Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Besos de pago

Ayer me desperté gracioso y al salir con mi taxi me dio por lanzarle besos a todos los conductores aparcados en doble fila que encontré a mi paso. Me detenía a su lado, les pitaba y en cuanto me miraban les lanzaba un beso (la doble fila en Madrid es un cáncer que sólo se puede combatir a base de humor y sarcasmo, y ayer también me desperté sarcástico).

Los cuatro primeros conductores (tres hombres y una mujer), en cuanto les lancé un beso, miraron para otro lado. El quinto, sin embargo, arrancó su coche y comenzó a seguirme.

Al verle venir aceleré sorteando el tráfico, pero en el siguiente semáforo en rojo consiguió ponerse a mi lado. Me pitó y al mirarle me lanzó otro beso y me guiñó un ojo. Era un hombre de unos cuarenta años, calvo, con barba y camisa de leñador. Luego bajó su ventanilla:

– Eres directo, como a mí me gustan…

– No. Eh… Era un beso irónico. Estaba usted en doble fila y…

– Paremos ahí delante, en doble fila, y tomémonos algo.

En cuanto se abrió el semáforo mi sentido del decoro me llevó a parar detrás de él en doble fila, bajar del taxi y seguirle hasta la cafetería de enfrente.

A mitad del segundo café Javier, así se llamaba, asumió mis motivos:

– Bien. Comprendido. De todos modos, espera un momento.

Javier salió de la cafetería y volvió a entrar con una carpeta entre sus manos. Entonces, con otro tono de voz completamente distinto (mucho más grave) me dijo:

– Eres un hombre honesto, Daniel. Un luchador. Crees en las causas justas y eso hace que tu vida merezca la pena de verdad. Tu vida es importante, Daniel.

Dicho esto sacó de su carpeta un formulario y me animó a rellenarlo. «Me lo vas a agradecer», me dijo. «Tu vida necesita un buen blindaje».

Ahora tengo un Seguro de Vida por sólo 59,99€ al mes.

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Nota: Al despedirme de Javier con un apretón de manos y meterme en mi taxi me di cuenta que yo también me encontraba en doble fila. Antes de arrancar me miré en el espejo retrovisor y me lancé un beso.

Los besos de después del último beso

Me sorprendió que alguien me levantara el brazo en una calle tan escondida, solitaria y oscura como esa. Pese al gramaje de la noche distinguí a lo lejos su intención de usarme. Era una pareja joven, él con una bolsa de viaje a sus pies.

Al detenerme a su lado se abrazaron y comenzaron a besarse. Sin duda era un beso de despedida, de esos que dicen te vas pero no quiero, o quisiera quedarme siempre, pero no puedo. Beso sentido de lenguas que querrían convertirse en ganchos, o sus salivas en Super Glue, o sus brazos en bridas.

Quince ya-te-echo-de-menos después se separaron, pero yo tampoco quería que se acabara ese momento. Por eso, cuando él ya se disponía a abrir la puerta trasera de mi taxi, aceleré.

A través del espejo les noté sorprendidos. Se encogieron de brazos pero al instante volvieron a abrazarse. Mi intención no era otra que dar la vuelta a la manzana y darles más tiempo. Los mejores besos son los que llegan después del último beso.

Y volvió a repetirse la misma historia. Otra vez aparecí por su calle y otra vez me levantaron la mano. En esta ocasión les sorprendió que se tratara del mismo taxi conducido por el mismo taxista que antes se había marchado, pero la rareza de la situación tampoco les impidió despedirse por segunda vez aún con más virulencia que la primera. Y cuando el chico volvió a separarse de ella para abrir la puerta de mi taxi siguió sabiéndome a poco y aceleré de nuevo.

En mi cuarta vuelta a la manzana el chico ya estaba sólo. Entonces me detuve, abrió su puerta, tomó asiento (ahora sí) tras su bolsa de viaje y me dijo:

– Le agradezco de veras los bonus tracks que me ha brindado. Al aeropuerto, por favor.

El vals del taxidermista

Que se mueran los taxis ateos de amor, los taxistas con bigote, los clientes sin ojeras. Que se pudran los taxímetros de ciencias, los espejos antivaho, los trayectos de vuelta, los recibos sin poemas en el dorso. Que revienten los coches coagulados, las charlas sobre el clima, los bostezos sin resaca, los ojos que no quieren ni pueden ni saben hablar.

