– AMOR CÓSMICO –
A las siete y pico de la tarde sonó la puerta de mi bungalow:
– ¿Quién es? – grité desde la cama.
– ¡Policía! – me sonó a voz de mujer impostando la voz de un hombre.
– ¡Espere que esconda las drogas! – volví a gritar consciente de la broma.
Se abrió la puerta y apareció Beatriz en posición de ataque (con las manos juntas a modo de pistola). Lucía un bigote pintado con rotulador.
– Muy graciosa – dije.
– ¿Qué tal te encuentras?
– ¿Y ese bigote?
– Quería darle un toque de realismo a la escena. ¿Puedo sentarme?
– Claro. Ahí está la silla.
Agarró la silla y la arrastró hasta la cabecera de mi cama.
– Toma – sacó un pequeño paquete envuelto en papel de regalo que llevaba escondido en su cintura y me lo tendió.
– No es mi cumpleaños.
– Pero el mío sí. Fue ayer. Sigo las costumbres de los Hobbits. ¡Ábrelo!
Rasgué el papel. Era un marco de cristal y en el centro, sendas fotocopias a color de su DNI por las dos caras.
– Ya que su búsqueda te costó una paliza, pensé que merecías tenerlo…
– ¡Vaya!, ¡gracias! Supongo que te debo una explicación.
– No hace falta. Ya me lo contó todo Roger. ¿En serio crees que el nombre Beatriz te persigue?
– Sí.
– ¿Crees que soy fruto del destino?
– Creo que eres la próxima novela de Paul Auster.
– ¿Te duele mucho? – dijo tocándome con cuidado el contorno de la brecha de mi frente.
– Na – mentí. – ¿Quieres una cerveza? Lo siento, pero no tengo zumos…
– Vale. ¿Te saco otra? – dijo acercándose a la nevera.
– Sí, por favor.
Sacó dos cervezas y al tenderme la mía se acercó algo más que antes y, mirándome a los ojos, con tono algo más serio, me dijo:
– ¿Te puedo hacer una pregunta personal?
– Sí.
– ¿Quién eres? ¿qué quieres de mí?
– Esas son dos preguntas.
– Sé sincero.
– Es muy largo de explicar.
– No tengo prisa.
Me incorporé y tomando su mano dije:
– Te pondré en precedentes: El 12 de Febrero de 1977 , en el estado de Missouri, EE.UU., un hombre llamado Herbert Woods marcó como cada día el teléfono de su madre pero esta vez se confundió en un número, y en lugar de su madre contestó otra voz femenina, una tal Anna, del departamento de altas de Alcohólicos Anónimos. Pese a la confusión, Herbert se quedó fascinado por la dulce voz de Anna y ella, a su vez, se prendó también de la firme y serena voz de Herbert, en una suerte de flechazo auditivo sin precedentes. Durante ese primer contacto casual hablaron durante horas, y al día siguiente también, y al otro, y al otro. Y así, llamada tras llamada, Herbert se embriagó tanto de amor que acabó ingresando de urgencia en el centro de Alcohólicos Anónimos de Anna, víctima de un delirium tremens que sólo ella fue capaz de entender. Anna, por su parte, borracha también de amor, al someterse a uno de esos controles rutinarios que solía hacer Alcohólicos Anónimos a su personal docente, dio positivo y fue expulsada de inmediato del centro. Cuando Herbert se enteró de la expulsión de Anna y su consiguiente separación (él ya estaba ingresado en régimen interno), entró en cólera y gritó tan fuerte que la tierra y los demás planetas del Sistema Solar temblaron desviando su trayectoria, formándose un caos de dimensiones astronómicas.
Le di un sorbo a mi cerveza y proseguí:
– Sonó la alarma en el centro de operaciones de la NASA. El científico que en esos instantes estaba de guardia, un tal Thomas Flinn, al percatarse de semejante cambio de rumbo de los planetas, saltó de su silla derramando el café sobre el teclado de su computadora, lo cual provocó un cortocircuito que anuló la trayectoria de todos los satélites que de él dependían. Uno de esos satélites perdió el control y cayó a escasos metros de la casa de mis padres. Mi madre estaba embarazada de siete meses, pero aquel susto le provocó un parto prematuro. Ahí nací yo, dos meses antes de lo previsto, todo por culpa del amor desmesurado entre Herbert y Anna. Soy fruto de un amor cósmico, Beatriz, y no creo en las casualidades. Te quiero a mi lado y como me rechaces gritaré hasta volver a variar la trayectoria de los planetas.
Dicho esto Beatriz se tumbó a mi lado y apoyó su cabeza sobre mi pecho.
– ¡Ahhh! Las costillas. Me duelen – dije.
Cambió de postura y apoyó su cabeza sobre la almohada, mirándome fijamente. Y así permanecimos durante millones de años, en silencio y sin pestañear para no perdernos ni un solo fotograma.