La gente miente. Miente mucho. Más aún si no conoce de nada al mentido y aún más si sabe que no volverá a verle jamás. Por eso los taxis son el medio ideal: Suben, viajan y fingen llevar una vida que no es la suya (se les nota cuando mienten por sus gestos, sus contradicciones o sus lapsus).
El mentiroso actúa siempre solo (o en compañía de otros recién conocidos a los que también pretende «impresionar») y suele dirigir sus mentiras a lo material, a lo que dice que tiene pero no tiene:
– ¿Me lleva al taller Porsche de la calle (…)? Me han llamado para recogerlo – me dijo uno ayer mismo. Al dejarle en la puerta del taller y alejarme pude comprobar a través del espejo cómo cruzaba la calle y entraba en otro taller distinto de otra marca mucho menos exclusiva.
Visto esto me pregunté: ¿Y a mí qué me importa el coche que tenga aquel tipo? ¿por qué necesita «presumir» de coche ante un completo desconocido? ¿necesitamos «ser», acaso, el coche que tenemos o nuestra cuenta bancaria por encima de todo lo demás?
¿Por qué nadie enfoca sus mentiras hacia el campo del intelecto o del alma? ¿por qué nadie dice ser más inteligente de lo que realmente es, o más místico, o más feliz (porque sí, sin patrimonios), o más propenso a amar y ser amado?
Ya sólo veo sinceridad en el odio que demuestran cuando hablan de temas sensibles para ellos. Cuando hablan de política, religión, inmigración o cualquier otro que precise posicionarse y emitir un juicio sea del bando que sea. Ahí, en el odio o en la ira, siempre son sinceros, nunca mienten. Me inquieta esto.