Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Contra natura

FOTO: Wikipedia

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Hay gente, demasiada gente todavía, que se le escapa la vida luchando contra sí misma. Llevan tan adentro ese arcano concepto de «normal» que ocultan su diferencia, y se frustran, y sufren en silencio como nadie. Ayer subió en mi taxi un hombre de unos cuarenta años con su mujer y sus dos hijos pequeños. A mitad de trayecto el hombre fingió hacer una llamada telefónica y se excusó ante la mujer. Surgió un problema en el trabajo, le dijo; tengo que volver de inmediato a la oficina. Así que dejé a la mujer y a los dos niños en la puerta de su casa, se despidió de ellos con un beso en la frente, y al reanudar la marcha, en lugar de a la oficina, me pidió que le llevara a una de esas saunas de hombres para hombres. En realidad no me dijo la palabra «sauna» sino que me dio una dirección y al dejarle en un portal contiguo a su destino real, le vi por el espejo cruzar la calle y meterse de incógnito en la sauna. Así que a mí también quiso engañarme aunque no me conociera de nada.

Sin embargo le entendí perfectamente. Era uno de esos hombres educados en lo que a juicio de otros era lo normal. Y lo normal, también para él, significaba formar una familia de hombre y mujer y un par hijos que sin duda educaría para que fueran «normales». Seguramente nunca se había planteado actuar de cara al mundo de otra forma que no fuera la que marcaban los cánones, pero no podía evitar sentir cierta pulsión hacia su mismo sexo, y cuando eso sucedía y no podía evitarlo se creía miserable, monstruoso y completamente solo incluso hacia esos otros hombres. Se acostaba con hombres aunque sintiera asco y pena por ellos y por lo tanto también se odiara a sí mismo. Y todo por culpa de la educación que le dieron sus padres o un entorno tal vez de fervor religioso. A menudo las creencias son nichos de odio oculto bajo el disfraz del amor al prójimo.

Ese hombre podría haber sido feliz dejándose llevar desde un principio por su propia naturaleza. Pero le educaron en una sola dirección. Y algo me decía que sería así por siempre. Y es posible que sus hijos también. Y nunca se darán cuenta que lo normal no existe. Que la naturaleza no le pertenece a nadie.

La madre de mi amigo imaginario

FOTO: Wikipedia

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Ayer por la tarde montó en mi taxi una mujer joven, no más de veinticinco años, enfundada en un vestido de premamá pero sin vientre de embarazada debajo. El vestido parecía totalmente deshinchado, con los pliegues sobrantes de la tela colgando por delante del cinturón, y al sentarse en mi taxi (o más bien reclinarse) no aprecié bulto alguno, sino un vientre completamente plano.

Sin embargo, al tomar asiento, la chica se puso el cinturón de seguridad del mismo modo que lo hacen las embarazadas (enfundándose sólo la parte diagonal del cinturón y la inferior, la que se ajusta al bajo vientre, pisada debajo del culo). Por otra parte noté que la chica trataba de evitar conscientemente apoyar sus manos sobre su vientre. Las mantuvo en todo momento a ambos lados de la cintura, con las palmas sobre el asiento: una pose nada natural, o más bien forzada. A tenor de todo esto pensé que podría tratarse de un embarazo ya no psicológico, sino fantasma: que ella realmente creyera que en su vientre se fraguaba algo y actuara en consecuencia. Aquello no me resultó tan raro teniendo en cuenta que todos, de chavales, hemos tenido nuestro amigo imaginario (y ese amigo, digo yo, tendrá una madre). En mi caso, mi amigo imaginario se llamaba Fran, y aprobé 3º, 4º y 5º de EGB gracias a sus susurros (hasta que Fran, de improvisto, se marchó a vivir a Praga y yo, por lo tanto, empecé a suspender). De hecho, ahora que lo pienso, aquella usuaria de mi taxi tenía los mismos ojos azules que Fran. Podría ser su madre imaginaria, aunque a destiempo (lo cual tampoco es de extrañar: en el mundo de la imaginación, el tiempo transcurre a distinto orden).

Ahora sólo me pregunto qué habría pasado si hubiera surgido el amor entre esa mujer y yo, y acabáramos los dos buscando un hijo real, y ella se quedara embarazada de verdad. Sin duda daría a luz a aquel amigo imaginario de mi infancia (versión palpable). Y, por supuesto, lo llamaríamos Fran, y en esta ocasión te juro que haría todo lo posible por evitar que se marchara a Praga.

