Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de junio, 2011

Ciudad bipolar

Insultas – ¡hijoputa! – a un conductor que invadió tu carril sin previo aviso y este gesto te hace sentir mal. Te sientes culpable no por la mala praxis del contrario, sino por tu inapropiada reacción (no tenía que haberle llamado hijoputa; no me reconozco). En el próximo intervalo, desde que pierdes de vista al insultado hasta que sucede otra circunstancia que desvía y ocupa de nuevo toda tu atención, te sientes mal. El intervalo ocupa un total de 3 minutos y 17 segundos.

Después de esos 3 minutos y 17 segundos un motero se detiene junto a tu taxi, levanta la visera de su casco y te pregunta cómo llegar a la Nacional I, dirección Burgos. Le dices que te siga, que precisamente tú también pensabas tomar esa dirección. Se abre el semáforo, aceleras y la moto comienza a seguirte. Al instante olvidas el incidente del hijoputa: ahora toda tu atención se centra en no perder de vista al motero a través de tu espejo retrovisor. Comienzas a sentirte bien. Útil. Lo que haces es importante para alguien.

Y cuantas más calles recorres con él siguiéndote, mejor te sientes.

Asocias tu bienestar con el motero. En cierto modo, tu estado de ánimo depende de él. Por eso al llegar a la autopista, en lugar de tomar el desvío que tenías previsto, continúas delante de su moto. Él ya conoce el camino, así que te adelanta y te levanta el brazo en señal de agradecimiento. Para el motero, tú ya has cumplido tu misión. Sin embargo te resistes a perder tu estado de ánimo y aceleras, le adelantas tú a él, y vuelves a dejarle a tu espalda. Insistes en seguir siendo su guía.

El motero vuelve a adelantarte y luego tú a él. Se lo ha tomado como un ‘pique’ entre ambos, pero tu carrera es otra. En el kilómetro 53, el motero se desvía para echar gasolina. Se detiene en un surtidor y tú te plantas delante, con la intención de esperarle. En esto se acerca a ti y te dice:

– ¿Pretendes que te pague por seguirte, taxista?

– No. Sólo quiero que me sigas, sin más – le dices.

– A dónde – te dice quitándose el casco.

– No quiero volver a Madrid solo. Me comen los monstruos.

– ¿Los monstruos? Te diré algo: Como continúes siguiéndome, llamo a la policía… ¡hijoputa!

Forzar tu nombre

Sólo apilamos los pensamientos densos. Los demás se disuelven o se confunden entre ellos y acaban arrastrados por la inercia de la misma vida, succionados por el esfínter del olvido. De estos últimos apenas quedan posos; cadáveres calcinados imposibles de biopsiar. Nombres compuestos a base de fichas y comodines que te en su día te ofreció el azar del camino.

Igual que en el Scrabble. Juegas, te cansas de ti, lanzas el tablero al aire y entonces caen las letras en completo desorden sobre tu cabeza y ya no sabes qué recuerdo incluía una Z (10 puntos) o quién puntuaba el triple en el tablero de tu pasado. Y si lo rehaces de nuevo, siempre sobrarán fichas. Y si te comes las fichas sobrantes, te acabará doliendo el estómago. Y si las lanzas con furia a la cara de la primera mujer que quiera jugar contigo, te denunciará por agresión e irás a la cárcel.

Y si te da por jugar solo, con todas las fichas y el tablero vacío, acabarás haciendo trampas:

B-E-A-T-R-I-Z (18 ptos x3 = 54 ptos.)

Pero todo puede cambiar en un abrir y cerrar de calles:

Ayer, en mi taxi, una usuaria me dio en monedas el importe exacto de la carrera. Me tendió el dinero y, antes de poder contarlo, ya se había marchado. El taxímetro marcaba 14€. Conté 10 monedas de 1€ y una ficha de Scrabble. La letra M, para más señas: 4 puntos.

Buen comienzo.

Los planetas

Dos usuarios en el asiento trasero de mi taxi. El hombre, de unos cuarenta años y aspecto casual, andaba buscando trabajo. La mujer (diez años mayor que él, vestido hippie estampado y pelo ralo) tenía, según deduje, una consulta de astrología. Eran amigos o amantes, no sé.

