Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de octubre, 2014

Escribir borracho

«¿Escribes borracho? ¿He estado leyendo durante años a un borracho? Sinceramente, me has decepcionado. Que sepas que acabas de perder un lector» me dijo un (ex)lector nada más reconocerme en la terraza de un bar, dándole yo a la tecla del portátil, con cuatro o cinco cadáveres de tercios de cerveza custodiando mi mesa (a modo de frontera con el mundo). Me dejó realmente sorprendido, la verdad. Entendería que cualquiera pudiera echarme en cara manejar mi taxi borracho, o conducir un camión de siete ejes borracho, o un avión, ¿pero acaso es conducta peligrosa andar a la caza de la musa disparando cervezas? ¿puede contagiarse el alcohol a través de la palabra escrita? (Ojalá, pensarían algunos).

Soy de carácter compulsivo (mi nick @simpulso no es más que una broma interna para reírme de mi auténtica naturaleza). Escribo compulsivamente como un puto loco suicida. Y cuando escribo, no soy consciente de lo que hago en derredor. Fumo sin freno, y bebo y pido más cerveza sin darme cuenta. Sé que la literatura me está matando, pero en mi defensa diré que también me da la vida. Me da más vida de la que me quita, quiero decir. Prefiero matarme escribiendo que morir lentamente y en blanco. Bien es cierto que últimamente sólo bebo y fumo demasiado cuando escribo, pero escribo mucho, cada día más. Desconozco si bebo con la excusa de escribir o si escribo con la excusa de beber. En cualquier caso, lo que más le importa al cínico lector es, precisamente, el resultado. Lo que lee. Lo que en el fondo le llega dentro. Si se le parte el alma, o si se ríe, o se emociona, o se le enciende una luz en algún lugar recóndito del coco.

Sí, dije cínico lector. El buen lector ha de serlo. Y también egoísta. Y cruel en sus críticas. Si un escritor no te gusta, si no te transmite nada después del primer párrafo, o en una novela después de las diez primeras páginas, tira ese libro. Mándalo a la mierda. Sin compasión. Sin sentimiento de culpa. Nadie debería pedirle perdón a un escritor por no gustarte lo que escribe, por mucho que diga haber sudado cada palabra, o haberse documentado durante años. Ese escritor no vale para ti. No pasa nada. A mí Bucay me parece un cretino, o Allende una petarda anclada en la fase anal. No hizo falta más que leer un par de libros suyos para darme cuenta. Les falta alma, como a cualquier impostor literario que se vende en Carrefour junto a los discos de Melendi. La literatura, tal y como yo la entiendo, no es eso. A mí me importa una mierda que Miller escribiera hasta arriba de alcohol, o que Foster Wallace necesitara kilos de barbitúricos para esquivar sus depresiones y ponerse a escribir. Los dos fueron auténticos genios de la literatura. Y las drogas o el alcohol no les convirtieron en genios. O dicho de otro modo: por muchas drogas que consuma, por ejemplo, la mojabragas de Cincuenta Sombras de Grey, jamás llegará a arrancarle al lector los párpados de la cordura al nivel de Marías (Javier), o al nivel de Bolaño.

Yo no sé si soy un buen o un mal escritor. Sólo sé que me importa un carajo: seguiría escribiendo aunque no me leyera nadie (al igual que tú deberías dejar de leerme si no te llego).

Y sí, dicho sea de paso estoy borracho. ¿Algún problema?

