro le fue concediendo Scorsese, De Niro le correspondió con réplicas magistrales y entre ambos crearon leyendas: el feliz encuentro del primer gángster en Malas calles (1970), la famosa pregunta de Travis ¿hablas conmigo? en Taxi Driver (1976), el Oscar para el boxeador castigado de Toro salvaje (1980), el gángster de vocación en Uno de los nuestros (1990), el demonio vengador de El cabo del miedo (1991), el emperador del juego turbio en Las Vegas de Casino (1995)…

A todos ellos hay que sumar bagatelas de otros autores como Francis Ford Coppola, Bernardo Bertolucci, Michael Cimino, Sergio Leone o Brian de Palma: El Padrino II (1974),  Novecento (1976), El cazador (1978), Érase una vez en América (1984), Los intocables (1987)… De Niro fue en esa fructífera época uno de los dioses del Olimpo que jugaba a las cartas con pocos iguales, Al Pacino y algún otro, después de la desaparición de Marlon Brando.

Pero no sé si por razones económicas, que los gastos de la gente importante son tan importantes como ella, por falta de mejores ofertas o por hartazgo de sí mismo, lo cierto es que terminó por encauzar su carrera por otros derroteros que en muchos casos no condujeron a buenos puertos. Las comedietas en las que se autoparodiaba en terapias ridículas de gángster deprimido, o como padre de hijas casamenteras por ejemplo.

Robert de Niro no tenía buena prensa como entrevistado, no daba mucho juego ni en comparecencias colectivas ni en encuentros individuales. En las primeras se agazapaba silencioso detrás de sus colegas, en las otras, al parecer tenía pocas cosas que decir; o no se le ocurrían o le importaba más bien poco las obligadas sesiones de promoción de las películas. Eso tenía entendido yo y eso comprobé en mi entrevista por Otra terapia peligrosa, aquel sábado de finales de noviembre de 2002. A preguntas sencillas (¿sabe usted cuál es la clave del sentido del humor?, creo que fue la primera) le sucedían carrasperas, dudas, vacilaciones en la respuesta. ¡Uff, no me va a dar buen material! Vamos, que fuera del guion se hacía la noche oscura. Como con tantos y tantos otros actores, por lo demás.

Y ahora descubro que este hombre tiene muchas más luces de lo que yo creía. “Estados Unidos se ha convertido en una trágica y tonta comedia”, les ha dicho a los estudiantes de la Universidad de Brown en el Estado de Nueva York. Disfrazado con esas extrañas indumentarias que mandan las tradiciones como peaje para recibir títulos honoríficos, De Niro emplazaba a su auditorio a “trabajar para detener la locura” que representa el Jefe del Estado con nombre de pato tramposo.

Robert de Niro. EFE

La suya es otra de las voces que claman en Hollywood, junto a Meryl Streep, George Clooney, Diane Lane, Willem Dafoe, Tom Hanks o cantantes como Bruce Springsteen, por contrarrestar el discurso político manchado de peligrosas sandeces e inquietantes amenazas que emana de la Casa Blanca. ¡Quién me lo iba a decir a mí! En su enfrentamiento con el actual presidente de Estados Unidos Robert de Niro ha dado muestra de insospechadas habilidades para el análisis y la expresión concisa de conclusiones. Lo que tanto eché en falta aquella vez, el día en que lanzaron una cabeza de cochinillo contra Luis Figo en el Camp Nou. También es cierto que en este video difundido en Twitter, De Niro se despachó a gusto contra el entonces candidato Trump sin derrochar matices ni sutileza, pero nadie podrá reprocharle que no advirtió a los votantes de lo que se les venía encima:

 

Confesión y muerte en el G8

Roberto Andó comparte con Paolo Sorrentino su admiración por Toni Servillo, lo cual a nadie puede sorprender porque este cómico italiano está a la altura de los más grandes actores de la escena internacional. No hablo sólo de ahora mismo, me refiero también a cualquier tiempo pasado. No sé si citar los dos Premios del Cine Europeo o los cinco David di Donatello, estatuilla italiana más estilizada, ciertamente, que nuestro cabezón de Goya, o el Globo de Oro. Para dar lustre a su carrera mejor me limitaré a recomendar volver a ver –y si es por primera vez, que sea urgentemente- La Gran Belleza (2013) y gozar con el retrato de un Marcello Mastroianni que a través del túnel del tiempo hubiera llegado a Roma siguiendo órdenes de Sorrentino para reescribir La dolce vita y no para ser “simplemente un hombre mundano sino para ser el rey de la mundanidad”. Esa cara de alucinado descreído en la secuencia de la fiesta inicial y la del compungido y anonadado solidario del viudo cuya mujer siempre estuvo enamorada de él, son cimas monumentales de la interpretación. La Gran Belleza es uno de los ochomiles del cine y Servillo el sherpa y el oxígeno para coronarlo.

En Viva la libertad (2013) Roberto Andò nos regalaba el placer de ver a Toni Servillo batiéndose con dos personajes por el precio de uno, dos hermanos gemelos que lucían como la luna y el sol. El primero de ellos era el secretario general del principal partido de la oposición que se hundía en la depresión al haber precipitado a su organización en un agujero electoral; el segundo, un viva la virgen, un optimista volcánico recién salido de una institución psiquiátrica, paradoja equivalente a un desahuciado celebrando su cumpleaños. Un recambio de uno por otro a espaldas de la opinión pública y el partido recuperaba el tono vital y comenzaba a subir como la espuma. Vean el tráiler y prueben a establecer paralelismos con la situación española…

No hace mucho se paseaba por este blog la figura de los directores gerentes del FMI, más en concreto la de Dominique Straus-Kahn en el traje a medida que le hizo Abel Ferrara poniendo de modelo el cuerpo serrano de Gerard Dépardieu, y nos encontramos de nuevo esta semana en Las confesiones, que se estrenó el viernes pasado, con el pájaro mayor de ese nido de buitres encarnado por Daniel Auteil (que, todo hay que decirlo, le deja las plumas, las alas y el pico bastante más apañados). Convendrán conmigo que entre la clase y elegancia de Daniel y el barrilete de Gerard no hay color. El Auteil de Las confesiones  recuerda de lejos a Mario Conde en sus tiempos de esplendor, cuando lucía toga y birrete y la Universidad Complutense de Madrid le investía como doctor Honoris Causa en 1993. ¡Jajajaja! No me digan que esto no estaba a la altura de la imaginación de Rafael Azcona… Cuando más tarde disfrutó de plaza reservada en prisión, me imagino al señor Conde contándolo sin poder evitar partirse de risa.

Daniel Auteil y Toni Servillo en «Las confesiones»

¿Y saben ustedes quien recibió la misma distinción por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid en 2009 y estuvo a punto obtener la de la Universidad de Alicante? ¡Rodrigo Rato! El mismo que también comparecía en el post citado. La suerte para los despistados académicos alicantinos es que el caso de las tarjetas black estalló antes de que se hubiera celebrado la ceremonia y la UA revocó el acuerdo. No desgloso la lista de ilustres semejantes porque los casos de Jordi Pujol, Gerardo Díaz Ferrán, José María Aznar o Francisco Franco darían para cubrir de guasa  y pitorreo todo el espacio de este post.

Rodrigo Rato, doctor honoris causa. EFE

Daniel Auteil, como decía, en Las confesiones es un director gerente del FMI que preside una reunión del G8 en un fastuoso hotel, como está mandado. Lo que se sale del libreto, o mejor dicho, lo que el guion de Roberto Andó introduce haciendo uso de una licencia argumental parabólica es un monje italiano, nuestro inigualable Toni Servillo, que nunca hubo un monje con aire más monacal que él, ni siquiera Sean Connery en el convento de El nombre de la rosa, que filmara Jean-Jacques Annaud en 1986. Daniel Roché (Auteil) tiene un ataque de conciencia, algo muy perjudicial para la salud de los banqueros, según él mismo admite, y desea que el religioso le confiese.

