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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

Archivo de mayo, 2017

Un sátrapa en Nueva York

¿Qué fue de Dominique Strauss-Kahn, aquel sátrapa que gobernó la cueva de Ali Babá de las grandes finanzas del mundo y fue procesado por violación?

Dominique Strauss-Kahn. EFE

Los ilustres caballeros que se reúnen en el FMI, esa institución que imparte órdenes y consejos para arruinar a los países en aprietos, parecen esforzarse  en colocar en su poltrona a los más conspicuos dinamiteros del sistema. Dexter White resultó ser espía soviético; Michel Camdessus dimitió precipitadamente y nunca se supo por qué; Hörst Köhler hizo lo propio; de Rodrigo Rato cada detalle de sus fechorías que sale a la luz  desborda nuestra capacidad de indignación ya sobradamente saturada; tras él llegó el mentado Strauss-Kahn y su sucesora, la actual Directora Gerente, Dominique Lagarde, fue declarada culpable de negligencia por un tribunal francés. Los tres últimos han tenido asuntos graves que dilucidar con la Justicia y el que parece que lleva peores cartas en la timba de póker fue, en la época de aquel señor de bigote de cuyo nombre no quiero acordarme, el ministro estrella del partido de la gaviota, antes de hundir en la miseria a la joya de la corona de las cajas de ahorro españolas.

Mientras esperamos que el cine español consiga inspiración y financiación para desmenuzar la mecánica de la corrupción en España sin tener que retroceder hasta el siglo pasado –lo que faltaba para que el PP le renovara el juramento de odio por siempre jamás- Abel Ferrara nos contaba con pelos y señales en Welcome to New York (2014) la ejemplar bajada a los infiernos de aquel prohombre socialista que  aspiró a la presidencia de Francia y cuyo acrónimo -DSK- parecía destinarle desde la cuna a regentar algo gordo como el puticlub internacional de las tres letras (FMI).

Fotograma de «Welcome to New York»

El mismo año en que Abel Ferrara estrenó en Italia Pasolini, su sentido homenaje al gran poeta, escritor, cineasta y persona comprometida con su tiempo, había presentado en el Festival de Cannes Welcome to New York, que sólo se exhibió en nuestro país en VOD, plataformas de pago, lo que quiere decir que no se vio en salas. Una lástima. Por fortuna existe edición en dvd y quien lo desee también puede recuperarla en este soporte.

El italo-norteamericano Abel Ferrara es un director muy singular. Yo lo descubrí cuando ya llevaba unos cuantos títulos en la cartera de los que el más notable era El rey de Nueva York (1990). La ciudad más famosa del mundo, su ciudad, marcada como un tatuaje en el cuerpo de su cinematografía. Teniente corrupto (1992) le dio a Harvey Keitel uno de sus más memorables personajes y a la historia del cine una de las secuencias más escabrosas, la masturbación  del cochambroso policía exhibiéndose frente a dos jovencitas que le siguen la corriente con indisimulado asco y colaboran con el agente como pago para no ser denunciadas. Se la dejo a ustedes aquí debajo:

Unos años más tarde, en 2009, Werner Herzog realizó un remake, lo trasladó a Nueva Orleáns y reemplazó los apéndices nasales de Keitel por los de Nicolas Cage para saciar la desaforada ración de polvos blancos del protagonista. Pese al tiempo transcurrido, el carácter corrosivo del original no fue superado por la copia.

Ferrara continuó su carrera habitualmente calificada de “outsider” en la que figura El Funeral (1996) como punto más elevado, sombría reunión familiar en torno al cadáver nada exquisito de Johnny Templo (Vincent Gallo), asesinado por un clan rival: una de gángsteres y venganzas, con un elenco de actores que en otra vida podrían haber desempeñado ese honorable oficio sin forzar demasiado el gesto: Christopher Walken, Benicio del Toro, Chris Penn, el mentado Vincent Gallo, acompañados de mujeres con la belleza que el cine le regala a las mujeres de los gángsteres desde que los reinventara Francis Ford Coppola: Isabella Rossellini, Annabella Sciorra, Amber Smith…