Sólo quiero lo mismo pero más suave, que me dejen en paz, pero cerca. Poder besar con los ojos cerrados, poder cantar con los ojos abiertos. Sólo quiero querer quererte sin conocer tu nombre, creer que tu vida es mi vida invertida, que tu sol sea mi sal, que «sea» sea mar en inglés y tus ingles sean mías. Quisiera no dejar de bailar con las mariposas de tu estómago el vals del taxidermista, vivir de tus legañas, matarte a besos para autopsiar tu alma. Que mi ser se convierta en tu estar, que el recibo de la luz que emitamos al rozarnos lo pague su puta madre.

Ahora sólo me faltas tú. (Tú no. Tú tampoco. Tú. Sí, tú). Así que deja lo que estés haciendo, baja a la calle, detente al borde de la acera, levanta el brazo y cruza los dedos. De resto, yo me encargo.

Que se joda la NASA

Quiero poner un taxímetro en cada poro de tu piel. Tu piel prieta. Tus poros prietos. Los poros prietos de tu piel prieta. Quiero accionar todos los taxímetros de todos los poros prietos de tu piel prieta a la vez. Que sumen lo que dure todo esto. Y pagarte con besos. A cinco céntimos el beso. Calcula.

Quiero pedir un crédito a interés fijo. Que te intereses por mi interés y me digas que mis labios son más suaves que los labios de los niños que nunca han besado.

Quiero que nuestras lenguas sufran el síndrome de Diógenes y acumulen saliva del otro en bolsas del Carrefour. Durante la hostia de años imaginarios.

Quiero pensar que el piercing de tu ombligo es un planeta orbitando alrededor del Universo. Que tu ombligo absorba mi ombligo. Como aquella vez, pero al revés.

Quiero que se joda la NASA. Que se joda de verdad.

Susurros

Era tarde. La luz de las farolas apenas me permitía distinguir sus labios a través del espejo. Unos labios gruesos, tiernos, como de gominola: Planta carnívora irresistible para las moscas de mis ojos.

Giré dirección Paseo de la Castellana y entonces, el destino se hizo radio y comenzó a emitir la B.S.O. perfecta para esas almohadas de piel:

Un par de compases después y por encima del suave volumen de la radio comencé a percibir un sonido como de hilos de saliva percutiendo entre sí, en clara sintonía con la voz de Noa. Era ella, los labios de ella, esos labios susurrando la canción. Su propia alma en playback, sin cuerdas vocales, ni nada más que carne de sus labios, saliva dulce y viento. Y sólo para mí (espejo y farolas mediante).

Y las ‘eses’ en su boca parecían oasis en el desierto de mis tímpanos. Y en cada ‘de’ que pronunciaba (siempre en silencio líquido) asomaba levemente la punta de la lengua por entre sus dientes. Las ‘kas’ se me antojaron orgías de velos y paladares, y con las ‘ies’ arrugaba la nariz, y con ella la expresión de sus ojos, y con ellos todo el mundo de mis sentidos.

Y sus labios llegaron al estribillo:

– I can read your mind… – susurró.

– Ojala… – susurré yo por dentro.

El hijo bastardo de Google

Vivo en una constante búsqueda.

Sé que existes: por eso te busco y por eso también decidí montar tanta parafernalia (ya sabes, lo del taxi, el blog y todo lo demás).

Sé que estás ahí, en algún recóndito lugar de la ciudad, cruzando la próxima esquina o saliendo del trabajo tras un día de tedio y ojeras, o puede que esperando a que te lleve a casa desde la estación de tren (no me preguntes por qué, pero siempre te he imaginado con un abrigo largo y una maleta a tus pies, alzándome el brazo y muerta de frío).

Aun no te he dibujado una cara, ni unos rasgos. No sé cómo eres. Pero creo en el amor al primer brochazo.

Y cuando llegue el momento, cuando al fin nos crucemos y subas a bordo de mi taxi (ya sea mañana, o el mes que viene, o dentro de un siglo) te diré con voz de ahogado:

– Llevo toda una vida buscándote. Y al fin te he encontrado.

