Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Autopsia a un cuerpo

Ojos cerrados, boca entreabierta, acerco la mía. Mis labios rozando casi sus labios. Noto su aliento. Está dormida. Aparto, con cuidado, la sábana. Poco a poco. Emergen sus hombros, la leve curva de sus pechos. Acerco mi ojo derecho al piercing de su pezón izquierdo. Es un aro con una pequeña bola metálica (ya reparé en él anoche). Me veo reflejado en la bola. Mi nariz se ve grande en la bola y mi pómulo pequeño y distorsionado, como muy lejos. Toco sin querer su pezón con la punta de la nariz. Es suave. Mi nariz o su pezón es suave. O ambos. Nunca lo sabré.

Retiro más la sábana y me detengo en el complejo pliegue de su ombligo. Dios estaba enfermo. Saco la lengua. Sabe a sal. La cicatriz de su cordón umbilical esconde el sumidero de todos los mares. Dos islas en sus caderas, un valle seco y un sumidero. Y al otro lado del filo de sus caderas, la nada. O la cama. Es lo mismo.

Ahora deslizo la sábana con los dientes. Poco a poco, se compone la figura de su sexo en el quicio de sus piernas. Me acerco desde arriba. Huele a electricidad estática. A peligro. A tarro de miel vacío. A isobara. Me chupo el dedo y lo introduzco en su sexo con cuidado. Recorro sus paredes con la yema. Húmedo Braille. Soy un ciego leyendo la Biblia.

Me aparto. Vuelvo a acostarme a su lado. No sé su nombre. Apenas nos conocimos ayer. En mi taxi. Las circunstancias no importan. Su nombre no importa. Ahora duerme. Eso es todo.

Falsas parejas

Después de saber que mi novia Paula no podía evitar acordarse de su ex, después de saber que ese ex no era un hombre, sino una mujer, después de saber que esa ex suya se llamaba Beatriz, igual que mi ex Beatriz, comprendí que en el fondo yo también seguía enamorado de mi ex, no de Paula.

Aun con esas, o precisamente por ello, Paula y yo decidimos continuar nuestra relación de pareja.

Ahora Paula me utiliza a mí para olvidar a su Beatriz y yo la utilizo a ella para olvidar a la mía. Somos nuestra mutua terapia. La simbiosis perfecta.

Lo raro es que ahora nos llevamos mejor que nunca. Hablamos mucho, abiertamente: ella de su Beatriz y yo de la mía. También hacemos el amor con más frecuencia que antes. El sexo se ha convertido en una rutina tan extraña como placentera. Ahora siempre que comenzamos a besarnos parece como si ambos buscáramos los labios de Beatriz, de dos Beatrices distintas pero unidas por su mismo nombre. Como si estuviéramos besando los dos a una misma persona que no fuera ni ella ni yo.

Incluso me excita pensar que Paula piense en mi Beatriz, y no en la suya, mientras me besa. También me excita pensar en su Beatriz, en fin. No sé en qué acabará esto pero, por el momento, parece que funciona.Lamernos las heridas mutuamente nos está ayudando a olvidar y a recordar al mismo tiempo.  

Igual que el resto de las parejas, pero a lo bestia.

El laberinto de los sentidos

La sordomuda me tendió un papel con su destino escrito: Calle Hilarión Eslava, número 13. Accioné el taxímetro y nada más iniciar la marcha ella se giró hacia su acompañante y comenzaron los dos a conversar en silencio.

Primero él escuchaba con los ojos mientras ella le hablaba con las manos. Luego él contestó, también con las manos, pero entonces ella le interrumpió y antepuso las suyas a las manos de él y comenzó a moverlas por encima en una suerte de batalla dialéctica sorda pero de lo más visual: si el nivel de las manos de cada uno correspondía al volumen de su voz, ella ahora gritaba más alto.

Al verse silenciado, el chico atrapó con sus manos las manos de ella, como tratando de amordazar sus palabras. Aunque, si tenemos en cuenta que los sordomudos hablan con las manos (y que, por consiguiente, sus manos son su boca), también podría tratarse de un beso apasionado y a traición. Un beso sin lengua, o tal vez con veinte lenguas (o veinte dientes), según se mire. 

(En cualquier caso, aquella imagen me excitó.)

Luego él apartó sus manos y le dio un manotazo a ella en el cuello.

–  Tremendo beso en el cuello – me dije con los ojos clavados en el espejo.