Toni Servillo en una imagen sorrentiniana de «Las confesiones»

Hay varias cuestiones argumentales cuya improbabilidad toleramos entendidas en clave de fábula. A saber: Una, el reconocimiento de culpa de las fechorías que como buen financiero ha cometido el señor Roché. Dos, que en semejante escenario, la catedral coyuntural del capitalismo, se introduzca alguien que es la espiritualidad personificada para cantar las cuarenta a los que dictan las leyes que destrozan las economías del mundo. Tres, que una vez descubiertas las cartas, el monje permanezca en aquel escenario arriesgando gravemente su integridad. Roberto Andò apura sus cartas para denunciar la inmoralidad consustancial a aquel cónclave y no se corta un pelo en dejarlo claro, tal vez demasiado explícita y verbalmente, aunque esto, sin que sirva de precedente, a mí no me molesta lo más mínimo, que no hay munición que sobre para derribar a un monstruo, aunque éste tiene la piel más dura que el acorazado Potemkin.

Además de Toni Servillo hay otros detalles que delatan la proximidad entre Roberto Andó y el director de La juventud: un evidente aroma sorrentiniano y algunos planos marcados por su sello irónico y surrealista, como ese monje en el aeropuerto desconcertado por una estatua viviente que parece estar suspendida en el aire, en el arranque mismo del filme; pero también otros muchos detalles en el tratamiento del suspense que recuerdan a Las consecuencias del amor (2004) o Il divo (2008).

Las confesiones no vuelan tan alto, lastradas por la escasez de sutileza, como el aguafuerte vaticano de la serie de HBO El joven Papa (2016), creada por Sorrentino, pero su cluedo político financiero es un trago refrescante para estos días de calor.

El misterio de los actores

Juan Diego, Natalie Poza y Miki Esparbé entrevistados durante la promoción de «No sé decir adiós»

Siempre he sido un gran admirador de quienes ejercen el oficio de actor. Me asombra que sean capaces de automanipularse, controlar y alterar sus emociones, sus gestos, su cuerpo de tal modo que pueden llegar a convertirse en seres opuestos a lo que en principio se suponen que ellos mismos son. Vemos a gente como Juan Diego, en Dragon Rapide (Jaime Camino, 1986) como Juan Echanove en Madregilda (Francisco Regueiro, 1993) o Carlos Areces en La reina de España (Fernando Trueba, 2016) mimetizarse con el dictadorzuelo que asoló nuestro país durante cuatro décadas, a pesar de situarse en las antípodas ideológicas. Uno creería más fácil asemejarse en la composición del personaje a aquel de quien de entrada se siente más afín. Pero, qué va, nada que ver. A veces el opuesto a uno mismo, Franco, sin ir más lejos, se deja atrapar con mayor fluidez y los citados no son más que un ejemplo tomado al azar.

Juan Diego, Juan Echanove y Carlos Areces, en la piel de Franco

Pongamos otro: cuando Anthony Hopkins dio la campanada con su Hannibal Lecter en El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) que por cierto resonó tanto como para reportarle un Oscar, alguien pudo pensar que era un actor especialmente dotado para encarnar a tipos perversos y retorcidos. A pesar de que sólo aparecía en pantalla unos diecisiete minutos, su mirada torva y su dicción tan impecable como maligna se convirtieron en un icono definitivo para la historia del cine, uno de los malvados más memorables de cuantos pueblan en territorio de las sombras en el cinematógrafo. ¿Cuánto de este filántropo, bromista en los rodajes y discreto individuo se esconde entre las costuras del psicópata criminal que cocinaba a la sartén con las artes de un exquisito gourmet trocitos del cerebro de su oponente, Ray Liotta, estando aún vivo (Hannibal, Ridley Scott, 2001)?

Anthony Hopkins y Ray Liotta en «Hannibal»

La verdad es que la carrera de Hopkins es tan dilatada que da para encontrar todo tipo de sujetos de la más variada calaña entre sus películas. Aunque probablemente sea Hannibal Lecter el que se lleve la palma en cuanto a celebridad y el que sobreviva a todos los demás en el naufragio de los tiempos. Desde el profesor Van Helsing en Drácula, de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992) al genial y casquivano Picasso en Sobrevivir a Picasso (James Ivory, 1996), desde el morigerado mayordomo de Lo que queda del día (James Ivory, 1993) al tormentoso y tramposo Nixon (Oliver Stone, 1995), desde el astrónomo y matemático Ptolomeo en Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004) al genial prestidigitador del suspense en Hitchcock (Sacha Gervasi, 2012)… la capacidad de este monstruo ( hay que ser un monstruo para acometer tales proezas) para enmascararse hasta el punto de hacernos olvidar la verdadera faz del representado es portentosa e inagotable. Nada que ver, ya digo, con parecidos razonables de partida.

Algunos personajes de Anthony Hopkins

Por cierto que he calificado a Hopkins de discreto y he de añadir también humilde a los trazos con que suele presentarse ante los periodistas. O al menos esa fue mi experiencia cuando tuve el placer de realizar una entrevista, por desgracia extremadamente breve como es cada vez más habitual en estos casos (no llegaría ni a diez minutos, tal vez incluso la mitad) con ocasión de la promoción de Sobrevivir a Picasso. “¿Cómo hace usted para meterse dentro de tan diversos y opuestos?”, le pregunté con toda candidez, “¿en dónde radica el secreto de esa portentosa mutabilidad?”. “Nada más sencillo”, contestó. “En realidad, ser actor es un trabajo como otro cualquiera, no tiene mayor ni menor dificultad; tan sólo hay que trabajar, como hace usted y como ejercen su oficio los carpinteros o los conductores de autobús”. Así, sin más, sin darse ninguna importancia renunció a la vanagloria y el autobombo que caracteriza a muchas de las grandes estrellas.

Juan Diego ha dado con frecuencia en entrevistas lo que él cree que es la clave del misterio. Si un honrado actor es capaz de transformarse en un auténtico hijo de puta, como hacía él con su inolvidable y execrable señorito en Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), o sus colegas, Francisco Rabal en el entrañable deficiente Azarías, y Alfredo Landa, como el campesino humillado, en la misma catedralicia obra, es “porque dentro de cada uno de nosotros”, afirma, “se esconde cada una de esas personalidades, todos podríamos llegar a ser algo que nos puede parecer inimaginable, si se dieran las circunstancias necesarias. Entonces, lo que hace el actor es bucear dentro de sí mismo para encontrar esa parte de su yo”.

Juan Diego y Paco Tous en «23-F: la película»

Por ahí asoman el general Alfonso Armada en 23-F: la película (Chema de la Peña, 2011) el glorioso anarquista desnudo Boronat de París Tombuctú (Luis García Berlanga, 1999) y el enloquecido fraile Villaescusa que ve pecados hasta en el cielo en El rey pasmado (Imanol Uribe, 1991). Todos ellos se dan un aire a Juan Diego, el rostro, la voz, la estructura ósea… aunque provienen de galaxias tan alejadas que nadie creería que los encarna el mismo actor si no le conociera.

Tirando del hilo de esa explicación deberíamos encontrar indicios para comprender la inconmensurable actuación de dos intérpretes mayúsculos, padre e hija en la ficción de No sé decir adiós: del propio Juan Diego, ese José Luis tozudo, encerrado en su amargura desde que enviudó y moribundo sin saberlo, y de Natalie Poza, su hija, la solitaria, drogadicta y enfadada con el mundo, Carla.

