Sobre Niñas y caciques. Single La pobre niña de El Niño Gusano (Madmua Records, 2021)


Yo tenía un libro de Rubén Darío. Era una edición barata, una antología poética de la editorial Santillana con tapa blanca y apariencia de recopilación de los accésits del premio de poesía municipal de una capital de provincia. INTRODUCCION, SELECCION, ANALISIS Y GLOSARIO DE BETTY ROJAS. Lo encuentro en todocolección por 7 euros. Lo más auténtico del proyecto de bohemio cuarentón en el que me he convertido son los volúmenes perdidos en las distintas mudanzas. De piso compartido a un apartamento con vistas a la zona heavy de mi ciudad y, más tarde, una casa cerca del Príncipe Felipe y el pabellón de San José… luego las maletas y las cajas, la oposición y un niño pequeño, el amor y la abstinencia. Los vicios curados. Hace unas semanas volví a Zaragoza. Leí poemas en un teatro. Después, con unos amigos, fuimos a beber agua con gas a un barecito de la zona. Estaba con David Giménez, el más nicaragüense de los poetas de la Ribera. En el bar había un cuadro. El lugar se llamaba «El cacique». En una de sus paredes había un cuadro. Bromeamos. Pensamos que era Sandino. El camarero, muy amable, nos sirvió con cariño y nos explicó con paciencia que el retratado era Rubén Darío. Así que decidí escribir sobre ello. Sobre Sergio y sobre Darío, sobre «El imperdible» y los poetas elegantes, el fin de siglo, las aguas turbulentas, los solistas españoles. El single de La pobre niña editado por Madmua Records es un nuevo ejercicio de cariño hacia la obra de Sergio Algora. La última grabación de El Niño Gusano antes de separarse. Antes del comienzo de la leyenda.

Las formas variadas de terminar los encargos por parte del Niño Gusano son siempre motivo para una pequeña historia. La grabación casera de su versión de Joy Division -el único tema de un grupo español que le gusta a la poetisa Miriam Reyes-, de She lost control, «Ella perdió el control» se registró sobre una cama. Allí montaron el cuatro pistas, allí se subió Algora a cantar, a bucear más bien en la letra, por eso suena acuática y desolada. Quizá algún día Discos Madmua se atreva a sacarla.

«En esta pequeña maravilla, que los coleccionistas tuvimos primero en el «Tributo a Rubén Darío» que aparecía en el número 20 de la mítica revista maño-argentina Zona de Obras y, más tarde, como rareza dentro de Fantástico entre los pinos, el plato rebañado con un abanico de versiones, maquetas y caras B de digestión exigente, pero degustación intensa. La cocina fue siempre uno de las habilidades instrumentales más destacadas en El Niño Gusano».

Cuando apareció la revista nadie sabía que la banda se separaba. Uno lee el texto de Andrés Perruca y se da cuenta de que las cajas de ritmo, las guitarras del revés, los xilófonos tocados por el bajista y la presencia de Paco Lahiguera como druida final permitieron una miniatura que suena rica y lechosa, con sudor adolescente, de ese que sugiere más que da olor. La voz de Sergio entona entre la Antártida y el París 1919. Metáforas para la telilla perdida, un amago de violín sacado de una tarjeta primitiva de sonido, quizá hecha a base de agujeros y telares, como en una revolución industrial donde las máquinas exhalan etanol y usan el vapor solo para lavarse. Era hora de cerrar y nadie tenía las llaves.

El final de siglo fue una época convulsa para los creadores españoles y latinoamericanos. Gustavo Cerati había editado con Plan B en España esa pequeña obra maestra que era Bocanada, lo anunciaba en la contraportada de ese número de Zona de Obras. Era la época de los sonidos electrónicos mexicano, con el Titán y su Corazón y, por supuesto los Plastilina Mosh -su primer LP Aquamosh era una mezcla de El santo, las raves de vampiros de Blade y las novelas de Rodrigo Fresán ( al año siguiente editaría su obra maestra, Mantra).

