Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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31 días conmigo mismo (Día 18)

– AMOR CÓSMICO –

A las siete y pico de la tarde sonó la puerta de mi bungalow:

– ¿Quién es? – grité desde la cama.

– ¡Policía! – me sonó a voz de mujer impostando la voz de un hombre.

– ¡Espere que esconda las drogas! – volví a gritar consciente de la broma.

Se abrió la puerta y apareció Beatriz en posición de ataque (con las manos juntas a modo de pistola). Lucía un bigote pintado con rotulador.

– Muy graciosa – dije.

– ¿Qué tal te encuentras?

– ¿Y ese bigote?

– Quería darle un toque de realismo a la escena. ¿Puedo sentarme?

– Claro. Ahí está la silla.

Agarró la silla y la arrastró hasta la cabecera de mi cama.

– Toma – sacó un pequeño paquete envuelto en papel de regalo que llevaba escondido en su cintura y me lo tendió.

– No es mi cumpleaños.

– Pero el mío sí. Fue ayer. Sigo las costumbres de los Hobbits. ¡Ábrelo!

Rasgué el papel. Era un marco de cristal y en el centro, sendas fotocopias a color de su DNI por las dos caras.

– Ya que su búsqueda te costó una paliza, pensé que merecías tenerlo…

– ¡Vaya!, ¡gracias! Supongo que te debo una explicación.

– No hace falta. Ya me lo contó todo Roger. ¿En serio crees que el nombre Beatriz te persigue?

– Sí.

– ¿Crees que soy fruto del destino?

– Creo que eres la próxima novela de Paul Auster.

– ¿Te duele mucho? – dijo tocándome con cuidado el contorno de la brecha de mi frente.

– Na – mentí. – ¿Quieres una cerveza? Lo siento, pero no tengo zumos…

– Vale. ¿Te saco otra? – dijo acercándose a la nevera.

– Sí, por favor.

Sacó dos cervezas y al tenderme la mía se acercó algo más que antes y, mirándome a los ojos, con tono algo más serio, me dijo:

– ¿Te puedo hacer una pregunta personal?

– Sí.

– ¿Quién eres? ¿qué quieres de mí?

– Esas son dos preguntas.

– Sé sincero.

– Es muy largo de explicar.

– No tengo prisa.

Me incorporé y tomando su mano dije:

– Te pondré en precedentes: El 12 de Febrero de 1977 , en el estado de Missouri, EE.UU., un hombre llamado Herbert Woods marcó como cada día el teléfono de su madre pero esta vez se confundió en un número, y en lugar de su madre contestó otra voz femenina, una tal Anna, del departamento de altas de Alcohólicos Anónimos. Pese a la confusión, Herbert se quedó fascinado por la dulce voz de Anna y ella, a su vez, se prendó también de la firme y serena voz de Herbert, en una suerte de flechazo auditivo sin precedentes. Durante ese primer contacto casual hablaron durante horas, y al día siguiente también, y al otro, y al otro. Y así, llamada tras llamada, Herbert se embriagó tanto de amor que acabó ingresando de urgencia en el centro de Alcohólicos Anónimos de Anna, víctima de un delirium tremens que sólo ella fue capaz de entender. Anna, por su parte, borracha también de amor, al someterse a uno de esos controles rutinarios que solía hacer Alcohólicos Anónimos a su personal docente, dio positivo y fue expulsada de inmediato del centro. Cuando Herbert se enteró de la expulsión de Anna y su consiguiente separación (él ya estaba ingresado en régimen interno), entró en cólera y gritó tan fuerte que la tierra y los demás planetas del Sistema Solar temblaron desviando su trayectoria, formándose un caos de dimensiones astronómicas. 

Le di un sorbo a mi cerveza y proseguí:

– Sonó la alarma en el centro de operaciones de la NASA. El científico que en esos instantes estaba de guardia, un tal Thomas Flinn, al percatarse de semejante cambio de rumbo de los planetas, saltó de su silla derramando el café sobre el teclado de su computadora, lo cual provocó un cortocircuito que anuló la trayectoria de todos los satélites que de él dependían. Uno de esos satélites perdió el control y cayó a escasos metros de la casa de mis padres. Mi madre estaba embarazada de siete meses, pero aquel susto le provocó un parto prematuro. Ahí nací yo, dos meses antes de lo previsto, todo por culpa del amor desmesurado entre Herbert y Anna. Soy fruto de un amor cósmico, Beatriz, y no creo en las casualidades. Te quiero a mi lado y como me rechaces gritaré hasta volver a variar la trayectoria de los planetas.

