Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de marzo, 2014

Imitar al del espejo

Uno puede amar en silencio o ser por dentro un puto lío y no entenderse y disfrutar, sin embargo, buscando la metáfora perfecta que resuma sus contradicciones. Uno puede intentar ser John Fante, Burroughs, Bukowski, Miller y destruirse con la única intención de construir arte, o de usar el arte como excusa para guardar el equilibrio. Uno puede hacerle un simpa a la puta más sórdida en una pensión con olor a lejía, o mear en la tumba de su propio padre, o conducir borracho un taxi y estamparlo adrede en la puerta de la SGAE y metastatizar el arte que desprenda todo esto. Pero no serás más que un imitador de Bukowski o de Fante o de Burroughs o de Miller, y esa sombra nublará tus escritos, y al final comprenderás que nunca fuiste valedor de una esencia innata, que pasaste por la vida de puntillas. Como un turista.

No hay nada más jodido que imitar al desolado. Imita a un mediocre, si quieres, pero no al que sufre. El artista que sufre no quiere ser artista, sólo busca no sufrir mediante el arte. O al menos anestesiar el sufrimiento, o engañarlo. Un artista atormentado hubiera preferido ser bombero, o embalsamador. Hubiera preferido ser la puta que sólo folla por dinero y mantiene su alma intacta en la mesilla, bien planchada entre los salmos de una biblia.

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

«Te imitas la mar de bien». Así empieza Lunar Park, de Bret Easton Ellis. Suena pretencioso, pero al menos es honesto. Intento hablar de eso: de imitarse a uno mismo. De encontrar tu propia voz aunque tengas que buscarla en un espejo, o en el eco de otra boca que se preste a la causa. Acércate a esa chica y búscate a través de ella, por ejemplo. Yo lo hice, y al menos perdí el miedo. Sufro lo justo, quiero decir. Me acerqué a la chica apropiada y ahora es ella la que sostiene mi espejo y lo acerca o lo aleja por el bien de los dos. Como quien conecta un ladrón para obtener más enchufes con el mismo voltaje. Y sigo conduciendo mi taxi por las calles que me da la gana, y si no me choco adrede sólo es por no perder la oportunidad de seguir avanzando.

¿Acaso no es el amor, precisamente, el fin último del arte?

Belleza imaginaria

FOTO: Javier Enjuto

FOTO: Javier Enjuto

Anoche estuve a punto de atropellar a un mimo. En realidad no fue culpa de nadie: El mimo caminaba por la acera con un pedestal bajo el brazo y, de repente, el pedestal se le resbaló justo delante de mi taxi. Instintivamente trató de agarrarlo antes de que tocara el asfalto y yo, por suerte, fui capaz de frenar a tiempo: mi taxi se quedó clavado a escasos centímetros de su cabeza.

Al ver que no le había pasado nada, el mimo alzó los ojos hacia mí, se apoyó en el morro del taxi y lanzó un suspiro. Una vez recompuesto del susto se acercó a mi ventanilla, sonrió, y me hizo el gesto de entregarme una flor imaginaria. Yo la cogí por el tallo y seguí la marcha. Fue absurdo, pero me quedé con la flor imaginaria en la mano durante un rato, y después fingí dejarla en el posavasos del salpicadero.

Luego montó en mi taxi una mujer y se quedó mirando el posavasos.

-Bonita flor -me dijo.

No entendía nada; pero a veces, sobre todo con mujeres tan guapas como aquella, lo mejor es eso: no entender nada.

Hasta los tipos más duros cantan baladas en la ducha

Fotograma de 'Rocky'.

Fotograma de ‘Rocky’.

En mi taxi he visto a un legionario llorar por un dolor de muelas, a un skinhead canturreando Cruz de Navajas de la radio, a un cura cagarse en dios en un frenazo, a una cándida pijita mirarle el paquete a un obrero, a un conocido ex boxeador llamar por teléfono a su ‘mami’, a un famoso torero con restos de chocolate en las comisuras, y sin embargo yo, que soy blandito por naturaleza, una vez me cargué a un tipo a cabezazos. Fue en un sueño, vale, y desperté con temblores; pero sigo poniéndome nervioso cada vez que me cruzo con algún policía y un día de estos, tal vez, me derrumbaré.

Nunca aprendí a escupir (me mancho la camisa), pero seguro que muchos de esos que escupen con destreza, seguro que los tíos más chungos de este mundo, alguna vez llamaron a alguien ‘churri’, y les encanta dejarse acariciar el pelo por su ‘churri’ cuando están los dos solos, o se emocionan con la canción más cursi del planeta. Hay mucha pose, demasiada testosterona suelta aunque siempre lo demuestren en manada, cuando los machos se juntan con otros machos al tonto arte de golpearse el pecho. En privado, según piensan, se ‘amariconan’, lo cual no parece el adjetivo más preciso: Somos cromosomas XY, así que algo del X se nos cuela. Evitarlo, por lo tanto, es negar tu propia naturaleza. Y cuando intentas ir en contra de ti mismo, surgen los traumas.

