Escribo esto en la terraza del bar de abajo porque en casa no puedo fumar (mi mujer no fuma, y en mi mundo prima la voluntad del no fumador) y además la cerveza y las olivas tienen un sabor distinto aunque sean las mismas. El caso es que antes de bajar decidí poner una lavadora y escribir aprovechando el programa de lavado (prendas delicadas, hora y media), pero justo al darle al botón y llenarse el tambor de agua me acordé de las llaves de mi taxi, ¿dónde coño las había puesto?, y al buscarlas sin éxito concluí que estarían danzando en el bolsillo del pantalón que había metido a lavar. Me asomé a la ventana de la lavadora y, en efecto, ahí estaban percutiendo el metal de la llave contra el tambor a un ritmo y un sonido que me recordó al Headhunter de Front 242. Y como ya no había nada que hacer, bajé al bar, como digo, y me puse a escribir. Y a beber. Y a fumar. Y a observar otras vidas.
Pero ahora que estoy delante del teclado no puedo evitar pensar en las llaves de mi taxi (con su mando del garaje y un llavero-linterna que compré en los chinos) dando vueltas y más vueltas, con las tripas empapadas en suavizante Mimosín. Y ahora que lo pienso, tampoco llevo puesto mi anillo de casado (lo guardé en el mismo bolsillo del pantalón para no mancharme cuando metí la mano en el motor del taxi), así que el anillo también estaría dando vueltas junto a las llaves del coche y el mando del garaje.
Y no se me ocurre mejor metáfora de lo que es mi vida en estos instantes: mi taxi y mi matrimonio bailando juntos, purificándose o buscando limpiar las manchas del pasado, y tal vez por culpa de esto se jodan los circuitos, el chip de la llave que arranca mi taxi. Lo cual quiere decir que si busco la pureza, habré de sacrificar mi taxi, o al menos el concepto de taxi que tenía hasta ahora. Tendré que dejar de buscar otros ojos a través del espejo, al menos del modo en que lo hacía antes, desnudando miradas del modo en que lo hacía antes, y habré de ceñirme al taxímetro cada vez que monte alguien igual que hacen los taxistas palilleros. Y yo no quiero eso. Yo no quiero vecinas con pucheros, yo no quiero que elijas mi champú. Yo no quiero ni libre ni ocupado, ni carne ni pecado, pero la quiero, de eso no hay duda. La quiero. Y también quiero a mi taxi de antes. El azar sin límites de antes. Maldita lavadora.