Dicho esto Beatriz se tumbó a mi lado y apoyó su cabeza sobre mi pecho.

– ¡Ahhh! Las costillas. Me duelen – dije.

Cambió de postura y apoyó su cabeza sobre la almohada, mirándome fijamente. Y así permanecimos durante millones de años, en silencio y sin pestañear para no perdernos ni un solo fotograma.

31 días conmigo mismo (Día 17)

– EL TALLER LITERARIO –

Pasé la mañana y gran parte de la tarde en la cama del bungalow, escribiendo y engullendo calmantes de dos en dos con la ayuda de unas cuantas Coronitas. El dolor y las costillas rotas no me impedían salir del bungalow, pero sí el miedo a cruzarme otra vez con el salvaje de Esteban: Sólo los cobardes llegan a viejos y yo quería llegar a viejo aunque sólo fuera para ver terminada y publicada mi novela de una puta vez.

Comencé a escribirla hará cuatro o cinco años, aprovechando un «prestigioso» taller literario al que me apunté con la sana intención de aprender algo de técnica y, ya de paso, «obligarme» a escribir. Recuerdo que la primera semana los alumnos tuvimos que llevar una sinopsis completa de nuestro proyecto de novela; la segunda semana, un esquema  dividido en capítulos y su extensión exacta (un máximo de 250 folios a doble espacio y cuerpo 11 en Times New Roman) y, a partir de la tercera semana, el borrador de cada uno de los capítulos que iríamos leyendo y puliendo (ante el sonrojo del autor) entre todos. 

Las pautas del taller (cuyo nombre no diré, impartidos por una conocida escritora ganadora de premios cuyo nombre tampoco diré) parecían sacadas de un puto manual de matemáticas: Una novela de 200 páginas ha de tener, por sus santos cojones, dos puntos de inflexión (o giros de trama), el primero en torno a la página 75 y el segundo en la 150. También quedaba terminantemente prohibido escribir la novela en varias partes (parte I y parte II). La insigne tutora decía que era preferible escribir dos libros en lugar de uno solo, en dos partes, lo cual significaba que para ella Cervantes no tenía ni puta idea de literatura cuando escribió «El Quijote». De hecho, en su lugar nos puso «El gran Gatsby», de Scott Fitzgerald, como ejemplo de libro literariamente perfecto (reconozco que es un buen libro, pero no me emocionó).

En fin, que aquel taller me pareció tan jodidamente encorsetado que lo dejé a mitad de curso y tiré lo que ya tenía escrito a la basura. A partir de entonces preferí saltarme las reglas del taller y no marcarme horarios (no soy funcionario, con todos mis respetos hacia los tristes) ni escribo a partir de esquemas previos sino dejándome llevar por la trama. ¿Dónde está la diversión en el proceso de redacción de una novela si antes de empezarla ya conoces el final? ¿Dónde está la libertad del escritor que «trabaja» en su novela de 8 a 2 y de 5 a 8?. Puede que por culpa de este anarquismo literario no consiga acabarla nunca, pero he de reconocer que me lo estoy pasando en grande (de eso se trata, ¿no?). En apenas 160 páginas (a 1,5 espacios, cuerpo 12 y Verdana) llevo siete puntos de inflexión y los personajes ya han comenzado a caminar por su cuenta y hablar y escribir por mí: ¡Estoy creando vida! ¡soy un Dios que hace y deshace a golpe de tecla!

Al tema: Después de pedirle a Layla que me trajera la comida al bungalow y de seguir escribiendo durante dos o tres horas más se presentó Jota con un pack de 6 cervezas de medio litro, tomó asiento a mi lado, junto a la cama, y comenzó a hablarme:

– Ya me he enterado de tu movida, tronco. ¿Estás bien?

– Sí. Gracias.

– He discutido con Patricia, tronco. La he mandado a la mierda.

– ¿Y eso?

– Que me ha dicho que está embarazada.

– Eso es una buena noticia, ¿no?

– No. Qué va. Ni de coña. Antes de conocerla me hice una vasectomía. Ella no lo sabe.

– Según tengo entendido las vasectomías tampoco son efectivas al 100%…

– Na. Seguro que ha sido algún hijo de puta del camping. Después de lo del tanga, no me fío de ella un pelo. Es más: tenía un retraso de cuatro días y hoy mismo se ha hecho la prueba. Llevamos aquí casi un mes, así que…

– Entiendo.

– ¿No habrás sido tú?