El caso es que él le preguntó a ella por el momento más propicio para echar curriculums y ella le contestó que aún no, que esperara a que Júpiter se alineara con Saturno o algo así (o puede que fuera Plutón, no lo recuerdo).

– Esto ocurrirá dentro de dos semanas – añadió. 

El hombre, tras oír los consejos de la mujer, consultó su agenda electrónica y anotó algo con un puntero.

– Bien. ¿El martes 22 te parece un buen día para enviar mi currículum al despacho del que te hablé?

– Mejor el 23 – dijo ella de memoria.

– De acuerdo. Muchas gracias, tesoro. No sé qué haría sin ti.  

Tras escuchar esto imaginé al tipo, en su casa, esperando con los curriculums en la mano a que los planetas se alinearan, mirando al cielo por la ventana del balcón, esperanzado. Y esa imagen me pareció romántica. Absurda a todas luces, pero romántica (¿acaso el amor no es también la conjunción de dos cuerpos?).

Creer que las fuerzas gravitatorias del cosmos influyen en todos los aspectos de nuestras vidas resulta, cuanto menos, tranquilizador. Yo, por mi parte, seguiré el ejemplo: el día que te cambie por otra, vida mía, le echaré la culpa a Venus.

La Puerta del Sol no huele a ti

«Mira ese de ahí, el de la cresta. ¡Mira qué pintas! ¿cómo pretenderá encontrar trabajo con esas pintas? ¡Madre de Dios! ¿Y estos son los que pretenden renovar la democracia? ¡Qué vergüenza! ¡Con lo bien que empezó lo del 15-M! Al principio sí que había gente de todo tipo, indignados de verdad. ¿Pero ahora? Ya lo ves. ¡Una panda de mataos, eso es lo que son! Y encima están arruinando a los pobres comerciantes de la Puerta del Sol. Que dicen que hasta huele mal, y todo. A ver si se marchan ya. Esto ya no tiene sentido. Están haciendo el ridículo»

Dices todo esto y mucho más, cómodamente sentado en el asiento trasero de mi taxi, mientras cruzamos una Puerta del Sol aún sitiada por carpas y carteles de indignados que huelen, sí, pero a ojeras, a sangre hirviendo, a ganas de levantar por ti la toalla que tú tiraste al tercer o cuarto día. Aquello estuvo bien, sí. Te ilusionaste casi tanto como aquella vez que España ganó el Mundial. Pero en estos tiempos de inmediatez nada dura más allá de tres o cuatro portadas, las noticias son modas pasajeras y la ausencia de titulares al respecto genera también sordera en ese efecto llamada que necesitabas cuando las cámaras retransmitían en directo, aunque sólo fuera para decir «yo estuve ahí».

Y aquel tipo con cresta que tanto te repugna no tiene nada que ver contigo. Tú llevas chaqueta, corbata y el pelo corto porque te obliga la empresa para la que trabajas. Tu empresa te imprime unas normas que simplemente asumes. No te planteas por qué vistes exactamente igual que el resto de tus compañeros. También asumiste meterte en aquel piso a pagar en 30 años con un interés variable la mar de ventajoso, que pagarás doscientas veces más caro (y durante 25 años más) de lo que pagaron tus padres en su día, fruto de una especulación contra la que luchaste el día 15, el 16 y tal vez el 17 de mayo también, pero no más (demasiado para ti). Apenas una semana después votaste a un partido que en su día potenció esa misma especulación de la que tú eres víctima, pero había que echar a Zapatero como fuera y esto es cosa de dos, todo el mundo lo sabe, qué le vamos a hacer. Lo hiciste aunque el partido al que votaste incluyera imputados por corrupción en sus listas. Todos los políticos roban, los unos y los otros, qué le vamos a hacer.

Puede, digo yo, que aquel tipo con cresta, al menos, intentara a través de su imágen y estilo de vida demostrar que se caga en los parámetros establecidos, así como en ese mismo sistema que tú asumiste hace tiempo: «es el mundo que me ha tocado vivir, qué le vamos a hacer». Mientras tanto piensas que ojalá tuvieras pasta para invertir en deuda griega. Los intereses están por las nubes, tú. Es negocio seguro (y los recortes que ahora sufren los curritos griegos para pagar esa deuda te pilla lejos; hay un mar de por medio).