El funeral se desarrollaba en Nueva York y en esa ciudad se celebró la muy laica ceremonia del réquiem político por Dominique Strauss-Kahn (DSK, para los amigos) ex Director Gerente del Fondo Monetario Internacional, después de que este probo socialdemócrata francés de 62 años de edad, que tuvo que renunciar, claro, a sus aspiraciones a la presidencia de su país, fuera acusado de asalto sexual por una limpiadora del lujoso hotel en el que, no sólo se hospedaba sino que, según las crónicas, daba rienda suelta a su incontenible furor inguinal en reuniones tumultuosas con jóvenes señoritas de húmeda compañía. Los hechos acontecieron el 14 de mayo de 2011 en la suite 2806 del hotel Sofitel de Manhattan y la detención de DSK, cuando ya se encontraba en el avión que le llevaría a París, estuvo a punto de costarle una severa condena de cárcel, aunque se saldó a la postre con un acuerdo extrajudicial estampado en un cheque, en cuya base luciría su firma y suponemos que muchos ceros a la derecha de alguna cifra en el espacio que sigue a la palabra dólares .

Ferrara llevó a cabo el triple salto mortal, de Pasolini a Strauss-Kahn, o viceversa, cuando decidió plasmar en una pantalla esta historia en la que Gerard Depardieu presta su oronda figura al político francés, a condición de darle un nombre imaginario, Devereaux, para evitar enojosas consecuencias judiciales. La imponente belleza y la clase de Jacqueline Bissett adornan el papel de la entonces esposa -la tercera- del ex ministro de François Miterrand, Anne Sinclair. Dado que Devereaux no podía declararse públicamente como vivo retrato de DSK, Ferrara pudo a cambio permitirse el lujo de no ajustar el guion escrupulosamente a la verdad, al precio de dejarnos con la duda de dónde se sitúa la línea que separa a ésta de la ficción. Aunque, para mí que mucha diferencia entre ambas no debe de haber.

Respecto a los pormenores del caso la película cuenta lo conocido y relatado por la prensa pero en la zona de penumbra deja pocas dudas sobre si se consumó o no la agresión sexual. Pese a ello, en Estados Unidos se estrenó una versión que amputaba 15 minutos a la duración original en la que se esfumaba la secuencia clave de la hipotética violación, lo que provocó un enfado monumental del autor, ofendidísimo porque lo consideró una alteración del contenido moral y político de su obra.

Las sospechas que todo el mundo albergaba sobre un complot orquestado para destruir políticamente a DSK se verbalizan en boca de Devereaux pero el filme no aclara si lo dice en defensa propia o porque canta la verdad de la buena. En cuanto a las cuestiones cruciales del asunto, Devereaux  le cuenta a su mujer una milonga en aprovechada aplicación de la doctrina Clinton de cuando su célebre “affaire” con la becaria Monica Lewinksy: sin penetración no hay relación sexual.

Que la estampa de DSK sea fidedigna puede que no esté claro, pero de lo que no cabe duda es de que Depardieu le depara un aspecto deplorable con su perfil de ballenato con patas. En su haber hay que apuntar una interpretación tan cínica como de él puede esperarse, o sea, perfecta, y como muy meritoria la secuencia en la que es humillado en la comisaría de policía, obligado a desnudarse e inclinarse ante dos agentes que le tratan como a un refugiado de nuestro tiempo. Por otro lado, no es extraño que las escenas de sexo fueran calificadas como pornográficas, más que nada a causa de las toneladas de carne que Depardieu desparrama  cuando se afloja el cinturón. Si yo hubiera sido Strauss-Kahn hubiera planteado mi demanda contra Ferrara por atentado a la dignidad de la propia imagen.

