Para la grabación de aquella cámara oculta de ‘El Intermedio’ de la SEXTA tuve que llevar un pinganillo en la oreja izquierda. A través de él recibía instrucciones de un guionista que, junto con el resto del equipo, me seguía a todas partes con su unidad móvil.
Era uno de esos chismes inalámbricos que no se ven pero que se oyen como si de tu voz interior se tratara. De hecho, me costó bastante acostumbrarme: El timbre de voz del guionista era muy similar al de la voz de mi conciencia, y al principio me costaba distinguir cual de los dos me estaba dando instrucciones. De ahí mis lapsus en las dos o tres primeras bromas.
En una de ellas, cuando se montó en el taxi la primera víctima, el guionista me dijo por el pinganillo: «Pregúntale si está escuchando la radio». Al momento, mi otra voz me dijo: «Tengo sueño». Confundí ambas y le solté al usuario:
– Tengo sueño.
– ¿Lo suficiente para dormirse al volante y estrellarnos? – me dijo.
Poco a poco me fui adaptando hasta el punto de acabar tomándole cariño a esa voz (me refiero a la del guionista). Por mucho tiempo que pasara conduciendo a la caza de clientes, nunca llegué a sentirme sólo. Aquella voz siempre estaba conmigo.
Lo extraño llegó después. Tras una semana entera recibiendo instrucciones a través del pinganillo concluímos la grabación y me lo quitaron. Sin embargo, aun sin él, continué escuchando la voz del guionista.
Desde entonces cada noche, al llegar a casa y acostarme, me da las buenas noches. También me chiva lo que tengo que decir en cada conversación incómoda o me regaña siempre que meto la pata.
Ahora, de hecho, me acaba de dictar este post. Gracias.
– De nada.