Reconocí su rostro al primer portazo. Rinoplastia, botox, tres capas de maquillaje: la misma que en las pelis de la infancia (de mis padres) cuarenta años después y en mi taxi (¿qué edad tendrá ahora? ¿80 años?). Sin embargo aún mantenía el mismo rictus solemne, de diva, que en aquellos tiempos de flashes y alfombras. Abrigo de visón, perlas, joyas, generoso perfume… Me miraba a través del espejo como sabiendo que yo sabía quién era, esperando tal vez un arranque emocionado por mi parte, un «¿Es usted…?» o directamente «Es un placer para mí….». Pero no dije nada. En mi taxi no viajan famosos sino usuarios.
Observando su pose especial, distinta (aun sin conocerla, llamaría la atención de cualquiera), pensé en lo duro que habría de ser para ella mantener esa condición de diva del cine aun llevando muchos años sin serlo, para acabar dedicándose a los platós del corazón partío, a vender su vida privada o a inventarse romances que ayudaran, en fin, a mantener el mito. Del glamour al miserable cotilleo sólo por seguir siendo reconocible, famosa. La fama es ingrata, pero engancha. No querer caer en el olvido. Resistirse a morir en la memoria.
En aquel trayecto no sucedió nada, muy a su pesar. Salió del taxi como enfadada tal vez por no abrir yo la boca para adularla. Más bien sentí cierta lástima por ella.
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Nota: Como viene siendo habitual en este blog, no diré el nombre de la actriz. Tampoco es la actriz de la foto (Gina Lollobrigida).