Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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31 días conmigo mismo (Día 3)

– TANGA, MENTIRAS Y AMORES DE VIDRIO –

Durante gran parte de la noche permanecí atento a la tienda de campaña de la pareja de españoles. Llegué incluso a  acercarme con sigilo y pegar la oreja en su lona, pero no escuché ni vi nada especial. Sólo ronquidos (de él, supuse). El tanga de la alemana que introduje la tarde anterior en el saco de la española, por el momento, no había causado el efecto deseado.

Me pasé la mañana escribiendo en el bar, tecleando el grueso de un relato cuya trama se me ocurrió ayer, a raiz de la conversación que mantuve con Leyna (la esposa de Roger). Ya tengo el boceto y un título: «Todos somos Norman Bates». Durante el proceso, la misma Leyna se ocupó de rellenarme una y otra vez la taza de café, así como de vaciarme con la misma frecuencia el cenicero. En una de estas idas y venidas se plantó delante de mi mesa y me dijo:

– Tienes ojos y manos de artista. A partir de ahora serás Mr. Taxritor: El taxista que escribe.

(Me asombró su forma de decir «Taxritor». Por mucho que lo intentara después, no fui capaz de pronunciar la R después de esa X: taXRitor. Prueba. ¡Es imposible!)

Después de comer y reposar la paella del bar me acerqué a la playa. Allí me sorprendió ver al español sin la española, sentado en la arena, bajo una sombrilla raquítica y con una lata de 50 cl. de cerveza en la mano. El tamaño de la cerveza no era casual. Lo normal siempre es beber en latas de 33 cl. (aunque sean varias seguidas). Quien opta adrede por una lata de 50 cl. o es choni y lleva chándal, o está rumiando algún problema ocasional. Ahora sólo me faltaba saber si su problema estaba o no relacionado con el tanga que yo mismo introduje en el saco de dormir de su mujer. 

Para acercarme a él sin parecer un gayer usé un método tan varonil como efectivo. Me acerqué al Market del camping, compré un par de cervezas de 50 cl. y agarrándolas como si fueran falos erectos volví a la playa y me senté a su lado. Sin mediar palabra le tendí una de las cervezas, la cual tomó y abrió de forma automática, sin mirarme.

– Tú eres el rarito del bungalow, ¿verdad? – me dijo con acento ébrio (bajo sus pies pude ver otros tres botes vacíos semienterrados en la arena).

– Daniel – le tendí la mano.

– Carlos. Carlos jota punto. Puedes llamarme Jota – al tenderme su mano desparramó sobre la arena un chorro de  cerveza. Estaba más borracho de lo que yo pensaba.

– Encantado, Jota. Vas fino, ¿eh?

– Psí. 

– El caso es que me ha llamado la atención verte aquí solo, sin tu mujer…

– ¿Mi mujer? ¿te refieres a esa guarra? – me dijo señalando en dirección al camping.

– ¿Guarra? – pregunté confundido.

– Llevo más de 3 años viviendo con ella; más de 3 años con la mosca detrás de la oreja.

– ¿Problemas?

– Antes de estar conmigo estuvo con una mujer. ¿Te lo puedes creer? Le gusta ese rollo, tú ya me entiendes. Ella dice que es bisexual, que no se enamora de un hombre o de una mujer, sino de «la persona» que hay detrás. Yo no me lo creo, claro. O te gusta la carne o te gusta el pescao; pero las dos cosas… – le dió un largo sorbo a su cerveza.

– Si ella lo dice… puede que sea verdad – dije en tono conciliador.

– Na. Y encima creo que me la está pegando aquí con otra, fíjate. Anoche mismo me encontré un tanga que no era suyo dentro de mi saco de dormir – me dijo.

(¡El saco rosa no era de ella, sino de él!, pensé).

– ¿Crees que te la está pegando con otra en este mismo camping? – volví yo.

– Joder, no lo sé. Yo por si acaso no he dicho nada de lo del tanga. Me lo guardé – en esto sacó el tanga del bolsillo y hundió su nariz en él – Huele a limpio. Raro, ¿no?

Me lo tendió para que yo también lo oliera.

– Sí. Huele a limpio. Mejor será que lo olvides.

– Tienes razón.

