Ojos cerrados, boca entreabierta, acerco la mía. Mis labios rozando casi sus labios. Noto su aliento. Está dormida. Aparto, con cuidado, la sábana. Poco a poco. Emergen sus hombros, la leve curva de sus pechos. Acerco mi ojo derecho al piercing de su pezón izquierdo. Es un aro con una pequeña bola metálica (ya reparé en él anoche). Me veo reflejado en la bola. Mi nariz se ve grande en la bola y mi pómulo pequeño y distorsionado, como muy lejos. Toco sin querer su pezón con la punta de la nariz. Es suave. Mi nariz o su pezón es suave. O ambos. Nunca lo sabré.
Retiro más la sábana y me detengo en el complejo pliegue de su ombligo. Dios estaba enfermo. Saco la lengua. Sabe a sal. La cicatriz de su cordón umbilical esconde el sumidero de todos los mares. Dos islas en sus caderas, un valle seco y un sumidero. Y al otro lado del filo de sus caderas, la nada. O la cama. Es lo mismo.
Ahora deslizo la sábana con los dientes. Poco a poco, se compone la figura de su sexo en el quicio de sus piernas. Me acerco desde arriba. Huele a electricidad estática. A peligro. A tarro de miel vacío. A isobara. Me chupo el dedo y lo introduzco en su sexo con cuidado. Recorro sus paredes con la yema. Húmedo Braille. Soy un ciego leyendo la Biblia.
Me aparto. Vuelvo a acostarme a su lado. No sé su nombre. Apenas nos conocimos ayer. En mi taxi. Las circunstancias no importan. Su nombre no importa. Ahora duerme. Eso es todo.