Enrique Cebrián: de Familia numerosa y otros versos canónicos

Aprovechando la aparición de un nuevo libro del autor aragonés Enrique Cebrián, Familia numerosa editado este año por Prensas Universitarias de Zaragoza dentro de su colección La gruta de las palabras, repasaremos la obra, las influencias, la sustancia básica sobre la que construye su poesía. Abriremos, en definitiva, una habitación al poeta Enrique Cebrián en este Motel Margot.

Siempre es bueno dar un paso atrás para coger impulso: entre los años 2013 y 2015 la obra de Enrique viaja de París a Zaragoza con un dietario y un libro de poemas: el primero, editado por David Giménez en su editorial Libros del(a) Imperdible servía para reflejar la temporada de Cebrián en París, recopilando información para sus estudios en la Facultad de Derecho de Zaragoza. Estancia de investigación es una demostración de la incontinente voracidad de Enrique, una voracidad creativa que completa a su voracidad como lector y comenzaba su atrevido periplo como autor de dietarios poéticos, un género que es el de los grandes lectores y escritores, una manera de anotar y reflejar de manera lírica la vida, la suya y la de cuantos le rodean, tanto en su día a día como en sus lecturas.

«Vida y recuerdos, amigos, mitos, ciudad como amante transitoria pero imprescindible, affaire puntual frente a su Zaragoza. Del mismo modo, Francia se dibuja, panteón de Europa, como un espejo que devuelve la distorsión de España. Porque Enrique habla en Estancia de investigación, del sufrido oficio de ser español: desde el listado de los residentes del Colegio de España, Jorge Semprún, el gran español parisino, los afrancesados que huyen, pero permanecen. Enrique, con esa manera de sentir la España del medio, la denominada tercera España, abonada al exilio y la desesperanza… es un exilio interior, la ausencia de un país que le ahoga por momentos pero que parece sentirse pleno en la ausencia, en las brumas del recuerdo, donde las imágenes mitifican los paisajes y el viaje interior sustituye a las calles donde se acumulan los mitos, los encontrados, los buscados. Existencialismo y la poesía vulgar de las guías de viaje que mezclan terrazas, Ernest Hemingway y los caídos por la eternidad en el cementerio de Montparnasse».

Enrique, como en un adelanto de su obra posterior, demuestra como un poeta de la miniatura, amante de las cartas perdidas, la ausencia como una polaroid de belleza. Enrique, el poeta de la contemplación, representa el McDonalds como perverso heraldo de occidente, se burla del centralismo y del irredento delirio jacobino de los muñequitos de plástico degollados como recuerdo de la Toma de la Bastilla. Pero también suena la poesía de las cavas del Barrio Latino, está George Brassens, se escucha a Gainsbourg y Jane Birkin, cantantes de la generación anterior, de nuestros padres, canciones que hemos heredado, y su presencia en el texto es una deferencia hacia el pasado, el recuerdo y la familia. La segunda parte, cuando solo el amor nos salva, y todo se vuelve luminoso, y la poesía salta de las páginas a las venas, las arterias, la sangre completa del lector. Un amor puro, basado en la intimidad que otorgan los lugares transitados por los turistas: los museos del Louvre o de Orsay o el Centro Pompidou, espacios que toman una dimensión diferente por la purísima luz que las palabras de Enrique hacen que de ellas emanen. Un libro que va de lo oscuro, de lo reflexivo, para dejar paso a la luz, a la esperanza, dejando que los recuerdos tatuados en la piel sirvan de alimento para los días que quedan por vivir. Un libro de madurez, de tránsito, un libro, Estancia de investigación, que atrapa con la precisión de un ámbar un instante fundamental en la vida de su autor.

Y es que solo un par de años después, aunque su escritura cronológica se solapa, aparece la que parecía ser la obra cumbre de la poesía de Enrique Cebrián: en julio de 2015 veía la luz La chica del verano, un poemario abrupto, tormentoso por el dolor, levítico por la esperanza que ofrece. Sus versos, sus palabras, entretejen una relación única con la vida. Enrique se había consagrado como realidad y referente generacional entre los poetas aragoneses. La chica del verano era la belleza total, sumergirse en el alma del poeta, ver a través de sus ojos, paladear las bocanadas de aire que el mar nos regala, abrazar pieles conocidas y llorar pérdidas absolutas. El olor de un perfume, el sabor del insomnio, la ceguera de las lágrimas, el tacto del taxi que recorre una madrugada, el sonido de las canciones que salieron de repertorio… el hombre que es padre cada día mientras se resiste a la tristeza infinita de dejar de ser hijo.

