Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Ver, oír y contar

He visto a dos conductores de dos coches fúnebres dándose de puñetazos en el parking de una hamburguesería. He visto a una anciana flasheada después de videar su primera peli porno, maldiciendo su estampa en el asiento trasero de mi taxi (“ochenta y siete años tirados por el retrete”, llegó a decirme). He visto a una niña de seis o siete años pegar una tirita en la rama cortada de un árbol pequeño. He visto a un lobo de mar en pleno Chamberí con siete tatuajes tachados en su brazo (el octavo era un nombre: Menchu). He visto a una monja llorando, apoyada en la pared sobre un cartel de Melendi. He visto en mi taxi a un hombre con pinta de registrador de la propiedad y serias dificultades para sentarse (de camino a Urgencias). He llevado en mi taxi, a mi lado, un enorme cangrejo con las pinzas y las patas atadas (que me miraba, lo juro, como juzgándome).

Y después de todo, he concluido que la vida no es tanto lo que observas, sino lo que seleccionas.

Una de las dos españas ha de helarte el bolsillo

A veces busco vallas que saltar, como en Melilla pero a la inversa, porque en cierto modo sé que lo de España no tiene solución a corto plazo, al menos sin sangre de por medio (como tantas otras veces en vergonzoso bucle). Ni siquiera aquel verso de Machado,»Una de las dos españas ha de helarte el corazón» podría aplicarse ahora: ya sólo se nos hielan los ombligos capaces, como somos, de votar a quien nos roba sólo por orgullo o revancha o pura pose o peor: por salvaguardar un estatus que resultó ser falso. He visto ideologías vendidas por un puñado de euros, gente íntegra desintegrada por culpa del vil metal. El dinero se ha convertido en un único ideal inquebrantable y poderoso. Sin marcha atrás posible. El dinero es como un virus, como el óxido. Compramos el cariño con regalos. El tontaco barrigón con halitosis pero forrado de pasta heredada se casa con la miss. El emprendedor intenta convencerte de que la única opción de tener «éxito» pasa por currar veintitrés horas diarias (léase «éxito=dinero»).  Y al que curra ocho horas ahora lo llaman vago. Nos hemos convertido en esclavos de nosotros mismos, en ejemplos de mierda para nuestros hijos. Unos hijos que, si nada lo remedia y dada esta deriva de consumismo atroz, acabarán siendo aún más imbéciles que nosotros.

La relatividad tenía un precio

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Salí con mi taxi apenas dos días después de sacar al mundo a mi primera hija, y la primera carrera que hice ya con el carnet de padre fue llevar a una mujer que me contó, realmente preocupada, que apenas le daría tiempo a poner una lavadora de color antes de ir a pilates y claro, sopesando, pensé que lo mío era mucho más importante (joder, señora, que acabo de ser padre) pero no. Para ella era esencial poner esa lavadora con ropa de color justo antes de marcharse a pilates dado que, de no hacerlo en ese orden, tendría que posponer lo de la lavadora hasta después de su clase, es decir, pasadas las nueve y media. De modo que su única forma de cuadrar sus planes era esa: llegar en mi taxi a tiempo a casa, poner la lavadora, ir a pilates, y a la vuelta de pilates, tender la ropa y preparar la cena. Aquello le resultaba de vital importancia, y aunque al final conseguí decirle que acababa de ser padre (no puedo resistirme, se lo digo a todo el mundo) a ella le pareció bien, me dio la enhorabuena y todo eso, pero al instante volvió con lo de su prisa por llegar a casa y poner la lavadora de color. Entonces comprendí que tenía razón: lo suyo no era egoísmo exactamente, sino tener conciencia de sí misma por encima de cualquier mierda ajena. ¿Qué le gana en importancia: la noticia de la reciente paternidad de un perfecto desconocido al que jamás volverá a ver, o sus planes inmediatos?