Juan Diego y Natalie Poza en «No sé decir adiós»

La sensacional opera prima de Lino Escalera (reportaje en Días de cine), cuya grandeza se debe por igual a los mencionados cómicos, al texto escrito a cuatro manos por el director y su guionista Pablo Remón y a una dirección acertadísima, alcanza el momento de máxima brillantez en la última secuencia, ejemplo paradigmático de cómo se termina en climax lo que cualquier otro hubiera terminado en anticlímax. Es una secuencia para desmenuzar en una escuela de cine a la que se llega en un proceso de cocción a fuego lento, con un ritmo de tensión in crescendo sabiamente administrado que cierra el paréntesis abierto en la primera secuencia.

Juan Diego, Natalie Poza y Lola Dueñas en «No sé decir adiós»

¿Es No sé decir adiós una película de resignación ante lo irremediable? ¿O es un grito desesperado de impotencia? ¿Cómo podemos disfrutar sufriendo con los personajes? ¿Cómo consigue Natalie Poza que nos importe y preocupe lo que le pasa a su abofeteable personaje, que le sigamos los pasos cuando liga torpemente, cuando se emborracha de coca y alcohol y cuando trata de acercarse sin demasiada suerte a su padre? ¿Por qué no nos tira para atrás la enfermedad de José Luis y su aparatosa tos? ¿Por qué sonreímos a la menor insinuación del chiste con Juan Diego, milimétricamente medida? El guion y la dirección tienen mucho que ver en nuestro asombro e interrogaciones, pero lo de los actores es francamente misterioso por muchas explicaciones que nos den. Y lo de esta pareja es un fenómeno paranormal.

Kristen Stewart ante el espejo

Kristen Stewart probándose modelitos en «Personal Shopper». Foto Carole-Bethuel

Hay que reconocer que Kristen Stewart tiene algo indefinible que le hace muy atractiva. Ese mohín, como de permanente enfado con el mundo, la fama, tal vez, o vaya usted a saber, en un rostro bello con rasgos de chica lista, y por qué no inteligente, y una estructura ósea tirando a andrógina tienen gancho.

No es extraño que Olivier Assayas quedara prendado de ella cuando rodó Viaje a Sils Maria (2014). Esta personal y actualizada versión de Eva al desnudo, el clásico de Joseph L. Mankievicz de 1950, era el reencuentro de Olivier Assayas y Juliette Binoche tres décadas después de que el director coescribiera junto a André Téchiné el guion de La cita. Binoche encarna a una consagrada actriz a las puertas de un declive que percibe como irremisible, ante quien se aparece de nuevo la historia con la que se inició en el camino a la fama.  Como si fuera un eco de esa historia ficticia, Kristen Stewart es en la vida real la joven acriz, ya famosa pero aún con terreno que recorrer para llegar al estrellato absoluto, y en la fantasía de Sils Maria, la secretaria y representante, mucho más joven, de Juliette Binoche, con la que mantiene una estrecha relación de confidencias, de admiración, subordinación y algo más mucho más ambiguo, un sustrato de carácter erótico, tan sutil que lo advertimos en alusiones verbales a los celos y particularmente cuando Maria Enders (Binoche) contempla a escondidas a su secretaria (Stewart) que duerme desnuda sobre la cama. Kristen Stewart borda el personaje, como ya hiciera en Siempre Alice (Richard Glatzer, 2014, con Julianne Moore) y con Assayas este rendimiento actoral va acompañado de una osadía imposible de imaginar en una producción norteamericana.

Mientras que en Europa el desnudo de los actores se ve como algo consustancial a su trabajo, con todas las reservas que se quiera, con todos los detalles de la porción de piel que se puede y no se puede ver acordados en contrato, en Estados Unidos siguen siendo tabú determinadas partes anatómicas, radicalmente excluidas de cualquier producción comercial; y no hace falta que les detalle cuáles. La antigua reina de la saga Crepúsculo, felizmente reclutada para obras de mayor enjundia, le regala en Personal Shopper -que se estrena mañana- al director francés, y a los espectadores, claro, unos cuantos planos tocados por un delicioso y fino perfume erótico.

El propio Olivier Assayas confiesa que se dio cuenta de que el guion lo había escrito inconscientemente para su musa en un encuentro fortuito con ella en París. En cierto modo recupera el personaje de Viaje a Sils Maria, con algunas variantes, pero le concede el total protagonismo que en aquélla compartía con Juliette Binoche. Sigue ejerciendo una profesión de ayudante, concretamente de encargada de los estilismos que usa una supermodelo parisina, pero su jefa prácticamente no aparece, o muy poco. Maureen, que así se llama el personaje de Kristen Stewart, va de boutique en boutique, a cual más exclusiva, de Dior a Chanel pasando por la joyería Cartier, y se acerca a Londres para recoger un encargo como quien va del Retiro a Serrano.

Kristen Stewart de compras en «Personal Shopper». Foto Carole-Bethuel

A fuerza de colocarse los vestidos de la modelo delante de sí misma, Maureen termina por caer presa del influjo narcisista y decide enfundárselos para apreciarlos mejor, o para sentirse mejor, en realidad, pues la pulsión masturbatoria no tarda en aparecer, lo cual se entiende bien a la vista del cariz sadomaso de algunas de las prendas. Todo un elogio de la perversión sutil y vaporosa, muy chic, muy francesa.

Lo sorprendente del caso es que este ritmo de vida laboral tan mundano, este frotarse con el lujo y los ambientes más selectos discurre en paralelo con una inclinación esotérica que nos deja a todos con el paso cambiado y sin saber a qué atenernos. Maureen es médium, tienes cualidades paranormales y vive obsesionada con establecer contacto en el más allá con su hermano gemelo tristemente fallecido. En sus excursiones parapsicológicas incluso llega a vislumbrar un ectoplasma que a ella no le asusta y a mí, la verdad, me hizo dudar de si no sería una broma que firmara la película el autor de Carlos (2010), el relato de las andanzas revolucionarias y terroristas de aquel perseguido por todos los servicios secretos del mundo en los 70 y 80, Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos El Chacal.

Kristen Stewart en «Personal Shopper». Foto Carole-Bethuel

A mí esas veleidades espiritistas me dejan más bien frío. Prefiero mil veces la vertiente fetichista, su parafernalia y sus derivados antes que las excursiones al género del terror más naïf, por muy transgresor que se muestre Assayas con sus reglas y supuestos básicos. Es más, creo que los dos polos provocan un cortocircuito cuando se juntan en la resolución del misterio: un auténtico fiasco. Le tengo tanto respeto a Assayas y me había parecido tan genial Viaje a Sils Maria, me las prometía tan felices con volver a ver a Kristen Stewart en lo que, según decían, era un thriller erótico, que salí de la sala con cara de preferentista saludando la entrada de Rodrigo Rato en el juzgado. Menos mal que nos llevamos en la retina las escenas de Kristen Stewart ante el espejo.