– Ya me he llevado una paliza. No jodas…

– Ah, sí, jaja. ¿A quién se le ocurre entrar en la caravana de un comisario de Policía? Tienes unos huevos…

– ¿Es comisario? 

Busqué otros dos calmantes y al tragarlos se me ocurrió un nuevo punto de inflexión para mi novela. Tomé un par de notas y continuamos hablando hasta que Patricia entró a buscarle y se lo llevó, borracho. La vida, amigos…

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31 días conmigo mismo (Día 15)

Estoy en el hospital. El padre de la rubia me ha dado una paliza. Tengo dos costillas rotas, cinco puntos de sutura en una ceja, otros siete en la frente y contusiones por todo el cuerpo. Pasaré la noche en observación y si todo va bien volveré mañana al camping. Tenia otro post preparado, pero esto lo ha jodido todo. Ya os contaré mañana con más calma, desde el PC (estoy con la Blackberry). Aun no sé si denunciarle. Podría ocasionarme problemas. Un abrazo a todos.

31 días conmigo mismo (Día 12)

– MI CABEZA DENTRO DE SU CABEZA –

Se marchó Cruz después de la noche, la ducha compartida y el desayuno, y ahora que desaparecieron mis ojeras, ahora que tengo el estómago lleno y la bolsa escrotal vacía pienso en la otra, en la rubia de edad quizás prohibida, tal y como pensé ayer pero de un modo distinto. Sabía que al volver a verla después de una noche de sexo y mentiras con Cruz me latería más fuerte una parte distinta de mi cuerpo.

Siempre hay que dejarse llevar por la parte del cuerpo que lata más deprisa. La sangre nunca miente. La sangre siempre se acumula en el lugar preciso:

Si te late el corazón, es amor. Si te late la polla, querrás meterla. Pensé que al volver a ver a la rubia caminando hacia la playa (con un vestido mínimo sobre el bikini y los rayos del sol refractados en sus brackets cegándome los ojos) me estallarían las costillas, pero no. No noté los latidos ahí, sino en la vena del cuello.

Interpreté esa reacción física como una señal. Si al volver a ver a la rubia mi cuerpo comenzó a bombear más sangre al cerebro que al resto del cuerpo, supuse que habría que meterlo en ella. Mi cabeza en la suya, quiero decir.

En un principio me pareció una idea perversa, pero ¿quién soy yo para desobedecer a mi mismo cuerpo? Ella parecía joven y tierna, o al menos mucho más virgen de influencias que yo. Tratar de introducir en su cabeza mis ideas, mi concepto vital, y que acabara, con el tiempo y mi infuencia, pensando tal y como yo pienso, se me antojó un reto cuanto menos tentador. Que ya no volviera a ser la misma de antes nunca más, sino otra distinta e igual a mí: Una subdaniel no biológica durante el resto de su vida y sólo a través de la palabra: Escuchar sus ideas, convencerla de que son falsas, hacerla caer en sus propias contradicciones (todos las tenemos), resetearla y una vez desmontada, montar mi cabeza en ella.

Salí del bar, pasé por mi bungalow para coger un ejemplar de mi libro y me fui a la playa.

Estaba sola, tumbada al sol, leyendo un libro distinto al del otro día. Me acerqué a ella, tomé asiento a su lado y tras fijarme en la portada de su nuevo libro dije:

– Hace dos días leías «La guerra de los mundos» y ahora te veo con «1984» ¿A ti también te aburre la realidad?

Apartó su vista de la lectura y me dijo:

– Sí. Sobre todo en este camping.

– Cuando acabes con ese, prueba con el mío – le tendí mi libro. – Ya me contarás.

Me levanté y me marché.

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31 días conmigo mismo (Día 11)

– OTRA VIDA POSTIZA –

Busqué a la rubia por todo el camping con la desesperación del amante apátrida. Aquella noche había pensado en ella y engordado su concepto a mi puto antojo, dotándola de poderes casi sobrenaturales, imaginando escenas que nunca serían ciertas (¿a quién le importa?: Es mi juego, es mi cabeza y son mis reglas, quiero decir…).

Tampoco sabía cuál era su parcela, o si se hospedaba en una tienda de campaña, caravana o bungalow. De conocer tal dato al menos conseguiría saciar mis ansias entrando a hurtadillas en busca de su ropa interior para olerla, acariciarla y evocar en su envés los trazos de su propio cuerpo. En esto recordé lo que dijo ayer, por teléfono, acerca de una visita guiada con su padre. Supuse que al final habría sucumbido a sus deseos y se habría marchado con él. ¿Pero cuánto suelen durar las visitas guiadas? ¿horas? ¿el día entero, quizás?

