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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

Archivo de octubre, 2017

El Apocalipsis en cómodos plazos

Trabajo, sexo y medio ambiente; debería ser el eslogan de futuras movilizaciones, cuando se pasen la fiebre nacionalista y todas las fiebres que vendrán después. Lo primero, lo sé, es una maldición pero, salvo robar o ser hijo de papá, es lo único que nos permite comer honradamente. Lo segundo no necesita explicación, creo yo. Lo tercero es lo que la Humanidad debe preservar si no quiere suicidarse en masa y ríete tú del Apocalipsis, que éste se presenta en cómodos plazos.

Por fortuna, la conciencia ecológica está creciendo.La casualidad quiere que el mismo día que se estrena Una verdad muy incómoda: Ahora o nunca, el segundo grito cinematográfico de alerta sobre las consecuencias del cambio climático de Al Gore, se inaugure en Cineteca Madrid la tercera edición del Another Way Film Festival, que los organizadores denominan “la cita con el cine y la sostenibilidad”. Entre paréntesis debo decir que no entiendo por qué un festival madrileño se denomina en inglés, pero esto es una cuestión secundaria.

Al Gore sorprendió al mundo hace once años con un panfleto en imágenes titulado Una verdad incómoda. La sorpresa es que viniendo de alguien de quien se decía que había perdido en el año 2000 las elecciones presidenciales de Estados Unidos por falta de carisma (en realidad las ganó en votos frente a George Bush después de un recuento ajustadísimo, pero no bastó) un documental en el que se pasaba hora y media largando sin parar consiguiera no sólo no ser aburrido sino que resultaba apasionante. En primer lugar era didáctico y movilizador, clamaba al mundo para que dejarámos de destruirlo sin el menor escrúpulo lanzando a la atmósfera millones de toneladas de mierda que acabarán por asfixiarnos si es que antes los fenómenos atmosféricos desencadenados no nos han arrollado y enterrado en el mar. Lo hacía con argumentos sólidos, racionales, con cifras y letras, con pasión… ¡Y decían que no tenía carisma!

El éxito fue rotundo. La cosa llegó tan lejos que Al Gore consiguió dos Oscar con su película y de rebote le cayó encima el premio más gordo, el Nobel de la Paz por su contribución a la lucha contra el cambio climático. En España, Zapatero, que fue un desastre pero tuvo sus buenas cositas, después de recibir en el Palacio de la Moncloa a Al Gore decidió comprar 30.000 dvds que le reportaron a Paramount 580.000 euros, un pellizquito. El Ministerio de Medio Ambiente los repartió -los dvds, no los euros- a los colegios a través de La Fundación Biodiversidad para sensibilizar a los escolares. ¡Bien hecho José Luis!

Al Gore en Una verdad incómoda

Bueno pues Al Gore sigue su cruzada contra el mismo poderoso enemigo, que no olvidemos, se oculta bajo las soflamas de Al Gore negando las evidencias con su estilo cochambroso, pero se llama multinacionales de la contaminación, petroleras dispuestas a consumir hasta la última gota de combustibles fósiles antes de que los gobernantes decidan apostar a fondo por las energías limpias y renovables y fabricantes de vehículos que harán su reconversión sólo cuando ya no les quede más remedio para mantener las tasas de beneficio.Al Gore se presenta en su nuevo documental como un cruce de quijote y conejito de duracell, corriendo de conferencia en conferencia, de acá para allá, y obteniendo éxitos –como la gestión para que el gobierno indio firmara el acuerdo en 2015 de la Cumbre de París contra el cambio climático-. Su película tiene un tono optimista que ni siquiera la elección del Gran Payaso consigue sofocar. Contribuye a ello una realización mucho menos austera, más dinámica e ilustrada con imágenes impresionantes, que la de su precedente. Y por ello consigue de nuevo revestirse de impagable utilidad: “no dejemos que nuestros nieto nos digan ¿en qué estabais pensando, acaso no escuchabais a los científicos?, clama con energía.

Si el interés de una película, se midiera por su utilidad, Una verdad muy incómoda: Ahora o nunca debería ganar también su Oscar. Prueba evidente del interés de este manifiesto ecologista es que Greenpeace lo ha reconocido en el Festival de San Sebastián como la película que de entre toda la programación mejor refleja sus ideales: «Proteger la biodiversidad en todas sus formas, prevenir la contaminación y el abuso de los océanos y bosques, el aire y el agua dulce, terminar con la amenaza nuclear, promover la paz, el desarme mundial y la no violencia».