«Aquel libro, que evocaba la pérdida de una madre y encumbraba la realidad del amor filial que intenta llenar el desierto de desolación que ha crecido en mitad de su corazón, está alejado de la dinámica intoxicada, de la nocturnidad panfletaria que sigue estando de boga entre la modernidad mediática. Enrique Cebrián es un poeta de los que agarra las solapas de lo cotidiano y lo hace con fuerza, marcando de manera imperecedera los pequeños momentos en nuestra retina».

Por eso, después de un lustro apocalíptico, de escribir y reescribir los versos de Familia numerosa, muchos pensaron que acabaría en la famosa Biblioteca de los Sueños, junto a otros libros nunca editados, vigilado por los ojos ciegos de Jorge Luis Borges. Pero con el final de la pandemia se anunció la aparición, por fin, de Familia numerosa, un texto que sirve como continuación inexacta de su otra anterior: lo es porque la lluvia cae sobre una Pareja con paraguas y las cosas que suceden son distintas versiones de las mismas sensaciones. Un libro que complementa, aumentando de manera cualitativa la fortaleza de los versos. Entre La chica del verano y Familia numerosa, los recuerdos han crecido alimentados por el tiempo y las sonrisas se han multiplicado en proporción filial. Es la lluvia de la que habla el poema un repiqueteo, una multiplicación temporal donde los segundos son gotas. La apertura del libro con Pareja con paraguas nos permite indagar en el paso del tiempo, en el poeta y su mujer que, no solo son parte ausente, es que en la estampa, fuera los móviles y el amasijo de píxeles, es un hoy que es un hoy con pantalones de pata de elefante, nada de vaquero pitillo. Así que el final más o menos estrecho de una prenda hace que la ciudad, la pareja, la familia, entre en mutación temporal. Enrique Cebrián asume el recuerdo como algo borroso y busca una provisión de emociones en el detalle: “Vienen quizá de alguna asamblea,/tal vez del cine”. El verdadero cambio, la muda de la piel, es lento y no podemos percibirlo con los habituales elementos sensoriales físicos: “Os estoy hablando de mi ciudad/cuando aún no lo era”.

En estos tiempos inmediatos, recordar la correspondencia de papel de carta, sello y sobre, es, como hemos hablado en otras ocasiones, una forma de estirar los momentos, de utilizar la paciencia como forma de medida a la espera de la respuesta. En el poema Mudanza, donde la compañía digital, el mensaje de texto, posee un valor caduco, el poeta los sustituye palabras de amigos. Un gesto, un detalle, convierte el caos en presencia vestal, la mujer del poeta que es musa y cimiento del libro, silencioso sujeto de pasión y estabilidad granítica para la marejada existencial que es connatural al poeta. Los hijos son la presencia y la ausencia, la poderosa ausencia, ese eco de la voz del poeta cuando trata de comunicarse con su madre. Enrique, poeta de interior y de Mediterráneo, mezcla de lo cotidiano y lo trascendente, sabe que el calor del verano puede ser inspiración o enemigo. En Valencia, donde los versos crecen entre la arena de la playa y el sarmiento para el fuego, la lectura de un compañero de tinta es un alivio perpetuo para la construcción del verso. Metales pesados, paisajes oníricos. La lectura de la poesía como tema del poema es un bucle infinito en la creación, a veces de esa idea surge la lectura que se presenta, otra es un secreto que, celosamente, guarda el escritor: “Me he descubierto/como un sol asesino/escribiendo un poema sin temer/la granada de mano de la noche…”.

Si en el anterior poema la compañía es del periodista y escritor Juan Luis Saldaña, en los siguientes versos hace su aparición David Giménez, el Zitarrosa de la Ribera, con sus poemas en los bolsillos. David alejado de la ciudad y Enrique en sufrida devoción. Cuánta sed hay en las ciudades donde el mar está ausente: “Cuando el invierno era una certeza/y diciembre una puerta que se abría”. Estos versos cierran el poema, la ciudad es un esperpento que se maquilla tras la fiel niebla con la que le riega el Ebro, fruto de cómo circula esa savia que más bien parece sangre al recorrer Zaragoza a través de las arterias del Huerva, alimentando viveros y canódromos, como en los tiempos del Café Niké y la Zaragoza agusanada. En la niebla reina la ginebra, su vapor es mareante y protector, su amargura delicada y transparente, sirve para aliviar la digestión pesada que es la vida.