Basada en hechos reales

El biopic, el género biográfico, se presta como ningún otro a la manipulación del espectador, para bien y para mal, porque juega con una coartada, casi una patente de corso, la de los “hechos históricos”. Pero ¿cómo saber si la realidad fue tal como se nos cuenta? ¿Cómo saber si el personaje retratado fue –o es- realmente como lo vemos reflejado en la pantalla? Es evidente que la película no nos lo aclarará. Con frecuencia un rótulo al final añade datos que por razones de diversa índole el director, el productor, o quien diablos sea el que lo haya decidido, no ha incluido en la narración. Suelen ser datos concisos y contrastables, desprovistos de valoraciones (bueno, esto no siempre), tal y tal fulano murieron en tal fecha, a tal y tal otro les metieron en la cárcel…

Eso de añadir ese tipo de información, como la de colocar en el frontispicio de la película la frase característica de “basada en hechos reales”, suele operar como antídoto frente a la incredulidad del espectador, pretende anularla aunque no siempre lo consigue. En el marco del BCN Film Fest, que acabará su primera edición mañana viernes, hemos visto un ejemplo de que esto: La casa de la esperanza, una coproducción de Estados Unidos, Reino Unido y República Checa, dirigida por Niki Caro.

Jessica Chastain, sin duda lo mejor de la función, es una especie de Oskar Schindler junto a su marido; ambos regentan un zoológico en Varsovia y cuando comienza la persecución de los judíos se las apañan para ocultar allí a cuantos pueden para salvarles de la deportación y la muerte seguras. Sabemos, porque se nos ha dicho, que las cosas sucedieron como vemos que pasan en la pantalla, pero algunas torpezas en el modo de presentarlas hacen que nos resulten a veces inverosímiles. Si uno se detiene a pensar, resulta muy poco creíble que aquellos desdichados no sean descubiertos por el malo de la película, en este caso el infortunado Daniel Brühl que viste las maneras y el uniforme militar germánicos, ni siquiera por más que éste pretenda hacer la vista gorda.

Precisamente este actor hispanoalemán también participaba en otra cinta aquejada de similares males, igualmente relacionada con las cositas tenebrosas de los filonazis: Colonia (Florian Gallenberg, 2015). Allí Brühl era el bueno, un joven secuestrado por la policía secreta pinochetista en el Chile de 1973 y encerrado en una cárcel secreta llamada Colonia Dignidad, a quien tiene que rescatar su angelical novia encarnada por Emma Watson. Hechos reales percibidos como poco probables. Lo real no siempre es verosímil en la pantalla.

Pero volvamos al inicio, el relato o el retrato histórico. En El BCN Film Fest se han presentado tres de características muy distintas y de variado interés. Uno de ellos, Churchill (Jonathan Teplitzky, 2017) se sitúa en 1944, en un breve lapso de tiempo, las 48 horas que preceden al desembarco del Día D para acometer la liberación del territorio francés y provocar el repliegue de las fuerzas ocupantes alemanas. El segundo es el último suspiro cinematográfico del gran director polaco Andrzej Wajda, terminado muy poco tiempo antes de su fallecimiento: Los últimos años del artista: Afterimage. El título alude al protagonista, el pintor vanguardista Wladyslav Strzeminski, humillado y perseguido hasta la muerte en 1952 por el régimen prosoviético de su país. El tercero, en fin, es una semblanza biográfica de la científica francesa de origen polaco, Marie Curie, rebelde con causa en el terreno del conocimiento e investigación, en el terreno amoroso y en el terreno social.

Muy poco tienen en común estos retazos de la Historia, salvo ese carácter pretendidamente verídico. Difícil dudar de su autenticidad en el curso del visionado de los filmes; tan sólo nos lo permitiría la consulta a fuentes ajenas y por tanto hemos de conformarnos, mientras duran las sesiones, con aceptar las visiones particulares de sus autores, a menos que uno tenga los conocimientos biográficos previos sobre ambos personajes.

Los prejuicios suelen ponernos en alerta: sobre Churchill se ha dicho y escrito tanto que resulta imposible delimitar dónde comienza el mito y dónde termina el ser humano. Teplitzky intenta abordar las zonas de sombra, las esquinas de la identidad de un personaje “bigger than life”, los aspectos menos conocidos o menos publicitados, si bien lo hace con cuidado y delicadeza: su perseverante práctica del levantamiento de vidrio, en particular rellenado su espacio vacío por un buen whiskie, su comportamiento atrabiliario y mandón, su carácter autoritario y despótico, sus arranques de ira… en este retrato hasta las volutas de humo requisadas al cigarro puro que semeja ser una prolongación natural de sus labios parecen estar marcando el territorio de un bulldog, grueso, gruñón y peligroso. Brian Cox se apodera del bombín, el puro y la voz y se transmuta en Churchill y nos hace olvidar su verdadera figura, como si nunca hubiéramos visto otros rasgos del prohombre que los del actor, un monstruo de la escena británica y mundial.

Contribuyen a la humanización del mito estos detalles de la estampa tanto como la relación que establece el dirigente con su esposa, a la que confiesa necesitar para ser él mismo. Y ayuda enormemente a que dejemos a un lado cualquier descreimiento la fabulosa interpretación de Miranda Richardson, otra que tal, actriz con letras de molde, capaz de darle la réplica al mismo Lucifer que se le pusiera por delante. Ahí tenemos a la pareja, la institución familiar, el eje sobre el que se yergue la tradición. El gigante, y a su sombra el apoyo imprescindible.

Zonas de sombra sí, pero la luz se impone al final cuando las dudas, las vacilaciones, las polémicas con los aliados, los miedos a no estar a la altura de la responsabilidad histórica, el compromiso con el pueblo dispuesto a inmolar a sus mejores jóvenes en la batalla por la libertad, cuando todos eso se aparca y resplandece el discurso del gran estadista, la película adquiere el perfil mitómano que había estado intentando burlar. ¿Recuerdan El discurso del Rey (Tom Hooper, 2010)? Por mucho que Jorge VI tartamudeara y caminara por senderos de cierto cariz estrafalario, el “speech” final le redimía y elevaba a la estratosfera donde habitan los héroes. Algo muy similar ocurre con este Churchill, humanizado sí, pero finalmente vuelto a divinizar consagrado por su discurso, el discurso político ante los micrófonos de la BBC y el discurso narrativo que nos lo acerca para volver a alejarlo. Es un discurso patriótico, acorde con los parámetros en los que se entiende comúnmente el término.

 

Wajda va por otros derroteros. De entrada Wladyslav Strzeminski es un artista revolucionario en un tiempo en que esta palabra había sido desprovista de todo significado por el Partido Obrero Unificado de Polonia, gobernante tras la conferencia de Yalta y fiel lacayo a las órdenes de Stalin. Un pintor vanguardista, excelente el actor  Boguslaw Linda, que se rebela contra la uniformidad del llamado realismo socialista y se convierte poco a poco en enemigo del Estado. Sufridor de avatares similares a los de su héroe, combatiente primero, represaliado después, el director construye su retrato a base de contrastes y paradojas.

Frente al colorido típico de las pinturas de Strzeminski, que imita en los créditos de entrada y salida, la fotografía gris plomiza durante el transcurso de la película. Frente al carácter rebelde y subversivo del artista, los encuadres y composición clásica de sus planos. Si Wladyslav Strzeminski rechaza el realismo socialista, Wajda nos entrega un filme imbuido de neorrealismo para darlo a conocer, en algunas secuencias, casi podríamos hablar de realismo soviético; la denuncia de las atrocidades del patrón (el Estado en este caso) y el modo en que el obrero oprimido sucumbe a su brutal acoso, privado de medios de subsistencia. El espíritu de Eisenstein no anda lejos.

El filme de Wajda es una reivindicación de una gloria del arte polaco, pero es en mayor medida el ajuste de cuentas con el partido comunista gobernante en su país en un período negro de su historia. La burocratización y el poder absoluto en manos de necios que veían traidores a la causa del pueblo por todas partes, adquiere tintes grotescos en algunos diálogos y acciones del filme. Wajda probablemente no exagera los rasgos autoritarios del régimen pero algunas frases entre el ministro de cultura y el pintor provocan extrañeza. Son por supuesto recreaciones y fabulaciones del guionista pero tal vez hubiera sido más creíble un punto mayor de sutileza; alguna línea parece brocha gorda, apunta o nos coloca en la sospecha de cierto maniqueísmo.