Al Gore saluda al Primer ministro canadiense Justin Trudeau

Esos objetivos coinciden plenamente con el Another Way Film Festival de Madrid que se inaugura hoy en Cineteca a las 19:00 horas con lo que según dicen es un impactante testimonio sobre el cambio climático Thank you for the rain, dirigido por Julia Dahr que relata el encuentro fortuito entre la directora noruega y el granjero keniano Kisilu Musya, quien de  líder comunitario se convierte en un activista global e incluso llegó a ofrecer su testimonio en la Cumbre de París.

Desde hoy hasta el domingo 8 se proyectarán 15 documentales internacionales presentados en dos secciones: 9 en la Oficial, que optan al Premio del Jurado, y seis en la Sección Impacto. Los temas que se tratarán en el festival son los nuevos modelos económicos, la caza de las ballenas en las Islas Feroe, los campos de trabajo en Qatar para la Copa Mundial FIFA 2022, la extinción de las semillas o el impacto medioambiental de la industria textil en 10 títulos no vistos hasta ahora en España. No faltan los talleres para niños y preadolescentes, yoga, encuentros profesionales para cineastas y emprendedores y una mesa de participación ciudadana. Las entradas está a la venta en www.anotherwayff.com y Cineteca.

Todo esto me parece muy bien, lo apoyo y por eso lo cuento, pero ¿a son de qué el festival lleva su nombre en inglés? Está uno harto de la sumisión cultural que pasa por renunciar al idioma. ¿Qué hay de las señas de identidad? ¿Vamos a seguir renunciando a ellas en aras a no sé qué objetivo?

Blade Runner 2049

El 28 de febrero en mi primer post de este blog confesaba estar impaciente a la espera del estreno de Blade Runner 2049. La filmografía del director, la producción ejecutiva de Ridley Scott y otros detalles más del proyecto me hacían concebir enormes esperanzas que sólo se han visto defraudadas en una pequeña medida. El resultado no es tan emocionante como uno hubiera deseado pero sí ofrece grandes alicientes, contiene materiales nobles que seguramente vistos con más perspectiva, en un segundo visionado o mediado un tiempo prudente, incluso ganen en robustez. Se me hacía obligado dejar aquí unos apuntes urgentes del acontecimiento cinematográfico del año que se estrena pasado mañana.

En la pantalla un rótulo con palabras de Denis Villeneuve nos ruega encarecidamente que no destripemos la película cuando hagamos nuestros comentarios para preservar el efecto sorpresa. La tarea no resulta fácil. Inevitablemente, al colocar piezas de la película sobre una mesa de análisis uno vierte disolvente de misterio sobre el conjunto. Y uno no puede más que disculparse de antemano si alguien se siente traicionado.

Pero no debería preocuparle demasiado al director de Incendies lo que se pueda contar de su última película, la esperadísima secuela de Blade Runner (1982), porque el público que mayoritariamente vaya a interesarse por ella no parece probable que sea un público juvenil palomitero, ávido mucho más de cine de acción que de reflexiones existenciales sobre el ser y la nada. Porque esta función no les ofrece demasiadas recompensas de ese estilo; las escenas de ese género son escasas y de muy inferior octanaje al que acostumbran ellos a consumir. Villeneuve, fiel a sí mismo, dirigió La llegada, no Terminator. El público que vaya a verla no debería ser demasiado puntilloso a este respecto.

Los Angeles de mediados del siglo XXI sigue siendo oscura pero sus alrededores tienen espacios con nuevas tonalidades cálidas y brumosas. Se huele la soledad, en particular del protagonista, el blade runner K. Pero también Deckard se oculta en un espacio sombrío y solitario, un edificio solemne y majestuoso impregnado de nostalgia. El aislamiento y la incomunicación infecta las vidas de todos los personajes.

En el futuro distópico que Blade Runner 2049 ha imaginado la soledad se combate con una versión sofisticada de la muñeca hinchable, modernísima evolución del robot de compañía que ni siquiera es corpóreo. K adora y mantiene con Joi  (esta bella criatura interpretada con mucho encanto por la cubana Ana de Armas –conocida en España por algunas películas, como Una rosa de Francia o Mentiras y gordas, y la serie El internado-) una relación virtual que recuerda a la Samantha de Her, aquella aplicación de la que Joaquin Phoenix se enamoraba perdidamente, bajo el influjo de la susurrante y sexi voz de Scarlett Johansson.