En esto Jota comenzó a escabar con las manos lo que acabó siendo un profundo hoyo en la arena. Tiró el tanga y lo enterró. Hecho esto me propuso un brindis:

– Por el amor bisexual.

– Por el amor bisexual.

Bebimos y entonces Jota se acercó a mí y antes de que pudiera zafarme me dio un beso en la boca.

– Te quiero, Pedro.

– Mi nombre es Daniel.

– Te quiero, Daniel.

Me marché de allí confundido.

Nota: Tres horas y cinco cervezas después de sucederme esto, caminando desde el bar a mi bungalow, me sorprendió ver en la parcela de unos franceses unas cuerdas de tender sólo con un tanga negro y letras borrosas sujeto por dos pinzas. Me acerqué y leí: «Ich liebe dich». Era el mismo tanga, con rastros de arena. No entiendo nada.

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31 días conmigo mismo (Día 2)

– FORZANDO UN EFECTO MARIPOSA –

Desperté con pinzamientos hasta en el píloro por culpa del puto colchón de espuma, bañado en sudor y más pálido que Nosferatu: durante la noche los mosquitos se habían llevado la poca sangre que me quedaba. Después de una ducha fría que duró tres horas me acerqué al bar del camping y le pedí a la que supuse sería la mujer de Roger (cincuentona y alemana, como él; con su mismo aspecto hippie) un desayuno completo. 

– ¿Nuestro desayuno continental?

– Sí – dije salivando cual perra en celo. 

– Tú eres el taxista que vino anoche, ¿verdad? El del bungalow «Norman Bates».

– ¿»Norman Bates»? – pregunté.

– Sí. El bungalow… individual, quiero decir. Bienvenido al camping.

Se marchó a la cocina y al rato regresó con mi desayuno: Café con leche, zumo de naranja, un platazo con huevos revueltos, bacon, tres tortitas y dos rebanadas de pan (por solo 3,95€). Apenas tardé 5 minutos en finiquitarlo (y sin epidural); luego salí explorar el resto del camping.

No encontré ninguna parcela libre. En todas había una o varias tiendas de campaña con sus mesitas y sus sillas perfectamente alineadas; caravanas y autocaravanas relucientes (algunas más grandes, incluso, que mi bungalow). Me fijé en las matrículas: Francesa, italiana, italiana, española, alemana, suiza, alemana, inglesa, sueca, española, española, francesa, española y alemana. Las caras de sus dueños sin duda correspondían con la procedencia de sus matrículas: A lo largo del recorrido me crucé con un italiano que se parecía a Roberto Benigni, con una alemana calcada a Angela Merkel, con un sueco enorme con la espalda como una BILLY de Ikea, con una francesa morena, guapísima, que susurraba una canción a lo Carla Bruni y con un ingles colorao acercándose a mí por el lado erroneo del camino (nos acabamos chocando; yo le dije sorry y él me pidió pardón).

Todo el camping, en fin, parecía idílico excepto mi bungalow y yo (con mi palidez, mi bañador floreado, mi camiseta roída de La Naranja Mecánica y mis ojeras, más que un asentado y responsable padre de familia, parecía un yonky en pleno mono buscando a su dealer). Todos habían venido para reafirmar su felicidad doméstica excepto yo. Todo parecía demasiado perfecto.

Así es imposible escribir, pensé. Necesito que sucedan cosas, como en mi taxi.

En esto me fijé en las cuerdas que unos alemanes habían atado entre su caravana y un árbol con ropa tendida. Entre otras prendas había un par de tangas finísimos secándose al sol. Al verlos se me encendió la luz: Me acerqué sin que nadie me viera, cogí rápido uno de los tangas y me lo metí en el bolsillo (era negro, con una inscripción en su zona inguinal: «Ich liebe dich» y debajo, un corazón).

Dos parcelas más allá vivía una pareja joven de españoles: Ella con ojos de amor; él con cara de golfo. Por sus toallas y la dirección de sus pasos supuse que irían a la playa. Yo me hice el remolón y en cuanto les perdí de vista me acerqué a su tienda de campaña.

Después de comprobar que nadie me miraba entré en su tienda. Ahí dentro, en el suelo, sobre una gran colchoneta hinchable, estaban sus sacos de dormir (uno azul y el otro rosa). Introduje el tanga de la alemana dentro del saco rosa y luego salí corriendo entre los arbustos.

