Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Seré mi misma voz

Ayer un usuario de mi taxi me reconoció por la voz. Hace años que colaboro en diversos programas de la Cadena SER, pero nunca antes me había sucedido algo así. Me habían reconocido por las fotos de mi blog o la edición impresa de 20minutos, o por mis apariciones en la tele, pero nunca por mi voz.

Al confesarle que sí, que era yo, me pidió que volviera la cabeza para verme de frente.

-Te creía mayor- me dijo.

-La tele engorda y la radio suma años- se me ocurrió contestar.

-También te imaginé gordito. Con aire bonachón. Y gafas. No sé por qué, pero te imaginé con gafas.

-¿Y qué más?- pregunté sorprendido.

-Sin barba. Y con menos de pelo. Y camisa de cuadros. Y un reloj Casio en la muñeca.

-No uso reloj.

-Ya veo, ya. La verdad es que no eres el hombre que imaginaba. Eres mucho más delgado, sin duda. En fin… menuda decepción.

Llamó mi atención esto último. Aquel usuario se sentía decepcionado por haber errado en su predicción. Incluso bajó de mi taxi cabizbajo. En su caso le importaba más el poder de la imaginación que la misma realidad. La radio, para él, suponía crearse un mundo de matices alrededor. De hecho, me había descrito con todo lujo de detalles.

Unos metros después de aquello subió a mi taxi otra usuaria. Nada más montarse me dijo:

-¡Uy! Alguien se ha dejado esto en el asiento.

Me lo tendió. Era un reloj Casio.

Quedé pálido.

Volví a repasar lo que me dijo aquel hombre. Que mi voz, en la radio, me hacía más viejo. Y que además me imaginaba con un reloj Casio.

¿Se habría adelantado al futuro a través de mi voz?

También me imaginó con gafas y es cierto que cada vez veo peor; algún día no tendré más remedio que usarlas. Y más gordo. Dijo que me imaginaba más gordo. Mucho más gordo.

……………………………………………………………

Nota: Guardé el reloj. Mañana mismo empiezo la dieta.

No te lo vas a creer…

Al abrir el maletero de mi taxi me encontré ni más ni menos que a don Jesús Gil y Gil en posición fetal, con los pies y las manos atadas a la espalda y una mordaza en la boca.

– ¿Qué hace usted ahí? – pregunté sorprendido.

– Mmmm… mm… mmm… – le quité la mordaza – que digo yo… que puedes tutearme, y tal…

– ¿Pero no estabas muerto? – volví a preguntar.

– Ehh… tú no me has visto, ¿vale? – me dijo levantando una ceja.

Le invité a desayunar en mi casa. Desde su muerte ficticia había perdido bastantes kilos y su rostro parecía más pálido de lo habitual.

– ¿Se encuentra bien?

– ¡Que me tutees, coño!

– Perdón. Es que no tengo costumbre de tutear a los muertos…

– ¡Que no estoy muerto!, y tal…

Luego, tras un suculento desayuno a base de cordero lechal y vino de la región (que devoró y bebió con una rapidez asombrosa), me contó su historia, desde la fecha de su supuesta muerte hasta la actualidad:

– Ya sabes que la justicia no me dejaba en paz, y tal. No había día que no me llegaran tres o cuatro citaciones distintas del juez, a cual más jodida, así que acabé harto, tú ya me entiendes… el caso es que decidí esconderme en el hotel de un ‘amigo’ (porque yo tenía muchos ‘amigos’, ¿sabes?) y fíjate tú por donde que hurgando en la habitación encontré bajo unas mantas un libro de Ken Follet. Nunca antes había leído nada, pero como no tenía otra cosa mejor que hacer me puse a ello y, curiosamente, me gustó. Leí ‘Los Pilares de la Tierra’ del tirón (y eso que tenía más de mil páginas). Luego le pedí a mi amiguete que me enviara a la habitación más libros de esos, y tal. El caso es que, al cabo de seis o siete meses ya me había leído enteritos más de 50 novelas. Entonces se me ocurrió una brillante idea: ¿por qué no escribo yo una? Y me puse manos a la obra. Con un viejo ordenador, de esos de la pantalla verde, escribí en apenas tres meses una novela que titulé ‘La sombra del viento’, y se la pasé a mi amiguete del hotel para que me diera su opinión.

– Pero si esa novela es de Ruiz Zafón – le corregí.

– ¿Cómo sabes su nombre?

‘La sombra del viento’ ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo…

– Osea, que la publicó como si la hubiera escrito él… ¡qué cabrón! – dijo Jesús dando un golpe en la mesa.

– Sí, sí… es un tipo joven, calvete y con gafas…

– ¡El mismo! ahora lo entiendo todo… con razón me tuvo encerrado durante tanto tiempo… y luego me dijo que le escribiera otra novela del mismo estilo, que a su madre le había gustado mucho la primera… tardé otros cuatro meses en acabarla, y justo cuando se la entregué sentí un fuerte golpe en la cabeza. Y hasta ahora… supongo que me metió en el maletero de tu taxi buscarse una coartada…

Esa noche Jesús Gil se quedó a dormir en mi casa. Parecía un angelito acurrucado sobre el colchón, con su dedo pulgar en la boca y un pijama del Atleti que yo mismo le había comprado.

De esto han pasado ya dos semanas. Le tengo en casa devorando toda mi biblioteca (y mi despensa). Ahora dice querer escribir otra nueva novela inspirada en el mundo del taxi, pero bajo un seudónimo distinto. Quiere acompañarme con su cuaderno de notas, una peluca y gafas de sol (para no ser reconocido, y tal).

Estoy confuso.