Ayer un hombre me intentó atracar dentro de mi mismo taxi. No tenía pinta de atracador (¿qué pinta tienen los atracadores?): unos cuarenta años, rostro trabajado, ojos tristes y ropa ligera, limpia y planchada. Tampoco sospeché nada raro durante el trayecto, ni me escamó en absoluto su destino (me pidió llevarle a la calle Núñez de Balboa, zona noble de Madrid), ni la hora (las siete de la tarde).
Durante el trayecto no hablamos, pero nada más alcanzar su destino noté de repente un bulto detrás de mi asiento, y su voz temblando en mi nuca:
– Te estoy apuntando con una pistola. Dame todo lo que tengas.
Sin pensarlo dos veces saqué la cartera y se la tendí.
La cogió, abrió su puerta, pero al salir tropezó y cayó al suelo. En su mano no llevaba pistola alguna, sino una linterna. Consciente del engaño (y la falta de peligro, con su cuerpo indefenso en el suelo) abrí mi puerta, pero antes de alcanzarle el tipo se levantó y salió corriendo tirando mi cartera al aire. La recogí, intacta.
Sin duda era un principiante. Un ladrón sin agallas, puede que arrastrado a robar víctima del paro y la puta crisis y los números rojos y la mujer y los hijos sin comer y la nula esperanza de futuro.
No presenté denuncia alguna. Preferí sentir lástima por él.
Puta vida.
Nota: Mientras escribo esto comienzo a dudar si hice bien no denunciándole. Puede que entienda sus supuestos motivos pero, ¿por qué a mí?