Sin embargo, al llegar a su destino no le cobré nada (me prometí, como tantas otras gilipolleces que me prometo a veces, regalar la carrera a la primera persona que montara en mi taxi después de ser padre) y fue entonces, sólo entonces, cuando la mujer cambió sus prioridades y se centró en lo mío: “¡Ay qué detalle tan bonito! ¡Muchísimas gracias, hijo, y disfruta cuanto puedas de tu hija, que es el regalo más grande que te puede dar la vida! ¿Cómo se llama? ¿Me enseñas una foto?”.

Es decir: curiosamente, conseguí cambiar su foco de atención sólo después de perdonarle los 7,15 euros de aquella carrera.

¿Conclusión? Ustedes mismos.

Ser padre

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Fue en apenas un instante, justo cuando mi hija –¡mi hija!– asomó la cabeza a este lado de la vida. Fue entonces que descubrí el significado íntimo de la palabra padre, el peso y las ganas y el hambre de comerme un mundo diseñado en exclusiva para ella.

Ser padre es mudarte de piel. Ser padre es demostrar que no hay monstruos debajo de la cama y asomarte, valiente, por vez primera. Ser padre es dormir con los párpados cerrados y los ojos abiertos, estar siempre alerta aunque nunca pase nada. Ser padre es pensar en uno mismo por duplicado, perder el interés por todo cuanto sucediera antes que ella. Ser padre es no querer más que notar su aliento dormido en tu cuello y que sea entonces, sólo entonces, cuando te sientas tranquilo aunque no puedas, en fin, controlar lo que sueña. Ser padre es fingir que no estás muerto de miedo.

Se llama Aitana y es la nueva octava maravilla de este mundo.

Mi bandera

He visto mi bandera colgada en el balcón de un cuarto piso. Mi bandera es una blusa verde secada al viento. He visto a una mujer izarla en solemne pose, tirando de la cuerda del tendedero. Salió al balcón en bata, que es el uniforme oficial de mi patria. Yo observaba el ritual desde mi taxi, en un semáforo (emocionado, disparé salvas a golpe de claxon). Después la mujer volvió al cuartel general de su vivienda, y ahí quedó todo. Mi bandera expuesta junto a las demás banderas: la bandera calcetín, la bandera suéter o la bandera pantalón de pana. Parecían hermanadas, conviviendo en paz. Imposible imaginar el estallido de una guerra entre los patriotas del calzoncillo bóxer y los de la falda plisada. Sé que, en cierto modo, se necesitan, se complementan. Y seguramente, después de izarla, la mujer acudiría a una cumbre con el resto de los jefes de Estado: con la representante de la bandera del pijama de osos, o con el presidente de la bandera del mono de obra. Se celebraría en la cocina y como marca el protocolo: Café con leche y galletas.

¿Casado y hundido?

Cierto es que, una vez casado con quien se supone ya es la mujer de tu vida, observas a las demás mujeres en tono institucional, como un ciempiés observa un contenedor de vidrio. El resto de las mujeres ya no emiten ese áurea seductora ni tú te esmeras en hacerte el seductor, sino que son, simplemente, la usuaria de tu taxi, la policía municipal que te multa, la que pasea un bulldog por el parque o la bedel de tu delegación de Hacienda. Cuando te fijas en la blusa casualmente abierta de la cajera del supermercado, no sólo evitas colar tus ojos en esa porción extra de escote, sino que ahora te da por pensar que debería remendar el botón de marras en cuanto llegue a casa.

Si estás casado y lo que cuento te parece triste, tal vez deberías replantearte tu estado. Vivo rodeado de hombres casados, salidos como perras en celo, de esos que piropean a mujeres por la calle, o se quejan de sus propias mujeres, o insisten en mandarme vía Whatsapp vídeos y fotos de mujeres desnudas. Yo a cambio les reenvío fotos de mi mujer (vestida), como dando a entender que la propia y real está mucho más buena que cualquiera de esas suyas del todo inalcanzables. No responden, por supuesto, por decoro, y porque saben que tengo razón.

