Archivo de la categoría ‘Sin categoría’

¿Privatizamos la política?

Me pregunto qué sabrá la atleta Marta Domínguez de política. O Toni Cantó. O tantos otros actores, actrices, atletas y famosos que acaban de gancho en las listas electorales de los partidos. Ganchos para cuerdas que ahorcan al sistema político, ya agonizante. Son los propios políticos quienes se han devaluado, con cosas como esta, con esas ideas antiguas construidas con discursos mediocres. Han perdido el respeto de la banca y las multinacionales y las petroleras, que son el nuevo estado-nación, así que se reúnen de tú a tú con lo que queda del estado-nación que era España. Y han perdido el respeto de los ciudadanos, atónitos al ver a esa clase política aletargada y acusica. No parece que estén los tiempos para jugar con los escaños ni para competir con listas de estrellas. Lo que necesitamos son gestores pegados al suelo. Políticos profesionales, que sepan economía, inglés, matemáticas, que sepan oratoria y sean solventes y honrados. Chupar rueda (alguna quemada) desde los 15 años en un partido no debería ser un mérito para ser diputado o ministro. 

Poner a una atleta en las listas del Senado del PP (antes fueron otros partidos, no es cosa de colores) es, además, una provocación a la inteligencia y la paciencia ciudadana. Seguramente una torpeza política. Es, además, otra muesca en la ya maltrecha percepción que los ciudadanos tienen de sus gobernantes, que no son los que nos merecemos. Por eso, al igual que nos replantean la privatización de algunos servicios públicos para ahorrar y ser eficaces, quizás haya que replantearse la privatización de la política. Que nos gobiernen los mejores, no los mejor colocados en su propio partido.

El filósofo Steve Jobs

Es estúpido, pero a veces impacta que se muera alguien tan conocido como Steve Jobs porque a veces pensamos que los ricos no se mueren, que los héroes son de metal, que los visionarios son de otra pasta. Pues no, son un cruce de viscosas, sangre, piel y células, a veces malignas. Como tú, como yo. La muerte de Jobs en una cama me ha sorprendido en la mía a las dos de la mañana. Una alerta de noticias decía: «Steve Jobs, cofundador de la empresa Apple, muere a los 56 años». Con los ojos a medias he boqueado aire, un oh como un suspiro pero hacia adentro. Ya de día y sin la maraña del sueño, leo un discurso de Jobs y lo que más me sorprende no es su muerte ni su iphone, que estoy intentando dejar junto al tabaco. Es su manera de pensar y su manera de vivir. 

Cómo ironizaba sobre su llegada al mundo: su madre biológica acordó darlo en adopción a «un abogado y su esposa; salvo que cuando nací decidieron en el último minuto que en realidad deseaban una niña». O cómo hilaba el presente y pasado, por ejemplo, cómo aquel tiempo dedicado a un inservible curso de caligrafía en la universidad se le dio la vuelta: «A priori, nada de esto tenía una aplicación práctica en mi vida. Diez años después, cuando estaba diseñando el primer ordenador Macintosh, todo tuvo sentido para mí. Y todo lo diseñamos en el Mac. Fue el primer ordenador con una bella tipografía (…). No podéis conectar los puntos mirando hacia el futuro; solo podéis conectarlos mirando hacia el pasado. Por lo tanto, tenéis que confiar en que los puntos, de alguna manera, se conectarán en vuestro futuro. Tenéis que confiar en algo, lo que sea». Es esa visión plácida, optimista y mágica de la vida la que me asombra de Jobs. Me quedo con esto, con su consejo «encontrad lo que amáis», al margen de las innegables bondades del maldito teléfono al que estoy atada por el cordón umbilical de un cargador.