A las cinco o las seis de la tarde, harto ya de esperar y de escucharme, acudí al bar y pedí un JB con hielo:

– Hoy empiezas fuerte… – me dijo Leyna al otro lado de la barra.

No tenía intención de hablar con nadie, pero al tercer sorbo (o el tercer whisky), se me desbloqueó la lengua y, aprovechando la cercanía de Leyna y un bar solitario solté:

– Necesito estar con alguien YA. Necesito dormir con alguien y, sobre todo, necesito despertarme al lado de alguien.

– No hay problema. Yo me encargo. Pásate por aquí a las nueve – dijo Leyna.

– Con todos mis respetos, Leyna: No eres mi tipo…

– Descuida, nene. Tú tampoco eres el mío. Llamaré a mi amiga Cruz. Vive en el pueblo, pero estará aquí a esa hora.

No me hizo falta regresar a las nueve al bar porque no me moví de allí. Cambié el whisky por cerveza, leí los periódicos del día, me inventé un par de sudokus (rellenando los huecos con letras en lugar de números) hasta que al fin llegó la hora.

Cuando entró Cruz me pareció una de esas mujeres con carácter (vestido negro, ceñido, rasgos marcados, cabello ralo, treinta y cinco años o más y paso firme y seguro). Saludó a Leyna con un sólo beso en la mejilla y tomó asiento a mi lado:

– ¿Eres tú el que se siente solito? – me dijo modulando la voz.

– Psí – dije yo.

Se alejó por un momento, me miró de arriba abajo, y me dijo:

– No estás mal del todo. Dime, ¿qué te apetece hacer?

– Estudiarnos deprisa y dormir juntos como si nos conociéramos de toda la vida. 

– Ok. Por ser amigo de Leyna sólo te cobraré 100€.

– ¿Perdón? ¿Eres…?

– ¿Qué esperabas? Oye, guapo: He cancelado otra cita por venir aquí…

No tenía previsto esto, pero mi vacío habló por mí y acabé aceptando aunque con un par de condiciones:

– Tendrás que actuar como si fueras mi mujer – dije, tajante.

– ¿Cuántos años llevamos casados?

– Ocho. Y tres más de novios.

– ¿Tenemos hijos?

– Sí. Dos. Mamen y Héctor, pero están pasando unos días con tu madre en Estepona.

Durante la cena y las copas de después recreamos minuciosamente cómo tenía que ser nuestra vida en común. Luego, en mi bungalow, fui un momento al baño y al salir Cruz ya se había mentido en la cama y apagado la luz.  Al acostarme a su lado giró su cuerpo y me dio la espalda.

– ¿Duermes? – susurré zarandeándola.

– Mmm…

Pasé mi brazo por su cintura y poco a poco fui subiendo la mano hasta alcanzar su pecho izquierdo.

– No empieces, Dani. Estoy cansada y me duele la cabeza… – me dijo quitándome la mano de su pecho.

– Joder, Cruz. Te dije que actuaras, pero…

– Ah. Perdón. Creía que…

Entonces ella volvió a ponerme la mano en su pecho y se dejó besar el cuello.

Hicimos el amor con una cotidianidad de movimientos rutinarios asombrosa. Al acabar me eché a un lado, encendí un cigarro y dije:

– Había pensado que… podríamos intentar… darle otro hermanito a Mamen y a Héctor. Tres sería el número ideal.

– Ya hemos hablado mil veces de esto, Dani…

– Sí, pero… me haría tanta ilusión…

– Estoy cansada. Mañana lo hablamos, ¿ok?

– Vale.

– Buenas noches, cariño – me dijo con un beso en los labios.

– Buenas noches, mi amor – respondí.

– Oye.

– Qué.

– Que no te enfades. Que te quiero.

– Yo también te quiero.

Y por primera vez en mucho tiempo, dormí del tirón. Como en paz con el cosmos. 

Nota: Han sido los 100€ mejor invertidos de mi vida.

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31 días conmigo mismo (Día 10)

– LA EDAD PROHIBIDA –

Después de una ligera búsqueda encontré a la candidata perfecta tumbada al sol, leyendo un libro en la piscina del camping. En esa pose, boca abajo y con su cabello rubio colgando cual cascada amazónica, me fue imposible ver su rostro aunque sí su espalda, sus muslos y un trémulo bikini color tiburón.