Si quieres saber el secreto de la felicidad, no leas esto

FOTO: Remex

FOTO: Remex

Con el paso de los daños he aprendido a distinguir al usuario feliz de mi taxi respecto a los demás mortales. Y he concluido que el hombre o la mujer feliz lo es, principalmente, por haber sobrepasado la esencia de su propia mismidad. Quiero decir que ha conseguido asumir su carcasa, sus virtudes, sus defectos, y se presenta en bruto, sin trabas, sin complejos, y una vez rebasada la barrera de lo físico y de lo psíquico se dedican, simplemente, a disfrutar del día a día. Lo más curioso del asunto es que, por norma general, suelen mostrarse más felices aquellos de aspecto físico no especialmente agraciado: a veces gorditos, a veces tirando a feos, pero más seguros de sí mismos, sin embargo, que el mayor de los Adonis, lo cual, dicho sea de paso, les vuelve extrañamente atractivos, o al menos emiten un áurea atractiva y, por tanto, atraen. Se nota en su mirada, se nota en el tono de su voz, incluso en su lenguaje gestual desenfadado. En el extremo opuesto, como digo, se encuentran todos esos guapos y guapas de revista que toman asiento en mi taxi como auténticos palos erguidos y le dan más importancia al qué dirán que a su propio lenguaje interior. Viven atrapados en la opinión del otro respecto a ellos mismos, y esto les vuelve inseguros y, por tanto, no tan felices como esos otros. Ni siquiera ríen igual: parecen risas ensayadas para agradar, risas aprendidas.

Llegado a este punto de la vida, reconozco que siento más envidia por el gordito feliz que por los Hércules de la dieta y el gimnasio. Estos últimos no tienen ningún mérito más allá de llevar estrictas conductas en lo referente al físico. Y con éstos también me refiero al que ejercita en demasía el intelecto, aquel que busca respuestas a todo y no suele hallarlas, lo cual les vuelve incompletos y frustrados en infinito bucle.

No quiero decir que el secreto de la felicidad esté en comer como si no hubiera un mañana, o en no leer ni el prospecto del champú, o en el término medio o el manido mens sana in corpore sano. Me refiero a otra cosa que no he llegado a alcanzar, ni a saber cómo alcanzarla. Conformarse con lo puesto no es tarea fácil, no se aprende en el blog de un taxista, ni en un maldito libro de autoayuda. Fijaos en los niños, no sé. Después de la infancia, todo es susceptible de torcerse.

Lo que sé de la distancia

FOTO: Spring Dew

FOTO: Spring Dew

Luchas incansablemente contra ti mismo, Vicente, y cuando pierdes, acabas en el bar, y si ganas en ganas, lo celebras con Mercedes, tu mujer (película y manta en el sofá, ella acurrucada en tu regazo). Mercedes sabe de tu buen fondo, aunque en los días más turbios llora ese Vicente de antes, responsable, detallista y cariñoso, aquel que llegó a enamorarla y os unió por siempre, quizás, en la salud y en la enfermedad, en el ir tirando de antes y en la pobreza de ahora. Mercedes sólo llora bajo la ducha por ser el único espacio capaz de disimular las lágrimas si entraras de repente para afeitarte, o entrara vuestra hija a lavarse los dientes; sólo hay un baño, así que a veces Mercedes toma duchas largas, y llora a sus anchas evitando, eso sí, hacer ruido. A veces para de llorar justo al tiempo que cierra la llave de la ducha, como si sus conductos lacrimales se hubieran unido a los grifos del agua y consiguiera manejar el torrente de tristeza a golpe de giro de muñeca. Ojalá fuera siempre tan fácil como abrir y cerrar un grifo, piensa a veces.

Perdiste el trabajo, Vicente, pero también las ganas de seguir buscando. ¿Quién querría contratarte a tus cincuenta y cinco mal cumplidos y esa cara de derrota, y esa voz titubeante? Sabes que el alcohol no es la solución sino la causa de muchos problemas, pero calma las heridas cuando duelen demasiado, pero las hace más grandes, pero las calma, pero las hace más grandes. Al menos te queda el consuelo de saber que Mercedes está ahí, aunque llegues borracho mientras ella finge que duerme de espaldas, y tú te acuestes, despacio, a su lado, y le des un beso etílico en el cuello y susurres sin aliento: “buenas noches” y también le des la espalda aunque hubieras preferido darte la espalda a ti mismo. No debiste entrar en aquel bar después de tu enésima entrevista de trabajo. No debiste gastar tus siete últimos euros en aquel taxi de vuelta a casa.

