Algunas palabras Sobre el Azar del mapa de Álvaro Valverde

Tusquets edita la nueva entrega poética de Álvaro Valverde, un manual de cómo se puede registrar a la vez la belleza exterior e interior de las ciudades a través de los ojos del que las visita e intenta vivirlas los días que permanece en ella. Sofía, Ginebra y Grandson son los destinos del hombre que busca los fantasmas perdidos para encontrarse a sí mismo, mitómano sincrético, en la humildad de su poesía reside su grandeza. Sobre el Azar del mapa de Álvaro Valverde editado por Tusquets.

Cuaderno de Sofía

Ciudad que se confunde con el mapa, desde el aire la promesa de todas las bellezas, de algo vivo. Lo vivo se esconde en la pared y en los callejones. Acompasar tu latido al de una ciudad exige tiempo y disposición. Belleza escasa que sigue siendo belleza, como una gota de colorante artificial en la nieve. “Contra los muros grises/nos deslumbra”. La nieve es como una visita a una ciudad en vacaciones, en esos primeros instantes, magia y poesía. Luego, conforme pasan los días, tienes que tomar una decisión con la ciudad: quedarte en ella o volver a tus calles (“Lo que es limpio/trasluce por el hielo”). Sofía es, como todas las grandes ciudades, una ciudad gastada: “Caminamos sobre losas precarias/que se mueven, salpican, están rotas”. En las ciudades europeas encuentras a sus habitantes en los supermercados, frente a un café, ajenos a los turistas, como si la existencia del habitante y el turista se encajara en dimensiones diferentes. Vuelves al apartamento alquilado. Avenidas con edificios de uno o dos alturas como máximo. El interior habitado, sin polvo en los muebles, no hay luz ni personas. Nunca ves a nadie entrando o saliendo de los portales. Miras el reloj y sospechas de las leyes de la física: “La crees abandonada/pero alguien/asomado a un balcón/también te mira”, ¿te observa o te atraviesa?

Mercadillo, días en Budapest, días en Sofía, casacas militares y el telón, el pulmón del acero. Mercados de pulgas para los estantes del orden. Amor el pop. Amo la Perspectiva Nevsky (desde Rusia hasta los santos de Sofía). Tienen que ser ciudades gastadas, le escribo al poeta, porque “En las que uno se imagina sin esfuerzo el paso inexorable de la historia”. Distinta será la ciudad, maestro, cuando te marches, ¿elegirá sus mejores galas o solo aparentará indiferencia con su traje de diario? “No será esta ciudad luego la misma/me gusta imaginarla como el bosque que se adivina entre los troncos mustios”.

«Vitosha. Mi abuela estaba en el Hospital Miguel Servet. Llevaba muchos días ingresada. Desde las ventanas de su habitación se veía la Romareda. El Zaragoza jugaba la ida de los cuartos de final. Era 4 de marzo. El día de antes de la Cincomarzada. El estadio estaba lleno y mi padre y mi tío escuchaban los sonidos de la afición, las gradas llenas. Habían escuchado unas semanas antes cómo eliminábamos a la Roma. En el Vitosha jugaba Nasko Sirakov. Un cromo, un hombre. Bulgaria para los de mi generación son cromos del Mundial 86».

Sobrevivimos, dice la poeta Zhivka Baltadzhieva, a los nuestros, a los ajenos, a los vuestros. Supervivientes que recogen la historia en Bulgaria. El viajero: “Que no atiende a otra cosa/que no sea mirar” no se le explica mucho, pero lo que se le pida debe saberlo, cumplirlo, no dejar que nada pase, que nada escape “de la huidiza memoria”.

Allí, en Tánger, fue donde te conocí, maestro Álvaro. Me encargó los billetes tu amigo Fernando Sanmartín y llegó el libro al estanco del pueblo, donde vivo y doy clases. La ciudad, Tánger, me recuerda que también se desgarra en su desgaste. Lisboa, ciudad de ceniza y atardecer de ginebra. Habla su invierno en la boca de los españoles. Habla su verano, como si fuera el último, en la voz de otro español. Y tú, en Sofía, constatas: “Como aquellas tienes casas en ruina/con muros desconchados/tomados con total alevosía por la humedad y el abandono”. Sofía es una ciudad donde la Historia muestra sus tatuajes. “¿Qué decir de la luz? /A uno se le antoja casi gris. Del color/sucio e indefinido/que proyecta la vida”.

