Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de junio, 2014

Barras de bar (vertederos de amor)

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Los bares, un martes cualquiera al caer la noche, son cementerios de amor donde los hombres incompletos se juntan a vivir de mentira, a beber para hidratar sus penas, a sentir el paso lento de las horas. Algunos fingen ver el fútbol por la tele sorda, otros fingen discutir de política, otros fingen darle coba al camarero, y otros simplemente suspiran atentos a la leve mortandad de los hielos, al sonido de los hielos contra el vaso, al trayecto que describe el whisky malo en sus adentros, como fuego intestinal que asola el campo del recuerdo pirómano. Beben y viven a sorbos pequeños, sin prisas por llegar a sus casas, a sus camas frías e insomnes, y por eso alargan las horas atornillados a la barra: Ponme otra, Joaquín; más de lo mismo para ser menos que antes y mañana, dios dirá. Pero no están perdidos, guardan esperanza. Bajan al bar buscando algo. Buscan, tal vez, un suspiro, o que la camarera les mire esta vez con ojos distintos a los de ayer, o les hablen o escuchen, digan algo, o compartan el mismo trozo de silencio. Por eso acuden siempre al mismo bar. Al menos se conforman con que les pongan lo de siempre sin pedirlo siquiera. Es otra forma de ansiar un hogar. Todos, en el fondo, ansiamos un hogar.

Como Claudio. El bar habitual de Claudio le pilla lejos de casa y por eso toma un taxi cada martes por la noche. El último martes me tocó a mí. Subió en mi taxi y le dejé en su portal, apenas cuatro o cinco manzanas más allá del bar de siempre. Tenía ojos de tres gintonics de los de antes, sin aderezos, pero a pesar del alcohol no se mostraba chispa, sino estoico, como un viudo profesional. Me preguntó: qué tal la noche. Y yo le dije: mentirosa, como todas.

-Bueeeno -volvió él. -Ya acabó el día.

Y lo dijo como intentando autoconvencerse de que, en efecto, su día por fortuna había acabado. Como si aquellos tres gintonics fueran la dosis perfecta para anestesiarse y no pensar al meterse en la cama. Acostarse solo en el centro de la cama, dormirse al instante y, por lo tanto, no pensar. No hablar consigo mismo. No pensar.

Y sin embargo

IMAGEN: Wikipedia

IMAGEN: Wikipedia

Tiene que ser terrible acompañar a tu novia a un centro comercial en calidad de asistente, llevarle las bolsas y opinar coaccionado acerca de lo bien que le quedan cada uno de esos quince vestidos y otros tantos pantalones y zapatos y bolsos aunque acabe comprando una sola cosa y que luego, al día siguiente, como por combustión espontánea, te deje. Que te acabe llamando por teléfono e inesperadamente te suelte:

-Mira, lo he estado pensando y se acabó, Jaime. Se acabó.

…y tú sólo pienses en lo paciente que fuiste ayer mismo, aguantando esas largas colas en los probadores, buscando una y dos tallas más de cada uno de los treinta y siete vaqueros que ella te iba lanzando por encima de la cortinilla, escuchando siempre la misma cantinela («Es que en esta tienda tallan por debajo de la talla real») aunque en esos instantes de la tarde hubiera fútbol, copa del Mundo nada menos, y tú en secreto hubieras preferido estar en el bar, viendo el partido con tus colegas y unas cervezas, y si al final la acompañaste sólo fue para que ella, en fin, valorara tus preferencias. Ella por encima de cualquier otra cosa.

Y luego va y te deja.

Menos mal que España perdió por goleada (cinco a uno, vaya baño) y te ahorraste sufrir la humillación en directo.

Pero ahora estás solo. Por suerte y por desgracia ahora estás solo.

-Qué ingrata es la vida a veces -me dices desde el asiento trasero de mi taxi.

Y sin embargo, pese a todo o, tal vez, a propósito de todo, te ríes.