Así que no pienso aprender a escupir o a soltar puñetazos: mi lado femenino me lo impide. Mi lado masculino, sin embargo, prefiero demostrarlo en la estricta intimidad de tu cama.

Los buenos siempre están en el lado equivocado

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Mi taxi ha visto zonas que no creerías: urbanizaciones privadas con doble perímetro de seguridad (como en Ceuta) y dentro, mansiones con lagos privados más grandes que el estanque del Retiro y cámaras de vigilancia cada diez metros dotadas de infrarrojos y visión nocturna. Para acceder al perímetro, aunque se trate de un taxi (y en su interior viaje el dueño de una de esas mansiones), has de entregar en la garita de seguridad privada tu DNI y pasar tu dedo por un lector de huellas mientras otro guarda husmea con un espejo los bajos del taxi y anota y coteja tu número de licencia. Y una vez consigues acceder, cronometran tu estancia en el recinto por si tardaras más tiempo en salir de lo previsto (en cuyo caso se acercaría raudo un Range Rover en tu busca para “escoltarte” hasta la salida). Lo llaman urbanizaciones de superlujo, pero son auténticos búnkers imposibles de franquear o de acercarte siquiera al perímetro sin que al instante aparezca una unidad de vigilancia privada con su foco y dos gorilas preguntándote, con muy malos modos, qué coño haces tú ahí y e invitándote a largarte o atenerte a las consecuencias. Casualidad o no, a urbanizaciones de este tipo o similares sólo he llevado a algún que otro deportista de élite y empresarios, los menos, pero sobre todo y en gran medida, a usuarios vinculados al mundo de la banca (no es difícil deducirlo a través de las conversaciones telefónicas que suelen mantener en el trayecto).

Dicho esto, no me extraña en absoluto que personajes como Blesa y demás saqueadores aparezcan ante un juez o ante las cámaras mofándose de sus víctimas. Esos abuelillos estafados jamás podrán acercarse a menos de diez metros del perímetro de seguridad que protege sus mansiones. Pero tampoco podrán esperarles en la calle o en las puerta de un juzgado (que no se atreve a juzgarles). En los espacios públicos, donde la seguridad privada apenas puede actuar, los escoltan y protegen nuestra Policía Nacional. Velando, como siempre, por el cumplimiento del Estado de Derecho.

La vida es un montaje

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Ayer fue un día raro. Me vino en sueños un relato y decidí quedarme en casa escribiendo (¿qué sucedería si toda la humanidad se volviera de repente gay?) hasta que llegó la hora de acudir a mi cita de los martes en la Cadena SER y dejé el relato y salí con mi taxi fuera-de-servicio dirección Gran Vía. Se cumplían diez años de los atentados del 11M, así que en la tertulia hablamos del tema en profundidad. Escuchándome a mí mismo a través de los cascos (mi propia voz amplificada, relatando aquel fatídico día), conseguí desdoblarme y duplicar mi rabia. Pero luego entrevistamos a Andy&Lucas (foto) y esa rabia se transformó en asombro. Necesitaba digerir tamaño carrusel de emociones, así que al salir de la radio no pude evitar meterme en un bar y apretarme casi de un trago una jarra doble de cerveza. De tapa, el camarero me puso un plato de choricitos fritos que os juro que parecían penes pequeños sin circuncidar. Estaban ricos, por cierto.

Después saqué el taxi del parking y en la misma Gran Vía subieron dos gafapastas. Tomaron asiento, me indicaron su destino y comenzaron a hablar de sus cosas. De cine, para más señas. El más callado era montador profesional. Llamó mi atención algo que le dijo el otro: «Sabes perfectamente que un buen montador es capaz de convertir un mal rodaje en una buena peli. Tus ‘postpro’ (postproducciones) han conseguido salvar el culo a más de un director mediocre».

Hablaron de montar planos en un orden distinto al marcado por el director para darle otra visión a la historia, o incluso mejorarla. Hablaron de  la importancia de cortar, pegar y alargar o acortar escenas, y aquello me pareció fascinante.

-Ojalá pudiéramos hacer eso con nuestra propia vida -dije metiéndome en su conversación.

-¿Perdón? -soltó el montador.

-Hacer lo que tú haces pero con la vida. Cortar y alargar escenas de nuestra propia vida, o cambiarlas de orden a nuestro antojo -dije.

-Joder. Eso sería una historia cojonuda. «Desmontando la vida» en una peli. Metacine -dijo el otro.