Una vez avistada me acerqué con disimulo hasta conseguir enfocar el título del libro, dato importante: Se trataba de «La guerra de los mundos» de H. G. Wells, lo cual indicaba que 1) era española o hispanohablante; 2) aficionada a la ciencia ficción y 3) capaz de sumergirse en su lectura y aislarse pese al ruido de los niños chapoteando y jugando a su alrededor (pasaba hojas y hojas sin despegar la vista ni retirarse la cortina del cabello; nada perturbaba su momento).

Tendí mi toalla a una distancia prudencial, nicercanilejos, y me fui al agua. Después de un par de largos de rigor me mantuve quieto, con los brazos apoyados en el bordillo y la mirada difusa, como distraída pero a la espera de ver, al fin, su cara en un renuncio suyo. Mientras tanto, moviendo las piernas bajo el agua (para aparentar estar haciendo algo) traté de idear una estrategia de acercamiento en función de los datos y las dudas que poco a poco me iban surgiendo: Estaba sola en la piscina (nadie se acercó a ella ni había más bolsos o toallas a su lado), lo cual no quería decir que estuviera sola en el camping. Una chica así no suele viajar sola sino con novio o marido o amigas o incluso padres y hermanos (sin conocer su cara me costaba adivinar una edad concreta o aproximada). Lo del novio o marido me aventuré a descartarlo: el novio o marido de una chica así tiende a ser protector, celoso aunque aparente respetar su espacio. De ser así él estaría ahí, con ella, o al menos su toalla o sus chanclas (para marcar su territorio cual orín de animal enamorado) aunque no se encontrara en ese preciso lugar sino nadando, o en el bar. Las parejas jóvenes que viajan juntas nunca se separan, y los grupos de amigas solteras tampoco, aunque en el caso de haber venido con amigas no las imagino en un camping aislado, sino en un pueblo con mar y bares y noche. Así pues no me quedaba otra opción, crucé los dedos, que la hipótesis de la estancia en familia.

En esto sonó un teléfono desde las tripas de su bolso. La rubia apoyó el libro abierto sobre el césped, metió la mano en el bolso, revolvió en su búsqueda y sacó el móvil. Luego se levantó de espaldas a mí. Al contestar la llamada me topé con su voz un tanto aguda:

– Tía… (…) Sí, en el camping de siempre… llegamos ayer. (…) No sé, tía… mi padre está insoportable. Quiere llevarme mañana a una visita guiada a no sé dónde, pero paso. Prefiero quedarme aquí, a mi bola, ya sabes…

En esto se dio la vuelta. Su cara de niña (más niña aún de lo que pensaba) me sorprendió. Tenía los labios gruesos, brackets en los dientes, mirada azul y unas graciosas pecas salpicando el resto. Me pregunté si llegaría siquiera a la mayoría de edad, lo cual, de repente, me hizo sentir absurdamente culpable. Cuando no sabes si el objetivo en cuestión alcanzó la edad legal de los 18, o si por el contrario aún faltan unos meses o quizás días para alcanzarlos, acabas entrando sin querer en un complejo bucle de dudas. El caso es que tenía cuerpo de mujer, ni un solo rasgo que invitara a pensar lo contrario: Pechos firmes, caderas y curvas bien definidas… 

¿Acaso sólo puedes considerar a una mujer abiertamente atractiva (sin que nadie ponga por ello el grito en el cielo) a partir de su 18 cumpleaños (y ni un minuto antes)?

Por si acaso me marché de allí pero pensando en ella sin querer hacerlo; confuso una vez más aunque sin saber muy bien por qué: Me atrae. Me apetece conocerla. Podría encajar en mi proyecto. Su edad no importa. ¿Su edad importa?

Nota: Los hombres redactaron las leyes. Los hombres son imperfectos. Juzguen ustedes mismos.

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31 días conmigo mismo (Día 9)

– QUIERO SER LO QUE TÚ QUIERAS –

Son las 2 de la tarde y aún sigo en la cama, dando vueltas por fuera y por dentro, buscando motivos para levantarme y hacer tal cosa o hacer tal otra o no hacer nada. Supongo que el viernes Claudia me abrió ciertas heridas que apenas conseguí contener sin que sangraran durante el fin de semana (gracias, en parte, al torniquete de litros y litros de Mahou). Bebí el sábado, bebí el domingo y luego frené. Es mi puto mundo al revés: Cuando acelero siempre vuelo sin miedo. Cuando freno, me doy la hostia.