En el discurso de Welcome to New York Dominique, la mujer de Devereaux, calculadora, decidida y apasionada es quien tiene todo el interés en llevar a su marido a la Presidencia, sacrificando a tal fin muchas cosas, importantes cantidades de dinero incluidas, soportando sus aventuras y desplantes. El personaje se agranda rápidamente cuando entra en escena: acude en socorro de su marido cuando es detenido y le reprocha que haya echado todo a perder por su incapacidad de mantener la bragueta cerrada; de infidelidades está, naturalmente, curada de espanto. Devereaux parece pasar de todo, se muestra frío e insensible tanto dentro como fuera de la cárcel, y sólo parece vivir cuando tiene una hembra a la que tumbar, debido a lo que confiesa como su enfermedad.

Gérard Depardieu en una escena de «Welcome to New York»

Welcome to New York radiografía a un gigante de la superchería, un prototipo de la perversión de unas ideas que se pretenden progresistas; su ángulo de visión se extiende a ese mundo a años luz de la vida cotidiana de los mortales, sembrado de moquetas, coches de lujo, champán en los bidets y caviar para desayunar… lo normal para alguna gente importante que no padece de vértigo en las alturas del poder y las finanzas. Su crónica ilumina uno de tantos rincones oscuros del capitalismo feroz, aunque a Ferrara lo que realmente le interesa del caso es ahondar en la psicología de la pareja, perfilar un retrato de dos personas que no parecen regirse por las coordenadas que gobiernan a los ciudadanos que pagan sus impuestos, gente que seguramente habita en la cara oculta de la luna.

Un festín visual para los hombres hetero

La lamentable peripecia sufrida por la ciudadana hispano-argentina María Jimena Rico y su novia egipcia, Shaza Ismail, que probaron el amargo sabor de la cárcel en Turquía y fueron finalmente puestas en libertad, pone en evidencia el modo tan desacompasado con que se conquista el respeto a los derechos humanos y lo repartida que está la suerte, según las épocas y los países en los que a uno le ha tocado nacer. Shaza, por ejemplo, se mostraba muy contenta de haber podido recalar en España, dada la muy difícil situación a la que se hubiera enfrentado en su propio país, sin poder contar siquiera con el apoyo de su propia familia. Pero son muchas las personas que podrían dar testimonio de que tampoco aquí se encuentra el paraíso para quienes viven su sexualidad fuera de la estricta norma patriarcal y heterosexual. De Turquía para qué hablar, ya hemos visto por ellas lo que allí se cuece en ese ámbito.

El delito de ambas jóvenes era ser lesbianas, horror, terror y furor entre los reaccionarios de todo el mundo. En este rincón de 20minutos.es abogamos por el disfrute de los placeres de la carne sin contemplaciones, límites ni fronteras, más que los del respeto mutuo.  Y la tolerancia y comprensión hacia todas las manifestaciones de la sexualidad se me antoja una condición sine qua non para que esto sea posible. Por eso no comprendo las palabras que en su día pronunció Julie Maroh, la autora francesa de la novela gráfica El azul es un color cálido, a propósito de la adaptación que el tunecino Abdellatif Kechiche había realizado de su obra, titulada en la pantalla La vida de Adèle (2013): «Lo que faltó en la película era eso, lesbianas. Algunas secuencias me parecieron un escaparate frío de supuesto sexo entre lesbianas; un festín visual para los hombres hetero».

La primera pregunta que me asaltaba es qué tendría de malo que fuera un festín visual para los hombres hetero, a los que parece que contempla poco menos que como enemigos. Yo no voy a negar la mayor, porque en efecto la película me parece, entre otras muchas cosas de supuesto mayor rango intelectual, un agradecido banquete para la vista. Pero supongo que si están autorizados, como puede deducirse de sus palabras, los demás disfrutadores del espectáculo, lesbianas, homosexuales, todo el que no entre en la categoría señalada, también nosotros, pobres y vulgares varones heterosexuales deberíamos estarlo. ¿Acaso puede considerarse crimen nefando que nos excite el bello espectáculo de dos damas regocijadas en besar todos los huecos corporales que a nosotros nos atraen? Imagino que habrá lesbianas a las que no excite nada en absoluto, acaso como Julie Maroh, contemplar el desempeño erótico en el que estén involucrados los hombres, o tal vez otras tengan mejor suerte y gocen de un espectro de gustos más amplio. Pero no creo que les ayude a conseguir todo el respeto que merecen el mantener actitudes tan excluyentes.