-Hazlo. Dale una vuelta. Escribe una sinopsis sobre eso -le dijo el montador al otro.

El caso es que, ahondando en el tema, acabé comiendo con los dos, montador y guionista, en un bar de Moratalaz. Anotamos ideas en servilletas y bebimos mucho. Así que ayer apenas hice una carrera con mi taxi. Y dado mi estado etílico tuve que dejarlo ahí aparcado y llamar a  un teletaxi. Y en la radio del taxi que me llevó a casa sonaba, lo juro, Andy&Lucas.

Frágiles

FOTO: Bhumika Bhatia

FOTO: Bhumika Bhatia

Para entender lo frágiles que somos no hay más que compararnos con el mundo animal. Somos la única especie incapaz de valerse por sí misma incluso años después de haber nacido. Nuestro instinto inicial apenas se ciñe a la succión pero sólo si nos plantan un pecho entre los labios, o a llorar cuando sentimos hambre, o frío, o dolor. Nacemos dependientes y esa dependencia nos persigue hasta el fin de nuestros días. Nos enseñan a andar, a comunicarnos, a atarnos los cordones para no caer, a gestionar el amor, a combatir la tristeza y a desenvolvernos en los mil y un pormenores de nuestro día a día: Comprar en un supermercado, manejar el dial de la radio, marcar el número de la policía o pedir un taxi. E incluso en los taxis algunas veces dudamos del destino. O acudimos a lugares en contra de nuestra propia voluntad. No queremos ir al dentista, o a un funeral, pero vamos. Le decimos al taxista: lléveme, y en cierto modo nos sentimos cómodos porque el taxi hace las veces de placenta. El taxi nos lleva, aunque dudemos, y además nos protege.

Pero también somos la única especie sin una misión definida. Al principio nadie sabe en qué empleará su vida, y algunos no llegarán a saberlo nunca: por qué o para qué están aquí. En qué ocupar el tiempo. Vivir solo o en manada. Comandar la manada o dejarse llevar. Reproducirse o no querer hacerlo. O no poder. A veces tú decides y otras veces es tu cuerpo el que decide por ti. A veces no te encuentras y otras veces son los otros quienes buscan encontrarte. En parte todo depende del aprendizaje. Por eso es esencial educar a los niños. Hacerles comprender. Enseñarles el oficio de vivir la vida. Protegerles, aunque nadie sepa exactamente hasta cuándo. Supongo que esa es la madre de todas las preguntas. ¿Hasta cuándo necesitamos ser protegidos?

Vidas que cojean

FOTO: ammai2010

FOTO: ammai2010

Hay gente que se tira media vida entrenando duro con el único propósito de subir una montaña. Pero no suben para quedarse ahí arriba, no. Se juegan la vida en el ascenso, consiguen coronar al límite de sus fuerzas, plantan su bandera en lo más alto, ponen los brazos en jarra, y luego… bajan. Repito: Suben y luego… bajan. Murieron dos sherpas, a un compañero le tuvieron que cortar una pierna por el frío, y entre medias nuestro héroe sufrió un divorcio y además perdió la custodia de sus hijos. Pero eh: coronó un ochomil.

Ejemplos hay miles. En mi mundo del taxi, como en otros muchos, también sucede. Vivo rodeado de taxistas orgullosos de sus carreras más largas y de currar al volante de sol a sol. Se te acercan y te dicen: Ayer, después de quince horas currando, llevé a un cliente a Toledo.

Pero por muy lejos que vayan, siempre acaban volviendo a casa. A una casa cada vez más inhóspita y con menos oxígeno que en la cumbre del pico más alto.

Yo en su caso me habría quedado en Toledo,

o en la cima del Everest.

Pequeño catálogo de odios

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Odio el odio en general. Pero odio a la gente que no razona: al zoo con ellos. Odio al que se enorgullece de su simpleza o de su falta de cultura. Odio al que roba al débil y a quien es capaz de todo con tal de proteger su mentira. Odio a la gente que disfruta destruyendo. O matando excepto al enfermo que no tiene la culpa de matar. Odio al que no quiere vivir, o al que intenta convencer a los demás de sus motivos para rechazar la vida. Odio la falta de civismo: escupir al suelo, tirar basura al suelo «para crear puestos de trabajo en los servicios de limpieza». Odio al que evade impuestos pero se aprovecha de lo público. Odio al que odia al diferente. Me odio a mí mismo, tal vez.