Era la época de Amores perros y su banda sonora producida por Gustavo Santolalla que nos había dado la vuelta a la cabeza de todos. Control Machete, los Valderrama o versiones cumbia de Molotov. Café Tacuba que también eran de la partida acababan de publicar uno de sus trabajos más experimentales Reves/Yo Soy. Se llamaba Napster y nos iba a cambiar la vida. Camilo Lara era un chico joven, gordito, que acabaría convirtiéndose en un hongo de Yuggoth en la electrónica latinoamericana. Crecería y se expandiría haciendo del sonido autenticidad. Pero, ¿no estábamos hablando de creación desenfrenada con el final de siglo? ¿Quién quería saber nada de los anglosajones? Nosotros teníamos a Tonino Carotone. El exponente más claro fue Andrés Calamaro, del que hablaré más tarde, pero no era el único, los primeros solistas de nuestro pop adulto grababan sus discos de debut o escribían las canciones que quedarían grabadas en la memoria colectiva del veinteañero que se buscaba la vida mientras trataba de asumir el cambio de pesetas a euros sin volverse loco. Era nuestro propio «Plan Austral» castizo. Al menos parece que salió bien.

Miqui Puig daba por terminada la historia de los Sencillos tras el majestuoso Colección de favoritas, pero ya empezaba a tomar notas en su cuaderno para lo que sería Casualidades. Josele Santiago cantaba con sus Enemigos las últimas notas, dedicadas a Lorca y Serrat en sus Obras escocidas. Jaime Urrutia, harto de que nadie hiciera caso a las nuevas canciones de Gabinete Caligari había disuelto a la banda. Pronto se lanzaría con Patente de Corso y tendría un par de éxitos. Pero para eso pasarían un par de años. Estamos hablando de solistas y transiciones. Nacho Vegas se cansa del inglés y la voz como instrumento y empieza a rezar al ángel simón. Un año más tarde aparecería Actos inexplicables. Los Fabulosos Cádillacs habían editado un doble directo, Chau y Hola. Eso ya era un aviso de que Vicentico se la iba a bancar solo como cantante melódico. Le faltaban un par de años. A todos nos faltaban un par de años. Menos a Manu Chao que ya había hecho todo: disolver Mano Negra y entrar en las radiofórmulas con su imagen de Ché Guevara impostado con rumbas a medio terminar. Próxima estación, el olvido. Una retirada a tiempo.

Guardo aquel cedé. Guardo la revista. Siempre soñé con escribir en Zona de Obras. En las entrevistas El Hombre Burbuja aún no era la antigua banda de Julio de la Rosa y Juanjo Javierre había mutado de Soul Mondo a Nu Tempo. El disco lo abría Enrique Bunbury con «Que el amor no admite cuerdas reflexiones (a la manera de Santa Fe)». Enrique estaba en aquella vorágine creativa de fin de siglo, compartida con muchos de sus contemporáneos. Había huido de la máquina mastodóntica llamada Héroes del Silencio y también de los devaneos electrónicos de Radica Sonora. Ya no soñaba con conquistar Europa, su mirada iba hacia México y todo el Sur. El Sur en un barco, con sombrero ancho, como un artista de los de antes. La grabación de Pequeño dejaría una colección de EP´s con nutritivas caras B. En su última entrega, «El jinete», todo serían versiones (Triana, Radio Futura, Gainsbourg o Tequila). Allí dejaría la impronta. Aragonés errante. En aquel estudio 55 de Zaragoza Bunbury hizo demos y grabó versiones, registró con piano y voz un tema de Lennon y, estoy casi seguro, el who by fire de Leonard Cohen. El estudio estaba en el Actur y la mano derecha de Bunbury a lo largo de toda su carrera solista, Ramón Gacías lo manejaba en la sombra.