Viñetas de El azul es un color cálido, de Julie Maroh. Editorial Dib-buks, 2013

La primera vez que recuerdo haber visto escenas lésbicas “osadas” en el cine comercial venian envueltas en una trama negra muy atractiva y llevaban la firma de dos directores, que curiosamente con el tiempo se convertirían en directoras. Los hermanos Wachowski eran Laurence “Larry” Wachowski y Andrew Paul “Andy” Wachowski antes de tomar una decisión crucial y devenir Lana y Lilly Wachovski, pagando un costoso peaje en términos de aceptación en su medio que ojalá les haya sido muy rentable. Lazos ardientes (1996) está protagonizada en sus atrevidos personajes femeninos por Jennifer Tilly y Gina Gershon, la novia de un gángster y una ladrona vocacional, que se lían la sábana a la cabeza, arrancan unas secuencias de alto voltaje a la trama y después de degustar el sabor de sus flujos íntimos deciden ponerle la guinda a la jugada dejando compuestos, sin novia y sin botín a los palurdos con sombrero que les han minusvalorado, hombres, por supuesto.

Dos años después de que La vida de Adèle se embolsara la Palma de Oro en el Festival Cannes y un montón de éxitos más, el cine francés nos regaló Un amor de verano, con el que La vida de Adéle podría componer una sabrosa e interesante sesión doble. El filme de Kechiche nos zambulle de hoz y de coz en las delicias de la carne sin ahorrar ningún detalle de la liturgia, ni una gota de sudor, ni un centímetro de piel sin explorar, en el encuentro de Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux, y me parece a mí que maneja la materia erótica de la manera más franca, sincera y honesta que yo recuerde. Un amor de verano (2015) dirigido por Catherine Corsini e interpretado por Cécile de France e Izia Higelin, no le anda a la zaga en sus virtudes ni en naturalidad y explicitud, conceptos que los miopes interpretan como exhibicionismo.

Ambos filmes comparten el núcleo argumental, una historia de descubrimiento sexual y amoroso,  pero se diferencian en el espacio temporal en que se inscriben y en el discurso político, más explícito en el segundo que en el primero. Las dos películas rebosan de pasión amorosa, en ambos casos una de las chicas lleva la iniciativa y le descubre a la otra que ser lesbiana consiste en dejar que aflore el deseo desde lo más profundo de una misma olvidándose de las etiquetas (una línea de diálogo salta de un título a otro: “yo no soy lesbiana… yo tampoco”, justo antes de dedicarse a la colonización mutua con los labios). Y en fin, las dos parejas degustan las mieles mezcladas con las hieles del amor; torbellino de pasión, los cuerpos que se cruzan, se entregan, disfrutan como si el mundo se acabara; y después el dolor de la separación, el amor que cobra su tributo en forma de angustia y desaliento. Me pregunto si las caldeadas escenas de sexo de Un amor de verano le parecerán también a Julie Maroh una farsa a beneficio de pajilleros heterosexuales.

De Habitación en Roma (2010) ni me lo planteo. Seguro que sí. No es que yo lo piense, y si lo pensara tampoco me parecería mal; tal vez lo considerara insuficiente, pero no lo consideraría ningún pecado. Lo que me hace sospechar que Julie Maroh lo creería es que el filme de Julio Medem tiene un sello tan esteticista, tan impregnado del aroma que emana de los anuncios de perfume caro, que se coloca en el extremo opuesto del espectro estético del cómic, o sea bulto sospechoso de erotismo con coartada artística. La aventura que viven en la ciudad eterna los personajes de Elena Anaya y Natasha Yarovenko amortigua la fuerza explosiva del combate de los cuerpos desnudos por ese tratamiento que discurre sobre la peligrosa línea de separación entre lo poético y lo cursi. Según nos pille puede encandilarnos o dejarnos tan fríos como se queda uno después de un gatillazo. Aunque la belleza de ambas actrices es una baza poderosa para sortear la segunda posibilidad.