La hipocresía huele peor que la mayor de las acampadas, querido amigo. Y también el conformismo ante la injusticia que aún sigue intacta (los políticos continúan sordos en su plácido e impune mundo ombliguista). Y criticar al que sigue luchando por algo que a ti también te incumbe sólo por justificar la mentira patrocinada en la que vives, me entristece. Es triste que hasta la indignación, en los putos tiempos que corren, sea efímera.

Dos o tres mundos

El joven subió a mi taxi y, nada más indicarme el destino, sacó de la mochila su PSP y comenzó a jugar. Desde ese instante no exagero al decir que perdió por completo su porción de realidad. En lo que duró el trayecto no despegó ni por un instante los ojos (como platos) de la pantalla, pulsando botones como si de ello dependiera el destino de la humanidad, y girando la cabeza a izquierda y derecha como esquivando los golpes o proyectiles del enemigo.

Avanzado el juego, y el trayecto, tal vez tras haber perdido demasiados puntos de vida, exclamó en alto:

– ¡Mierda! ¡Ahora sí que estoy jodido! 

Parecía decirlo en serio. Su cara ahora estaba pálida y le corrían dos gotas de sudor por la frente. Pero al instante se vino arriba y comenzó a darse ánimos:

– ¡Venga, Tomás! ¡Que tú puedes! ¡Muere, cabrón!

Su actitud me preocupó. De seguir así, tal vez podría acabar perdiendo la noción de sí mismo y se olvidara de respirar durante demasiado tiempo, o podría meterse tanto en el personaje del videojuego que muriera él también si le mataran en su propia ficción. 

– Tendré que evitarlo – pensé.

Así pues, ya en plena autopista de cuatro carriles y sin apenas tráfico, cada vez que el usuario giraba la cabeza para esquivar los proyectiles de la pantalla, yo comencé a girar también el volante en dirección contraria (con la intención de equilibrar sus virajes ficticios con los míos reales y mantenerle cuerdo).

Y en esta lucha de fuerzas centrífugas y centrípetas, debatiéndonos ambos entre su ficción y mi realidad (pese a cambiar de carril con brusquedad cada vez que él giraba la cabeza, seguía sin despegar la vista de la consola), pendiente como estaba de su cuello para girar a la inversa, no reparé en el coche de policía que nos venía siguiendo. Sólo advertí su presencia después, cuando me adelantó y accionó la sirena y me mandó parar en el arcén.

Bajaron dos policías del coche, se acercaron a mí, y uno de ellos me dijo:

– ¿Por qué conduce haciendo «eses»? ¿Ha bebido?

– No – dije.

El policía se asomó para ver mejor a mi usuario, que seguía sin despegarse de su consola, ajeno a todo.

– En cualquier caso, vamos a someterle a un control de alcoholemia – dijo el otro sacando del coche patrulla un alcoholímetro. 

Soplé y di una tasa cinco veces superior a la permitida. El policía me dijo que inmovilizarían el vehículo y me llevarían a comisaría. Después le pidió a mi usuario que bajara del taxi.

Sólo entonces, el chico despegó la vista de la pantalla y dijo:

– A este paso no alcanzaré Andrómeda en la puta vida.

Las soledad de los números pares

Sabes, como yo, que no te será posible empezar de cero a tus treinta y seis. Tienes y tendrás siempre al pequeño Víctor y eso asusta, limita. Un hijo que fue de otro y siempre será tu hijo y crecerá a tu lado nunca tendrá otro padre, al menos de sangre. Quien venga después no podrá más que asumir esa parte de ti como ajena, y no es fácil encontrar a alguien que te quiera por partes, con matices.

Sabes, como yo, que pese a todo Víctor no es ningún lastre, pobrecito mío. Es TU hijo, solo tuyo, el padre rompió su parte, huyó, ¡que le jodan! Víctor es lo mejor de tu vida, lo más importante, lo único. Y sólo tiene tres años: no sabe, no entiende de figuras paternas. Víctor nunca fue consciente de su padre. En realidad, estás a tiempo de darle otro padre y que lo tome como propio y todos se asuman con naturalidad y al fin dejes de dormir sola o sólo con Víctor cuando tiene miedo y se mete en tu cama y se acurruca a tu lado. Te gusta dormir con Víctor, claro, pero tú le proteges a él. ¿Quién te protege a ti?

