Sobre Exilio Topanga de Enrique Bunbury (La Bella Varsovia, 2021)

Enrique Bunbury edita su primer poemario mientras la distopía continúa. Bunbury, primero letrista, luego editor de poesía, abriendo el siglo a nuevas voces desde “El Chorrito de Plata” junto a su compañero Antonio Estación, ha recorrido los caminos de la creación como todo lo que hace él: a su manera. Cuando uno esperaría un amasijo de reflexiones y descartes de letras encuentra una obra de inspiración fronteriza, una especie de narrativa donde la banda sonora son los discos que Morrissey grababa acompañado de una banda de teddy boys angelinos, fans del Ángel de Plata o del Santo mientras se reza a la Santa Muerte en cada uno de los blues de los tianguis. Fustigado por el uso del extrañamiento, el poema actúa como un procedimiento técnicamente nuevo para Bunbury y que fuera de su contexto temático natural: la metáfora con tintes pánicos, la imaginería con restos de sus años góticos y, en estos últimos años, la reinterpretación de sus clásicos con arreglos que llevan al pragmatismo semántico de textos que antes estaban sometidos al juicio e imaginación del oyente, la relación entre el artista -sujeto- y la obra -el libro-, acaba resultando rompedora.

Que en la dedicatoria final del libro aparezca Silvia Grijalba, directora del Instituto Cervantes de Albuquerque y telonera de su primera gira solista en 1998 cuando era parte de I.P.D junto a Justo Bagüeste- bajo el seudónimo de Morgana, no es casualidad. La influencia de las propuestas literarias de Grijalba -recordar novelas como Tú me acostumbraste o Contigo aprendí , títulos de boleros, que se mezclan con total naturalidad con Alivio rápido, que indagaba en la nuevas manifestaciones culturales de las tribus urbanas de los noventa- o la de otros escritores norteamericanos que manejan la mutación de las urbes en entornos agresivos como Don Delillo o la más actual, Cristina Henríquez. La métrica de Carver, muchas veces demasiado cortante en la traducción española y que acaba dando la sensación de seguir una senda que va más hacia la prosa anecdótica o el dietario, o la esencia chicana de los últimos poetas beatniks, desde John Giorno hasta Lawrence Ferlinghetti, son algunos de los efluvios que aparecen en este Exilio Topanga sin olvidar el humor del Charles Bukowsky de Poemas de la última noche de la Tierra. No esperen Mexico City Blues, más bien un escritor que no busca la gloria porque la gloria es una compañera habitual de jugos y aguardiantes.

«No podemos olvidar que Los Ángeles, la gran Babilonia de autopistas infinitas desborda en su extensión los límites reptilianos -de autodefensa emocional-de un chico que nació en la Zaragoza de finales de los sesenta. La estética de David Lynch y su largometraje Mulholland Drive sobrevuela Exilio Topanga como el hilo básico que guía al lector en este peculiar nuevo laberinto creativo de Bunbury».

Como si tuviera acceso a una sierra eléctrica se abre camino sin preguntar: en el poema Los soñadores encontramos versos como “De un lado se paran, /del otro avanzan, arrastrándose como reptiles del cuerpo-escama” que avanzan con paso firme hasta tropezar con la manida metáfora de la elección de colores azul/roja sacada de Matrix. Quizá fuera necesaria, quizá simplemente sea un guiño a su amigo, el comunicador Iker Jiménez, cuya presencia inspiradora es una constante a lo largo del libro. Un soñador que duerme de día pero es ausencia en la noche, un soñador que solo encuentra su lugar en la duermevela. La II parte, el poema Entrada, con “No me costaba imaginar a mis padres/en la casa de Entrada Road” rompe con cualquier idea preconcebida que uno tuviera sobre lo que podía encontrarse en un poemario de Bunbury.

 

«La cercanía confesional es algo inédito en el Bunbury letrista, así que, aunque el aire fronterizo pleno de tierra florida y jaguares, la imagen del zaragozano que caminó por un frío y neblinoso Paseo Independencia de Zaragoza, un artista que ha ido perdiendo estaciones: nacer en una ciudad sin primavera ni otoño para acabar viviendo en el eterno verano californiano».

 

Bunbury busca respuestas entre lo etéreo de grandes ministros y logias, volver a ser un niño o ser un hombre más, un hombre delicado que se ve superado por las obras manuales y los gremios. Está claro que el final del Bunbury clown es el comienzo del diario del exilio. En Misteriosa California volvemos a Iker Jiménez, como una especie de carta a un amigo que le abrió los ojos al Área 51, en los paranoicos Estados Unidos de 1943 las luces que surcaban los cielos pasarían de ser marcianos sacados de tebeos de unos pocos centavos a potenciales armas nucleares en menos de una década. Recojo otros versos: “El generador de ruido blanco/produce un bucle random,/esperando una palabra” que me recuerda a la voz de Gustavo Cerati, una de las tres Marías que se niegan a ser luz del cielo. Como hadas de fluorescencia, las áreas acotadas por imperios que no existen, revistas pulp muy baratas, la canción del Chupacabras como una cara B de un single perdido de José José y Enrique explicando quién era aquel chico que contaba globos en una televisión de dos canales. La luz de los electrones muertos que golpean contra esa misma televisión sin sintonizar.