Si ahora hubiera alguien a mi lado, en mi misma cama, no me plantearía nada de esto. No habría dudas ni búsquedas ni balanzas. Vivir solo implica reinventarse en cada momento, buscar planes, llenar tiempos. No hay nada hecho: todo está por hacer. Todo es abismo, improvisación, lucha. Con alguien, sin embargo, hay un proyecto en común: Tiras de ella y ella tira de ti. Simbiosis, lo llaman. Y si te falta energía, pasas a modo ECO y chupas de la suya, quiero decir.

Limitar mis pensamientos a uno mismo es cansado. Libera más pensar en otros; compartir tu mente al 50%. Estoy cansado de darme vueltas y no delegar en nada ni en nadie. Terriblemente cansado.

Necesito que alguien tire de mí cuando yo no pueda. Pero, ¿quién? ¿acaso importa? Sólo pido ser uno más, hacer lo que hacen los otros, dejar de pensar tanto, dejarme llevar por acontecimientos ajenos a mi propia voluntad. Merezco un descanso. 

Así que saldré de la cama, saldré del bungalow y te buscaré por todo el camping y más allá, seas quien seas, con la devoción de quien busca a Dios. Y si estás casada mataré a tu marido. Y usaré todas mis armas hasta conseguir que lo dejes todo por estar a mi lado. No es cuestión de amor. El amor no existe, te lo aseguro. Si no me crees, pásate por un IKEA y observa de cerca a las parejas. Mira sus ojos. No son ojos de amor. Son ojos de proyecto. Yo ahora necesito un proyecto. ¿Entiendes lo que quiero decir?

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31 días conmigo mismo (Día 8)

– CLAUDIA FISHER O EL ESPEJO DEL ALMA –

Miss Fisher resultó ser Claudia Fisher, la misma que me abrió la puerta del bungalow número 3 a las diez en punto de la noche (con un vestido largo de lino blanco y dos margaritas en la cabeza).

– ¿Miss Fisher?

– Llámame Claudia. El «Miss» me lo puso Leyna. Siempre fue muy peliculera. ¿Una copa de vino?

– Por favor.

Tomamos asiento a ambos lados de la mesa del salón. En el centro no había velas, sino un enorme bol con ocho o nueve tipos de fruta distinta, dispuesta en dados, y a ambos lados dos Fondues con chocolate blanco y negro. Claudia me tendió un pincho de metal.

– Sírvete.

Pinché un trozo de piña y lo sumergí en el chocolate negro. La mezcla entre ambos sabores y el vino blanco me resultó tan extraña como exquisita.

– Leí tu relato – rompió ella.

– ¿Tú también?

– Me pasó una copia Leyna. Al contrario de lo que ella dice yo no creo que seas tan buen escritor. Ni siquiera creo que tengas talento.

– Vaya… agradezco tu… sinceridad – dije forzando una sonrisa.

– Se nota que estás perdido, ya sabes, en pleno proceso de búsqueda; como todos los que se hospedan en el bungalow «Norman Bates». En tu caso utilizas esa lucha interna para escribir. Es tu vía de escape. El día que te encuentres a ti mismo ya no tendrás nada que decir. Será cuestión de tiempo.

(Silencio)

– ¿La idea de llamar al bungalow «Norman Bates» fue tuya? – pregunté cambiando de tema.

– En efecto. De hecho, yo misma financié su construcción.

– Pensé que los dueños del camping eran Roger y Leyna.

– Y lo son. Llevo trece años pasando largas temporadas aquí. El bungalow Norman Bates forma parte de una especie de… experimento personal.

– ¿Experimento? ¿acaso me crees tu cobaya? – dije ofendido.

– Piénsalo: Bungalow individual, para una sola persona, en un camping aislado del mundanal ruido y a un precio asequible. El reclamo perfecto para gente como tú.

– ¿Te atrae la gente como yo?

– Me atraen los débiles. Me hacen sentir más viva. Consiguen que aflore mi instinto maternal.

– ¿Y el nombre? ¿Por qué «Norman Bates»?

– Todo hombre perdido, en el fondo, busca a su madre – dijo pinchando una uva.

– Y esa madre eres tú.

– No me mal interpretes, Daniel. No busco ser la madre de nadie sino muchas madres al mismo tiempo.

– Ya. Eso significa que, o tienes hijos y se han ido, o no puedes tenerlos. En cualquier caso me suena a trauma.

– Nada de eso, Daniel. No quiero tenerlos. Desde muy joven decidí prescindir del sexo. El sexo nos condiciona, querido. El sexo nos limita. Marca nuestro estilo de vida. Nos hace ver a las personas de un modo lineal, interesado.

– ¿Acaso no sabes lo que es un orgasmo?