La reprobación y denuncia del autoritarismo es el fin último de este biopic limitado (no abarca toda el recorrido vital del biografiado) de Wladyslav Strzeminski. Con él la reivindicación de la libertad de creación artística y de la libertad en toda su extensión, también la necesidad de conocer la Historia, la propia historia, la historia de la Humanidad. Si los hechos narrados se corresponden escrupulosamente con lo acaecido tal vez no sea lo más importante. En todo caso, es lo más difícil de establecer.

Marie Noëlle transita a su vez por nuevos caminos en su retrato de Marie Curie. Es un retrato impresionista, de colores desvaídos y contornos suaves que contrastan con la determinación de la que hace gala esta mujer. Esta gran mujer, hay que decir, no sólo por sus grandes méritos en el dominio de la ciencia, la primera en recibir un premio Nobel (Física) y la única en recibir dos (Química) sino por la impresionante fortaleza de espíritu que supo mantener cuando, tras la muerte de su marido, Pierre Curie, mantuvo el tipo frente a la insoportable presión de una sociedad puritana que condenaba la libertad amorosa, sobre todo y especialmente la femenina.

La directora mantiene en equilibrio las dos líneas de fuerza del relato: de un lado el flanco didáctico, la divulgación de la importancia histórica de sus descubrimientos (el polonio y el radio, teoría de la radioactividad y el uso terapéutico de los rayos X, su utilidad en la curación de enfermedades como el cáncer) y la dificultad añadida a la que se enfrenta por ser mujer. De otro lado el cariz romántico de la historia, un romanticismo subido de tono que realza el enamoramiento contra todo y contra todos de Marie Curie, calurosamente encarnada por la actriz polaca Karolina Gruszka, que está dispuesta a renunciar antes al reconocimiento social y profesional que a las delicias y tormentos del amor. Divulgación científica, feminismo y romanticismo; conjugar estos elementos que operan narrativamente en escalas de lirismo muy diferentes es la mayor virtud de que hace gala Marie Noëlle.

 

En cuanto a la veracidad de este apunte biográfico, me remito a lo dicho al principio: su importancia es relativa y conduce la discusión a un terreno académico. Lo valioso es que en el relato todo lo que sucede responde a una misma lógica de verosimilitud. Y vemos cómo las tres fracciones de biopic citadas (en puridad el término se aplica a crónicas que abarcan un espacio de tiempo de mucha mayor extensión) emplean estrategias diversas con un mismo propósito, realzar la importancia del personaje convocado, darlo a conocer o revelar aspectos menos conocidos, reforzar las ideas políticas, sociales o culturales que cada uno encarna.

Un Festival no nace sin dolor de parto

En el balance que todo festival debe realizar entre cuota de cine serio y cuota de “glamour” para robar una esquina de espacio en los medios de comunicación hay una ley inexorable a la que es muy difícil sustraerse. A la máxima de “el medio es el mensaje” hay que hacerle un ligero retoque de maquillaje para convertirla en “el famoso es el mensaje”. A esa norma de obligado cumplimiento para la supervivencia también se ha sometido el BCN FILM FEST, que no sabe muy bien dónde colocar el Sant Jordi, si como nombre principal o como apellido.

En Barcelona comenzó el pasado viernes 21 este recién llegado al panorama de los festivales. Allí hizo su aparición Richard Gere, protagonista de Norman, el hombre que lo conseguía todo, dirigida por Joseph Cedar, una propuesta interesante aunque un tanto desconcertante que uno no sabría si definir como comedia bufa de baja intensidad o como metáfora tal vez involuntaria del rampante sistema –económico- depredatorio actual. ¿Y qué tal está el actor? Bien, gracias. Gere posó ante la prensa en eso que se denomina con el anglicismo “photocall”, o sea un posado ante las cámaras de toda la vida, llegó a la hora prevista a la rueda de prensa después de la presentación a la misma de la película, contestó comedidamente a las preguntas, estuvo discretamente simpático, educado, profesional… lo que se espera de una estrella cuyo brillo álgido comenzó a extinguirse hace más de dos décadas. A pesar de todo, aún le queda algo del embrujo que asomó en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990), una cinta mil y una veces repuesta en las cadenas de televisión, cenicienta moderna con un hiperidealizado hombre de negocios, rico, guapo, simpático, desprejuiciado y por supuesto conservador que debe redimir a una muy improbable prostituta con la estructura ósea y la desarbolante sonrisa de Julia Roberts.

Nota al margen: en la documecomedia de los directores argentinos de El ciudadano ilustre, Mariano Cohn y Gastón Duprat, Todo sobre el asado, una odontóloga, exploradora indiscreta en bocas ajenas tirando a repelente, dice saber por razones profesionales que Julia Robert padece de halitosis. Dejo constancia del profundo malestar que me produjo semejante gag de muy dudoso gusto.

A Richard Gere, a salvo, que sepamos, de esos infundios, le concedió Robert Altman una oportunidad -que no desaprovechó- de dar lustre cinéfilo a su dilatada carrera (El Dr. T y las mujeres, 2000). De entre sus muchos personajes yo me quedo con el sonriente abanderado del capitalismo de Pretty Woman, el ginecólogo de Altman y con el apurado seductor y consolador de damas de American Gigolo (Paul Schrader, 1980), libreto que parecía escrito para él en aquella época. Tres papeles en tres décadas: uno para cada una.

Richard Gere es la cuota glamourosa de este nuevo Festival de Barcelona que se reclama con otras señas de identidad y apuestas, de amplio espectro, también hay que decirlo, entre popular y didáctico, entre clásico y actual, combinando sabores en un cóctel ecléctico cuya definición habrá que esperar a ver si se asienta. De las intenciones de la programación dejó mi colega Carles Rull cumplida y detallada información en su blog El cielo sobre Tatouine, de modo que no me detengo a desarrollarla aquí. Pero el glamour tiene cosas desagradables que no cabe achacar a la organización del Certamen ni a los responsables de prensa, sufridores también junto a los verdaderos paganos de los insufribles comportamientos caprichosos de las estrellas, los periodistas acreditados.

Richard Gere y Lior Ashkenazi en «Norman, el hombre que lo conseguía todo»

Tan profesionales a veces, tan irresponsables otras. No es infrecuente que quienes gozan del privilegio de la adulación universal hagan de su capa un sayo a la hora de cumplir con las obligaciones contractuales que determinan un horario para responder a preguntas de entrevistadores. Se han dado casos en los que los fotógrafos se hartaron de esperar, porque el famoso de turno parecía haber olvidado el reloj o no tuvo empacho en acicalarse durante más tiempo del conveniente, y directamente se marcharon con sus cámaras a otra parte. Sonado fue el de Salma Hayek durante la promoción en España, en 2003, de Frida, película que coproducía y protagonizaba, con mucha ceja pero no tanto bigote. ¡Y sólo fue media hora de paciencia! O el enfado monumental con Leonardo di Caprio a cuenta de un retraso de una hora, por razones achacables a los insondables misterios de la aeronáutica (su avión particular tuvo la culpa, según explicó). Di Caprio defendía una excelente película que denuncia los criminales manejos de los contrabandistas de piedras preciosas (Diamantes de sangre, Edward Zwick, 2006), pero sus explicaciones no convencieron a los aguerridos reporteros gráficos que no tuvieron empacho en obsequiarle con una bronca monumental para provocar su perplejidad. Fue tanto el ruido del incidente que ensombreció la calidad del filme.