El mejor ‘simpa’ que jamás me han hecho

FOTO: Jenni C

FOTO: Jenni C

Supongo, en fin, que la vida es esto. La suma de este instante y este instante y este instante. Sortear los dolores y brindar por motivos nobles. Buscar el amor y, si lo encuentras, mantenerlo ingrávido en el tiempo. Aprender del uno y del otro, de los libros, de las pelis. Aunque a veces, cagarte en algo o alguien también está bien. Mostrarte disconforme es otra forma de sentirte vivo. Y abrir las orejas si realmente merece la pena ese ruido exacto.

Ayer un tipo en mi taxi me dijo que comenzó a ser feliz el día que perdió toda esperanza. Perdió su trabajo y perdió su casa. Primero, cuando perdió su trabajo, le dieron una pasta y decidió gastarlo todo en juergas. Concretamente, gastó 58.000 euros en siete meses, según me dijo. Y claro, después, perdió la casa. Podría haber cancelado su hipoteca con la indemnización, pero pensó ¡qué coño!, y decidió priorizar y gastarse el dinero en lo que realmente le hiciera feliz. Es decir, en el presente. Es decir, en juergas. Viajes a Ibiza, reservados en los mejores clubs, chicas, drogas, hotelazos… Ahora le requiere Hacienda, y oficialmente está en busca y captura. Ahí me dijo algo que me dejó de una pieza: «Es maravilloso. Por fin me busca alguien, aunque sea la policía judicial».

De hecho, entre lo prescindible para él, estaba también mi taxi: se marchó sin pagarme la carrera. Es más: el muy cachondo, justo antes de bajarse del taxi con la intención de salir corriendo, me gritó: ¡Viva Uber!

No es por nada, pero a mí me pareció grandioso. Que le den a esos 11,30 euros que dejé de cobrar en aquel trayecto. Y os juro que si alguien como él vuelve a contarme algo realmente profundo en mi taxi, algo que me haga pensar, o me remueva los entresijos, o me estremezca de verdad, y luego al final se marche sin pagarme la carrera, adelante. No haré nada por detenerle. No es que me sobre el dinero, ni muchísimo menos, pero tampoco sobra en absoluto gente auténtica de verdad. Digamos que necesito emocionarme, saber por qué estoy vivo a través de otros que demuestren estar por encima de la misma vida. La emoción, la ansiedad constructiva, las hormigas correteando por el estómago, valen en conjunto mucho más que esos 11,30 euros. Cien mil veces más. Cien mil millones.

¿Generalizamos con los gremios?

FOTO: Nacho Pintos

FOTO: Nacho Pintos

Conozco a muchos taxistas con fotos de sus hijos en el salpicadero, o un patuco de bebé colgando del espejo retrovisor como recuerdo constante de lo que ama, su objetivo, y que esas quince putas horas al volante son por y para ellos, para alimentar a su familia honradamente. Conozco a otro emplea los tiempos de espera en las paradas preparando su tesis doctoral no por cambiar de curro, sino por el simple reto de aprender. Otro donó un riñón a una usuaria tras contarle su calvario en un trayecto. Otra, divorciada y con dos hijos, ayuda a niños con cáncer cinco tardes por semana. Otra comparte taxi con su marido: ella lo trabaja ocho horas por el día, él toda la noche, y sólo duermen juntos los martes de libranza y un domingo de cada dos. Otro es tan tímido que simula ser sordomudo para evitar entablar conversación con sus clientes. Lo pasa muy mal con el trato al público, me consta. Otro sufrió tres atracos en los últimos dos años (en el último acabó en urgencias y por poco no lo cuenta). Otro es batería en un grupo de rock, y regala cedés de su grupo a sus clientes. Otro está convencido de que en su taxi encontrará a la mujer de su vida. Otro hace unas fotos increíbles con su reflex aprovenchando la diversidad de paisajes que le ofrece el taxi. Otro dibuja comics con sus vivencias del turno de noche. Otro es médico en paro reconvertido a taxista y hace un par de meses salvó la vida de un motorista en un accidente múltiple. Otro hace muebles de madera en miniatura en las esperas (para la casita de muñecas de su hija). Otra lleva el taxi lleno de flores y canta coplas a sus clientes. Otros cientos ofrecen Wifi gratis al usuario por iniciativa propia. Los llamados eurotaxis se ocupan en llevar a personas con movilidad reducida. Otro limpia los radios de las llantas con un cepillo de dientes todas las mañanas, a las siete, en la parada de taxis de Marques de Vadillo. Otro es un experto en cine clásico. Otro colecciona cajas de cerillas. Y yo escribo en este blog cada día.