Y no puedes dormir, pero duermes con ganas de no despertar jamás, pero despiertas mañana. Son las ocho y cinco y tu cama está vacía. Suena la ducha. Será Mercedes.

Los límites del humor (versión beta)

Chica conoce a chico en Twitter. Intercambian menciones (respuestas simpáticas a tuits ocurrentes). Llegan los DMs. Más DMs. Deciden agregarse en Facebook. Chica ojea las fotos del chico (le resulta interesante). Chico pincha en el álbum “Verano 2013 Ibiza con amigas” de la chica (se centra en su figura en bikini y en el piercing de su ombligo). Empiezan a chatearse. La primera noche, cuarenta minutos. La segunda, hora y media. La tercera, deciden quedar. Ella es de Madrid, él de Fuenlabrada. Ella vive con sus padres. Él vive solo, en el piso que en su día compró con su exnovia. Para mayor comodidad de ella, acuerdan quedar en el Mercado de San Miguel de Madrid. Él se acerca en coche y lo mete en el parking de la Plaza Mayor. Ella acude en Metro. Al verse a las nueve treinta en la puerta del mercado, se reconocen enseguida. Deciden tomarse unas cañas y picar algo en los puestos del mercado. El encuentro cara a cara parece funcionar. Las cervezas ayudan.

Después de cuatro o cinco cañas con sus pinchos, deciden pasarse al gintonic en un local más apartado. Y al segundo gintonic, se besan. Y al cuarto gintonic, pasadas ya las tres de la madrugada, el chico propone a la chica dormir en su casa. En Fuenlabrada.

—Venga, vale. ¿Cómo iremos?

—En mi coche. Lo tengo ahí mismo, en el parking.

—Ni hablar. Bebiste demasiado.

—Tranquila. Yo controlo.

—En serio. No insistas. Olvídalo.

Al final el chico, por no dejar su coche toda la noche en el parking, decide marcharse solo a casa. Por el camino, le paran en un control de la A-42, y cuadruplica la tasa de alcoholemia permitida. Le quitan en carnet, se lleva el coche una grúa, y el chico queda a la espera de vérselas con un juez.

La chica, por el contrario, toma un taxi de camino a casa. Mi taxi, para ser exactos. Tal vez movida por el alcohol, se arranca a hablar conmigo sin parar. Me cuenta toda su historia con aquel chico: que la cosa, en un principio pintaba bien, pero que al final la cagó comportándose como un niñato por culpa de lo del coche. Llegamos a su casa, se marcha, y en esto se deja olvidado el móvil en mi taxi. Caigo en la cuenta poco después de arrancar, cuando me sorprende un pitido en el asiento trasero del taxi. Me giro y encuentro su iPhone. El pitido corresponde a un Whatsapp del chico. Lo abro y leo: “Menudo putadón, tía. Acaban de trincarme en un control de alcoholemia. Multaza con juicio, sin puntos, y encima se llevan el coche (emoticono triste)”.

No puedo evitar hacerme pasar por ella y le contesto: “Te jodes, por niñato. Si hubiéramos pillado un taxi, ahora me tendrías en tu cama (emoticono de berenjena, emoticono de boca abierta)”.

Al instante llama la chica a su mismo móvil. Contesto: «Sí, sí. Aquí lo tengo. Doy la vuelta y regreso a tu portal en dos minutos». Me acerco de nuevo a su casa y le entrego el móvil. La chica me da mil gracias y se marcha. No sé qué pensará cuando vea el mensaje que envié en su nombre. Tal vez se lo tome con humor, tal vez justo lo contrario. Me pueden las formas, lo sé. Y lo siento.

Nota: En mi defensa diré que me reí bastante.