Richard Gere saluda con garbo y donosura en el BCN Film Festival. EFE

Pues lo mismo hubiera sucedido en Barcelona si los afectados no fueran plumillas a los que no se debe ni consideración ni explicaciones, tropa que está para hacer guardia, callar y obedecer. Tanto Richard Gere como su director, Joseph Cedar, se presentaron a las entrevistas concertadas con dos horas de retraso. Nada más. No pasa nada. Allí estábamos todos esperando lo que hiciera falta. Se entiende que después de comer es muy mala hora para repetir respuestas como papagayos. Bueno, debió de decirse a sí mismo la estrella comprometida con grandes causas humanistas, no les importará esperar un poquito…

Más tarde, a la hora del hacer el paseíllo, pues algo así es lo de la “alfombra roja”, lo más parecido a ese ritual taurino pero sin toros, otra horita más de espera. No pasa nada. Allí las masas enfebrecidas, gritonas y hambrientas, esperan lo que les echen con tal de disfrutar de su ración ocasional de famoso en vivo. Richard tan profesional él, sonriente y amable, se deja querer y cae estupendamente a todas las edades, a las mayores y a las más jóvenes. “¿Quién es ése? Un actor que se tiraba a Julia Roberts que estaba muy buena… Pues él todavía no está nada mal…” La frivolidad es así. ¿De cine, cuándo hablamos?

Richard Gere en un gesto característico. EFE

No, no, no le voy a hacer eso feo al Festival por culpa de Richard Gere, con lo majo y simpático que es. El BCN Film Festival (por cierto, José María Aresté, director del Festival, déjeme decirle que me parece más honroso añadirle el Sant Jordi por delante o por detrás que la fórmula anglófila con complejo de inferioridad) nace con muy buenos propósitos y me inspira simpatía. Por de pronto, es un certamen que brota en un barrio popular de Barcelona, el barrio de Gracia, lo que de entrada suma puntos, en unos cines que intentan cuadrar el círculo de la supervivencia de la calidad, la versión original, de las películas independientes, etc, en unos tiempos en que la audiencia deserta de las salas al menor pretexto: que si el buen tiempo, que si la televisión de pago, que si las descargas, que si las series, que si el cine en casa, que si el fútbol, que si… ¡Maldición! ¡Adónde iremos a parar con tanto pecador en esta iglesia!

Esta mañana le insinuaba yo a Bertrand Tavernier en mi entrevista para Días de cine esta apostasía de la verdadera religión (la cinefilia), esta desbandada de las catedrales laicas –que diría mi amigo Santiago Tabernero- y el grandísimo director francés exclamaba casi indignado: “¡es que los jóvenes también se atiborran de comida basura en los MacDonald’s y así nos va!”.

Tavernier representa el polo opuesto, no incompatible, a Richard Gere en este Festival. Intentar encontrar ese equilibrio del que hablaba al principio. Un foco de luz clásica para iluminar rincones que el cine de Hollywood deja a oscuras (no dejen escapar su documental Las películas de mi vida, historia del cine de su país desde los años 30 a los 70 atravesado por una corriente de contagiosa pasión). Esa aspiración del BCN también merece todo el apoyo que podamos darle. Es cierto que la programación no puede pretender competir con las lumbreras de otros certámenes, como San Sebastián, Valladolid, Gijón, Sevilla. Todavía. Quién sabe si cuando celebre su 10ª edición se habrá asentado y depurado.

Pero mientras eso se produce, si el tiempo y la autoridad lo permiten, yo he podido recoger en cuatro días un ramillete de películas muy agradables, que o tienen distribución o seguro que la tendrán pronto. Churchill, de Jonathan Teplitzky, un recio y vigorosa retrato, inteligentemente hagiográfico y producido con todas las garantías de calidad por la BBC, más humanizador que desmitificador del prohombre que prometió batallas con sangre, sudor y lágrimas, con Brian Cox y Miranda Richardson impresionantes. Marie Curie, dirigida por la francesa Marie Noëlle, es un biopic decente de una mujer que merece ser mucho más conocida, dos veces Premio Nobel, adelantada a su tiempo en todos los sentidos y referencia de la igualdad entre los sexos. Su mejor historia, de la danesa Lone Scherfig, antigua seguidora del Dogma 95, es una simpática historia que toca casi todos los «ismos»: antibelicismo, feminismo, lesbianismo, romanticismo… en un tono grave a veces y desenfadado otras.

Todo sobre el asado es el documental mencionado de la pareja argentina Cohn-Duprat que aborda el tabú culinario con la ironía, la guasa y la delicadeza que les conocemos. Tavernier presenta, además de su obra citada, Las películas de mi vida (recién ampliada en una serie de 8 horas de duración para televisión, según nos adelantó) un ciclo de viejas glorias agrupadas bajo el epígrafe de Imprescindibles: Juegos prohibidos (René Clément, 1952) Un condenado a muerte se ha escapado (Robert Bresson, 1953), Los amantes de Montparnasse (Jacques Becker, 1958) y Madame De… (Max Ophüls, 1953). Cuando ustedes estén leyendo estas líneas yo habré podido ver la última película del gran director polaco Andrzej Wajda, Los últimos años del artista: Afterimage, un biopic del pintor vanguardista Wladyslaw Strzeminski. Será mi última sesión de un festival que continúará hasta el viernes 28 y con un poco de suerte resista durante años a los embates de las olas de la vulgaridad.

Sustos, los justos, amigos

¿Pero qué os pasa, hombre? ¡Eso no está nada bien, queridos Coronado y Banderas! Cualquiera diría que os habéis apuntado a un concurso de méritos para ver quién recibe más muestras de cariño y solidaridad. Por favor, ¡no nos deis más sustos! A Coronado le han tenido que colocar un stent tras haber sufrido un infarto de miocardio la tarde del pasado sábado 15. Por fortuna, él mismo nos hizo saber que la cosa estaba bajo control con un tuit en el que no faltaba el lenitivo sentido del humor, siempre tan agradecido en estos casos.

Entre las múltiples reacciones de alivio y ánimo estuvo, claro, la de Antonio Banderas, que a su vez nos había sobresaltado en una rueda de prensa en pleno festival de su ciudad natal, Málaga. Allí supimos que el pasado 26 de enero su corazón, grande, grande, porque Antonio lo tiene muy grande, se había tomado un instante de respiro en el frenético ritmo de trabajo al que se veía sometido. El actor español más internacional (sin permiso de Javier Bardem, porque él fue primero) también publicó un tuit, que sobresalió en el torrente de silbidos de esta red social.

 

Para mí que esto viene a demostrar que el trabajo es la peor de las enfermedades, la auténtica maldición divina que nos cayó en el Paraíso terrenal por morder la bendita manzana. ¿Queréis placeres? ¡Pues a currárselo, que aquí nada se os dará gratis! Eso debió de decir el todopoderoso cuando supo que Adán y Eva habían descubierto cuán gozoso podía ser transgredir el sexto mandamiento. Me estoy yendo por las ramas. Pues a pesar de que trabajar es un castigo para la Humanidad (y no hacerlo todavía mucho más) algunos le han cogido tal vicio que lo acaparan. ¡Hombre, José, no trabajes tanto, que hay mucho paro en el sector (hasta un 80%, que se dice pronto)! Me apresuro a decir que esto es una ironía simpática, que luego algunos lectores no lo pillan y me hacen comentarios desagradables.