Ana de Armas y Ryan Gosling en Blade Runner 2049

Es el último peldaño de una escala que, a través de la incomunicación y el aislamiento, conduce al relativismo absoluto respecto a la condición del ser humano. Si en el Blade Runner de 1982 lo que estaba en duda era cómo precisar las fronteras entre humanos y humanoides –replicantes, según la terminología del filme- saber quién es una cosa y quien la otra, en el actual esas fronteras se ha diluido aún más. Los replicantes son capaces de reproducirse, engendrar a otros seres (aunque no se aclara la naturaleza de los “paridos, no fabricados”, si los nacidos del cruce son humanos o humanoides) lo que para ellos es el colmo de su homologación, y pretenden, como en el pasado, rebelarse contra su creador, padre de millones de ellos, porque los ha hecho para que sean carne de cañón, esclavos sin derechos. La rebelión de un grupo es uno de los hilos sueltos de esta continuación de Blade Runner. No está claro si es negligencia o siembra de una semilla para una futura tercera entrega.

Un ser virtual pero con apariencia contundentemente real –Joi, Ana de Armas, que luce su cuerpo serrano en forma de holograma gigante-  es capaz de introducirse en otra persona, que lo es más allá de las apariencias, fundirse con ella y procurar placer a un tercero, del que en el fondo tampoco estamos seguros de qué es. Y lo hace por amor. Si los robots pueden amar, tener alma y albergar buenos sentimientos, e incluso sin cuerpo material un programa informático también los tiene, entonces pueden ser tan humanos como los humanos. Este último detalle argumental es una de las aportaciones innovadoras de Blade Runner 2049. A la vez, con este juego la secuela da un paso a un lado de donde se quedó su referente, transforma las dudas existenciales y las preocupaciones éticas relativas al oficio de liquidador de un blade runner en fuertes sentimientos de pérdida de la infancia, en intenso deseo de recuperar el pasado, en una freudiana búsqueda  de los orígenes.

K, está interpretado convincentemente por Ryan Gosling. Pese a sus conocidas limitaciones expresivas, incluso abandona en alguna escena su proverbial cara de palo y demuestra que sabe sufrir sin aspavientos; e incluso gritar. En este caso no debe confundirse su inexpresividad con incapacidad actoral sino con la frialdad del sujeto, no olvidemos que es un replicante, que está condenado a realizar una penosa labor contra sus “hermanos” y la acepta resignadamente. K carece de nombre, se autodenomina por un número de serie, hasta que se le adjudica uno tan simple y corriente como Joe (¿habrán querido los autores establecer alguna conexión con el Josef K de El proceso de Kafka?); asume que al ser un replicante sus recuerdos no responden a experiencias vividas sino a implantes de memoria y no demuestran por tanto que haya tenido una infancia. Uno de esos recuerdos provoca un seísmo que sacude todas las certezas y desencadena la trama.

Desde el punto de vista cinematográfico, lo que atañe a la puesta en escena y al impacto visual del filme, el canadiense Denis Villeneuve no defrauda y cualquier reparo que pueda achacársele radica en las páginas escritas por Hampton Fancher y Michael Green, que repiten como guionistas. La fotografía de Roger Deakins, la dirección de arte de Benjamin Wallfish y la música de Hans Zimmer son impresionantes, como lo son los efectos sonoros, el vuelo de los vehículos, etc. Un gran espectáculo audiovisual que despliega imponentes localizaciones y decorados de una corporeidad apabullantes, aunque no siempre esté muy claro su significado (como esas estatuas gigantes que yacen como esqueletos de dinosaurios varados en una llanura azotada por el polvo y el viento). La ciudad de Los Angeles tiene un parentesco evidente con lo que era treinta años atrás, húmeda, siniestra, abigarrada, multiétnica, repleta de enormes paneles luminosos que ahora se ven enriquecidos con hologramas gigantes flotando entre la multitud que abarrota las calles. Hay nuevas perspectivas aéreas y una abundancia de incidencias meteorológicas, la lluvia, por supuesto, la nieve, la niebla, que empapan a los personajes y salpica al patio de butacas.