Noche en la playa se erige como el poema fundamental sobre el que se sustenta el libro. Aunque el escenario cambia, de lo urbano a lo bucólico, existe un cordón umbilical que une los poemas y sus estadios geográficos. Registrar el primer encuentro del hijo con el mar. Un encuentro, que como he comentado antes, para aquel que vive en una ciudad sin playa, tiene algo de sediento. Registra con calma esa especie de transmisión generacional. Enrique es un poeta del interior, ávido del mar ausente, grabado en la memoria genética, desde Julio Antonio Gómez hasta Manuel Estevan. De este último tengo reciente la lectura de su libro Maiuei, escrito en Sanjenjo en el verano del 92, en la playa de La Lanzada. Uno de los poemas dice: “Qué abrazo /con la fiel arena a solas./Pendientes de la fiesta, viene a envolvernos una brisa/blanda”..

«El poema Noche en la playa, tanto por su longitud, como por su situación dentro del libro, ejerce de bisagra temática, de crisol de Familia numerosa, confluyendo todas las obsesiones que se plasman en sus páginas: el verano que, como antes lo era la ciudad, se muestra cambiante; las generaciones que se trasponen devolviendo la idea de que todos somos interinos en nuestras propias vidas y que transcurrirán décadas antes de convertirnos en otros, en los que seremos realmente o, al menos, los que no representarán hasta el momento de la muerte. También, y como una consecuencia de lo anterior, existe ese deseo, esa extrañeza por lo que dejamos atrás, lo irrecuperable, arrastrado por el mar y que lo devuelve irreconocible».

Volver a Zaragoza. Enrique sigue allí, consejero de la ciudad de la que muchos hemos huido. Un cierto pudor por la lectura del poema Concierto. Era la noche en la que Gabriel Sopeña presentaba Sangre sierra. Antes de que todo pareciera terminar, cuando nadie hubiera pensado que el silencio se apoderaría de todo, los versos de Sopeña y los de Cebrián se mezclan como una noche en la que se sacrifican becerros y se intercambian arras con Luzbel. Éramos jóvenes y esperábamos el autobús de nuestra ruta escolar junto al polideportivo del Salduba. Perico Fernández todavía vivía y compartíamos una antología que acabaría siendo canónica para muchos de los escritores de mi generación: Poesía española, vol. 10: La nueva poesía 1975-1992.

En aquella antología coordinada por Miguel García-Posada para la Editorial Crítica aparecían, entre otros, Abelardo Linares, Álvaro Valverde, Carlos Marzal o Jon Juaristi. También una de las grandes influencias en la obra de Enrique Cebrián, quizá la más importante junto a Karmelo C. Iribarren, Luis García-Montero. Era el año 1996 y dos años antes el granadino había publicado su indeleble Habitaciones separadas. He hablado de dos, pero el tercero podría ser perfectamente Luis Alberto de Cuenca, uno de los alimentos de los que se nutre cualquier aficionado a la música de Gabriel Sopeña. Sopeña y Loquillo, en 1998 presentaban en Zaragoza La vida por delante.

En él estaba el poema de José Mateos Julia Reis. Enrique extraña aquella canción del autor de Una extraña ciudad y su amor perdido. Todo, en realidad, nos devuelve a Jaime Gil de Biedma, al último año antes de empezar la universidad, el sabor de las primeras ginebras, algo de regusto a carmín si uno tenía suerte. Enrique y yo vivíamos a tres aulas de distancia, un abismo entre el latín y las matemáticas avanzadas, la Historia de España y el Dibujo lineal. Solamente Jaime Gil de Biedma, las personas del verbo, los pupitres de los Marianistas donde podrían haberse sentado, en otro tiempo, en otra ciudad, Luis Alberto de Cuenca y Luis Antonio de Villena. Enrique Cebrián, sin “de” en el apellido, pero con el amoroso e impenetrable Zazurca donde guarda, en caja de plata, una buena parte de su buen hacer poético.