Oro, de Agustían Díaz Yanes

Coronado no ha parado de trajinar desde hace años: en cine tiene pendientes de estreno Oro, de Agustín Díaz Yanes, que ya he mencionado en un post anterior dedicado a Juan Diego, y What about Love, de Klaus Menzel, con Sharon Stone y Andy García. Y no hace mucho le encontramos en una comedia de éxito tirando a facilona, Es por tu bien (tirando no, más bien birriosa) y en la excelente El hombre de las mil caras, de Alberto Rodríguez.

Suma y sigue durante el año pasado: Contratiempo de Oriol Paulo, un thriller efectista y pirotécnico, según mi buen amigo Antonio Weinrichter; Cien años de perdón, un thriller resultón de Daniel Calparsoro, atiborrado de las virtudes y alguno de los defectos del director; Secuestro, otro thriller mucho más flojo, de Mar Targarona, en el que Coronado no resultaba muy lucido; y La corona partida, tv movie didáctica y digna aunque no apasionante dirigida por Jordi Frades, sobre el reinado de Juana la Loca (magnífica, Irene Escolar), en la que encarnaba a Maximiliano I de Habsburgo, padre de Felipe el Hermoso. Además, también para TVE, se enfundó la capa fogosa, extrovertida y mujeriega de Lope de Vega en un diálogo de amistad y odio con Miguel de Cervantes, cuya noble testa llevaba las facciones de otro grande, Emilio Gutiérrez Caba, Cervantes contra Lope, presentada en la Seminci de Valladolid y emitida el 5 de diciembre.

El pasado 6 de este mes presentó una serie nueva de televisión de título paradójico que nada tiene que ver con el percance que comentamos, Vivir sin permiso. La serie lleva la firma del escritor Manuel Rivas y relata la vida del narco gallego Nemo Bandeira. Huelga decir que Coronado es el patriarca del clan. Mientras tanto, sobre las tablas en el Teatro Español de Madrid, bajo la dirección de Julián Fuentes Reta, representaba la obra Ushuaia que le trasladaba a Tierra del fuego, en la Patagonia argentina, para buscar refugio como criminal nazi que huye de su pasado. Por cierto, le daba réplica Olivia Delcán, esa jovencita deliciosa y talentosa que Fernando Colomo nos descubrió en Isla bonita (2015). Pues han tenido que suspender temporalmente las representaciones. ¡Qué se le va a hacer!

A este ritmo, José (seguro que me he dejado algún trabajito más en el tintero) no hay quien te pueda seguir. Pero, insisto, ¡no nos des más sustos, anda, y vuelve al tajo pronto y bien recuperado!

José Coronado, en Ushuaia. EFE

Endemoniado Klaus Kinski

Tuve la suerte de encontrarme a dos metros de distancia de Klaus Kinski en la 39ª edición del Festival de San Sebastián, en septiembre de 1991. Yo había ido allí con un equipo de Televisión Española para realizar un reportaje para el programa Días de cine que acababa de echar a andar ese mismo mes. Todo era nuevo para mí, el ambiente del Festival, los pases de películas, las ruedas de prensa, las entrevistas. Incluso la proximidad a actores y directores y el hecho de poder hablar con ellos suponían entonces un hecho extraordinario que ponía a prueba la resistencia de una inclinación mitómana hoy ya notablemente mitigada, casi extinguida.

Klaus Kinski en el Festival de San Sebastián, 1991. EFE

Kinski era uno de esos mitos merced a algunos personajes legendarios que había creado junto a Werner Herzog, especialmente el alucinado conquistador español de Aguirre, o la cólera de Diós (1972) que fue el que le dio fama mundial. Después, con el mismo director, le siguieron otros como Woyzeck (1979), Nosferatu, el vampiro (1979), Fitzcarraldo (1982) y Cobra Verde (1987). Entre éstas y las de más acá y más allá llegó a rodar hasta doscientas películas, un puñado de ellas, excepcionales. Con Andrej Zulawski rodó esa maravilla titulada Lo importante es amar (1974), que calificó en sus memorias de “putrefacto y maloliente mamotreto”; él era así de fino y exigente. En realidad consideraba que todo lo que había hecho era «una puta mierda». Igual lo pensaba sinceramente, pero resulta imposible saberlo.

En aquella ocasión Kinski promocionaba en San Sebastián una película, la última de su carrera, que él mismo había dirigido dos años antes, en 1989, Kinski: Paganini. Lo que inicialmente iba a ser una mini serie para la televisión italiana de dieciséis horas de duración terminó siendo un largometraje, protagonizado por Kinski, que ofició también de guionista e incluso de montador, porque los productores decidieron interrumpir el rodaje cuando vieron el derrotero que llevaban los materiales producidos.

Había que ver y escuchar con qué pasión –o profesionalidad- defendía aquel demonio de artista su obra. Allí sentado, Kinski respondía a las preguntas del redactor Álvaro Feito explayándose en las respuestas. Yo estaba al lado de la cámara y de mis compañeros, el reportero y el ayudante, como realizador. De repente, en un momento indeterminado de la entrevista sus grandes ojos blancos se posaron sobre los míos y permanecieron clavados en ellos con una apariencia inquisitiva que me perforó durante unos segundos. Le hubiera pagado unos whiskies por saber qué diablos pensaba en esos breves instantes que tan largos me parecieron. Me quedé con la curiosidad insatisfecha, por supuesto, pero nunca olvidé aquella mirada. Cuando dos meses después (noviembre de 1991) conocí la noticia, la muerte de Klaus Kinski me causó un gran impacto y aquella anécdota insignificante pareció agrandar sus contornos, la intriga recuperó vigor: ¿qué pasaría por la mente de aquel tipo tan especial?

Teniendo en cuenta la fama de actor insoportable, indirigible e indigerible que arrastraba, me pregunto cómo sería este hombre con la batuta en su mano y los actores y el resto del equipo de rodaje a sus órdenes. Me encantaría saber qué les decía si se veía en la necesidad de hacer varias tomas, él que como actor se negaba a repetir las escenas como si eso fuera una humillación.

Sí, Klaus Kinski era un tipo muy especial. Tanto que Fernando Colomo, que había contado con sus inestimables servicios en El caballero del dragón (1985) le dedicó un artículo cuando falleció que parecía cualquier cosa menos una necrológica. Después de repasar la impagable experiencia de haberle soportado le despedía con este párrafo: “Mucha gente pensaba que estaba loco. Yo no lo creo así. Era un niño mimado, consentido y maleducado. De haber sido una persona mayor, sólo le cabría el calificativo de hijo de puta. Pero ahora se ha muerto y nos ha dejado. Descansemos en paz.”

De la peculiarísima personalidad de ese inolvidable –por tantos conceptos- actor que fue Klaus Kinski tenemos dos testimonios mucho más prolijos en detalles que la experiencia de Fernando Colomo. Dos encuentros con el monstruo que me permito recomendar a todos los interesados en fenómenos inextricables de la naturaleza que amen el cine por encima de casi todas las cosas, un documental realizado por Werner Herzog, Mi enemigo íntimo (1999) y la autobiografía del actor, significativamente publicada en España en 1992 por Tusquets editores en la colección La sonrisa vertical, y de título aún más revelador: Yo necesito amor.

Antes de contratar para cinco largometrajes a su actor fetiche, un inmenso talento para los personajes desquiciados o poseídos por una misión sobrenatural en la vida, es decir exactamente lo que necesitaba, Werner Herzog había conocido a Klaus Kinski a la edad de trece años y convivido con él en Munich durante varios meses. Sabía pues de la furia con la que habría de enfrentarse en una relación de amor-odio que resultó fecundísima en la pantalla y anímicamente muy costosa, seguramente para ambos, pero mucho más para el director. En apresurado resumen -la imagen lo dice todo- vean el cartel de la película que tienen un poco más arriba y anímense a buscarla. A continuación les dejo un fragmento para ir haciendo boca.