Gobiernos daltónicos

Colors

El virus del consumismo también produce fiebre en la cordura. Compramos ideas a la carta que piensan por ti, argumentan por ti y trabajan sin descanso para tu comodidad. Y Si no te gusta la realidad, te construyen otra. ¿Crees que exagero?: dile a un daltónico que la sangre es roja y te dirá que mientes. Y además, moverá su maquinaria mediática para hacerte creer que el daltónico eres tú y que la sangre es verde, o que el verde es lo que tú entendías por rojo, y acabarás dudando de tus mismos ojos, de tu misma sangre.

Nos gobiernan maestros del marketing capaces de vender una mala gestión como un éxito torpedeado por una enfermera daltónica. Y para demostrar el potencial de nuestros medios técnicos, emiten en la tele pública imágenes del hospital Charité de Berlín, Alemania. Tal vez luego rectifiquen, o susurren perdón, pero Charo y Antonio, al ver esas imágenes en el sofá de su casa en Vallecas, pensaron: “¡Qué nivel!” y se acostaron maldiciendo a los daltónicos.

Y de tanto confundir los colores, habrá quien acabe sáltandose semáforos en rojo pensando que es verde. Y habrá accidentes. Muchos más accidentes.

Pequeño manual del escritor dormido

FOTO: Bas Leenders

FOTO: Bas Leenders

Escribe. Aunque sólo sea para soñar con ligarte a esa chica, o para ordenar sobre el papel tus pensamientos. Escribe. Aunque no te guste lo que leas, aunque no te reconozcas. Aunque duela. El dolor es el paso necesario hasta alcanzar la verdad, aunque mientas, aunque ficciones otros mundos, siempre habrá posos, rastros de ADN en tus palabras, huellas más allá de lo que pisas. Y si hace años que no escribes, recupera esos escritos, léelos, viaja a través de ti mismo, recuerda quién eras, cómo eras, en qué te has convertido y pregúntate, en fin, qué pasó. Qué maldito infortunio provocó tu retirada de las letras, por qué huiste sin más. El devenir de la vida no es excusa, el trabajo no es excusa, las facturas no lo son, tampoco el zapping, ni el bostezo, ni la página en blanco. La página en blanco no existe, recuerda eso. De una página en blanco surgió Hamlet, surgió Trainspotting, surgió Memorias De Mis Putas Tristes. Sé sincero. Dejaste de escribir por miedo a ti. Aterra a veces hondear demasiado en uno mismo, tocar en hueso y seguir taladrando, y tal vez pienses que es mejor simplificar tus días, dormir en blanco por las noches, vivir con lo puesto y dejarte llevar por unas olas que no has provocado. Pero amar es desnudarse y demostrarlo, sentir frío, ser valiente y cobarde a la vez, estar vivo. Amar es escribir y viceversa.

¿Que realmente no sabes de qué escribir? Sal a la calle. Entra, por ejemplo, en un supermercado. Acércate a la caja y observa qué está comprando esa chica. Cereales, dos de leche, tarrina de helado de 500 ml., pizza margarita congelada, una bolsa de lechuga mezclum, un brick de caldo de pollo, vinagre de Módena, pack de seis Cocas Zero, bastoncillos para los oídos y una caja de (seis) condones Nature. Observa, además, en qué lugar de la cinta mecánica ha colocado cada producto. Primero, la tarrina de helado. Y los condones, entre la pizza y el caldo de pollo. Bien. Ahí tienes una historia. Un perfil. Tira del hilo y constrúyete un mundo alrededor. ¿Qué crees que hará la chica nada más salir del super? ¿Qué plan tendrá esta noche? ¿Y mañana sábado? ¿Cumplirá sus deseos o entrará en conflicto? Ahí lo tienes.

Ahora escribe esa historia de una sentada. No importa el estilo, ni el tono: ya lo pulirás. Después, léelo. Habrá algo de ti en ese escrito. Es más: habrá más de ti que de ella. Ella no es más que una excusa. Apenas un hilo conductor. Una puerta. Ábrela. No hay cojones. Ábrela.