– Por supuesto que sí. El orgasmo te desdobla, te nubla. Te hace ser vulnerable. ¿Cuántas veces has dicho un «te quiero», sin sentirlo, en pleno orgasmo?

– Casi todas.

La conversación se alargó hasta altas horas de la madrugada. Luego me marché a mi bungalow, el «Norman Bates», más confuso que nunca.

Nota: Me tumbé en la cama y comencé a masturbarme pensando en Claudia Fisher.

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31 días conmigo mismo (Día 5)

– CHARLA DE BAR – 

Me crucé con Miss Fisher por casualidad. En realidad no fue por casualidad (hice guardia tras la ventana hasta que ella salió del bungalow número 3 y entonces salí yo también y me crucé con ella). Bueno, tampoco me crucé con ella exactamente; más bien seguí sus pasos hasta la piscina y me tumbé a su lado. Vale, tampoco me tumbé a su lado: Ella se tiró al agua, yo me lancé también, y entre largo y largo nos chocamos.

–  Perdón – dije con mi cara frente a la suya.

–  Perdón – dijo. Y continuó nadando como si nada.

Ahí supe que la broma de la llave y la cena para dos dispuesta en su propia casa no había sido idea suya. De ser así habría reaccionado de una manera distinta, no con tanta indiferencia.

Ahora sólo me quedaba saber quién había organizado todo aquello y, sobre todo, por qué. Me vino a la mente un nombre: Leyna. Ella tenía mi llave en su bar; la misma llave que me llevé a la playa y dejé sobre la arena poco antes de quedarme dormido. Hasta ahí, todo encajaba. Pero, ¿por qué lo hizo?

Salí del agua, me sequé, me puse mi camiseta «Yo no soy Sánchez Dragó» y acudí al bar. Ahí estaba Leyna apoyada en el mostrador leyendo un periódico alemán. Tomé asiento en un taburete frente a ella y solté sin más:

– Has sido tú.

–  ¿Un café? – me preguntó sin inmutarse.

– Tú cambiaste mi llave y tú preparaste aquella cena.

– ¿Con leche y dos terrones de azúcar?

– Sí.

– Bien – se alejó hacia la cafetera y me preparó el café.

– ¿Por qué lo hiciste?

–  Tú eres el escritor. Los escritores conocen las respuestas de sus relatos antes de formularle al lector las preguntas adecuadas, ¿no es así?

– ¿Por qué lo hiciste?

–  Antes me gustaría hablar de Miss Fisher.

–  Te escucho.

– ¿Te parece atractiva?

– No.

– Matiza eso.

– Demasiado mayor. No me gustan las cincuentonas.

– Me decepciona, Mr. Taxitor. Un chico tan inteligente como usted no debería generalizar con tanta ligereza.

– ¿Inteligente dices?

– Leí tu relato “Todos somos Norman Bates”.

– ¿Cuándo? ¿cómo?

– El otro día, mientras estabas en la playa sacándole información de escritor al cornudo de Jota. Entré en tu bungalow y leí el borrador de tu relato.

– Eso no está bien.

–  Tienes alma de escritor: Eres despierto. Pero tienes el defecto de mostrar entre líneas demasiados datos acerca de ti, de cómo eres, en tus escritos.

– ¿Y cómo soy?

– Un misógino. Cuando te refieres a las mujeres sólo piensas en el sexo. Nunca miras más allá. Piensas que tienen tetas y coño. No parece importarte demasiado lo que hay detrás.

– No entiendo a qué viene esto.

– Quiero que conozcas a Miss Fisher. Sé que a través de ella dejarás de pensar así.

– ¿Por qué quieres que deje de pensar así?

– Porque creo que eres un buen escritor echado a perder por culpa eso. No sabes describir a las mujeres tal y como somos. Los coños no te dejan ver el mar.

– Bien. Hablaré con Miss Fisher. ¿Contenta?

– Descuida. Cuando conozcas a Miss Fisher me lo agradecerás. Y tus lectores también.

– Una última cosa. ¿Por qué metiste mi pato de goma en la sopera?

– ¿Cuántos años tienes?

– 32.

– ¿Con 32 años vienes solo a un camping, durante un mes entero, con un pato de goma en tu equipaje?

No supe qué responder a eso. Terminé el café y me puse en pie dispuesto a marcharme.

– En realidad ya he hablado con ella. Mañana por la noche, a las diez, te estará esperando en su bungalow. No hace falta que te diga cuál es, ¿verdad?

– El número 3. Ya sé – dije.