La vida íntima de la ropa interior

FOTO: Ms. Phoenix

FOTO: Ms. Phoenix

Me asombra esa innata cualidad en las mujeres de controlar los límites de su ropa interior a pesar de la postura de sus cuerpos por ingrávida que sea. Pueden agacharse o inclinarse con la blusa semiabierta y en todo momento serán conscientes si el borde del sostén o de sus bragas quedó a la vista; y tal vez jueguen con eso para mantenernos expectantes ante el más mínimo descuido que jamás será casual, sino deliciosamente estudiado, lo cual las convierte en seres dominantes y a nosotros en babosos alienados o en eternos niños chicos. Conocen sus cuerpos de memoria, la flexibilidad del pantalón, cualquier perspectiva plausible de la abertura de sus blusas o de las rajas de sus faldas, y actúan siempre en consecuencia aunque nadie mire. O qué ropa interior no hace marca o no se nota con tal o cual vestido, o los tirantes del sostén cruzados o arqueados en función de la estela de la tela de su espalda. Y a veces, cuando dejan los tirantes a la vista o semiocultos aunque no del todo, tampoco es por descuido: ayudan a ampliar las pistas de la imaginación, a tirar del hilo subconsciente de esos tirantes y a visualizar la secuencia del resto. Los tirantes a la vista son flechas invisibles que invitan a tener en cuenta unos pechos cuya realidad, en caso de ocultarlos, pasaría más desapercibida.

Y volviendo a esas marcas a la vista, sorprende que un pantalón ceñido o unos leggins intuyan la goma de unas bragas a media cacha, dividiendo el culo en otro par de celdas y por tanto invitando también a imaginar la estructura y dimensión exacta de su ropa interior, que suele coincidir con perfiles totalmente ajenos al mercado de los ojos de los hombres. El resto procuran evitar que se marque o se intuya nada, tal vez por pudor o por mostrar la ropa lo más desnuda posible, sin evidenciar qué puede haber detrás o buscando enseñarlo sólo en los momentos más íntimos y con quien la chica desee. Se sabe que la ropa interior es la antesala del placer carnal, el telón de la función más aclamada, y ellas son conscientes del poder que ejercen: se conocen, pero nos conocen a nosotros más aún, y por eso estamos vendidos, perdidos. Y nos gusta estar perdimos. Queremos perdernos (yo en el espejo retrovisor de mi taxi). Así jamás se extinguirá la especie.

¿Infiel por naturaleza?

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Nah, no lo creo. No creo que exista el gen de la infidelidad. Nadie es infiel por naturaleza. Cuando alguien lo es todo para ti, cuando alguien es capaz de llenarte con la misma facilidad que te deja seco, no te quedan putas ganas de mirar con deseo a otras mujeres. Seamos honestos: la infidelidad tiende a surgir cuando el amor cojea y no haces nada por calzarlo. Yo he sido infiel por naturaleza, pero también he sido fiel por naturaleza. Jamás me he visto forzado a una cosa o a la otra. Seré más gráfico: la infidelidad se rige por la ley de los vasos comunicantes. Cuando falla la comunicación, el vaso que une y compensa a la pareja tiende a obstruirse, y por eso buscas llenar tu vaso en otra parte. Buscas fuera lo que ya no encuentras dentro. Así de simple.

Y no me estoy refiriendo en exclusiva a la infidelidad sexual. Hay muchas más formas de ser infiel. Lo he visto mil veces en mi taxi: mujeres u hombres que necesitan hablar con terceros porque en realidad no hablan con sus parejas (aunque sigan siendo sexualmente compatibles), mujeres u hombres que necesitan muestras de afecto y atención porque no lo tienen en casa (aunque sigan siendo sexualmente compatibles), mujeres u hombres que necesitan DIVERTIRSE porque se aburren con sus parejas (aunque se conformen con su actividad sexual). En cierto modo todos ellos son infieles a su manera. Están engañando a sus parejas aunque no lo consideren cuernos. Pero sí, son cuernos más livianos, cuernos huecos si prefieres, pero cuernos a la postre.

Tirando de hemeroteca mental, siempre que he sido infiel lo he disfrutado, y no me arrepiento más allá del engaño en sí: no creía estar haciendo nada malo sino serle fiel a mi naturaleza. Esto se debe a que, en el fondo, no llegué a quererlas del todo, no me llenaban del todo o no quería dejarme querer.

Con la mujer de tu vida, sin embargo, eso no pasa. En medias naranjas no caben gajos ajenos.