Entonces dejaré de buscar. Dejaré el taxi, el blog, la radio y la tele y me dedicaré por entero a ponerme al día, a censar en tu piel todos esos besos acumulados (y a punto de caducarse) durante tantos años en la guantera de mi taxi en venta.

Y si, por alguna mancha en el destino ya tuvieras a otro hombre, no te preocupes: yo me encargaré de matarle.

Y si no alcanzaras a entender la dimensión de mis palabras, no te preocupes: me encargaré de amordazarte y de esconderte en el sótano de casa (por tu bien), mi amor…

Un beso allá donde estés. Te quiero.

Cuando el destino aún podía haberse escrito de su mismo puño y letra

No eran marido y mujer, ni novios, ni nada: Apenas dos compañeros de trabajo condenados por azar a viajar juntos. Él llevaba una alianza de oro en su dedo anular. Ella, no.

Sin embargo algo me dijo que, tras aquellas apariencias formales, había mucho más; un lenguaje no demostrado, secreto, oculto, impotente, que sólo entendía ella (y ni tan siquiera). Y es que mientras él hablaba de temas triviales, ella parecía escucharle con los ojos, mirando fijamente a su boca, como víctima de un extraño hechizo cuyo antídoto sólo pudiera encontrarse tras los labios de él, bajo su lengua o entre esos dientes brillantes y perfectos.

Nota del taxista: Hay que reconocer que él era bueno en el difícil arte de mover los labios, las cejas y la expresión de sus ojos en perfecta (y deliciosa) sincronía. Como si en lugar de hablar, bailara con los pies de su rostro.

Para ella habría sido más fácil que su compañero fuera simplemente guapo. Los hombres guapos sólo entran por los ojos. Los atractivos, no. Y él era atractivo, ¡vaya que si lo era! Tenía la gracia natural de quien seduce sin querer. Una voz suave, sensible, de cuerdas vocales perfectamente peinadas, labios comestibles y retazos de tristeza en su mirada: El típico hombre que no gusta a cualquiera, pero que cuando gusta, atrapa. Y ella no podía evitar sentirse presa. Creía saber evitarlo, al menos desde fuera, pero siempre había algo que sin querer la delataba, que se escapaba y se escapa al control de cualquier gesto entrenado.

Ahora ella, pensé, quiere morirse por una atracción que es de otra: De alguna mujer afortunada que ella no conoce ni querrá conocer: la mujer de él, su esposa. Y se muerde los labios, siempre mirándole la boca, por no haberle conocido algunos años atrás, cuando el destino aún podía haberse escrito de su mismo puño y letra, sin manchas de Tipp-Ex ni Reset ni nada.

Nos despedimos en su oficina, la de ambos, con el taxímetro marcando 7,35€.

Me pagó él, claro. Lo de ella habría sido impagable.

Otra multa

Primera parte (desde fuera):

En plena Plaza de Castilla, bajo una de esas torres con disfunción eréctil (ya sabes, las de El Día de la Bestia), me paró otro Policía Municipal:

– Se ha saltado un semáforo en rojo, caballero. Voy a tener que multarle.

– ¿En rojo? – pregunté sorprendido.

– Sí, en rojo. No se me haga el loco… – me dijo el tipo.

– ¿Sabía usted que las estrellas del cielo en realidad no están donde las vemos porque la velocidad de su luz nos llega con retardo? – le dije señalando al cielo.

– ¿Me está tomando el pelo?

– Algunas incluso podrían haberse apagado y no podremos saberlo hasta mucho tiempo después, cuando nos llegue su último haz de luz. Lo mismo, aunque a otro nivel, podría sucedernos con los semáforos, cuya velocidad de propagación puede conducirnos a este tipo de equívocos.

– Documentación, por favor.

– Y mucho más lenta que la luz es la velocidad del sonido – proseguí.

Segunda parte (desde dentro):

Tras la correspondiente multa (el poli malo no le hizo ni puto caso a los razonamientos del taxista bueno) sumada a otros cuantos puntos de sutura a sumar en la herida de mi carnet de conducir, comencé a darle vueltas al controvertido asunto del retardo sensorial, al problema de la velocidad de la luz, y la del sonido, y lo que tarda en llegar la información desde los ojos hasta el cerebro (aunque se trate de milésimas de segundo), o desde los dedos hasta el cerebro (ya sea el de arriba o el que parasita entre las piernas) por culpa de esos otros taxis que son nuestras conexiones neuronales.