Nada es fácil. Trabajas como una burra y tu escaso tiempo es para Víctor. Y tal vez perdiste esas leyes de la atracción que tan buenos resultados dieron en tu etapa universitaria. Ligabas mucho, pero eso era antes. Ahora está Víctor, estás pendiente de él. Vives para él. Nada es fácil.

Pero sigues siendo guapa. Tus ojos siguen siendo increíblemente azules.

Me miras a través del espejo. Me dices:

– ¡Pare, pare!, es aquí. ¿Qué le debo?

– 8,35€.

Me tiendes un billete, te doy el cambio, me das las gracias con tu perfecta sonrisa y abres la puerta:

– ¡Vamos, Víctor! – le dices al niño.

Y bajas de mi taxi, y el niño después de ti. Y eso es todo. Jodidamente todo.

Secuencia cuarta

1.- Sube a mi taxi un usuario en el Aeropuerto de Barajas dirección Madrid.

2.- Al tomar la autopista comienza a llover.

3.- Aumenta la intensidad de la lluvia hasta el punto de tener que reducir drásticamente la marcha.

4.- El agua cubre por completo la autopista. Circulamos a escasos 20 kms/h.

5.- El nivel del agua continúa ascendiendo. Incomprensiblemente, mi taxi también asciende aunque sin perder adherencia.

6.- Ahora circulamos por encima del quitamiedos (aproximadamente a un metro sobre el nivel del asfalto).

7.- Continúa lloviendo y ascendiendo nosotros también hasta alcanzar el límite de las farolas. Ahora sólo vemos algunas casas, las más altas.

8.- El usuario me pide que no me detenga, que continúe recto.

9.- Lluvia ha conseguido inundar el edificio más alto de la ciudad. Ahora circulamos sobre una infinita superficie de agua.

10.- Alcanzamos la nube que provocó el diluvio. Por motivos obvios, ya no llueve.

11.- En el epicentro de la nube (la niebla lo invade todo), el usuario me manda detener el taxi.

12.- Me tiende un billete de 50€ y me dice:

13.-

…………………………………………………………………..

Comodín del lector: ¿Qué me dijo el usuario?

Autobiografía inventada

Lo mejor de no dejar ni el más mínimo rastro de tu pasado está en poder inventártelo sin miedo a ser descubierto. Sin huellas no hay pistas; no hay cadáver, querido Watson.

Quemé todas mis fotos, cambié de amigos una y otra vez, y de ciudad en mi perfil de Facebook (ahora soy taxista en Estocolmo, casado con una rubia cuyas fotos encontré en Google y photoshopeé a mi lado en actitud cariñosa).

Resulta divertido inventar tu propia autobiografía. Y terapéutico también. Todos esos traumas que dejó la infancia pueden ser moldeados a tu antojo hasta el punto de hacerlos desaparecer, y con ellos las secuelas que aún colean. No hay más que creerte tu propia ficción para olvidar qué sucedió en realidad.

De niño nunca fui retraído, sino el líder de la clase. Tampoco hubo complejo de Edipo: nací huérfano pero en seguida me adoptó una pareja gay, dos padres, y con ellos viví feliz hasta que me contrató El Circo Del Sol (por mis habilidades contorsionistas) y comencé a viajar por todo el mundo. En Tokio conocí a Leila, tuvimos dos hijos, pero tuve que matarlos (y a ella también) en un accidente ficticio porque no soportaba tanta responsabilidad. Luego escribí unos cuantos libros, sólo por ganar dinero, bajo el pseudónimo de Lucía Etxebarria; incluso contraté a una feminista de aspecto esquizoide para atribuirle a ella la autoría de mis libros y no levantar sospechas. Y ahora, como ya he dicho, vivo en Estocolmo y conduzco un taxi. La rubia que encontré en Google no es más que una tapadera. En realidad vivo en una preciosa casa de paredes verdes con mi novio Alexander.