A todo esto me asalta una duda: si las maniobras sexuales que vemos en estas películas no son propias de lesbianas de verdad ¿cómo serán las auténticas? Estoy en un sin vivir.

Dos Trueba y un infame boicot

Escuchaba a David Trueba en La Sexta Noche hablar de su último libro Tierra de campos a unas horas intempestivas, como es preceptivo cuando se trata de introducir la cultura en un medio que parece haber inventado el género del “debate político en un gallinero”. Provocó mi decisión de leerlo no tanto por la novela en sí como por la sensación de cordura, inteligencia, tolerancia y compromiso social que transmite este hombre, polifacético, sí, pero en mi escala de intereses sobre todo cineasta.

Seguramente miento un poco sin pretenderlo, seguramente el argumento de la obra, que él esbozó sin afectación, con gracia y sencillez, jugó un papel importante en el cúmulo de estímulos que se entrelazan para que uno sienta que esa lectura encierra promesas de satisfacción intelectual.

“Últimamente pienso mucho en la muerte. Pero de ahí a despertar con un coche fúnebre a la puerta de casa va una notable distancia”… Daniel, el protagonista de Tierra de campos se ve en la tesitura nada deseable de tener que realizar un viaje en el interior de un coche fúnebre y en compañía de un cadáver y un conductor ecuatoriano. Que el cadáver fuera no hace mucho su propio padre en vida no contribuye a desdramatizar la situación ni a hacerla más llevadera, es cierto. Que Daniel haya crecido de niño en un barrio humilde y que más tarde se embarcara en la vorágine de rock, drogas y sexo, aproxima la historia a los contornos de mis vivencias indirectas durante mi propia juventud. Sí, esta novela tendré que leerla.

Mientras tanto, reparo en la dedicatoria que David Trueba regala a su hermano: “Para mi hermano Fernando, que nunca sigue los caminos que llevan a Roma”. Estoy seguro de que el alcance del brindis será mucho mayor, pero no puedo evitar relacionar ese pequeño homenaje con el descomunal varapalo sufrido por el director de La niña de tus ojos (1998) con su mucho más que digna secuela La reina de España. Si la primera fue la gran triunfadora en la XIII edición de los premios Goya, 18 nominaciones que se tradujeron en siete cabezones, entre ellos el de Mejor película y el de Mejor Actriz protagonista (una excelsa Penélope Cruz), la segunda colocó al director en la diana de la reacción, le convirtió en el pim pam pum de los fanáticos y a la postre ocasionó un roto en las finanzas de la producción de magnitudes bíblicas.

Fernando Trueba. EFE

Hagamos memoria: todo el mundo conviene en que el desastre se incubó el 19 de septiembre de 2015, en el marco insospechado del Festival de cine de San Sebastián. Fernando Trueba recibía el Premio Nacional de Cinematografía de manos de un Ministro de Cultura, Iñigo Méndez de Vigo, que escuchaba atónito, con ojos de no dar crédito, la prédica del cineasta agasajado, que estaba dispuesto a no caer en el tedio y la rutina habituales en estos casos aunque en ello le fuera la vida. Quiso hacer un discurso divertido y rompedor, al estilo de aquella confesión de fe en Billy Wilder, cuando lo del Oscar por Belle Epoque, y a fe mía que sí rompió moldes, ¡parecía haberse propuesto propinar una patada de defensa central a un nido de avispas! “Nunca me he sentido español, ni cinco minutos en toda mi vida”, dijo con todo el cuajo de quien suelta una “boutade” mientras se toma un whisky.

Es lo malo que tiene la socarronería, que los militantes de la intolerancia no le pillan la gracia, porque ellos desconocen el significado del concepto. Se la tuvieron guardada y le esperaron pacientemente. En Valladolid la plataforma Hazte oir, la que no hace mucho paseaba autobuses humillando a niños transexuales, reunió 22.000 firmas para que la SEMINCI le negara a Trueba su Espiga de Honor. Fue el primer aviso. Y cuando llegó el estreno de La reina de España le devolvieron el chiste envuelto en una gran vomitona de odio llamando al boicot en las redes sociales.