El hilo que me une a ti

Escribir es una mezcla de exhibicionismo y pudor, de orgullo y pánico. Enciendes la pantalla del ordenador, miras fijamente a la hoja en blanco. Ella te mira también a ti, inmaculada, incorrupta, burlona. Empiezas a mancharla con tinta electrónica. Borras («vaya chorrada»). Tiras del hilo de tu memoria e intentas sacar por la boca algo que le interese al mundo. Lo vomitas. Ahora palpita sobre la mesa. Limpias la idea, la sierras por la mitad, la envuelves. Piensas de pronto en tu madre y borras la palabra «polvo». Esa idea que salió de mi cerebro será leída por ti, entrará a tu cerebro y conectará con tus propias ideas. Si resulta que las tuyas y las mías son similares pondrás un «me gusta» y se te removerá el corazón. Si no te interesa, cerrarás mi blog o quizás pongas un comentario crítico. Es pura magia que algo suceda entre mi yo de ahora que teclea y tu luego que lee, en la oficina, en casa, en un parque.

También sucede cuando escribes que, en lugar de rebuscar en tu cabeza, tiras del hilo que está en tu estómago para sacar una sensación olvidada (viven todas entre tripas). Sale por tu ombligo, ese órgano muerto gracias al que estás vivo. Ese recuerdo huele a infancia, o a juventud o a pasado. Quizás de tanto recordarlo pierde la línea y se convierte en borroso. A veces los recuerdos se gastan si los usas mucho. Lo destilas e intentas convertirlo en un sentimiento universal. Casi todos lo son: todos nos creemos singulares, todos tenemos miedos, todos queremos querer. Lo pones en negro sobre blanco. Pero ahí en la pantalla es inodoro, indoloro. Serán las palabras que entrarán por tus ojos las que formarán en tu estómago una sopa de letras amarga, o dulce, o insípida, según mi yo ahora escribiendo y tu luego leyendo tengamos o no química y un pasado común. Según si esa sensación te recuerda a aquel verano en Mallorca, a tu padre fallecido, a tu primer amor o te dice «no signal».

A veces sucede que tiras del hilo y sale un agujero.

Bienvenido a la vida

Es la habitación 427, cuarta planta a la derecha. Ella, brillante y clara, nos mira desde la cama y da un respingo: “¡Sois las primeras!”. Se ríe, se ilumina, sangra por donde la vida se abrió paso. Se deshace de la anestesia con paciencia, se remueve con quejidos leves. En la 427, con su sofá verdísimo, el único rastro de un niño es un camisón manchado. “Me lo han quitado…”, como quien denuncia resignada un atraco a mano armada, una puñalada de bisturí trapera. Un paquete de envío exprés reposa en la mesa con el cordón umbilical milagroso que quizás sirva en el futuro. A partir de ahora importa mucho el futuro. Llega un niño dando un traspié, de la mano de un perro inerte. Salió hace dos años del mismo vientre dolorido. Ella se vuelve a iluminar, y los brazos se quedan pequeños para el hambre que hay de abrazos. Y la cama es demasiado alta, y los goteros son cadenas que le impiden abalanzarse hacia el niño, tan ajeno a un hospital, a la sangre o a la palabra hermano.

Mientras, él espera novísimo, sin estrenar, en la primera planta, en una urna transparente. Su madre, tres pisos más arriba, se pinta la raya del ojo amarrada al estandarte del gotero y con la ilusión de que lleguen las siete. La dejarán tocarlo, verlo, una aspiración tan primaria entre un despliegue logístico de vendas, cambiadores, toallas y compresas. Las siete. La habitación 427 se queda vacía y una procesión de afectos coge el ascensor rumbo a una pecera higiénica, instalada para que los espectadores adultos no contaminen con sus manías y decepciones la vida que empieza. Afuera, un grupo de familiares espera noticias, a quién se parece, cuándo lo liberan, si es rubio o moreno… Y se intercalan las quinielas con anécdotas del verano, o de trabajo, o con presentaciones afectuosas de quienes no se conocen pero se quieren por el simple hecho casual de tener queridos en común. Es tarde, y adiós y gracias y enhorabuena y nos vemos y nos llamamos y…  Llega un ascensor, salimos a la avenida a coger un taxi que tiene puesta una emisora que brama contra los mercados que deprimen a unas Bolsas que hacen perder millones a unos brokers que juegan al parchís con unas empresas que pagan el pato con sus empleados. Una cadena invisible e inútil en la habitación 427, ajena a tanta irrelevancia, impermeable al caos, porque allí empieza una vida. Única. Bienvenido.