Andrés Calamaro canta como cantaría años más tarde, cuando volvió al Palacio de las Flores, cuando escribía con tinta roja sobre los aguafuertes de Roberto Arlt. Hay que pensar en Atahualpa Yupanqui y a cómo cantar «Alfonsina y el mar» fuera de Deep Camboya. Hay que pensar que en el momento en el que aparece este tema Andrés estaba grabando «El salmón«. Estaba en un estado de permanentes aguas profundas y tortuosas. 21 de octubre de 1999. En abril había aparecido «Honestidad Brutal» y el comandante lo había explicado todo en el número 15 -especial Galicia, no hay casualidades cuando vives pegado a la raya-. Busco entre los créditos del quíntuple y leo que de Madrid voló en diciembre a Buenos Aires para seguir grabando en Circo Beat. El siguiente es Daniel Melero, el mito de la producción argentina, el Brian Eno del tercer mundo, que había visitado Zaragoza para tocar con Diego Vainer armado de un piano.

 

«El hombre que era capaz de volver a definir el rock sónico de Buenos Aires al Río de la Plata, hablaba con Tom Lupo en un viejo programa de radio. Las estrellas y el firmamento, las melodías románticas, las letras mínimas, escuetas. Ecce Homo, como un Gainsbourg de Barrio Latino. En Puerto Madero siempre llueve».

 

Kásal era parte de la redacción de ZdO. Su aportación con bases tecnopop fue un descubrimiento maravilloso, también grabado en Estudio 55 con Javier Yáñez en la percusión y programación. Me quedé con las ganas de algo más. Dos Lunas. Dos Lunas en aquella época para mí era lo más grande. Jose Lapuente era como Dylan. Era mejor que Dylan. Hermético y salvaje. Poeta con faltas de ortografía. Renault con gasolina, saturnismo, el cielo protector. Banda Sonora Original fue el mejor disco aragonés de la primera década del Siglo XX. Era el año 2000. El tema apareció en aquel disco. Dos Lunas dejó un LP inédito, «Otra luz», de la misma belleza o mayor. Guardo la copia por si algún día Gram Parsons vuelve y me la pide. La tarde que regresé de Buenos Aires, a finales de 2002, me la pasé escuchando su versión de «La canción del espantapájaros» de 091. Una y otra vez hasta que me di cuenta de que mi tiempo de cebar amargos y comprar libros de Laura Ramos en librerías de saldo de Corrientes había terminado. Jose Lapuente. Jose, ¿me estás leyendo? Mira el cielo.

El siguiente tema es de Amaral. La lista es tremebunda, hay que reconocerle la labor a Rubén. Eva a la acústica y voz y Juan en teclados y programaciones. La capacidad melódica del dúo funciona a plena capacidad. Es una canción. No hay sílabas arrastradas, hay fraseo perfecto. Repaso su discografía y me doy cuenta que podría ser de las sesiones londinenses del segundo disco «Una pequeña parte del mundo», pero en los créditos de la revista pone que está grabado en el estudio casero, «O gato negro» de Madrid, donde han registrado la mayor parte de sus maquetas. El máster, como el tema del Niño Gusano, se hizo en el Laboratorio Espacial de Sonido de Zaragoza. A los mandos Paco Lahiguera. No recuerdo mucho de David Broza ni a Giradioses.

Caballero Reynaldo era el Zappa español o algo parecido. A veces lo confundía con Malcom Scarpa, Luis Prado y otras luminarias d de la época. Hall of Fame y Grabaciones en el Mar. En los tributos a Zappa hay un tema de El Niño Gusano (guiño, guiño). Pero sí me acuerdo de Entre ríos y Suárez. Las dos bandas de lowfi argentino, las dos con una mujer al frente, me acuerdo de Isol cantando aquello de «Salven a las sirenas», me acuerdo del disco solista rosa que de Rosario Blefari que compré en Buenos Aires. Eran buenos tiempos para tomarse las cosas con calma y eso que vendían katovit sin receta en las farmacias.

Que se lo digan a Andy Chango que cerraba el disco, antes de enamorarse de Emma Suárez, cuando ya había publicado su disco debut en España, con la banda de Calamaro de acompañamiento y que graba una sesión de spoken word, con letra en japonés -o coreano-, muy cerca de Boris Vian y con unos pianos patafísicos que suenan a olivetti. ¡Cómo burbujeaba la absenta en los estudios Sintonía! Vermú de grifo para todos. La playa en invierno.

Espero que allá donde estés año 1999, año 2000 o 2001, te acuerdes de mí con tanto cariño como yo me acuerdo de vos, amigo.

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