Hacía ya tiempo, tal vez desde el caso La pelota vasca, la piel contra la piedra, de Julio Medem, que los patriotas de su propio cortijo no se movilizaban contra una película con tanta saña. El estruendo de furia creó un caldo de cultivo en el que solo faltaban los comentarios de los gacetilleros y el rechazo de los críticos. Los opinadores se unieron en un coro dispuestos a convertir al filme de Trueba en uno de los más infravalorados de la historia de nuestro celuloide. ¡Qué ojo tuvieron! No conseguí leer nada favorable. El domingo pasado decidí vacunarme contra el virus de la confusión y me propuse romper una lanza por esta comedia agridulce y pese a todo vitalista, como lo son el resto de películas firmadas por su autor, que probablemente acuse la ausencia de Azcona en su libreto.

La reina de España no alcanza el nivel de comicidad que desplegaba La niña de tus ojos y se torna sensiblemente más melancólica, que es la manera suave que se me ocurre de cifrar la amargura de un marco referencial como la construcción de la desdichada cruz de El valle de los caídos, sin contar con que Blas Fontiveros, el personaje que interpreta Antonio Resines, ha sido dado por muerto por sus compañeros tras pasar una temporada en el campo de concentración de Mauthausen y termina dando con sus huesos en aquella infame fosa común erigida como mausoleo del dictador.

Storyboard de La reina de España

Un diseño de producción que ya se anticipa delicioso en los créditos iniciales, con las imágenes históricas coloreadas entre las que se cuelan algunos personajes del filme, y una excelente ambientación en la que se integran el magnífico reparto (mención especial para penélope Cruz y Santiago Segura) y un nutrido número de extras alfombran el discurso, éste sí sincero y muy sentido, de homenajes varios que Trueba despliega en su película: homenaje al cine de la época, cuando en pleno franquismo desembarcó Samuel Bronston con su Hollywood a cuestas; homenaje a los operarios y trabajadores casi anónimos de aquella casi industria, a los ciudadanos en general, víctimas y resistentes al régimen de aquel general genocida. Y homenaje también al maestro de efectos especiales, Emilio Ruiz, con la magia de sus bellas transparencias, imprescindible en las producciones extranjeras rodadas en España, como Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) o Lawrence de Arabia (David Lean, 1962).

El guión es sin duda la pata más corta, porque la trama flojea en la solución al enredo, en una película repleta de momentos felices, de humor que nunca busca la carcajada y tan solo patina en el grosor de la línea en alguna secuencia (la de la violación de Jorge Sanz, por ejemplo), pero que se reserva el momento más emocionante, acertadísimo en el duelo Penélope Cruz-Carlos Areces, para dejarnos esa potente foto polaroid del tirano cuando se encara con la dignidad de la actriz. Guiños cinéfilos como el guionista “blacklisted”, que encarna Mandy Patinkin, el sosias con parche en el ojo de John Ford (Clive Revill), o la inspiración en el proyecto no realizado de Bronston (a quien vemos con el rostro de Arturo Ripstein) de una Isabella of Spain escrito por el historiador comunista John Prebble, yo los tomo como nutrientes, tal vez no del todo afinados, de una ficción cuyos elementos ideológicos son inevitablemente “progresistas”, y de puro evidentes algunos han considerado como autocomplacientes.

Fernando Trueba y Penélope Cruz. Universal

Aun con sus flaquezas, La reina de España es una imagen especular dignísima, más triste y amarga de La niña de tus ojos, esa maravilla de la que toma prestados las líneas generales de la trama y los personajes  trasladados desde Berlín a Madrid. La comparación entre ambas no puede, no debe ser una carga pesada sobre los hombros de la primera, que por sí misma, estoy seguro, será mucho mejor valorada en el futuro.