Mis lectores más antiguos sabrán que yo, tiempo antes de casarme, renegaba por completo del matrimonio. Huelga decir que, a pesar de lo que pueda parecer, no he cambiado de postura. Me acabé casando por los mismos motivos que antes me llevaban a esquivar el compromiso. Siempre quise ser libre. Y con ella lo soy. Y en mi extensa trayectoria he conocido, ni por tanto conoceré, mujer más bella y completa que aquella que ha querido compartir conmigo el resto de sus días (con mis noches). En caso contrario, ¿realmente crees que yo, don nilibreniocupado, me habría acabado casando?

El artista que vivía de borrar sus obras

FUENTE: Wikipedia

FUENTE: Wikipedia

El chico malo a medias pintaba graffitis en fachadas de comercios por las noches y después se ofrecía a limpiarlos por un módico precio. Vivía, en fin, de borrar sus propias obras. Se presentaba en las tiendas como «Limpiador profesional de fachadas con productos no abrasivos», acordaba un precio con el dependiente (entre 30 y 40 euros, según el tamaño del graffiti a limpiar) y fin de la historia. Los comercios solían acceder a sus servicios de limpieza urgente, ya que el chico malo a medias procuraba graffitear escaparates y ventanas, lo cual dañaba la imagen del comercio en cuestión. Sin embargo, y aquí lo curioso de esta historia, el chico se esmeraba muy mucho en crear graffitis de calidad. A pesar de ser consciente de lo poco que durarían expuestos, no podía evitar pintar auténticas obras de arte. Tampoco hacía fotos de sus obras para evitar dejar pruebas, pero una vez finalizadas, no podía más que sentirse realmente orgulloso de sus obras. Obras efímeras, qué duda cabe, pero arte al fin y al cabo.

El chico malo a medias tomó mi taxi en las puertas de una comisaría. La noche anterior le cazaron graffiteando el escaparate de una heladería y acabó durmiendo en el calabozo. Pero estaba medianamente contento: al menos no habían descubierto su negocio encubierto. Al contarme su historia, le pregunté asombrado por qué se esmeraba tanto en dibujar unos graffitis que apenas durarían unas horas.

–Arte es el acto de crear– me dijo. –Lo demás no importa.

Defecto Podemos

Ayer mismo, un votante confeso del Partido Popular me confesó en mi taxi que el único camino cívico a la situación «que se nos viene encima” habría de pasar irreversiblemente por un pacto PP-PSOE, ante lo cual no pude más que responderle:

—¡Caramba! ¿Qué fue entonces de aquel PSOE corrupto que nos llevó a la ruina y hundió España?— dije tirando del argumentario Popular del último lustro.

—Ya, pero es que los de Podemos son peores.

—¿Peores que qué?

—Al menos el PSOE demostró ser fiel a la Constitución.

—¿A qué artículos exactamente? ¿Al Artículo 47 que dice que todo español tiene derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada? ¿Al 128 que dice que toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad estará subordinada al interés general? ¿O al 135 que se cargaron de un plumazo presionados por los grandes inversores?

—Podemos quiere controlar los medios de comunicación, igual que en Venezuela.

—Veamos… ¿quién dirige actualmente la agencia EFE? José Antonio Vera, exdirector de La Razón. ¿Quién dirige los informativos de TVE? Álvarez Gundín, exsubdirector de La Razón. ¿Quién dirige TVE? Sánchez Domínguez, excolumnista de La Razón. Todos ellos, en fin, nombrados sin consenso por el Partido Popular.

—No es lo mismo y, en cualquier caso, si gana Podemos será la hecatombe.

—¿Podría concretar un poco más?

—Yo tengo muchos más años que usted. Sé de lo que hablo. Estos quieren arrasar el país. ¡Mire el Pablo Iglesias ese! ¡Mire qué pintas se gasta!

—Acabáramos. Las pintas de Pablo Iglesias. Haber empezado por ahí.