Después del manotazo, o del beso brusco, ella cruzó los brazos y se giró hacia su ventanilla. Él se acercó, meloso, a ella y le acarició la mejilla. Entonces ella se giró y le besó esta vez en los labios, juntando a su vez sus manos con las de él. Y entre medias de esta orgía de sentidos (para mis ojos) comenzó a sonar por la radio del taxi Love is Blindness, de U2.

Parpadeé un segundo y, durante esa misma fracción, la música se silenció. Volví a parpadear y la música volvió a entrecortarse, como si mis ojos se hubieran convertido en mis oídos (y mis párpados en sendos tapones).

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Nota: Con la siguiente canción mis sentidos volvieron a recuperar su compostura. Minutos después llegamos al portal de marras, detuve el taxímetro y ella me tendió un billete de 10€. Al tomarlo rocé las yemas de sus dedos, o de sus labios, y ella se ruborizó y yo volví a excitarme. Pensé que me besaba a cambio de dinero. En fin…

Filtraciones de tu rostro en mi cabeza

Siempre que duermo, en mis sueños, tus besos son trending topic. Son tus labios que se abren al cerrar mis ojos. Cables desde tu cama hasta la mía. Filtraciones de tu rostro en mi cabeza.

Pero ayer el Hombre del Saco intentó piratearme el sueño, hackear tu boca. Por eso cogí mi taxi y me fui a un hotel: para soñar tus besos desde otra cama espejo.

Para mi sorpresa, al pagar la habitación, el recepcionista me rechazó la VISA. Tampoco aceptó mi Master Card. Estaban canceladas por orden del Hombre del Saco. Recordé entonces otras formas de pago (hace sólo unos días compré el Mein Kampf en eBay por PayPal).

– ¿Y PayPal?

– Lo siento, señor. El Hombre del Saco también le canceló esa cuenta.

Desesperado por volver a encontrarme tus besos pensé en mi cuenta en Suiza. Paraíso fiscal, ya sabes (me la recomendó un amigo, traficante de armas, también cliente). Podrían hacerme una transferencia desde allí. Llamé:

– Lo siento, señor. Su cuenta ha sido cancelada. 

Cabizbajo volví al taxi, me adentré en un bosque y ahí, fuera de toda cobertura (y pastillas antipánico mediante), conseguí dormir. Pero tuve una extraña pesadilla: Tus labios de ensueño comenzaron a besarme, hicimos el amor, se rompió el condón y me denunciaste por acoso.

Desperté en un calabozo, pendiente de juicio y sin fianza. No entiendo nada.

La novia invisible

Me sorprendió escuchar susurros en el asiento trasero. Alcé la vista hacia el espejo: era mi usuario (40 años, chaqueta y corbata floja, lentes gruesas), cubriéndose la boca para que yo no percibiera el movimiento de sus labios. Susurraba algo mientras miraba de reojo a su izquierda. A su izquierda no había nadie. Sólo viajábamos él y yo. Lo juro.

Agudicé el oído. Sólo conseguía oír palabras sueltas: «cariño», «hipoteca», «Mariam», «fútbol». Después dejó de hablar e  inclinó ligeramente la cabeza, como para escuchar a su interlocutora invisible (supuse que se trataba de una mujer llamada Mariam; tal vez su esposa o su novia imaginaria). Luego volvió a susurrar, subiendo el tono aunque con la mano aún tapándose la boca. Ahí sí que pude escucharle con sobrada nitidez: «Que es el Barça-Madrid, joder…». Y volvió a inclinar la cabeza. Su gesto parecía cada vez más serio (ceño fruncido, mordiéndose un dedo aprovechando su mano en la boca).

«No me chilles», susurró claramente molesto.

Ella debió de decirle algo ofensivo, ya que él reaccionó levantando las cejas y diciendo: «¿Sabes lo que te digo? ¡que ahí te quedas!»

Carraspeó y, ya sin su mano en la boca, me dijo en voz alta:

– Perdone…

– ¿Sí? – dije como si nada.

– ¿Podría pararme aquí? Olvidé que… tengo que hacer unas compras en… esa tienda – me dijo señanalando la mercería del otro lado de la calle.

– Ok.

Detuve el taxi, paré el taxímetro y el hombre me pagó. Antes de bajarse volvió a mirar el asiento vacío de su izquierda y volvió a susurrar, enfadado: «Te espero en casa». Y cerró con un portazo.

Reanudé la marcha. 

Instantes después, conduciendo mi taxi libre por el Paseo de la Castellana, comencé a sentirme extrañamente observado por aquella mujer imaginaria. Incluso llegué a notar su aliento en mi nuca. Un aliento cada vez más cálido y nítido, como con sus labios a punto de rozar mi piel.