Y mi conclusión no pudo ser más negra: Nada existe a tiempo real, todo cuanto percibimos nos llega con retardo.

Y lo peor del jodido retardo es que ahora miro al mundo de soslayo, con total desinterés.

Y este jodido retardo sensorial que todos tenemos me lleva a creer que absolutamente todo pertenece al mundo de los recuerdos. Y que tengo memoria de pez. Y que me ahogan tus besos porque llegan a mi cerebro demasiado tarde. Y que necesito sentirte mucho antes.

Besos suspensivos…

Guardo en la retina de mi espejo retrovisor cientos de besos. Miles de momentos usuáricos con dos pares de labios como telón de fondo. Y tras cada beso, un mundo transcrito en mi taxi-libre-ta:

Besos de enamorados. Besos del sapo a su princesa. Besos de peli muda, besos de ciencia ficción, besos de cortometraje y besos de cine porno.

Besos homosexuales y besos heterodoxos. Besos primerizos. Besos sin lengua: Millones de besos sin lengua. Besos en las mejillas, besos en el cuello y en la nuez. Besos entre una mujer blanca y un hombre negro.

Besos daltónicos. Besos etílicos.

Besos con las gafas empañadas. Besos sonoros y besos con sordina. Besos meticulosos (como si los labios del otro fueran un mundo sin explorar donde no cabe mapa, ni brújula, ni GPS, ni detector de salivas).

Besos húmedos y besos con halitosis. Besos bañados en lágrimas y besos muertos de celos, y besos desde el borde de un abismo hasta el borde de otro abismo. Besos que son mundos dentro de otro mundo dentro de otro mundo.

Besos con tortazo adjunto. Besos asépticos. Besos al teléfono móvil cuando el otro no está. Besantes que escanean el paladar del besado. Besos en la mano de su primera cita. Besos en la entrepierna de su tercera cita.

Besos envenenados y besos embalsamados. Besos que nunca dicen nada. Besos fríos y besos que derriten la tapicería del taxi. Besos con dientes. Besos urgentes y besos pausados.

Besos en la frente y en la barbilla: 69 besos.

Besos entre ventrículos y aurículas. Besos chulos y besos tímidos. Besos con los ojos abiertos y besos con los ojos del alma hinchados. Besos con sabor a menta, besos de Actimel. Besos de bienvenida y besos de aDiós

y besos de quien quiere no querer nunca quererte…

Ich liebe dich

Cuando conduces bajo los efectos de la fiebre (39,5º, para más señas) todo parece como sacado de un videojuego, con imágenes irreales, algunas borrosas, en dos dimensiones (o en una, o en cuatro…).

El mundanal ruido se percibe a miles de kilómetros, y cada pequeño matiz es interpretado con sordina: Cada usuario se distorsiona en sí mismo, y se convierte en marioneta de hilos invisibles manejados por algún Dios (borracho) desde el techo del taxi.

Luego parece entrar una usuaria joven, de labios conservados en formol, increíbles, y entonces me entra la paranoia febril de quien delira, y veo labios por todas partes. Nada más que labios. Sus labios son los labios que jamás tendrían que ser besados, labios asépticos, labios de pecado capital, labios de muerte súbita.

Labios que sólo sabría pronunciar en forma de ‘Ich liebe dich’; un ‘te quiero’ (en alemán). Porque jamás sería capaz de enamorarme de esos labios en castellano. No podría más que amarlos en alemán: Ich liebe dich. De comisura, a comisura: Ich liebe dich.

Porque el amor labial entre dos desconocidos no puede pertenecer a nuestro mismo idioma, ni siquiera a nuestra misma patria. El amor labial entre dos desconocidos es la frontera entre dos países, entre dos mundos, entre el asiento delantero y el asiento trasero de un taxi cualquiera.

Porque el amor labial entre dos desconocidos es una Embajada cerrada por vacaciones, o una Iglesia clausurada (durante más de dos mil años) por defunción (del jefe).