Odio cualquier alimento de color morado. Es irracional, lo sé. También odio los piñones. Es subjetivo, lo sé. Odio los servicios de atención al cliente en general. Odio la burocracia, los trámites. Odio las colas y las aglomeraciones: parecen corderos. Odio esos anuncios de la tele que dan por hecho que eres gilipollas. Odio la prensa que manipula y a toda clase de lameculos en general. Odio a los mecánicos que intentan engañarte. Y al comercial que intenta engañarte. Y al homeópata. Odio cualquier institución que se lucre con su concepto de Dios o con la ayuda solidaria. Odio que de cada diez euros que envío al tercer mundo, lleguen cinco. O tres. O ninguno. Odio los bancos. Todos, sin excepción. Odio mis contradicciones, mis defectos, mi falta de coraje y de constancia. Odio fumar pero fumo, por ejemplo. Te odio pero no soy capaz de olvidarte. Por ejemplo.

(Sin embargo en mi taxi no odio nada ni a nadie. Es extraño).

Odio hablar de odio; perder el tiempo con el odio en lugar de voltearlo y convertirlo en amor. Odio el odio en general, ya lo he dicho. Pero no puedo evitarlo.

El amor es invidente

FUENTE: Wikipedia

FUENTE: Wikipedia

Amo este curro. No sólo porque ayer montara en mi taxi una pareja joven, los dos invidentes, los dos con sus bastones plegados, y me hicieran partícipe de sus bromas, como cuando ella le dijo a él: «Hoy estás insoportable, Arturo. A veces doy gracias a Dios por no poder verte», y él respondiera: «Ay Señor. El amor es ciego».

Amo este curro porque llevé a los dos ciegos a una clínica de fertilidad, y al darme cuenta no pude evitar imaginar cómo sería la escena siguiente: Los dos entrando con sus bastones en la clínica. La enfermera, apurada, acompañándole a él a «la sala de muestras» y tendiéndole un bote donde depositar su semen. Él siguiendo con sus bromas: «Tranquila, soy un experto en el noble arte de la masturbación. Le recuerdo que me quedé ciego»,  o «¿No tendrá alguna revista porno en Braille?» y la enfermera riendo en silencio, tal vez incómoda. Y la mujer invidente, mientras tanto, en la sala de espera, nerviosa, pasando las hojas de un ¡HOLA! al revés.

¿En qué pensará un ciego mientras se masturba?, no pude evitar preguntarme. ¿Es posible imaginar el tacto, o un olor preciso, o un gemido de mujer y excitarnos con ello? Pero también pensé en el motivo de aquella visita: Dos invidentes intentando tener un hijo vidente. Dale una vuelta. ¿Verdad que nunca te has llegado a plantear algo así? Imagina una pareja invidente dando a luz a un bebé vidente. Imagina ser ciego y criar y educar a un niño que ve perfectamente. Imagina que el niño se acabe convirtiendo en los ojos de sus propios padres.

Pasé la tarde pensando en esto. Pasé la tarde profundamente asombrado.

¿Entiendes ahora por qué amo este curro?

¿Infiel por naturaleza?

FOTO: Wikipedia

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Nah, no lo creo. No creo que exista el gen de la infidelidad. Nadie es infiel por naturaleza. Cuando alguien lo es todo para ti, cuando alguien es capaz de llenarte con la misma facilidad que te deja seco, no te quedan putas ganas de mirar con deseo a otras mujeres. Seamos honestos: la infidelidad tiende a surgir cuando el amor cojea y no haces nada por calzarlo. Yo he sido infiel por naturaleza, pero también he sido fiel por naturaleza. Jamás me he visto forzado a una cosa o a la otra. Seré más gráfico: la infidelidad se rige por la ley de los vasos comunicantes. Cuando falla la comunicación, el vaso que une y compensa a la pareja tiende a obstruirse, y por eso buscas llenar tu vaso en otra parte. Buscas fuera lo que ya no encuentras dentro. Así de simple.

Y no me estoy refiriendo en exclusiva a la infidelidad sexual. Hay muchas más formas de ser infiel. Lo he visto mil veces en mi taxi: mujeres u hombres que necesitan hablar con terceros porque en realidad no hablan con sus parejas (aunque sigan siendo sexualmente compatibles), mujeres u hombres que necesitan muestras de afecto y atención porque no lo tienen en casa (aunque sigan siendo sexualmente compatibles), mujeres u hombres que necesitan DIVERTIRSE porque se aburren con sus parejas (aunque se conformen con su actividad sexual). En cierto modo todos ellos son infieles a su manera. Están engañando a sus parejas aunque no lo consideren cuernos. Pero sí, son cuernos más livianos, cuernos huecos si prefieres, pero cuernos a la postre.

Tirando de hemeroteca mental, siempre que he sido infiel lo he disfrutado, y no me arrepiento más allá del engaño en sí: no creía estar haciendo nada malo sino serle fiel a mi naturaleza. Esto se debe a que, en el fondo, no llegué a quererlas del todo, no me llenaban del todo o no quería dejarme querer.

Con la mujer de tu vida, sin embargo, eso no pasa. En medias naranjas no caben gajos ajenos.