Nota: 23:55 horas. Desde la ventana de mi bungalow puedo ver la parcela de los españoles. Ya se han metido en la tienda. Por ahora todo está tranquilo, en silencio. Ya os contaré.

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31 días conmigo mismo (Día 1)

– ALGUNOS TRAYECTOS SON MEJORES QUE CIERTOS DESTINOS –

Los más de 700 kilómetros de viaje entre Madrid y el sur de Andalucía (en mi mismo taxi, con el taxímetro apagado por vacaciones) se me pasaron volando, atento en todo momento al audiolibro con la versión completa de Cien Años de Soledad que puse nada más salir del garaje de casa y cuyo final ralenticé para que coincidiera con mi destino: De los 100 años de Macondo a mis 31 días de camping:

«…y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra» fueron las últimas palabras que escupieron los altavoces justo en el momento de aparcar mi taxi junto a la puerta de acceso al parking del recinto camping-playero.

Ahí estaba Roger, el tipo con el que formalicé la reserva por teléfono:

– ¿Daniel? – dijo tendiéndome su mano a través de la ventanilla bajada.

– ¿Roger? – dije yo.

– ¿Estás llorando? – me preguntó inclinándose hacia mí.

– No, no. Gotas de sudor, supongo – mentí secándome los ojos con la mano. Maldito García Márquez, pensé. 

Tras decirme dónde podía dejar el taxi, Roger me enseñó el que sería mi bungalow durante los próximos 31 días. Una vez dentro volvieron a entrarme ganas de llorar, aunque por motivos menos nobles: El bungalow, de apenas 15 metros cuadrados, constaba de una cama de colchón de espuma en un rincón (de 80×180 cms; yo mido 185), una vieja silla de mimbre, una nevera pequeña y ruidosa y un mueblecito con dos fogones requemados a modo, supuse, de cocina en la misma estancia que la cama (de hecho, tumbado en la cama y sin estirar demasiado el brazo, llegaba a abrir la nevera). Al otro lado, un cuartucho con un plato de ducha sin mampara ni cortinas, un espejo roto en dos partes sobre un lavabo y un retrete con la tapa descolgada, apoyada en la pared, componían lo que, también supuse, sería el cuarto de baño. Pero eso no era todo; también hacía un calor de mil demonios:

– Olvidé preguntarle por teléfono si el bungalow tenía aire acondicionado – le dije.

Roger se acercó a la única ventana (entre la cama y la nevera) y abrió sus portezuelas.

– Por la noche corre el aire.

– ¿No tiene nada mejor? ¿Algún otro bungalow más grande y con aire acondicionado?

– ¿Por 900 €, en temporada alta y a pie de playa? Ja, ja. Buen chiste. Acompáñeme a la oficina con su DNI, por favor. ¿Pagará en efectivo?

– Sí – dije. Supongo que tenía razón. Culpa mía. Cuando hablamos por teléfono se me pasó preguntarle por el aire acondicionado, o si tendría que traer mi propio colchón Viscolátex, o si la cocina era anterior o posterior a 1960.  

Después de firmar, pagar e instalar mis cosas en aquel zulo de madera, cayó la noche. Hacía calor, mucho calor mezclado con una humedad relativa de apenas el 99% (no respiraba: bebía). Me dí una ducha de agua fría (el agua caliente no funcionaba), y al salir y secarme preferí quedarme en pelotas para aprovechar la poca brisa que entraba por la ventana. Luego saqué el ordenador y lo puse encima de la única superficie apta de toda la estancia.

Nota: Escribo este post con el portátil apoyado en los fogones de la «cocina». Por la ventana abierta, aparte de la brisa, también ha entrado un ejército de mosquitos sedientos de sangre fresca. Hasta el momento, que mi cuerpo sepa, ya me han picado siete (los tengo localizados y numerados con un círculo y un número, a boli, sobre mi piel). De esos siete, el más libidinoso aterrizó en lo que supuso sería la torre de control de mi cuerpo (os recuerdo que me senté a escribir completamente desnudo). El resto de las picaduras, pican. Esta, en concreto, duele. ¿Algún consejo o receta casera (no corrosiva, claro) para aliviar el dolor? Gracias.

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