Dos años más tarde, en 1998, Enrique sigue construyendo su educación poética y sentimental armado de aquella antología como quien transporta un panteón mitológico, un canon personal que acabará siendo mediático pero que, en aquel final de los noventa, todavía estaba en construcción. Roger Wolfe, que aparecía en la sección de Baco, armado de resaca y canciones de Lou Reed -unos cuantos años antes de que otros lo resucitaran-, protagonizaba uno de los encuentros de “Poesía en el campus”, derrumbando estereotipos, el cuadernillo dedicado a su obra es el número 40 de aquella colección de separatas y, como si fuera un concierto de los Sex Pistols en Manchester, un enorme porcentaje de los que se sentaron en aquella sala acabaron explorando la selva de la poesía con mayor o menor suerte.

«La vida era como una película de iniciación, un guión de nouvelle vague donde había espacio para el seductor emblema del malditismo, aplacado con la distancia que siempre impone la culpa judeocristiana, bañados en escarceos con lo espirituoso y los destilado y que termina en matrimonios felices que, en su caso lo han cubierto, eso sí, con gusto, de hijos».

Familia numerosa excluye la culpa como una herramienta de control y se entrega a la coherencia emocional del que decide reducir las revoluciones de su existencia. Ese gesto es mucho más complejo que el abandono completo al tiralíneas blanco o las colecciones de divorcios, exige una disciplina y una falta de pereza que termina cerrando en versos como “Recuerdo que a los veintitantos/me ponía cachondo/el Audi 100 de Vilas,/y vengo de comprar hace unos días/una monovolumen”. Leo y empatizo. Las mejores revueltas son aquellas que frustramos nosotros mismos y no hay nada más ridículo que un poeta de más de cincuenta en camiseta.

Enrique es un aragonesista sin titulación. Igual que se los dieron se los quitaron. No pagó por el plastificado y no pondrá una denuncia por la pérdida de algo que sigue siendo suyo. Leyendo a Luis Antonio de Villena en su último ensayo Añoranza y necesidad de la Tercera España editado por Breviarios Athenaica, el poeta habla de una tercera España, de censo mayoritariamente intelectual, que entiende la diversidad formal de nuestro país y es capaz de, asumiendo las motivaciones cainitas de ambos bandos, instalarse en la zona gris donde se abandona la barbarie. Enrique es un aragonesista convencido pero al que no le tiembla el pulso en ofender al cachirulo y al trabuco si las proclamas que enarbolan contradicen el derecho. Eso, que es de una valentía sin igual y que, por supuesto se acaba pagando, permite que uno lea sus ediciones de Emilio Gastón o sus referencias Julio Antonio Gómez, versos libres de la poesía aragonesa y entienda que no hay impostura en el mensaje.

Desde su posición política de socialdemocracia, asume postulados de una izquierda social, nada monolítica, donde la clase media debe de ser el motor que modernice el país. Así amar la poesía y la natación, los zumos recién exprimidos, las heladerías con tradición, o una edición cuidada de las obras completas de cualquiera de los citados anteriormente son lujos que él, como persona política, puede y quiere colocar en las manos de aquellos que lo deseen como signos de progreso. No hay espacio para florituras ni imposturas. Quizá por eso su poesía sea una poesía para el pueblo. Un pueblo que se puede acercar a ella buscando hilos a los que agarrarse y proseguir, encontrar situaciones donde lo confesional puede extrapolarse a lo mundano o donde los que lo rodeamos, tercera España, somos aquellos que mostramos orgullosos el rasgo básico del camino del medio: apreciar la belleza y reírnos de uno mismo.

La poesía del 78, la que entiende las vergüenzas de la izquierda inflada, de la derecha ridícula y que aspira a la paz que nos robaron durante los años noventa a base de tiros en la nuca. Hijos y padres y abuelos, como en una permutación que permite la construcción de un tiempo largo, ¿Seremos los mismos o aprenderemos de series de televisión qué es la paradoja del barco de Teseo ? ¿Mismos cuerpos y distintos poetas? ¿Nos hemos mantenido en la misma línea, el cambio ha sido natural? Es tan coherente mantenerse en la misma línea poética como hacer un cambio gradual con la edad, las preocupaciones, la experiencia vital. Sigue el mar, sigue la ciudad, sigue el apetito por los mismos placeres. Volvemos a la poesía de Julio Antonio Gómez, el más moderno entre los que amaron la ciudad cuando la ciudad era naftalina. Primero la ciudad fue réflex y después hormigón.