Ojos blindados al mundo

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Conduzco un taxi por las calles de Madrid, capital del Reino, de modo que raro es el día que no me cruce con decenas de coches oficiales de ministros, diputados, consejeros, concejales, subsecretarios y demás altos cargos (y cargos medios) del Estado. En los últimos días me he dedicado a observarles en los semáforos (siempre y cuando no llevaran los cristales tintados o coches y motos de escolta abriéndoles el paso cual Moisés de los atascos, alegando «motivos de seguridad»). Los que sí se detienen (cargos medios, como digo) ya mantienen el semblante sereno de quien se intuye inmune a todo. Nunca miran a la calle y, cuando hablan por teléfono, observan sus uñas, o inclinan la mirada al interior del vehículo o al suelo. Jamás he conseguido cruzar la mirada con ninguno de esos hombres (y mujeres) de Estado. Suena raro, ya que es fácil hacerlo con cualquiera, en cualquier semáforo. Pruébalo y sabrás de lo que hablo. Prueba a observar fijamente al conductor o el acompañante de un vehículo cualquiera y ya verás cómo al instante cruzará su mirada contigo. Por eso digo que estos tipos son de una pasta especial, o se creen de una pasta especial, o tal vez tengan miedo de mezclarse con la gente, de clavar su mirada en un taxista, o en un mensajero o en un tornero fresador que se dirige al trabajo. Nunca, jamás, he conseguido que giraran su cabeza hacia la calle, hacia los coches, hacia el asfalto. Ni tocando el claxon.

Viajan de su casa al organismo oficial perpetuamente acompañados, protegidos. Ni siquiera han de esperar o caminar hacia el coche: la escolta y el chófer (perfectamente trajeados) les aguardan en doble fila en el portal de su finca, o en la puerta del restaurante, o en el salón de belleza, y ellos dicen dónde ir y desconectan, o hablan por teléfono, o leen sus papeles, y no saben, no interesa, qué se cuece fuera, en la calle, como si la calle estuviera representada únicamente en sus cifras, en sus gráficos, en sus informes. Y toman decisiones teóricas cuya práctica nos afecta a todos. Y nunca llegan a conocer las consecuencias exactas de sus actos porque no miran a la gente, rehuyen las miradas. Por lo tanto, no son de fiar.

Propaganda

FOTO: @DolorsBoatella

FOTO: @DolorsBoatella

Compra medios de comunicación sin que se note demasiado. Inyecta dinero del contribuyente en forma de campañas estatales sólo a tus medios afines y corta el grifo a los medios críticos. Y si el medio crítico no sucumbe, intermedia en la deuda que contrajo con los bancos. Procura que le condonen la deuda y ya verás cómo ese medio pasa del rojo al azul en un abrir y cerrar de páginas.

Concede ruedas de prensa sin preguntas. Sólo admitirás preguntas cuando tú decidas y a periodistas concretos. A ver, tú, el del pelazo y los náuticos. Tú no, piojoso; llegaste tarde. Destituye al director del ente público nombrado por consenso y nombra sin consenso a otro más dócil. El que hundió TeleMadrid, por ejemplo (no importa que figure en los papeles de Bárcenas, ¿quién no está pringado a estas alturas?). Tal vez, con un poco de suerte, hundirá también RTVE, y ya tendrás la excusa perfecta para privatizarla. Double win, que llaman los ingleses. Además, aún te quedan compañeros de pupitre a los que devolver favores, tú ya me entiendes. Bien. Una vez controlados los medios, una vez cocinadas las noticias a tu antojo, una vez silenciado el caso de los sobresueldos, una vez silenciado el problema del paro paro, la precariedad laboral, los recortes en sanidad, educación y en dependencia, la inyección de 100.000 millones a los mismos bancos que provocaron la crisis, la inyección de  2.400 millones a las autopistas de peaje, y la inyección de otros 1.350 millones a la planta de gas del amiguete de palco Florentino, observa las encuestas. ¿No es magnífico? Seguimos siendo la primera fuerza del país.