Harrison Ford en Blade Runner 2049

La secuencia más deslumbrante implica a K y Deckard que mantienen un tenso diálogo en un salón al estilo de Las Vegas al que acuden las imágenes virtuales holográficas de Elvis y un grupo de bailarinas. Rodeados por fragmentos de concierto que aparecen y desaparecen de la escena como si fueran una señal televisiva alterada e interrumpida por fenómenos atmosféricos, se encuentran los dos blade runners con el fin de aclarar el misterio que tanto preocupa a K. Es una secuencia que exhibe el desarrollo tecnológico visual más avanzado, una secuencia fascinante y memorable que contrasta con una escena muy poco estimulante en la que Deckard golpea senilmente a K frente a la pasividad de éste. Muy hacia el final tendremos de nuevo a Deckard en una posición muy deslucida, como si los guionistas no hubieran sabido muy bien qué hacer con él, resuelta con desarmante simpleza; sin duda lo más flojo del filme, junto a algún otro hilo suelto que nos remite al universo Mad Max. Más allá de esos momentos de perezosa escritura, Harrison Ford recupera la nobleza de su viejo personaje retirado y tiene un hermoso aunque breve diálogo cara a cara con K. Su presencia es un peaje utilitario que sirve de puente entre el pasado y el presente, da carta de autenticidad al título pero no se le saca todo el partido que merecía. Es un secundario de lujo.

Respecto a la música, pocos espectadores dejarán de echar de menos las notas de Vangelis, que sólo en una ocasión, ya en la recta final, se recuperan con nuevos arreglos. Es una música poderosa, compacta y sincopada, que alinea a esta banda sonora con otras del estilo de la saga Terminator y pierde gran parte del aliento lírico que le había insuflado el compositor griego a sus inolvidables y únicas composiciones, absolutamente inimitables. No puedo ocultar que en este apartado Blade Runner 2049 resulta un poquito decepcionante. No puedo negar tampoco que aun así el balance global es de notable alto.

El embrujo de Ricardo Darín

Dice Ricardo Darín de sí mismo que es “un mentiroso que siempre dice la verdad”. Yo no le creo del todo la segunda parte de la oración porque soy testigo de algún pecadillo de súper estrella y alguna pequeña trola para taparlo; nada grave, cosas veniales que conviven en el mismo tipo que, cara a cara, es un encantador de serpientes, alguien a quien le prestarías mil euros sin dudarlo un sólo instante, un buen tipo, buena gente, simpático y dicharachero, amigo de sus amigos y honorable y respetado para sus adversarios. Un tipo guapo para los que gusten de los tipos guapos, un triunfador, un tipo con suerte y sobre todo, y esto sí que lo digo sin pizca de ironía, uno de los mejores actores del mundo. Si Ricardo Darín se expusiera en la carnicería de Hollywood no sería carne de primera A, sería carne de categoría Extra. Espero que me perdone el símil bovino.

En San Sebastián Ricardo Darín recibió el Premio Donostia a toda su carrera y con las emociones y las prisas se olvidó de citar a su mamá en la lista de agradecimientos, aunque luego, con reflejos juveniles, volvió al estrado para rectificar; este hombre es que es un brujo y le aprovechan hasta los errores para caer aún mejor al respetable.

Los nombres de Darín, y de Mónica Bellucci, que cité el viernes, están en una zona de seguridad, pero el de la directora belga Agnès Varda con sus ochenta y nueve años de edad nos recuerda que los responsables del festival ya hace mucho tiempo que se olvidaron de aquel mal fario que durante algunas ediciones convirtió este reconocimiento en la convocatoria al entierro –real, no metafórico- del premiado. A decir verdad, la cosa queda muy atrás: Bette Davis en 1989 sobrevivió una semana al honor. Anthony Perkins en 1991, apenas un año. Lana Turner, poco más o menos en 1994. Por aquella época las viejas glorias debían de estar temblando ante la posibilidad de que les llamaran desde Donosti: no gracias, son ustedes muy amables, pero no me gusta viajar tan lejos, que me resfrío con facilidad y lo paso muy mal; ofrézcanle el premio a algún buen mozo, como Al Pacino. Dicho y hecho, se lo dieron en 1996 cuando aún no rozaba los sesenta, y aquí sigue dando guerra todavía.