Y así quedó todo.

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31 días conmigo mismo (Día 4)

– TARDE DE LIBERTAD, NOCHE DE LOCOS –

No esperaba encontrarme la playa vacía, sin un alma. No había nadie ni nada excepto la sombrilla de Jota en el mismo lugar que ayer pero sin Jota, proyectando la misma raquítica sombra sobre la arena. Decidí usarla como él había usado mis labios (quid pro quo, me dije). Atravesé media playa, me acerqué a la sombrilla, saqué del bolsillo el paquete de tabaco, el mechero y la llave del bungalow para estar más cómodo y tomé asiento sobre la arena, abarcando casi por completo el límite de su sombra, sin salirme de ella como si de un juego secreto se tratara.

El sol parecía un camping gas a su máxima potencia y alrededor todo era azul excepto un par de nubes con forma de cabeza de koala y de pata de ornitorrinco. Por un instante las nubes se cruzaron y la pata del ornitorrinco se fundió con la cabeza del koala.

– Dios es un perverso manipulador de especies. Dios está enfermo del coco – pensé.

A la altura de mis ojos el mar actuaba de cinta transportadora de esa oferta del día que eran las olas. Pensé que cada una de esas olas bien podría llevar su propio código de barras, como los Tetra Briks de leche o los huevos de corral. Pensé que el mar era la esencia de todo. El inicio y el fin de todo. Fuente y sumidero de la vida. Las 3/4 partes del mundo no pueden estar equivocadas. Agua y sal. Por eso no me fío nunca de esos hijos de puta que retiran drásticamente la sal de sus dietas: no saben lo que es la vida.  

Sumido en estos y otros pensamientos, de súbito, me sentí libre y feliz por primera vez en estos cuatro días. Me tumbé con los brazos de almohada y las piernas al sol: Comer cuando tengas hambre. Dormir cuando tengas sueño. Tenía el estómago lleno; quizás por eso me quedé dormido.

Desperté algo aturdido, con la luna, el ruido de las olas y las piernas rojas como las encías de un sarroso. Serían las diez de la noche, o algo así. Me levanté, tomé el paquete de tabaco, el mechero y las llaves y regresé al camping.

En la puerta de mi bungalow traté de meter la llave por la cerradura pero no entraba. Probé una y otra vez, al derecho, al revés, me alejé para ver si era el mío y en efecto lo era. Sólo había un bungalow individual, pequeño que te cagas: el mío. El del número 5, bien grande, sobre la puerta.

Miré mi llave y miré el llavero. No había un 5, sino un 3. No es posible. El mío es el 5, joder…

Me acerqué al bungalow número 3, a escasos metros del mío. Era mucho más grande, con un porche en la entrada. Llamé con los nudillos pero no me abrió nadie. Tampoco había luz. Entonces metí la llave en la cerradura y, en efecto, entró con facilidad. La giré y se abrió la puerta.

Entré con cierto miedo:

– ¿Hay alguien?

Tras atravesar un breve pasillo con dos puertas cerradas a ambos lados llegué al salón. Allí encontré una mesa dispuesta para dos comensales: Dos velas encendidas en el centro y platos, cubiertos y copas con vino blanco (ya servido)  para dos. Y en el centro, una sopera humeante.

Abrí la tapa y me asomé. Dentro había sopa caliente y flotando sobre la sopa, mi pato de goma Made in Hong Kong.

– ¡No tiene ni puta gracia! – grité.

Saqué mi pato y salí de allí en dirección al bar.

Tras la barra estaba Leyna, secando unos vasos.

– Alguien me ha gastado una broma de muy mal gusto – dije.

– ¡Mr. Taxitor! Sabía que no tardarías en volver. Te dejaste antes la llave aquí, sobre la mesa – me dijo Leyna sacando mi llave de un cajón.

– ¿Y esta llave? – dije alzando el llavero con el número 3.

– Lo que tengas con Miss Fisher no es asunto mío – dijo tras comprobar de reojo el llavero de mi mano.

– No sé a qué te refieres – dije.

En esto ella se percató del pato de goma de mi otra mano (chorreando sopa, con fideos pegados en el pico y en el lomo).

– La verdad es que tienes que ser un tipo muy creativo en la cama. ¡Menuda suerte tiene Miss Fisher! – dijo con una sonrisa en la boca.

En un arrebato de ira y confusión tomé la llave número 5 y me fui a mi bungalow. Una vez dentro eché el cerrojo y cerré la ventana.

Nota: No hay nota. Me estoy volviendo loco.

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