 

Volver a volver

La ciudad ya ha empezado a masticar coches y caras bronceadas. Tus ojos, acostumbrados a ver en directo y sin filtros mares y montañas, se desperezan para empezar a ver a través de pantallas los mails antiguos, archivos, o webs. Tras unas vacaciones, el tecnomundo, donde viven los dioses del progreso inventados por el hombre, toma las riendas de tu vida y se frota las manos: vuelve a ser su turno. Para escuchar a tus hermanos ya no bastará con acercarte a sus labios. En lugar de hablar mirando a la cara, hablarás a los micrófonos del teléfono y llevarás tu voz a través de un sistema montañoso coronado por antenas de telefonía móvil. Para revivir las vacaciones no cerrarás simplemente los ojos, escrutarás y coleccionarás fotos colgadas en el ciberespacio de facebook, que ha congelado, construyendo píxeles, la felicidad de los días pasados.  

Tu piel, que se erizó con la brisa, se curtirá bajo las luces de neón de una oficina. Tus oídos, acostumbrados a oír solo la música de los planetas al girar, chapuzones o un te quiero, tendrán que reeducarse de nuevo al zumbido de un ascensor, el runrún de los coches o el gruñido del ordenador al arrancar el jardín de chips y bits en el que viven tus documentos laborales. Tu lengua, que saboreó zumos helados y chocó con otra lengua, que salivó para avisarte de cuándo tenías o no hambre, que rozó libre tu paladar fresco, se reeducará a los menús insípidos de mediodía y serás tú quien le pongas el horario. Las huellas de tus dedos, que acariciaron la libertad, serán limadas por teclas frías.

Es lo que se conoce como depresión postvacacional, que es un invento de la sociedad de consumo para vender más sesiones de diván, coleccionables de piedras minerales o matrículas de gimnasio. En realidad solo es tu cuerpo y sus órganos, que se quejan de que los pongas al servicio de tu cerebro y sus rutinas hasta el año que viene.

Colección de momentos veraniegos

Ponerle orejeras al despertador. Un tinto de verano aunque no te guste el vino, es cuestión de temporada. Bañarse desnudo. Mejor aún de noche. Que las líneas del libro se pongan bizcas un segundo antes de caer en la hora sexta (cuando los romanos hacían lo que hoy se conoce como siesta). Olvidar la contraseña de Windows. El empeine dorado y la arena en los tobillos. La liturgia de llenar las maletas y jugar con ellas al tetris en el maletero de un coche. Comer cuando tienes hambre, como buen mamífero. El gazpacho a toneladas. Un chiringuito que solo tenga de menú sardinas. Comulgar con los peces. Silencio. Dejarte el bolso en casa. Perder la cobertura. Mirar el móvil y que no haya perdidas porque nadie te quiere encontrar. Despedirse con educación del sol cuando se marcha y despertarse con él lamiendo tu cara. Los amores de verano, porque son un chute de hormonas y adolescencia. Jugar a las palas brasileiras y caer rendido sobre un lecho de arena. Tomarte un cóctel de luz y salitre. Y que una ducha de agua fría lo mande luego al sumidero, dejando solo como recuerdo unas mejillas encendidas. Ganar el tiempo perdido perdiendo las horas con tus amigos. Cabalgar las olas. Jugar a bomba con tus sobrinos y al parchís con tus abuelos si es que los tienes. Llevar por segunda piel un pareo. Encontrar un río brillante y desierto. Montarte en casa un paraíso de tiempo. Reducir marcha e ir paseando a los sitios en segunda. Resetear la agenda, los excel y los objetivos. Leer línea a línea en lugar de en diagonal para ahorrar tiempo. Aburrirte. Soñar con cambiar de vida. Engancharte a una telenovela absurda. Refugiarte con las ventanas cerradas si hace poniente y ponerte a tiro del viento si es levante. No contar las horas que faltan «para», solo los días que quedan «por». ¿Y tu momento? Felices vacaciones.

