Algunas palabras sobre El crepúsculo del mundo de Werner Herzog

Una novela, «El crepúsculo del mundo», que funciona como un diario del tiempo detenido, como un guion que atrapa la selva, un hombre que se dirige hacia la lentitud como si su alma, abrasada en ámbar, recorriera la historia de una parte del S.XX. ¿Qué lleva a un hombre como Herzog, un alemán, admirado por Truffaut, perseguido por el fantasma de Murnau, un artista que respira, que siente la vieja Europa, a penetrar en la jungla, a dejar que los insectos y los hongos narren la historia que parece el fantasma de una historia? Quizá exista una fijación por la humedad, por la locura que trae el ensordecedor ruido blanco que las lianas, la exuberante vegetación, la orquesta entomológica, genera en él. Si Aguirre fue la cólera de Dios, Onora es el arma abandonada por Dios. Un arma reluciente por la voluntad del hombre ante el óxido del tiempo.

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La selva, el sueño, la tormenta, lejos es el ruido, cerca el silencio. El camuflaje es piel y cincuenta años una vida para el fantasma. Un fantasma perseguido, una isla en mitad de Filipinas. El fantasma escucha el tagalo como el silbido de las bombas. Como si la selva compartiera corazón con el que resiste. Poesía de un alemán para un japonés, misma locura, como Aguirre, como Onora, como el teniente corrupto. Todos tienen sed y ninguno encuentra el agua potable que se la quite. Escucha el uso de las herramientas como un vodevil, como la repetición que no deja conforme a nadie. Juguetes estropeados en manos de un muerto viviente.

«No temo a la muerte, pero lamentaría morir diciendo la verdad. Mucho tuétano para poca carne. La ciudad esqueleto y sus bombas atómicas dieron fin a la guerra, pero Japón es silencio atómico y sus combatientes, más que valientes devotos: hojas que se pudren sin que nadie las recoja, una mitología, la del átomo, la de Hulk, Shiva o el Doctor Manhattan que no tiene nada que ver con las minúsculas islas, peleadas palmo a palmo, con el cuchillo entre los dientes. Al morder, otra vez, la sangre se derrama y el suelo terroso de la jungla lo recibe sediento».

Aviones de los Estados Unidos, yendo y viniendo sobre el cielo del Pacífico. Da igual cuándo leas esto. Guerras que empiezan y no se terminan. Como álbumes de cromos para niños impacientes. Qué veleidad estoy cometiendo escribiendo esto. Pero todo lo circular es una trampa y el protagonista del libro deja de vivir el tiempo linealmente, es un entretenimiento, un experimento de la experiencia, de la propia raza humana. Y Herzog lo captura con maestría. Un intangible, una pesadilla perpetua. Enemigo y soldado son pesadillas que se entrecruzan en la noche. Uno quiere olvidarlo, el otro no quiere que lo olviden. Una guerra sin fin. Como dividir entre cero, como dividir diez entre tres. Una y otra vez.

La selva consume el día y la noche. Silencio y ruido profundo. Metódico como los granos de arroz en el aire. El agua pútrida, el agua hervida. La mismo agua turbia de todas las guerras. Unas décadas para cada desastre, para cada guerra. Corea y Vietnam. Antes Filipinas. El honor que resulta extraño para el occidental, tanto como la divinidad consentida del emperador. El mensaje a la nación del último dios. Lugares que son estériles, lugares que solo tienen valor en los mapas, en las salas frescas de aire acondicionado donde se traza con regla y compás el destino del mundo, como si la vida fuera un plano que admitiera ángulos rectos. La guerra ha terminado. La guerra terminará cuando yo lo diga. Cuando alguien en quien yo crea lo diga. No quiero creer en nada. No quiero creer en el final de la guerra. ¿Qué nos espera después del sufrimiento? La ausencia de la monotonía del dolor es peor que su presencia. Al menos existe la rutina. En agosto terminó la guerra y el barro es de octubre. Sedientos por la fiebre.

Un pájaro nocturno grita y ha pasado un año entero. El sueño es un camino que no distingue delante de atrás. Porque el desobedecer la física es lo único que les queda a los prisioneros. Aceite de coco para el filo. Treinta años. 111 emboscadas. Fantasmas o atracciones. Peligrosas atracciones. Los lugareños los temen. Son como el hombre del saco. Pasan las décadas y sobreviven porque ya están muertos. Una guerra, la de Corea, que durará más que el libro, más que Herzog, más que tú, que estás leyendo esto. Los niños que no quieren dormir les dicen que vendrá el teniente y se lo llevará a la jungla. Mito del soldado abandonado. En Japón el olvido del soldado es el olvido de la derrota.

Aislamiento, de los cuatro queda uno. Fungicidas, elucubraciones, geopolítica: el rock, el LSD, casi el Bowie, verán el punk en la selva. Descubren el capitalismo a través de un periódico lleno de anuncios y el avance de la tecnología por la luz eléctrica y las radios sin cables. La jungla mide el tiempo en centímetros. Remienda sus ropas como dandies en la basura. La disciplina militar es el dique contra la locura. Mi hermano y el presidente. No tengo familia ni mandato. ¿Quién habla en su nombre? El ermitaño ya no conoce. Hay un salto cualitativo. Hay autoridad militar, voces familiares. El yeti, el monstruo del Lago Ness.

Pero la espada permanece en perfecto estado. Ese es el alma, ese es el tiempo. La noche nunca termina, los que terminamos somos nosotros.

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