Darín presentaba película, además de dejarse agasajar, concretamente una en la que encarna a un presidente de la República Argentina con más pliegues que la piel de un paquidermo, un individuo taimado que oculta su verdadera personalidad detrás de una confortable apariencia. Se trata de La cordillera, coproducción de Argentina, Francia y España, dirigida por el bonaerense Santiago Mitre.

Santiago Mitre introdujo su cámara en la Universidad de Buenos Aires con gran desparpajo y capacidad analítica volcada sobre unas elecciones a consejo universitario que convertía en espejo de cualquier tipo de elección presidencial en El estudiante. Fue una excelente disección de los mecanismos psicológicos que gobiernan al arribista, experto en camuflar su verdadera naturaleza detrás de hermosos principios y altisonantes declaraciones de idealismo. Un justificado Premio a Mejor película en el Festival de Gijón de 2013.

En El estudiante la materia política ocupaba todo el espacio básico de la trama y sobre ella se superponía la psicológica. En La cordillera, estrenada el viernes pasado, la materia política ve  disputada su importancia por la psicológica e incluso la parapsicológica. De la pequeña política universitaria, ecosistema fértil para el surgimiento de especímenes como los retratados, Mitre salta a la gran política. Y de un guion en el que se verbalizaban mucho los pensamientos, era una película “muy hablada”, pasa a otro que privilegia los silencios, las intenciones ocultas, el cinismo y las falsas apariencias, en virtud de un personaje de impresionantes dimensiones mefistofélicas, el presidente de la República Argentina con el que nos obsequia, con la acostumbrada apabullante maestría, Ricardo Darín en cada nueva película.

Entre El estudiante y La cordillera, Santiago Mitre abordaba también en Paulina (2015) la política en otro de sus estratos más pegados a la realidad ciudadana, a través de una joven abogada de izquierdas que decide emplearse como maestra rural y se ve impelida a conjugar su compromiso ético con el terrible drama que padece: la violación por parte de un grupo de alumnos indígenas y el dilema de si debe o no denunciarles, pues ello les expondría a las torturas de los aparatos del Estado.

Argumentalmente La cordillera se apoya sobre dos columnas: la asistencia del presidente argentino a una cumbre de mandatarios del continente sudamericano, cargada de decisiones cruciales, en un hotel chileno –una especie de Overloock Hotel que muta los fantasmas y el resplandor por intrigas policiales no menos pavorosas–  y el encuentro en ese lugar con su hija, que sufre ciertos desequilibrios emocionales.

Las maniobras políticas entre los países, el frágil equilibrio de poderes en la conferencia amenazado por la llegada de un emisario del gobierno de los Estados Unidos, las decisiones controvertidas y las tensiones que provocan son expuestas por Santiago Mitre con una mirada lúcida y dan lugar a secuencias excitantes de espléndidos diálogos dichos por estupendos actores, como el mejicano Daniel Giménez Cacho o el norteamericano Christian Slater, por ejemplo.

Por el contrario, la línea dramática introducida por la hija del presidente no está a la misma altura. El tratamiento de hipnosis que pone al descubierto lo que parece ser un secreto inconfesable de su padre sitúa al filme en una segunda dimensión de tonos irreales, proyecta una sombra de incertidumbres y ambigüedades que acentúa el perfil misterioso con que ya había sido descrito el presidente y lo desvía a un callejón sin salida, sobre el que no se puede ser más explícito para no destripar el misterio, que eso está muy mal visto.

Ricardo Darín en una escena de La cordillera. Warner Bros. Pictures

El retrato del presidente que compone Ricardo Darín es de una inteligencia mayúscula, tanto por el desempeño del actor como por el camino trazado por los guionistas, Mariano Llinás y el propio director, Santiago Mitre. El libreto le regala frases agudas, certeras y cargadas de intencionalidad a las que él saca partido con la contundencia de quien parece estar volcando en ellas sus pensamientos íntimos. Véanse las conversaciones con la periodista española (el personaje de Elena Anaya desaprovechado y dejado de lado de manera repentina), con el presidente mejicano o con el secretario de estado yanqui. Cuando no habla, Darín es capaz de modular un rostro que va de la dulzura impostada a la implacable firmeza negociadora de un canalla, pasando por la fragilidad de padre, compatible a su vez con los otros aspectos mucho más oscuros de su personalidad. Igual cuando dijo aquello de que era un mentiroso y sin embargo siempre decía la verdad era su personaje el que se expresaba por su boca.