Adictos al amor propio

FOTO: Ernest

FOTO: Ernest

En aquella etapa de la vida, aunque pareciera lo contrario, follábamos con sentimientos. Había sentimientos, sí, pero en una sola dirección: hacia uno mismo. Queríamos sentir, la intención era buena, pero al final ese amor rebotaba y se quedaba dentro. Por eso la otra parte no notaba reciprocidad, sino otra cosa. Amor contenido o secuestrado, supongo. Como si Cupido se disparara a sí mismo en un pie. Sólo eran dos cuerpos queriéndose de un modo individual. Pero era amor al fin y al cabo.

Me viene a la cabeza aquella chica que subió en mi taxi hace ya tanto tiempo que apenas recuerdo un piercing en su labio y poco más. Tomó mi taxi con otras tres; la chica en cuestión delante, a mi lado. Todas ellas iban bastante borrachas. Venían de celebrar el cumpleaños de la del piercing. Las otras chicas comenzaron a bromear con nosotros dos. Querían que yo fuera la guinda de su pastel de cumpleaños, que se cerrara el círculo de la noche forzando el morbo ocasional y loco de montárselo con un taxista. «¿Por qué no te lo llevas a tomar algo? El chico es mono», decían las amigas. Fui dejando a cada una en su casa hasta que al fin sólo quedamos ella y yo. Y entonces dije: «¿Y ahora qué?, ¿Te llevo a tu casa o te dejas llevar a la mía?». Ella propuso tomarnos algo antes y conocernos un poco. Es decir, accedió a tener sexo conmigo, pero antes quería saber más de mí, charlar conmigo. Aquello me llamó la atención. Me refiero al concepto: follaré contigo no sin antes decirme quién eres. Necesitaba humanizar el polvo, o personalizar sus orgasmos, quién sabe.

El caso es que accedí: fuimos a uno de mis bares, pedimos un par de whiskis y yo le dije que mi taxi no era más que una excusa para escribir. No le hablé de este blog, ni de mi libro, o al menos no lo recuerdo. Simplemente se quedó con eso: el tipo al que me voy a follar es escritor. Luego, cuando entró en mi casa y vio todos esas paredes atestadas de libros debió de pensar que estaba en lo cierto. Sólo entonces se relajó y se desnudó en silencio. Se quitó los pantalones, los dobló minuciosamente y los dejó sobre una silla. También hizo lo mismo con su blusa. Después se tumbó, cerró los ojos fuerte y poco a poco se dejó llevar. Un par de orgasmos después, en la bruma de un cigarro compartido, me confesó que estaba empezando a sentir algo por mí. Yo también, dije. Yo también.

Encuentros en la tercera frase

William Hook

FOTO: William Hook

El chico estuvo pendiente de su móvil durante todo el trayecto en mi taxi, como tantos otros, pero éste lo alternaba con vistazos a la calle, como si llevara la ruta en la pantalla y fuera cotejando las calles con su propia información. De vez en cuando sonreía y tecleaba algo, por lo que también parecía estar manteniendo contacto con gente. En las inmediaciones de Chueca sonó un pitido y al instante me dijo nervioso: «¡Espera, espera, ve más despacio!» y yo frené el taxi y me dispuse a circular más lento con un ojo en el retrovisor, atento a sus órdenes. Sonrió de nuevo, y sin perder de vista la pantalla me indicó: «La primera a la derecha y la… segunda a la izquierda». Nos adentramos en Chueca. «No. Espera. ¡Mierda! Se está moviendo. Sigue recto y la tercera a la derecha».

Ahí deduje que el chico buscaba a alguien cuyas coordenadas le aparecían a tiempo real en la pantalla de su móvil. No pude evitar preguntarle:

-Perdona, ¿sabes dónde vamos?

-Ah, sí, disculpa. Te estoy mareando. Me guío por… una aplicación de contactos para.. ya sabes, relaciones esporádicas.

-¿En serio? -dije.

-Sí, sí. Es la hostia. Metes un perfil de hombres con los que te gustaría tener sexo, y si alguno de ellos busca un perfil como el tuyo y está disponible, te aparece un puntito verde en el mapa. Le buscas, te busca, y ¡PUM! Alegría pal cuerpo. Me está apareciendo un punto verde un tal Tritón_23, y creo que va caminando por Hortaleza casi esquina Gravina. Si aceleras un poco lo encontramos.

Aceleré, claro. Y unos metros después alcanzamos a un chico que caminaba por la acera con las manos en los bolsillos.

-Tiene que ser ese. ¡Frena a su lado!

Y así lo hice. Nos detuvimos a su altura, mi usuario bajó la ventanilla y soltó:

-Perdona, ¿Eres Tritón_23?

El chico se giró hacia nosotros, sacó su móvil, miró la pantalla, y le dijo: «¿Osezno_Dador?».

-¡El mismo! -contestó mi usuario sonriendo.

-¿Subo al taxi? -dijo Tritón_23.