En sus afueras Budapest se confunde con Sofía, son elementos toscos que querían unificar la historia. Borrar al hombre con una simple mano de pintura blanca. Potasa para la libertad. “Qué fácil concebir las pobres vidas de quienes sufren mundo adentro”. “No basta con soñar lo que es posible”, sabes, maestro, que al leerte otra vez, sin deseos de emprender viaje, siento que me devuelves el recuerdo de la ciudad. La ciudad completa, la ciudad esqueleto, la que extrañamos, como los que nos sometemos a un exilio voluntario o a un viaje de placer. “Lleva uno a otra ciudad/su ciudad dentro/con ella la compara”. Se derrite la pureza y se caen los dientes de las ciudades, su historia y su belleza tienen algo de caries al hablar. Sofía, como dices, “tiene un brillo matizado: no deslumbra”. Quizá solo sea el poeta quien la dota “con su paciente capacidad de escuchar su silencio” de aquello que va más allá de la mitomanía: “Toda vieja ciudad guarda un secreto. También esta”.

Coge la mano, la mano de ella, su mano, la mano de la ciudad, dos manos distintas pero que acaban por ser la misma. Manos que son guía. “En medio de un camino/que nunca hemos sabido” a dónde lleva”. En tus versos está el recuerdo, en tus fotografías, la verdad. Leer en una noche que se arrastra, miles de kilómetros, es un alivio. Mi admirado maestro, “Una humilde verdad”.

Cuaderno suizo

«¿Qué ciudad, qué país? En los años ochenta, en la Costa Dorada, veía los coches con su matrícula y el símbolo de CH. Le preguntaba a mi padre. Confederación Helvética. La portada de Ásterix en Helvetia. El queso. Los cruces intrascendentes en las rondas previas de la Copa Korac. 89-90 contra el Nyon. En el cantón del Vaud. 79-96 en Suiza y 116-78 en Zaragoza. Jugaron todos los chicos de la cantera. Nos los sabíamos de memoria. Chapuisat. Tony Rominger en 1992 quitándole a Perico su última oportunidad de ganar una gran vuelta. Centro del mundo libre. El cascarón hermético de occidente. Las montañas azules y verdes de “Sonrisas y lágrimas”. Alex Zülle. Laurent Dufaux. José Manuel Fuente ganando la Vuelta a Suiza de 1973. Las montañas de Asturias, con vacas y miseria, con menos chocolate, con escarlatina. Fuente ganando en Grächen y Meiringen. Perurena en Schupfart. Hugo Koblet y Ferdinand Kübler, los mejores ciclistas de los cincuenta. Caballo loco, el bello, ganadores del Tour y el Giro. Los que miraban a los ojos a Jacques Anquetil. Uno gana en en 1950 y otro en 1951. Los años del hambre en Suiza son más cortos. Son distintos. No hay hambre».

El nacimiento del día en Suiza está hecho de oro, oro puro y queso ligeramente curado, amarillo oro, que cubre todo con plenitud solar. Luz de Suiza que ya alimenta: “Poco a poco la luz va dorando las casas”. Anonimato y neutralidad van de la mano. Sus habitantes son fantasmas de la exuberancia. “En ese mortecino resplandor/descifras otro tiempo perdurable, /Oculto en las estancias interiores/donde la luz se refugió”. Es como si el tiempo se viviera de otro modo, si su aire se respirara de manera distinta: “Qué puede estar pasando tierra adentro/en las habitaciones de esas casas”.

Secretos que disfrutamos en compañía del misterio de la noche. Jorge Luis Borges no distinguía jardín de Paraíso, por eso sus senderos se bifurcaban engañados por el tiempo. Un tiempo que se moldea en las manos de uno de sus poetas herederos: “Celebremos que personas de sitios diferentes/se hayan encontrado en un lugar/donde cualquier distancia se ha abolido”.

Un río puro y extenso, alma que da de beber a todas las almas que habitan la ciudad. También las que se acercan de visita: “Como si la belleza/de su ser natural/convirtiera en bondad/mi interior lastimado”. En una carta imposible de un poeta muerto en la ciudad equivocada quedó una vida atrapada. Ramón Sucre. Sucre mezclado con Veronal para que el veneno se endulce. Yo pienso en cómo mi vida, Álvaro, de humilde funcionario y padre, floreció a los cuarenta años. Cómo aquella paz vital me separó para siempre, me separó de manera axiomática de mi otro yo, cuerpo de sueños, podrido feliz en las sustancias y en el desasosiego, a la intemperie, hambriento, siempre hambriento.