El insoportable destiempo entre tú y yo

Foto: Sara Petagna

Aun dentro los dos del mismo habitáculo de mi mismo taxi, tuve la sensación de viajar contigo a destiempo. Tú mirabas por tu ventanilla absorbiendo cada detalle a una velocidad de vértigo, tal vez siguiendo con los ojos el ritmo frenético de la música de tus auriculares (por la frecuencia monótona de los graves supuse que escuchabas house: unos 120 pulsos por minuto). Y puede que también tu frecuencia cardiaca se amoldara a los golpes de música, y también a la secuencia en imágenes de tu pensamiento (120 recuerdos por minuto), y también al paso de aquel hombre que justo cruzó delante de nuestro semáforo y parecía llevar prisa, y tú seguiste sus pasos con la mirada.

A tu vez yo escuchaba por los altavoces del taxi Suzanne, de Leonard Cohen. Y en cada estrofa intentaba traducir su lánguida y lenta voz: «Y quieres viajar con ella / Quieres viajar a ciegas / Y sabes que confiará en ti / por haber tocado su cuerpo perfecto con tu mente».  Y mi pulso no alcanzaba el ritmo de la canción (habría muerto), pero sí bajó a extremos dóciles. Y yo, como tú,  también me fijé en la calle: en un anciano que caminaba por la acera como analizando la densidad de cada baldosa. Y mis pensamientos rodaban a su vez espesos. Apenas imágenes estáticas de ti, a través del espejo, solapadas por el vicio indomable de mis deseos.

Era evidente nuestro desfase temporal. Los tiempos internos marcan la intensidad de nuestras vidas. Y esos tiempos son más exactos que cualquier reloj suizo. Los días nunca duran 24 horas exactas. Los tuyos apenas duraban segundos (y yo me sentí el segundo de tu primer minuto en mi taxi).

Por eso no me sorprendió en absoluto que llegaras a tu destino antes incluso que mi mismo taxi. A mitad de trayecto, me pediste frenar y añadiste:

– Es aquí. ¿Qué te debo?

Aún quedaban cuatro o cinco manzanas para la calle y el portal que tú misma me indicaste. Pero seguí tu ritmo:

– 7,25€ – dije. Los taxímetros sólo cuentan distancias reales.

Saliste del taxi y te adentraste en un portal que no era el tuyo. Tal vez fuera el portal de la casa que alquilarás mañana. En cualquier caso, ayer me enamoré de ti.

Parejas S.L.

Recuerdo que en aquella manifestación del 15-M un hombre de avanzada edad se acercó a mí y me tendió una octavilla donde explicaba, a grandes rasgos, por qué la propiedad privada nos convertía en seres despreciables. Como «propiedad privada», aparte de los bienes materiales, también incluía el concepto de «pareja» o «unión sentimental». Según decía el texto, la monogamia nos convertía en seres egoístas, acaparadores y enfermos (entendiendo como enfermedad «esos irracionales y en ciertos casos trágicos ataques de celos»). El AMOR (con mayúsculas), para ser considerado como tal,  habría de compartirse y no limitarlo sólo a dos personas, sino a muchas: a cuantas más mejor. Consideraba contrario a la naturaleza humana, a la vez que frustrante, desear sólo a una mujer (o a un solo hombre), así como volcar todos tus sentimientos hacia una única persona, limitando así nuestra capacidad de amar y ser amados (y desear, y sucumbir). La monogamia implicaba, pues, acaparar, poseer y compartir en una sola dirección, descartando el resto.

Saco esto a colación porque, esta misma tarde, una usuaria de mi taxi me ha hecho recordar el contenido de aquella octavilla. Durante el trayecto he sentido hacia ella ese mismo deseo unidireccional y, escuchando la conversación telefónica que ha mantenido con, supongo, su único hombre, he sentido irracionales celos de él. He envidiado a un tipo que no conozco de nada (ni siquiera de vista) y he deseado acaparar sólo para mí a una única mujer. Y tal vez ella, a su vez, pudiera no haberse fijado en mí (en los mismos términos) por «pertenecer» a otro hombre.

Y en ese punto he comprendido que, en cierto modo, algo falla en lo referente a la propiedad privada. Y en lo referente a mis pajas mentales, también.