Lo que me une a Camps

Yo, como Camps, también soy valenciana. Estuve cerca de él un tiempo, cuando más abiertos y limpios he tenido los ojos: era becaria. Por entonces Camps era un posible sucesor, tímido, amante del tenis y muy moreno. El ‘bronceado Zaplana’ era uno de los signos de los tiempos y uno de los requisitos fundamentales si querías estar en la pomada. Eso, y los pantalones estrechos y tobilleros. Camps era el delfín más anodino, más mediocre, menos simpático. Aún así, el dandy de Benidorm lo apuntó con su dedo. ¡¡¿Campssssss?!! se preguntaron muchos. Esperad y veréis, dijeron otros. Una de las primeras cosas que hizo fue quejarse ante papá Aznar del agujero que había dejado mamá Zaplana en la caja. Muy leal, teniendo en cuenta que la caja y él eran viejos amigos.

Tras esa mirada apocada y tan cristiana (siempre tiene a mano una palma o una rama de olivo que sostener) se esconde el peor y más peligroso defecto de un líder: es cobarde. Recuerdo que ante las preguntas, casi cualquier pregunta, ponía cara de apuro, la nívea camisa se le escurría en el cuello y apelaba a la «valencianía» como argumento irrefutable para que cambiáramos las preguntas con púas por un colchón de plumas. Luego decidió directamente prohibir las ruedas de prensa (como la entrada de cámaras en su última comparecencia). E invertir en algunos medios. Camps es líquido en las ideas, viscoso en sus excusas, poco amigo de sus amigos, le critican algunos, en comparación con el que aún llaman «el jefe», o sea, Zaplana. Nunca le gustó la gente. Siempre con prisa, esquinado, pidiendo auxilio con los ojos a sus asesores. Ha gobernado mucho tiempo encerrado, como un sultán, ha esquivado durante meses las balas, si hace falta con el cuerpo a tierra. Si hace falta poniendo delante del suyo otro cuerpo. Puede mandar a los leones a su brazo derecho y decir luego que ese brazo no era suyo. Ha intentado mantener, como en la fábula, que el rey va vestido. Finalmente ha dimitido. Tan finalmente que por el camino se ha dejado la dignidad en la gatera.

Ventana con vistas

Desde mi ventana se ven todas las noches unos destellos en el edificio de enfrente. La luz apunta a un rincón, a un cristal, pasa por mi casa. Otras veces un reflector como un sol de medianoche prende fuego a la azotea y pasa una sombra. Quien sostenga esa linterna seguramente lleva uniforme, el que le haya puesto el banco en el que trabaja. Caza fantasmas a bombillazos y busca ladrones entre las mesas de oficina, ocupadas de día por gente disfrazada de domingo con una soga de corbata al cuello. Le observo casi todas las noches, de pie tras mi ventana, que es una mirilla al mundo. Sigo el rastro de la luz imaginando el chinchin de unas llaves chocando con las esposas (¿por qué se llaman esposas?) colgadas al cinto. Y el aburrimiento de andar solo, y la inquietud de que la sombra del pilar sea un caco y el rumor del viento un intento de atraco.

Abajo, pisando el asfalto en la plaza, casi todas las noches una chica discute a voces con su novio por teléfono. No sé si es la misma o se turnan. Llora a ratos y a gritos. Déjalo, le diría si fuera mi hermana o mi amiga. Al lado duerme en un banco un hombre que habla solo de día y que calla de noche anestesiado por un bendito tetrabrick: la sangre del Señor dándole paz a sus hijos. Los porteros del club de jazz ejercen de semidioses: tú no, tú sí, y aguantan las bromitas de unos chicos que se quieren ahorrar la entrada confundiendo agudez con pesadez. En el bar de al lado, los camareros fichan el final de su jornada con el click de apilar sillas. Pasa el coche de un macarra y un taxi que piensa en verde y tiene sintonizada kiss fm. Una mujer mayor cruza la calle al galope y la linterna de la central bancaria le ilumina la cara un segundo, justo cuando el aforo del club está completo y el mendigo gruñe su último delirio.   