–Seguro que acaban robando, como todos.

–Presunción de culpabilidad en diferido. Otro argumento de peso, qué duda cabe.

–Cuando le quiten su propia casa, ya lo lamentará.

–¿Se refiere a los bancos?

–No, no. Podemos. Dicen que van a expropiar todas las segundas viviendas.

–¿Pero cuándo y dónde han dicho eso?

–Lo escuché el otro día en 13TV.

–¿Emitieron declaraciones de Pablo Iglesias diciendo eso?

–No, no. Lo dijo un contertulio.

–Mire, déjelo.

–Se nota que es usted de Podemos, ¿eh?

–Yo no soy de nadie, caballero. Cuando ultimen su programa electoral lo leeré, y si me convence, tendrán mi voto. Pero, con independencia de algo tan lógico como es votar unas ideas u otras, no es ni medio normal el linchamiento al que están siendo sometidos. He escuchado auténticas barbaridades sobre ellos que luego han resultado ser falsas, o se han potenciado con la peor de las intenciones. Y esto sólo denota la baja calidad democrática que aún arrastra el país.

Yo (contigo dentro)

Fotograma del film The Apartment

Fotograma del film The Apartment

Algunas pocas veces, cuando los astros conjugan tu nombre y suena la canción precisa y se disipan las nubes tormentosas del recuerdo y no hace frío y el calor es placentero (de placenta), noto un ascensor recorriéndome la espina dorsal de abajo arriba, un ascensor manejado por Shirley MacLaine y yo también dentro, sonriente, ascendiendo los dos hacia mi nuca. Es raro sentirme dentro de mí y en blanco y negro, viajando del coxis al cerebro con la ascensorista más guapa del edificio de mi cuerpo, y en cierto modo siento claustrofobia de mí mismo, pero todo está limpio y la lluvia de fuera me importa bien poco (nadie se mojará en mi nombre).

Subimos al ático. Hay fiesta en el hemisferio izquierdo de mi cabeza. Shirley entra en mi despacho, tomamos un coctail, charlamos de lo nuestro. Luego ella saca un espejo roto y todo se desgrana. Decido salir de mí pero conmigo dentro. Y resulta que por fuera conduzco un taxi, y el espejo retrovisor parece intacto, y a mi espalda viaja esa misma MacLaine disfrazada de señora obesa y con ojeras con mucha prisa por llegar a su hospital. Es forense, me dice. No entiendo su prisa.

Y entre estos dos precisos mundos me debato. El de dentro a veces placentero, y el de fuera que me invento a veces. Ya dejé de preguntarme quién soy, qué soy. Ahora sólo busco sensaciones. Sólo busco ese ascensor de dentro que me lleve al piso que ella quiera.

Desenterrar el amor

FOTO: Buried alive

FOTO: Buried alive

Pasaron once años separados, sin saber nada del otro: once. En ese intervalo los dos se casaron con terceros, llegando a enterrar casi al completo aquel tórrido romance, sin duda el más intenso de sus vidas. Ella tenía un hijo, el mismo que ahora viajaba a su lado, en mi taxi, de camino al dentista. Pero al girar por Ayala dirección Velázquez, de súbito pegó un respingo.

–¡Pare!– me dijo.

Era él, caminando distraído calle abajo. Ella bajó su ventanilla y gritó ¡Carlos! Él se giró hacia el taxi y, al ver y reconocer a Laura, se quedó petrificado. Se acercó tímido al taxi, observó al niño. Laura, qué sorpresa, dijo entonces. Y os juro que los ojos de los dos echaron chispas. No sabían qué decirse, pero fue uno de esos silencios con subtítulos. Finalmente él le tendió una tarjeta:

–En fin, llámame– le dijo a ella.

Y nos marchamos.

Y ella, en secreto, le acabará llamando. Y esa llamada, después de once años, acabará por romper en mil pedazos sus dos universos. Así de imprevisible y cruel es el amor a veces.