No contábamos ahora con esto del ébola. Es lo que tiene gobernar a golpe de propaganda. Podemos controlar los medios, podemos traer a España al cura infectado para que se note lo sensible y solidario que es este gobierno, pero una vez muerto apagamos los focos justo antes de dotar al personal sanitario de medidas de prevención. Y ahora va el virus y nos la juega. En fin. Tómalo como un error en la escaleta. De modo que sólo nos queda rezar. Y si al final la enfermera muere, Dios no lo quiera, o si mueren varios más, hablaremos con el líder del PSOE para hacer los dos juntos, en consenso, el más emotivo funeral de Estado. Con la cabeza gacha y la corbata negra. Y a ser posible, en prime time.

La enfermera y el paciente amnésico

Tal vez te tranquilice tener tu vida bajo un control exhaustivo. No fumas, no bebes, comes sano, gimnasio, pelis en V.O., sexo seguro. Pagas tus impuestos, miras antes de cruzar, respetas las señales, crees en la amistad y todo eso, pero el otro día quedaste con tu novia ideal de orejas perladas en una terraza del centro, pediste zumo de melocotón (sin hielo, para cuidar tu garganta) y cuando estabas a punto de darle el segundo sorbito, ápenas mojarte los labios, cayó de repente la rama de un árbol y ahí estás, en la UCI del Ramón y Cajal, traumatismo craneoencefálico severo y una amnesia que ha borrado de un plumazo tu historial de bondades, hasta el punto de confundir a tu propio padre con Ronald McDonald´s y pedirle una doble con queso y patatas Deluxe ante el asombro del susodicho y el descojone de la enfermera, mujer de maneras salvajes, por cierto, tosca y natural: desinhibida.

En otra ocasión, todavía embebido en tus lagunas, le robaste el paquete de tabaco a tu compañero de habitación, y acabaste compartiendo a escondidas un cigarrillo con la enfermera. A ella le encantaba tu frescura sin complejos y tu forma de reír a carcajadas. Tú reías porque, a efectos históricos, naciste ayer. Y cuando apareció tu novia con una cesta de fruta escarchada, no pudiste evitar soltar: «¡Fuera, bicho!», y ella se fue llorando, y entonces le pediste a la enfermera más dosis de morfina.

—Venga, te invito: un chute para mí, y otro para ti. Apúntalo en mi cuenta —y le tendiste tu tarjeta de la seguridad social. En fin, que la cosa acabó en enamoramiento entre la enfermera y tú. Ella fascinada por tu falta de pasado. Y tú muerto de ganas por compartir su futuro.

Te dieron de alta, saliste del hospital del brazo de la enfermera, y tomasteis mi taxi en dirección a su casa. La de ella, por supuesto. Él no recordaba la suya. O no quería recordar.

Olvídate de ti

Fotograma del film: Eternal Sunshine

Fotograma del film: Eternal Sunshine

Es difícil ser feliz a veces. Es difícil esquivarse a uno mismo y no caer, en fin, en tus propios demonios, o evitar ahogarte en la monotonía de tu misma voz. Escucharte a veces cansa, o no te entiendes, o te entiendes demasiado pero evitas asumir las evidencias, ya sabes, cuando la razón pelea a muerte contra el instinto. Y si quieres, no puedes; y si puedes, no quieres querer, porque tu ángel se disfraza de diablo y viceversa, y es un lío. Suerte que aprendiste al menos a disimularlo bien.

Y a pesar de tus conflictos, a pesar de esa burbuja que a menudo te ensimisma y te abstrae del mundo, si montas en un taxi y el taxista comienza a hablarte del tiempo, tú te integras con soltura y agradeces obviar, por un instante, tus conflictos y volcarte en lo banal.

Y en momentos como ese es cuando piensas: qué cómodo sería simplificar tus pensamientos, apartar esos demonios y simplemente vivir el ahora, el sol que te broncea, los detalles pequeños, comer, respirar, amar sin condiciones, no escucharte. Asumir lo que eres. Olvidarte de ti.