¿Qué decís entonces de los taxistas, fontaneros, jardineros, funcionarios, o torneros fresadores? ¿Que son TODOS unos QUÉ?

El techo del morbo

FOTO: Katie Tegtmeyer

FOTO: Katie Tegtmeyer

Recuerdo aquella vez que te sentaste en mi taxi, a mi lado, y sin mediar palabra colé mi mano por entre tus muslos, llevabas falda, y tú al seguir mi mano con los ojos semiabriste las piernas y echaste la cabeza hacia atrás como gesto inequívoco de darme permiso y dejarte llevar con lo que fuera que quisiera hacer contigo. Y yo atento a tu aprobación colé como pude los dedos por entre el fino tanga azul y comencé a acariciarte cada vez más húmeda, y tú te mordías el labio, cerrabas los ojos, y entre el silencio noté que tu respiración se aceleraba, y yo a mi vez seguía conduciendo de tu casa a la mía, cambiando de marchas con la mano izquierda porque la derecha seguía obsesionada en buscarte las cosquillas del placer secreto. El orgasmo te llegó en pleno semáforo, justo en el cruce entre López de Hoyos y Arturo Soria. Lo noté porque cerraste las piernas fuerte, asfixiando mi mano, y soltaste un tímido gemido ahogado por el decoro, y tu cara se volvió más roja que la franja roja de mi taxi. Fue en nuestra segunda o tercera cita. Aún te estaba conociendo.

Muchos años después, cada vez que pasamos por ese mismo semáforo no puedes evitar recordarme hasta el más nimio detalle de aquel orgasmo improvisado. Y después de cruzar esas precisas calles y su recuerdo indivisible, siempre acabamos buscando excusa y lugar donde hacer el amor.

Este no es más que un ejemplo de lo mucho que nos marcan ciertas escenas vividas (hasta el punto de hacerlas nítidas muchos años después, tal vez por siempre) mientras otras, la gran mayoría, pasan sin pena ni gloria al spam del olvido. De hecho, estoy seguro que cualquier lector (o lectora) de curriculum sexual más o menos extenso tiene en mente ahora algún encuentro exacto que lo asalta a veces, y trata una y otra vez de revivir (incluso con nuevas personas) o al menos acercarse al techo del morbo que en su día supuso. Yo ya conté lo mío. ¿Te atreves a contarlo tú?

El taxi en pie de guerra contra Uber

FOTO: emdees

FOTO: emdees

Si ya estábamos tocados por la crisis, ahora la amenaza viene disfrazada en forma del llamado «consumo colaborativo». A partir de este concepto, Uber pretende romper el mercado del transporte mundial, extensible también a otros muchos sectores. Lo resumo fácil: Uber (nacida de la todopoderosa Google) es una aplicación para móviles que conecta directamente a pasajeros con conductores particulares (cualquiera con carnet de conducir y coche propio) para desplazamientos en base a tarifas ya prefijadas. Es decir, exactamente igual que un taxi pero con cualquier vehículo particular no dotado de aparato taxímetro, ni homologado para tal efecto, y mediante conductores no cualificados. En Barcelona, por ejemplo, donde Uber lleva meses funcionando (también opera en las principales ciudades de 36 países y pronto llegará a Madrid) la tarifa es de 1 euro por establecimiento de servicio + 0,75 euros el kilómetro + 0,30 euros el minuto que cobrará el conductor y también Uber (un 20% de cada «carrera» en concepto de «intermediario»). Tarifas, en efecto, similares a las de cualquier taxi al uso, pero sin las garantías administrativas y legales del el taxi de toda la vida.