-No, espera. Mejor bajo yo.

Me pagó la carrera, bajó de mi taxi y ahí se quedaron. Por el espejo les vi darse dos besos y entrar en un bar. Y yo acabé en otro, bebiendo y pensando en aquella aplicación. En el perfil exacto que yo buscaría. Un solo perfil incompatible con el mío.

Cuerpos de alquiler

Bettmann/CORBIS

Bettmann/CORBIS

Nevaba, sí. Tal vez por eso me fijé en ella y ella se fijó en mí. La nieve tiene ese efecto bifocal en los taxis. Tratas de hacer nítidos los copos pero no puedes, nunca puedes, y entonces buscas otro punto de referencia: el espejo retrovisor, en este caso. A los dos nos sucedió lo mismo. Tratábamos de enfocar la nieve, cada uno la suya, pero acabamos cruzando las miradas en mi espejo. Y en ese cruce ella me lanzó una sonrisa demasiado seductora y fácil para ser real. Y aquello me escamó, por supuesto. Noté cierto interés en su sonrisa. Y luego, sabiéndose observada, se atusó el pelo. Y elevó una ceja como si estuviera enganchada a un anzuelo invisible y yo tirara del cordel. En cualquier caso, reconozco que la mujer era preciosa. Rasgos nórdicos, ojos color hielo no frost y un cuerpo que invocaba a la ansiedad. Llegó a decirme algo, la típica frase rompehielos: «Tiene que ser cansadísimo conducir todo el día entre tanto caos», creo recordar. Yo contesté con una de esas frases hechas, sin pretender ser gracioso, pero ella reaccionó riéndose de un modo desproporcionado. Y aquello me escamó aún más.

Preocuparse por mi cansancio no fue casual. Se notaba que lo tenía estudiado: a continuación me soltó que debería relajarme, y que ella podría ayudarme a conseguirlo. Me habló de un piso, de aparcar mi taxi y de subir con ella. Después, en tono más formal, añadió: «por ser un taxista tan joven y guapo, te lo dejo en cien euros».

Y aquello me cabreó bastante, la verdad. Me jodió aunque opté por ser cortés con ella. Era preciosa, sexualmente adictiva, y cien euros menos no me dejarían sin comer. Pero nunca he comprendido ni soporto convertir la seducción en mercancía, matar la química entre dos cuerpos a golpe de cash (como quien selecciona la pierna de un cordero cadáver en una charcutería). No me excita que ella no se excite o sólo le excite mi dinero y no mis ganas conjugadas con las suyas, en paridad de deseos, en ese excitante juego que es el calor progresivo, la incertidumbre de un final abierto, la mutua búsqueda a ciegas. Y a pesar de lo que digo, el suyo sigue y seguirá siendo el oficio más antiguo y lucrativo del mundo, y yo seguiré sin entender qué coño le pasa a la gente. Qué hay de excitante en alquilar un cuerpo o en pagar por un cuerpo y fingir las ganas. Y reducirlo todo a la fricción y al simulacro.

La cueva

FOTO: Claudio Núñez

FOTO: Claudio Núñez

No sé tú, pero a mí de niño me encantaba jugar a construir y habitar cuevas. Juntaba varias sillas que pillaba por casa, las cubría con mantas y me metía debajo. No necesitaba más. Simplemente permanecía ahí, solo, inmóvil, abrazado a mis rodillas, pensando en mis cosas. Resguardado. A salvo del complejo mundo de los mayores. Feliz.

Muchos años después sigo, en cierto modo, jugando a lo mismo, o al menos buscando esa misma felicidad infantil basada en darle la espalda al mundo por un rato. Ya no cubro sillas con mantas, pero a veces, cuando estoy en la cama, no puedo evitar sumergirme edredón adentro y quedarme inmóvil, en silencio. La única diferencia es que ahora tú compartes ese espacio conmigo. Ahora tú estás en mi misma cama, dormida o fingiendo que duermes. Ya lo ves: te invité sin querer a mi cueva. No conozco mayor demostración de amor.

Pero a veces no me basta con el hermetismo que me proporciona el edredón. Por eso a veces cuelo mi cabeza en la cueva de la cueva: entre tu vientre y tu pijama. Meto la cabeza y ahí me escondo. Sin embargo tú lo interpretas como una incitación al sexo por mi parte, y te desnudas divertida, y al final siempre acabamos haciendo el amor. Y en esos casos mi cuerpo actúa como un adulto. Y en esos casos me dices que soy más tierno que de costumbre. Y en esos casos pienso que no, que no es ternura.

Es miedo.