Víctima de una excitación sin precedentes, detuve mi taxi en un vado y comencé a masturbarme.

Los ojos de Bette Davis

Diez y media de la noche. Calle desértica, como tu cuello. Me lanzas miradas en carne viva mientras hablas por teléfono. Yo conduzco y sólo escucho el carmín de tu boca, tus suaves grietas como anillos de árbol: sabes que podrías ser mi madre. Tus deseos son incestos para mí.

Cuelgas. Me hago el huérfano. Giras las piernas hacia el sur y escucho el sonido de tus medias como piedras de mechero.

– Cambio de planes. Mejor tu casa – me dices, confiada.

Apago el taxímetro sin decir nada. Sólo subo el volumen de la canción: Bette Davis eyes.

En el garaje llegan los besos que saben a sal. Me arrancas los botones del ascensor, abro la puerta con los dientes y en lo que dura el pasillo araño tu espalda que cicatriza al instante con mi propia saliva. Aparto de un manotazo a mi pato de goma Made in Hong Kong y nos lanzamos a la cama buscando el Tetris perfecto. Convierto tus medias en cuartas y luego en octavas. Abro el segundo cajón de la mesilla, meto mis prejuicios y saco los condones.

Traduces tu orgasmo en palabras. Gritas «Carlos», sin querer. En el cigarro me dices que Carlos es el nombre del hijo que siempre quisiste tener. Tienes cuatro hijas de dos maridos distintos. Cuatro. Y ya es tarde para más.  

Apago el cigarro, me acerco a tu pecho, tomo tu pezón entre mis labios y comienzo a succionar.

– Buen chico – me dices.

Me quedo dormido en esa misma postura. Tú permaneces despierta durante toda la noche.

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Mañana, a las 12, encuentro digital en 20minutos.es. Os espero a TODOS.

El primero del resto de los besos

Tachados ya los momentos más propicios por cobarde, el adolescente al fin cerró los ojos, se armó de valor y besó a la adolescente por primera vez en el asiento trasero de mi taxi. Giró la cabeza hacia ella y, al ver que ella no giraba la suya dobló su cuerpo hacia sus labios y la besó. Al primer contacto ella se mantuvo quieta, erguida (no lo esperaba o al menos no ahí, en un taxi), pero luego se dejó besar, abriendo un poco la boca, sólo un poco, a la espera tal vez de su lengua, la primera lengua ajena en contacto con la suya.

Rara sensación pero a su vez excitante, como toda novedad mitificada en los corrillos de clase, en las películas, en las series de televisión o en las canciones. Así pues, en el instante del beso, ambos sabían lo que tenían que hacer aun sin haberlo hecho nunca: pegar sus labios y dejarse llevar él por ella y ella por él. Tantear luego el terreno sacando tímidamente la lengua, como sin querer, buscar la opuesta al otro lado de la frontera de sus dientes y que las lenguas se rocen y se ablanden si están tensas y se muevan lentas; que nadie interpreta la urgencia en el otro.

Después es cierto que cuesta saber cuándo dejar de besarse. Ellos dos lo hicieron sin más, quedó algo frío: Separando él su boca de ella y apartando ambos, casi al instante, la mirada. Tampoco hablaron. No sabían qué decir.

Detuve el taxi en el portal de ella, se bajó con un simple y tembloroso «adiós» y luego continué la marcha con él, biopsiando a través del espejo su cara de flipe, imaginando el monólogo de sus pensamientos («¡Buaa!, ¡la he besado, tío! Muy bien. Te lo has currado. ¿Demasiado brusco? Naa… ha estado bien. Se notaba que ella también quería besarme. Y además: ha abierto la boca y ha movido la lengua, tío. Ufff… cuando se lo cuente al Juanfran… ¡cómo mola! mañana la beso otra vez. Después de clase, al despedirnos. O de camino, en el parque. ¿Se habrá dado cuenta el taxista? ¡qué corte! Yo creo que no. Ha subido el volumen de la radio y todo. Seguro que está a su bola…» )

Primer gusano en el estómago

La niña no tan niña Claudia tomó asiento en el centro, entre su misma madre y su amigo Raúl. Los niños no tan niños (compañeros de clase, supuse) tendrían 11 ó 12 años; la madre era de mi misma edad.

Acudían en mi taxi a una fiesta de cumpleaños. La madre de Claudia se habría hecho cargo también de Raúl, en uno de esos favores que suelen hacerse los padres cuando no todos pueden (o quieren) acompañar a sus respectivos hijos.