Mirar por la ventana es como mirar al mar: anestesia. Te deja el cerebro y los ojos en standby, los pensamientos discurriendo libres e inconexos, bailando dentro de tu salón suspendido en el tiempo y el espacio. Desde tu cuarto piso eres indemne a los enemigos del guardia, la fiebre del mendigo y al corazón extrahormonado de la chica. Irrelevante vista desde abajo, solo un amago de luz tras una cortina entornada, viendo cómo pasa la vida abajo, cómo es y qué hace la gente que nunca conocerás, si es que existieras.
 

Quiero ser bankera

Yo quiero ser bankera (como Manuel el de la marquesina del bus), para levantarle la falda a los mercados y que se ruboricen cuando el mundo vea que no hay piernas torneadas ni lencería fina, solo un sórdido excel bailando entre ceros con dientes afilados. Quiero ser bankera para pagarle al brillante hijo de Antonia su carrera de maestro y la casa a Pedro, con la condición variable de que me haga madrina de su futuro hijo. También para cargarme la cláusula suelo y cielo, que no haya límites ni TAE ni más comisión que la de fiestas. Que me esperen en los bankos si dejan de cobrar más a las viudas que a los ricos y si pegan fuego al cementerio de ideas que es el «departamento de riesgos». Me hago de la banka si se cambia la Santa Euroinquisición por la cofradía del Santo Almuerzo y las «normas de la casa» respetan a sus inquilinos.  

Me paso a ser bankera con K si con el manotazo a la Q acabamos con las qastas, la diqtadura, los qulpables de las hipoteqas basura y las agencias de qalificación de riesgo. Quiero presidir la junta de accionistas si eso significa que está llena de valientes que pasan a la acción, y ser tu consejera delegada para que me llames si el mes es demasiado largo para tu salario. Quiero ser bankera si alguna vez el aval de la palabra vale más que el de un piso y si en las carteras de valores se cose un bolsillo para meter los morales. Hasta entonces, prefiero (incluso) ser periodista.

Murdoch, el ‘Torrente’ del periodismo

Que un magnate como Rupert Murdoch cierre el periódico más comprado por los británicos puede querer decir varias cosas. Que su espíritu empresarial se ha quedado tieso. Que se arrepiente de haber llevado al extremo el periodismo de sangre y semen. Que se le avecina un alud de demandas y prefiere matar al perro y acabar con la rabia. Que necesita lavar su maltrecha imagen para que el Gobierno le autorice a comprar el 100% de la cadena de televisión BSkyB.

Asistí hace dos años a una conferencia en Oslo de uno de los periodistas que ha sido el azote del tabloide News of the World (NoW). Trabaja en The Guardian, que ha llevado la bandera contra los métodos amarillistas del periódico de Murdoch. Recuerdo que empezó diciendo: «En el periodismo se dice que perro no come perro. No es excusa para tolerar cosas intolerables». Se refería a que hay un pacto no escrito por el que no se suele hacer sangre entre periodistas (aunque eso debía de ser en el Romanticismo). The Guardian empezó a publicar cómo NoW pagaba para que se pincharan teléfonos y se pusieran micrófonos y se rastrearan llamadas con el objetivo de sacar a las bravas y saltándose la legislación nacional y moral la información que no se podía conseguir por las buenas. Entre los ingredientes para conseguir exclusivas (irrelevantes para el hombre y la humanidad) estaban los pagos o sobornos. No solo políticos y personalidades estaban en sus listas de gente a destripar, también víctimas de atentados o familiares de soldados muertos. O sea, las víctimas éramos todos. Que levante la mano la persona más ‘normal’ que no tenga un secreto que esconder en su maleta íntima. O simplemente que en privado haga con naturalidad cosas que en público se vuelven vergonzosas.

Podría ser una historia romántica de espionaje y bravura, de película de periodistas como Walter Matthaw en Primera Plana. Si no fuera porque los métodos eran más de Torrente: una banda de pinchavidas, de charcuteros del periodismo. Pero hay algo que va más allá del estupor de que el dueño de un periódico con 2,6 millones de ejemplares de difusión le haga el harakiri: que millones de británicos lo lean. ¿No?