Los taxistas de medio mundo, como no podría ser de otra forma, estamos en pie de guerra. De hecho, mañana miércoles habrá un paro general de taxis en las principales ciudades de Europa (Madrid y Barcelona, en España). Nos preocupa seriamente Uber pero también nos cabrea la pasividad que está demostrando la administración competente. Nadie entiende cómo, por una parte, el servicio de taxi esté sometido a una regulación realmente asfixiante (dos exámenes de acceso: el específico de servicio público y el permiso Municipal, certificado de penales, tasas, tarifas reguladas por cada ayuntamiento, número de licencias limitadas, transferencias de licencias carísimas, inspecciones técnicas semestrales, controles metrológicos de taxímetros, ordenanzas municipales de obligado cumplimento, brutales sanciones si no se cumplen, homogaciones estrictas de vehículos, altas en la Seguridad Social, pagos de autónomos o nóminas de asalariados, impuestos, áreas delimitadas para la prestación del servicio, tarjetas de transporte en regla expedidas por el ministerio, seguro especial de responsabilidad civil para los ocupantes, etc) mientras permiten, al mismo tiempo, que operen impunes servicios paralelos sin ningún tipo de regulación. Repito: cualquiera con carnet de conducir en regla y coche propio puede trabajar para Uber a golpe de click sin siquiera estar dado de alta en la Seguridad Social; fomentando, entre otras, la economía sumergida.

Dicho esto, me interesa tu opinión como usuario. ¿Trabajarías para Uber? ¿Serías usuario de Uber?

Silicona

FOTO: Serge Saint

FOTO: Serge Saint

Cuando murió su marido, Teresa empleó el dinero del seguro en operarse las tetas.  Fue su particular forma de rendirle homenaje: El difunto era instalador de ventanas de aluminio, y su ropa y sus manos solían desprender cierto olor a silicona. Por eso le pareció un buen tributo operarse y llevar la silicona dentro, lo más cerca posible del corazón.

-Mis tres tallas más son por mi Paco – sentenció Teresa en mi taxi.

También me enseñó la boquilla de la pistola de silicona que encontraron junto al cuerpo de Paco nada más caer por accidente del quinto piso de su última reforma. Siempre la llevaba consigo, en el bolso.

Pero además me acabó confesando que, desde su aumento de pecho, los hombres se fijaban mucho en ella. Tuvo un par de relaciones, pero no soportaba que nadie le tocara o se acercara siquiera a sus prótesis. Lo consideraba una ofensa a la memoria de su Paco, y los hombres acababan huyendo de ella tomándola por loca. Así pues, los nuevos pechos de Teresa provocaban un efecto rebote en los hombres. En fin, complejo mundo.

Panda de cínicos

Buen chico (ARCHIVO)

Buen chico (ARCHIVO)

Cospedal llegó a decir que el rey Juan Carlos contaba con el apoyo del pueblo español porque esa misma tarde Su Majestad acudió a los toros y el público asistente le dedicó una ovación cerrada, que ella lo sabe porque también estuvo ahí, toda Las Ventas en pie dejándose las palmas al grito de VIVA EL REY (tendido 7 incluido) y claro, ante tamaña razón de peso sólo cabe pensar dos cosas: La primera, que la hija bastarda de María Magdalena sólo gobierna para esa España de Cohibas, peinetas y fraude fiscal y dos, que dudo que exista tanta clase privilegiada capaz de regalar a su partido amplias mayorías absolutas. Dicho esto, me atrevo a decir que la gran mayoría de sus votantes, a pesar de no pertenecer a esa élite para la que el PP gobierna en exclusiva (apenas un puñado de grandes empresarios y banqueros), sí que albergan la ilusión de alcanzar ese estatus y así poder, en un futuro, verse beneficiados por sus políticas. Es decir, que ansían pertenecer al selecto club de hijos de puta que acumulan leña mientras el resto se muere de frío.

Pero después de declarar lo que os cuento, la pupila de Torquemada aprovechó para rendir en elogios el «sentido de estado» del caduco líder de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, el cual a pesar de su ADN republicano y progresista no le duele en prendas rendirse al rey y nombrar sucesor al tercer hijo varón, porque las dos mayores son chicas y claro, su deber como marca el medievo es fregar y cuidar de la prole. Mientras tanto, los diarios de papel que subsisten gracias a la banca titulan, a toda portada, que el 90% del Congreso votará a favor de entronar forever a Felipe el subcampechano, o lo que es lo mismo, que tú y yo y el otro votaremos indirectamente por él porque el Congreso nos representa. Y rapidito, que hay fútbol. El mundial, nada menos.