Ella, la madre de Claudia, ahora miraba a la calle a través de su ventanilla mientras los niños no tan niños permanecían serios, formales y en silencio. Aunque nada más lejos que la realidad: A través del espejo y al menos durante un instante, me percaté también del dedo meñique de él tratando de rozarse adrede con el meñique de Claudia. Luego, siempre atentos a cualquier giro visual de la madre, se lanzaron un par de miradas nerviosas, sonriendo con los labios apretados y las mejillas (al menos las de ella) en creciente sonrojo. Sin duda eran novios primerizos, clandestinos.

Intuí que ese miedo a ser sorprendidos por la madre era nuevo para ambos. ¿Miedo o morbo?, pensé. En lo que dura el primer amor todo es misterio, incertidumbre; pureza de un instinto desinteresado, no sexual (o al menos, por ahora). Apenas aprendes a besar, y cada beso es un mundo. Y del roce entre dos dedos haces un mundo. Nunca sabes qué vendrá después o si lo sabes no te atreverás, por el momento, a dar el paso por miedo a tropezar y aparentar torpeza ante los importantísimos ojos de tu primer «Raúl» o tu primera «Claudia». El amor más puro es torpe y huele a nuevo. Como recién salido de fábrica. Con sus precintos.

El segundo amor ya no es lo mismo. Está viciado: Arrastra la experiencia del primero. O al menos, así lo recuerdo.

Los besos que nadie espera

Estaba borracha. Yo no.

Durante el trayecto me dijo que su cita a ciegas había sido un desastre. El príncipe azul eléctrico de internet resultó ser un sapo analógicamente baboso en persona. Ella buscaba otra cosa, un quit pro quo: Abrazar y ser abrazada, besar en bienes gananciales, jugar al amor sin dados pero con dedos pero sin dudas dadas adrede. Pero no resultó. Por eso ahora se sentía derrotada: de vuelta a casa con los labios vacíos, en taxi y no en carroza. Doctorada en cubatas. Suspendida en salivas.

– Cambié las sábanas. Limpié la casa. Escondí el retrato de mi ex para nada – me dijo.

Al llegar a las puertas de su casa me pagó y me pidió un favor que no esperaba:

– No quiero llegar a casa sin un mal beso que llevarme a la cama.

Entonces se coló entre el hueco de los asientos delanteros, giró su cabeza y me besó. Primero con los labios cerrados, pidiéndome auxilio con la mirada. Luego cerró los ojos y abrió la boca, me tendió su lengua, buscó la mía que no pude ni supe ni quise esconder. Sabía dulce y salada. Era una mezcla de ron de caña y lágrimas filtradas a través del paladar, goteras de llanto y alcohol, ganas y dudas.

Y del prepago de sus besos pasamos al contrato. Y cuando ya estábamos a punto de firmar Tarifa Plana ella se separó de mí y me dijo «gracias» y se marchó. Nada más que eso. Nada menos.

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Abstraído por el arte

Junto a la parada de taxis del puente de Juan Bravo (foto: mi taxi es El Último de la Fila) yacen una serie de esculturas callejeras de piedra o bronce, algunas colgadas del mismo puente; otras, ancladas a su correspondiente pedestal. En total, 17 obras abstractas esculpidas por artistas españoles de la talla de Miró, Chillida o Picasso, entre otros (el chiste-link es mío).

La escultura de la foto (en primer plano), obra en bronce de Julio González, lleva por título La petite faucille. El título, como tú también habrás podido comprobar, ayuda muy mucho a entender el auténtico trasfondo de la obra (más aún si está en francés).

El caso es que ayer, tras hacer la foto (y mientras esperaba mi turno en la parada de taxis), quise hacer uso de mi particular interpretación de esta obra:

Me subí al pedestal y la abracé.

El metal estaba frío, así que froté mis brazos contra la estatua. Poco a poco ambos fuimos entrando en calor (aunque a destiempo: yo entré en calor primero), lo cual interpreté como una interacción positiva por su parte: Había química entre ambos.

La estatua se me estaba insinuando. Como soy un chico fácil, me lancé y comencé a besar, palmo a palmo, su estructura. Primero con los labios. Luego, con la lengua. Su mezcla de sabores (entre metal y excrementos de paloma), al fin, confirmó mi visión global de aquella escultura.

Contento por haber aprendido a interpretar una obra de tal calibre, volví a mi taxi. Eso sí: durante el resto de la tarde conduje víctima de un incómodo bulto en mi pantalón.