Insultas – ¡hijoputa! – a un conductor que invadió tu carril sin previo aviso y este gesto te hace sentir mal. Te sientes culpable no por la mala praxis del contrario, sino por tu inapropiada reacción (no tenía que haberle llamado hijoputa; no me reconozco). En el próximo intervalo, desde que pierdes de vista al insultado hasta que sucede otra circunstancia que desvía y ocupa de nuevo toda tu atención, te sientes mal. El intervalo ocupa un total de 3 minutos y 17 segundos.
Después de esos 3 minutos y 17 segundos un motero se detiene junto a tu taxi, levanta la visera de su casco y te pregunta cómo llegar a la Nacional I, dirección Burgos. Le dices que te siga, que precisamente tú también pensabas tomar esa dirección. Se abre el semáforo, aceleras y la moto comienza a seguirte. Al instante olvidas el incidente del hijoputa: ahora toda tu atención se centra en no perder de vista al motero a través de tu espejo retrovisor. Comienzas a sentirte bien. Útil. Lo que haces es importante para alguien.
Y cuantas más calles recorres con él siguiéndote, mejor te sientes.
Asocias tu bienestar con el motero. En cierto modo, tu estado de ánimo depende de él. Por eso al llegar a la autopista, en lugar de tomar el desvío que tenías previsto, continúas delante de su moto. Él ya conoce el camino, así que te adelanta y te levanta el brazo en señal de agradecimiento. Para el motero, tú ya has cumplido tu misión. Sin embargo te resistes a perder tu estado de ánimo y aceleras, le adelantas tú a él, y vuelves a dejarle a tu espalda. Insistes en seguir siendo su guía.
El motero vuelve a adelantarte y luego tú a él. Se lo ha tomado como un ‘pique’ entre ambos, pero tu carrera es otra. En el kilómetro 53, el motero se desvía para echar gasolina. Se detiene en un surtidor y tú te plantas delante, con la intención de esperarle. En esto se acerca a ti y te dice:
– ¿Pretendes que te pague por seguirte, taxista?
– No. Sólo quiero que me sigas, sin más – le dices.
– A dónde – te dice quitándose el casco.
– No quiero volver a Madrid solo. Me comen los monstruos.
– ¿Los monstruos? Te diré algo: Como continúes siguiéndome, llamo a la policía… ¡hijoputa!