Existe un momento de conexión declarada con el libro anterior, La chica del verano, en el poema Fotografía, en versos como: “Figura detenida en mitad de la tormenta/ a cuyo lado pasan, silbando/ las balas de las fechas, las flechas de los días, los agradecimientos,/victorias y derrotas” y esos versos me llevan a otros “El mes de julio explota y este mar, dejado atrás el curso y su resaca,/te susurra al oído como madre”. ¿Es posible separar Familia numerosa de La chica del verano? No creo que sea posible ni necesario. Capítulos distintos en una obra que no puede basarse en compartimentos estancos, aunque, lógicamente, la evolución temática y, en algunos casos -longitud, ritmo-, puede existir o ser parte de una necesidad de experimentación. Cuando repaso ambos volúmenes me cuesta decidir mi favorito a la hora de seleccionar uno para mi canon personal, pero, puesto que mi opinión queda circunscrita a las puertas del Motel Margot, no es ni exigencia ni necesidad.

«Como buceadores curiosos nos sumergimos en el alma del poeta y, a través de sus branquias formadas por estratos temporales casi infinitos, paladeamos las bocanadas de aire que nos regala el mar, abrazamos pieles conocidas y volvemos a llorar pérdidas absolutas».

Coincide la lectura de la obra de Enrique Cebrián con una idea que se ha instalado en mí y se resiste a ser abandonada, creo, que de alguna manera, Familia numerosa ha contribuido a la subida de la fiebre: el ser humano plantado frente al tiempo se convierte en figura porosa, permitiendo que los días lo atraviesen. En este caso, la figura materna ejerce como boya sentimental, referente lumínico en la tormenta vital. Enrique plantea también cuánto hay de cualitativo en el salto vital que uno realiza tras el fallecimiento de su madre y la llegada de los hijos que su progenitora no llegó a conocer. En un segundo, en un día, todo ha cambiado. El plazo temporal es mínimo, imperceptible, pero,por otro lado, la realidad ha cambiado por completo. Ahí quedan versos estremecedores como: “Que soy un hombre que para ti no existe”.

El poema Fotografía ejerce de poema fundamental en el libro. Mientras Noche en la playa era una declaración de estado, una descripción del paisaje, Fotografía, además, es el lugar elegido para que la expresión Familia numerosa, que da título al libro, aparezca. La boya emocional que es la ausencia de la madre o su presencia en el recuerdo, para acabar descubriendo que lo que delimita el “está” de lo que “nunca estará” termina convertido en madurez, responsabilidad, hijos… todo en un diálogo imperecedero, permanente, entre una presencia que es ausencia, entre un recuerdo que es rabia y también descanso, convirtiendo poema y libro en un punto y seguido.

«Esa presencia/ausencia de la madre y la sustitución del hijo por el padre, la transformación más bien del que es hijo al que es padre, produce una empatía transitiva entre el poeta y su lector».

“Lo malo de la muerte/es que no tiene treguas”, escribía Enrique también en La chica del verano, se podía escribir que Enrique agarraba las solapas de lo cotidiano, marcando momentos minúsculos que, atrapados en nuestra retina, quedan marcados de manera imperecedera. El salto cualitativo de esta obra con respecto a la anterior es que el hombre que se resistía a la tristeza infinita de dejar de ser hijo cada día se define más como el hombre que es padre y marido. En el poema Agosto que termina la paz para Enrique es un traslado, un elemento vivo, que funciona en desarrollo paralelo con la playa cambiante: hijos-padre-soledad, ciudad-playa-librerías… todo en esa paz que tiene algo de ceremonial, de cotidiano. La poesía del cambio mínimo.

En el poema El cansancio Enrique Cebrián escapa de lo puramente confesional para arrastrar al que lo lee hacia el poema de aristas múltiples, el poema “navaja suiza”, quizá pecando de sentimentalismo del primer mundo, el que alimenta sus cuitas de detalles de tristeza insegura. Pero como he comentado antes, es un poeta para el pueblo, para la gente que está dispuesta a hacer el esfuerzo de acercarse a la poesía, sin hermetismos imposibles, pero a la que se le puede exigir una cierta capacidad de digestión y búsqueda. Saltarse la orilla del Hudson, con el tono lorquiano, es un encuentro último en el paraíso perdido, donde la romería de la aurora llega llena de alquitrán. Podría abordarlo con el chivatazo del autor, pero en su ejercicio de estilo vuelve a escaparse el elemento del padre y el hijo. Personajes famosos de una obra universal. Una máquina inútil es una contradicción lírica, el poema oculta la misma belleza. La nostalgia alimentada por el queroseno del recuerdo. Distancia geográfica, distancia temporal. Por eso Papa Noel, en sus dos estadios temporales -recurso que aparece con frecuencia en el libro, elemento del que podemos hablar extensamente, ejercicio coherente con una generación, la del 78, que cabalga junta en ese sentido, contrastes temporal-emocionales. Amamos el Castillo Grayskull. Arqueología moderna. El coleccionismo como forma de ámbar sentimental.