Por cierto, no se tú, pero yo espero que España no gane o nos costará un dineral. Nada menos que 720.000 euros por jugador (120.000 más que en el mundial de Sudáfrica; 30 millones en total), el doble de lo que pagaría selecciones como Francia o Alemania. Pero qué coño: más de dos millones y medio de niños sufren malnutrición en España (y creciendo), pero a chulos, no nos gana nadie.

El amante inoportuno

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Máxima tensión es no saber si llamarla o esperar a que te llame si es que llama. Subirte en mi taxi, decirme un destino automático y sostener el teléfono en la mano como si fuera un pájaro recién atropellado, y mirarlo y comprobar la cobertura: todas las rayas, la batería: 72%, su estado en Whatsapp: En línea, desplegar su foto de perfil y ampliarla aunque los píxeles distorsionen su belleza, y acabar elaborando mentalmente un listado a favor / en contra de lanzarte y llamarla sólo por saber de su voz , o sólo por comparar su voz en vivo con la voz que inunda tu memoria desde ayer, o tal vez usar como estrategia la cautela y no llamar aun a riesgo de que ella te interprete indiferente, que lo de anoche sólo fue una cita más de otras tantas citas por su parte y por la tuya y bebisteis y reísteis mucho, sí, y os acostasteis, y fue fantástico, y ella tuvo que marcharse a casa con la excusa de cambiarse de ropa y dormir porque hoy curraba. Sonaba creíble esa excusa. Aparte ella, en esas cuatro horas y treinta y siete minutos que estuvo contigo, parecía feliz de haberte conocido: superó su timidez al instante, y en un par de cervezas conectasteis como nunca antes con nadie, al menos por tu parte. Ciertas sensaciones no se pueden maquillar aunque siempre existan dudas hacia el otro. ¿Será ella así con todos? ¿Cómo saberlo sin mojarse y llamar y preguntar qué tal? ¿No sería mejor escribir un mensaje? ¿Pero qué mensaje escribir? ¿Un simple hola a la espera de su hola y luego improvisar otro mensaje?

Nada de mensajes. Al final respiraste fuerte y sin pensarlo más decidiste llamar. Sonaron los tonos más largos de tu vida y al tercero, descolgo. Dijiste:

-¿A… Ana?

Luego vino lo del túnel. Yo no tuve la culpa de la falta de cobertura en aquel túnel. Pensé que era el mejor camino, así que decidí llevarte por el túnel justo cuando hiciste esa llamada. Y se cortó, claro. Pensaste en todo excepto en el taxista. Y en el túnel.

Volar a ras del duelo

FOTOS: Ankooru

FOTOS: Ankooru

Hoy he visto a una mujer reír y llorar a la vez. Entró en mi taxi llorando, recién discutida con su novio, y al tomar asiento y arrancarse las lágrimas con un kleenex carraspeó y me pidió que la llevara «al Paseo de los Melancólicos» (calle del suroeste de Madrid). Ahí no pude contener la risa, lo siento, me salió así, pero entonces ella, consciente de la mezcla casual entre el nombre de su calle y su tristeza, contagiada además por mi risa tonta, comenzó a reír conmigo, lo cual motivó también acrecentar su llanto: a veces, cuando estás en pleno duelo, la risa incontrolada agrava la culpa y por eso se llora cada vez más fuerte, como si una cosa acabara motivando la otra, o alimentándola incluso por contraposición. Y es precisamente en ese instante, es en esa catarsis, cuando se alcanza la cota más alta de vulnerabilidad: abierta en canal la herida del llanto y la risa cualquier cosa cabe susceptible de arrasarlo absolutamente todo: los virus, los traumas, los flechazos. Yo mismo hubiera podido acceder por esa herida al interior de ella, entrar en su psique para quedarme y, una vez dentro, desbaratar sus muebles, o tal vez ordenarlos a mi gusto, o simplemente enamorarla.

Cuidado, pues, con ese abismo que se abre entre el llanto y la risa. Suerte que dio conmigo y soy, en fin, un hombre casado.