Jorge Luis Borges rodeado de nombres que siempre serán menos luminosos que el suyo. Resplandecer en la vida, resplandecer en la muerte. Ser una nova perfecta para terminar en el abismo de la ceguera. Sus huesos en Ginebra, alimentando el suelo monolítico e impoluto mientras sus cenizas vuelan, atraviesan el océano, penetran entre las hojas de los libros imposibles, de los libros soñados que se acumulan en su departamento privado de la Biblioteca de Buenos Aires. “Con la caligrafía desmañada/ de alguien que es mayor y, además, ciego”.

«Aquel libro de arena, aquel vendedor de biblias, un ejercicio que, ilusionado, mando a mis alumnos de cuarto de la ESO. Algunos, a pesar de sus lecturas de latín y griego, me miran sorprendido: ¿Cómo aquel hombre ciego fue capaz de convertir en personajes las sucesiones convergentes de Cauchy? ¿Cómo deslizó sus palabras entre los infinitos elementos del cuerpo de los números reales? Pero mi emoción, maestro Álvaro, no es combustible suficiente y yo también debería inventarme una clave, para esos días en los que todo camina en paralelo a mis paso y quiero atrapar las imágenes: “Un hombre gris/pasea ensimismado por las oscuras calles de Ginebra/memoriza palabras/de un poema futuro»

Invocación en Ginebra, tan pura que la corrupción se acerca, laminera. Pere Gimferrer, entre Hollywood y Valente, en un libro arrancado a las manos huesudas de la Cuesta de Moyano. Los dos, los poetas, escapan del pop, de internet, que son canon imprevisto, entre el hermetismo y la dulzura. La tormenta y el muelle, Pere añora el mar y el Barrio Chino, cómo construir un poema más sólido que aquel que enhebra sus versos con los tuyos, como barro que se mezcla con cal y arena: “Y esa ciudad de gente/en el exilio”. Y María Zambrano, leeré la entrada de Wikipedia, rústica y feísta, María Zambrano, situacionismo del estudiante, avenidas y madrugones camino de la facultad. Olvida la avenida, escucha la palabra y el personaje. María Zambrano, mil días antes de volver a España. La vida es un misterio, la vida es, maestro, seguir tu viaje, seguir tus poemas, camino.

Novísimos atrapados en el funcionariado y la poesía purísima que se escribe para ser quemada y que su fuego ilumine el camino de otros poetas. Nombres de suicidios demorados. Hablar de Jaime Gil de Biedma, Vicente Aleixandre y Valente.

«Es 1974. El año que Eddy Merckx voló sobre los montes del Jura camino al Tour después de ganar el Giro. Su única Vuelta a Suiza, la de 1974. Luego llegará el tercer arcoiris. En Montreal. En 1971 había ganado su segundo arcobaleno en Mendrisio. Desde Mendrisio a Ginebra hay casi cinco horas en coche. La distancia de una vida. Pero antes del tercer entorchado llegó la muerte de Alfonso Costafreda. El 8 de mayo. El 13 de junio comenzó aquella edición del Tour de Suiza. El día de la muerte de Alfonso Costafreda se sirvieron las copas cambiadas y nadie quiso saber nada del vino que sabía a vida. Encuentros unos cuadernos, nombres lejanos, de 1963, los premios Bosca, entre 1949 y 1961 y me piden, también, 50 euros por un ejemplar de Espadaña, el número 19. Imprenta Casado, León. Año 1945. El primer poema de Alfredo Costafreda: “Selva de vida”. Amor iracundo de Vicente Aleixandre y poemas de José María Valverde y Leopoldo Panero. España. 1945. Por cincuenta euros, Alejandro, podemos comprar su primer verdso. Espero, me perdones, maestro, por estas veleidades prosaicas».

En esta ciudad prudente, tú también eres poeta, Álvaro. Por eso el silencio y la niebla y la ausencia de pisadas: “Proyecciones de mujeres y hombres/que vuelven de las nieblas del pasado”. Entre el silencio y el ruido se cuelan tus poemas. Un espectro que mira al turista, que confunde tiempo y espacio, un espectro que se sabe más dueño de aquel lugar que el turista que se deja atrapar.

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