El poema El belén del ateo permite señalar varios elementos de coherencia interna que la sonrisa pícara de Enrique había tratado de ocultar: cristianismo, figurillas, infancia, el deseo de cautivar la felicidad a través de la tradición, repetir costumbres heredadas como una especie de paganismo del amor filial. La religión es la familia. En realidad todas las religiones donde prima el amor o es el objetivo final -el alivio frente a la muerte podría ser el otro-, acata la estructura de la familia y sus repeticiones, la transmisión emocional con alteraciones exiguas. Volvemos a la poesía del cambio mínimo. Pero Enrique quiere ser un poco rebelde y en versos como “Semilla del matiz/de lo complejo”, busca separar el montaje del belén de cualquier fundamentación religiosa, como si fuera algo necesario. Cualquier belén en la sociedad española es pagano pero imprescindible, como celebración, como poesía del cambio mínimo… sea o no uno “hombre de una pieza”. Cuando mi generación supera los cuarenta, en ese parpadeo: cierras los ojos de noche y el olfato cerrado por los tóxicos y al abrir hay un aroma de muerte pero también el sonido de las pisadas de tus hijos en el pasillo o el tacto áspero de tus dedos cansados de oposiciones, poemas, tiempo robado al tiempo para poder escribir, tiempo de oro. El recuerdo es una simulación orgánica, un universo conservado por la sustancia gelatinosa que segrega la memoria, como si se reprodujeran mundos imaginarios con chips, electrones o videojuegos.

«Enrique cree, como otros poetas de su generación, en el recuerdo, en la casualidad y en la coincidencia. Porque en la disicencia de lo cotidiano, en la revuelta del madrugar diario, de la pelea por mantener el horario establecido, es donde uno puede mostrar la verdadera disciplina del rebelde social. El que ha elegido el camino difícil».

No podría faltar en un libro de Enrique un pequeño recorrido por las ciudades básicas de occidente. Tras el París de Estancia de investigación es tiempo de acudir hasta Lisboa en el poema Rua dos Faqueiros. Dice que es “Lo más que la ingeniería ha hecho por la poesía”. Lisboa es una parada más, no una excusa, una necesidad. “La tarde es un beso suspendido”, Lisboa es poética sin contradicciones, la patria chica del poeta del cambio mínimo, donde uno tiene la sensación del tiempo detenido, de esa ceniza del incendio que sigue en suspensión, como el beso o las andanzas invernales de Muñoz Molina. Lisboa nos acompaña como París o el resto de las ciudades que han aparecido al principio.

Mapas sinuosos, verdaderas líneas telúricas que inspiran desde siempre al que se acerca al verso con atrevimiento. Porque entre las ciudades hay algunas que son parte del Panteón general y otras, las propias, que son imprescindibles en la vida del poeta. Confusión espacio-temporal lleva impregnada la idea de lo cambiante: quizá esperando una propuesta más metafísica, más significativa, el lunar en la piel, ¿es el mismo lugar donde estuvo siempre? ¿Es la piel parte de la herencia y, por tanto, de la familia? Porque los lunares son herencia, genética de manchas y señales, inherentes como algunas calles, esquinas o secretos solares de la ciudad donde uno vive y que, pegada a la piel, se hace una en el cambio del que escribe.

Y el final. Al final se llega siempre sin papeles. Con lo puesto. Quizá una tarjeta, sea de crédito o de débito. Ya con el guiño a Luis Alberto de Cuenca, con esa Castellana plena en su perfume, esa escapada que con maestría demuestra que la sensualidad no está reñida con la costumbre. Qué final más medido, como sacado del tiralíneas de un arquitecto, que se sabe dominador de la paleta, que entiende la diferencia entre anécdota fútil y la ternura. Enrique Cebrián se supera en este libro, que más que ver la luz, ilumina a los que lo leen. Si no han conocido su obra todavía, me gustaría invitarles desde aquí.

1 comentario · Escribe aquí tu comentario

  1. Dice ser Odice Abogados

    Muy interesante el artículo, además de una gran obra.

    30 diciembre 2021 | 10:07 pm

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