El libro de Kinski es punto y aparte en el género autobiográfico. Escritas en una primera persona arrebatadora, las memorias de quien dijo “si no fuera actor, me habría convertido en asesino o habría terminado asesinado” son un testimonio impresionante que revelan a alguien sorprendentemente frágil bajo la capa de bárbaro que le caracterizaba. ¿Hay modo más evidente de condensarlo en una frase: Yo necesito amor?

Confesión a calzón quitado de todas las intimidades, incluso aquellas que sirvieron para entallarle un traje de violador de su propia hija Nastassja, las hazañas, bélicas o civilizadas, se desgranan en un retablo de asombros que no cesan, desde la más tierna infancia propia hasta la devoción por su hijo Nanhoi. A él le dedica muchas de las últimas páginas y las palabras finales: “…te cuento todo esto por si me pasara algo. La gente te dirá que estoy muerto. ¡No les creas! ¡Mienten!… No puedo morir jamás. ¡Solo tú me redimiste!…No podemos volver a separarnos jamás. Hemos vuelto a ser uno: luz, aire, fuego, agua, cielo, viento…”

Hasta llegar ahí, el recorrido vital está plagado de nubes de polvo y de polvos. El polvo en singular y sentido metafórico oculta las debilidades y locuras del personaje, que no deja títere con cabeza, con capítulo aparte para su archienemigo Herzog, a quien consagra piropos como «sucio bastardo que no sabe nada de cine… le cortaría la cabeza» y lindezas parecidas. El mismo vocablo en plural sirve para describir las abundantísimas y variopintas refriegas sexuales, en un desenfrenado sin parar desde la pubertad, que narra sin pudor alguno Klaus Kinski. ¿Entienden por qué lo de publicar sus memorias en la colección erótica que dirigió Luis García Berlanga? ¿Entienden por qué me impresionó tanto su mirada?

Juan Diego, la eternidad y un día

Hasta el 14 de mayo permanece sobre el escenario del Teatro Reina Victoria de Madrid Una gata sobre un tejado de zinc caliente, de Tennesse Williams, según montaje de Amelia Ochandiano. No es cine, que es el negociado de este blog, pero la presencia de Juan Diego en la obra me da licencia para escribir de ella porque es a este monstruo de la escena a quien quiero referirme.

Juan está rodeado por un conjunto de intérpretes excepcionales, como Begoña Maestre, Eloy Azorín, Jose Luis Patiño, Marta Molina y Ana Marzoa. Y yo -aunque de teatro confieso mis limitadísimos conocimientos- debo decir que todos están realmente a la altura que se espera de ellos. Y ellos me disculparán que particularice mi atención en el patriarca, ese señor de la casa cuyo omnímodo poder se acerca a su fin, ciego a las señales que le manda el destino, sordo al ruido de la codicia que atruena en sus dominios, en su casa, en su familia, en su hijo.

Fotografía: Curro Medina

Cuando Juan Diego aparece el escenario se hace pequeño, cuando habla no es solo Big Daddy quien habla con su ignorado cáncer terminal a cuestas, es el espíritu concentrado de una larguísima trayectoria embebida en decenas de personajes el que le da alas, le hace crecer y elevarse un palmo sobre las tablas. Si hasta me parece que le veo en primer plano, como si yo mirara la acción a través del visor de una cámara imaginaria. No me pregunten cómo se opera el milagro de que estos Maggie y Brick, Begoña Maestre y Eloy Azorín, me hagan olvidar a Elizabeth Taylor y Paul Newman. Tengo la sospecha de que la culpa la tiene Big Daddy-Juan Diego, a quien no alcanza a hacer sombra en mi memoria la cara bonachona de Carl Ives, en la película de Richard Brooks (1958).

Y no quiero desmerecer el trabajo más que relevante de sus “partenaires”.  Juan atrae y absorbe la luz no para quedársela y hacerla desaparecer como los campos gravitatorios de los agujeros negros (perdón si no es correcta esta metáfora cósmica) sino para irradiarla hacia todo el que comparte el espacio dramático con él, iluminarle y abrazarle con un halo de fuerza irresistible.

Quiere la casualidad que al mismo tiempo que Juan suma su moribundo sujeto del delta del Mississipi a su inabarcable galería de figuras en obras teatrales, piezas de televisión y películas, tenga pendiente de estreno dos cintas para este año, además de una que ya lo está. De las tres en dos de ellas, como en Una gata… también tiene que lidiar con la parca.

En Oro, de Agustín García Yanes, una gran producción que promete contar la verdad sobre “la cruda conquista de América” basada en un relato inédito de Arturo Pérez Reverte, su personaje es “Requena”, un soldado que ha perdido a su compañía en una campaña militar anterior a la que se relata en la película en busca de El Dorado en el Amazonas, es rescatado por una india y con ella se integra como uno más en la vida del poblado indígena. Cuando otros soldados le encuentran “Requena” les habla del lugar que van buscando, donde se supone que encontrarán el tan ansiado oro que da título al filme. Díaz Yanes es un director que bien merece un voto de confianza y la película tiene muchas bazas para ser uno de los platos fuertes de la temporada.

José Coronado y Raúl Arévalo en Oro, de Agustín García Yanes

En Incierta gloria, de Agustí Villaronga, basada en la novela de Joan Sales, encarna al patético “Cagorcio”, el despojo de padre que en plena guerra civil española muere a manos de “La Carlana”, su hija, magníficamente encarnada por Núria Prims (recuerden este nombre, estará entre los finalistas a los futuros Goya). No es una muerte cualquiera, es un cruel ahogamiento y hay que saber morir con ese porte de garrulo miserable; y hay que saber dar vida a ese desdichado con el desgarro con que lo da Juan Diego.

Por último, en No sé decir adiós, de Lino Escalera, de la que ya hablé aquí en otra ocasión reciente (y tiene previsto su estreno el próximo 19 de mayo) Juan Diego es José Luis, un padre que debe afrontar la última verdad que sus dos hijas no son capaces de decirle. Natalie Poza y Lola Dueñas, especialmente la primera (también estará entre las elegidas en lo más alto al final de la temporada) establecen un duelo de dolorosos sobreentendidos, de resabios de tiempos y afectos perdidos con su padre, de frustración e impotencia porque la vida de su progenitor se le escurre entre los dedos de las manos. Y es maravilloso ver a un actor que apenas tiene diálogos en la pantalla decir tanta tristeza, rabia y resignación a la vez con los ojos, con el cuerpo, con el alma entera volcada en ese ser condenado por la enfermedad.

De nuevo el Festival de Málaga tuvo que rendirse a la maestría de Juan Diego, expresada no con oficio (no solo con oficio) sino con ese misterio intangible que da la naturaleza al cabo de los años a algunos elegidos, un precipitado químico indescifrable que transforma cada vez a un ser corriente, como usted y como yo, humilde y nada pagado de sí mismo, en cualquier variante de la naturaleza humana, lo que sea menester, lo que requiera el personaje. Dicen que el Festival le concedió a Juan la Biznaga de Oro al Mejor actor de reparto. ¿De reparto? Da igual, no hay manera de envolver con un galardón la magia de la creación artística. Cuando Juan Diego está arrebatado no hace personajes, los crea.

Juan Diego: Los premios son unas casualidades… una cosa que te dan pero que no te corresponde… es una suerte, siempre es una injusticia… Te lo mereces “aproximadamente”. Entrevista en Cartelera, de TVE, en 2006