Trending Trópico

Thomas Berg

Thomas Berg

La típica historia de chico conoce a chica, chica se enamora hasta las córneas del chico, chico sólo la quiere como amiga con derecho a sexo, chica acepta su amistad (y su cama) sólo por sentirle cerca, chico acaba conociendo a otra chica y se enamora de ella, chico deja de tener sexo con la primera chica pero insiste en mantener intacta la amistad que les une, chica manda al chico a la mierda muy fuerte, chica llama a una amiga para llorar sus penas, chica cuenta a la amiga el fin de su historia con Rober mientras viajan las dos en el asiento trasero de mi taxi, chica llora como si el mañana no existiera, la amiga insiste en que pase página, en la radio del taxi comienza a sonar una canción que a la chica le recuerda al chico (More Than Words), la chica rompe a llorar con más ganas, me hago cargo y cambio de emisora, suena la retransmisión de un partido de fútbol, la chica le dice a su amiga que Rober era muy fan del Atleti y vuelve a llorar con más fuerza, apago la radio y se quedan las dos en silencio, la chica le dice a su amiga que echa de menos los silencios con Rober, la amiga me mira a través del espejo y me hace un gesto de resignación, sonrío a la amiga, la amiga me sonríe, la chica sigue llorando, la amiga tiene una sonrisa preciosa, la amiga saca un libro de su bolso y anota algo en la primera página mientras la chica vuelve a recordarla lo mucho que le gustaban los libros a Rober, llegamos a su destino, me paga la amiga sin quitarme ojo, se bajan las dos del taxi, sigo la marcha, al rato subeotro usuario que me dice que alguien se dejó olvidado un libro en el asiento, me tiende el libro, abro la portada, leo lo que había escrito: «Siento el trayectodrama de mi amiga. Llámame a las once en punto: 626 09 xx xx». El libro es Trópico de Cáncer de Henry Miller.

La típica soledad que lo eclipsa todo. El típico nadie en realidad conoce a nadie. La típica llamada a las once y siete minutos.

La misma mancha

¿Sentimiento de culpa dices? ¿Acaso te obligó alguien a hacer lo que hiciste? ¿Te obligué yo? ¿Te sentiste obligada? ¿Entonces por qué tendrías que sentirte culpable? ¿por haber traicionado, en fin, tus principios? ¿Qué demonios son los principios, dónde están? ¿En aquel papel que firmaste en un registro hace cuatro o cinco años? Lo siento, pero no. Tal vez en ese preciso instante buscaras tranquilidad, ya sabes, huir de tus altibajos con algo estable y enfocar todos tus sentidos en un solo objetivo ideal. Pasar página de ti misma. Fuiste tú quien decidió atarse a otro hombre, fuiste tú quien prometió amarle eternamente y atarte a él para el resto de tus días. ¿Le quieres, Nadia? ¿Le sigues queriendo? ¿Sigues enamorada de él como el primer día? ¿No, verdad? ¿Y quién tiene la culpa de eso, él, tú, yo? Nadie, Nadia. No tiene la culpa nadie. Nadie es capaz en este mundo de controlar su futuro, o su cabeza, o el número de vueltas que le dará la vida. Y quien diga lo contrario, miente; o simplemente actúa como una puta máquina racional y programable. Precisamente ese fue tu error: creer que serías capaz de controlar tus impulsos dejándote llevar por la rutina. Creías que la inercia te vendría bien, pero ya has visto que no. De hecho, nunca fuiste así y lo sabes. Nunca debiste casarte, pero eso ya no tiene solución, ¿verdad? Seguirás casada, estoy seguro, y acabarás aprendiendo a convivir con tus contradicciones. A soportarte y asumirte. A manejar tu inevitable doble vida. Hay personas capaces de vivir muchos años con una bala dentro, e incluso consiguen a veces olvidarse de ella. Ya lo he visto antes. Pero no te sientas culpable por hacer lo que hiciste. Nadie te obligó a entrar en mi taxi: fue el azar. Nadie te obligó a recordar viejos tiempos: fuimos los dos. Supongo que podrías haber cambiado de tema, o negarte a seguir por ahí o decir no, Daniel, mi vida me llena, ahora soy otra instalada en otro mundo. Pero no me culpes, no te culpes. Fue bonito, quédate con eso. Lo pasé genial en ese hotel (y algo me dice que tú también necesitabas algo así). Y reconoce que fue un puntazo que consiguiéramos la misma habitación que aquella última vez hace cuántos, ¿séis años? La habitación estaba exactamente igual que entonces, y nos reímos. Nos reímos de las mismas cortinas, nos reímos de la misma mancha en el techo con la forma de Australia. La misma mancha.