Pensar en Charly García y Rodrigo Fresán al leer No te conviertas en un extraño, también en aquellos vampiros de Carpenter que dormían bajo la superficie del desierto como serpientes de cascabel, en los sueños de Bunbury, Monegros y Mojave mezclan sus arenas mientras Echo and the Bunnymen revisan Strange days de The Doors para una película de strigoris ochentera. “Porque este es un tiempo bisagra” escribe Bunbury, que pierde fuelle con un exceso de exclamaciones en la redacción, un infantilismo poético que le hace perder puntos en su recién adquirida licencia de poeta, aunque se recupera con el final: “Estamos como estamos/en medio del océano/sin atisbar la costa/de partida o de llegada/ da lo mismo seguir adelante que volver/ por donde hemos venido”. Tristeza desconocida, la tristeza es un nudo que contiene centenares de años de asfixia. Enrique Bunbury en el orden monacal de la Iglesia de Santa Engracia. Caminando por la ciudad gusanera sin saber que a un millón de años luz Miguel Abuelo ofrece el micro a Gringui Herrera para cantar Tristeza de la ciudad.

Antes del héroe hubo un niño que imaginó que existía un mundo más allá del sótano de correos donde se guardaban las guías telefónicas de todas las provincias de España. Siempre pájaro en el alambre, la canción de Leonard Cohen que Bunbury eligió cantar, como lo había hecho antes o después -no importa, es una situación atemporal-, hiciera en sus American Recordings Johnny Cash.

«El alambre de la ciudad era el camino donde discurrían las voces en los tiempos del teléfono fijo. Decía Gustavo -sí, otra vez-, en Dynamo: “¿Dónde está la música? ¿En los cables?”. La contaminación verbal se ha hecho con cualquier resto de civilización, el aire es suyo, ya no hay cobre tendido, hay electromagnetismo, poesía invisible».

Tiempo de monstruos, de miniaturas, Hormigas rojas, hormigas negras nos remite a la luz del sol pasando con elegancia a través de la copa de Luis Buñuel, el que suministra a los insectos sus colores. Si antes eran pastillas, ahora son hormigas. Enrique abre su memoria, el poeta abre su presente y hace que el lector olvide el falso apellido, es penicilina de la vida, contra el hielo tramposo el artista ya solo le queda ofrecer su recuerdo, el mañana cercano. En la ciudad crece la alucinación, como Federico García Lorca en fundido en negro cruzando el Hudson, rojo y negro, anarquismo clásico, mixtura de alambique para las razas que se confunden ante sus ojos. Leo y trascribo: “Las baterías de la calculadora casio se agotaron en 1997”. Aquella tarde de 1997 yo rendía un examen de ecuaciones diferenciales mientras Bunbury debutaba solista en el Rincón de Goya, con el pelo corto de filial devoto de Bowie y Sergio Algora sostenía un cartel en el que se podía leer: “Puerto Rico”. En 1997 Bunbury conocía a rendirse a la jerga chilanga, las balaceas que se le quedaban atrapadas en el alma, sedimentos de soda en un mundo de plástica. Hoy, domingo de bomba nuclear, el sol de Los Ángeles cae a plomo sobre las primeras arrugas del trovador.

Dijimos que escanciaría algo de humor y en Economist I el futuro y la ciencia ficción se hacen uno. Pero no es una suposición a un siglo de distancia, es mañana, los planos de la máquina nova han cobrado vida propia y la ciudad en movimiento lee nuestro diario personal para saber qué necesidades cubrir con sus propuesta modular y racionalista. Le Corbusier ha mutado y es un virus que nos hace eternautas, entes autónomos que buscamos en las proclamas de Servando Carballar como otros lo hacen en las sagradas escrituras. El resto de los iniciados vuelve ahora y la sexualidad no deja de ser un negocio sin producto. El poeta se deja llevar por el consumo de musgo urbano hacia la alteración sensorial: no tocar el cable, ni el implante o el automatismo. ¿Podría ser usted más preciso, por favor?

Llegamos a la III parte, con un alegato al amor domesticado, B.L.T.C es como una pasión de frontera, temas cotidianos que planean sobre el discurso poético de lo intrascendente y que mantienen la distancia con el Enrique Bunbury épico. Gatos que se unen en su espera a devotas ortodoxas de la religión judía, mujeres que esperan al Mesías mientras se arreglan sus pelucas y bajo ellas hay una botella con el más embriagador de los licores. Entre la maleza solo crece el contrabando y el mundo salvaje es un bootleg, una existencia trucha y mil veces imitada. Si me detengo durante un instante todo empieza a tener elementos en común: en 1992 desde las colonias de Los Ángeles Leonard Cohen contemplaba los disturbios en la ciudad a través del protector abrigo de Mount Baldy Zen Center, el fuego en las licorerías mientras su maestro Roshi le pasaba algo de coñac bajo mano cuando realizaba sus genuflexiones diarias. Escribió: “He visto el futuro y es un crimen”.

El tendido eléctrico nos recuerda que todo cableado es frontera, madera que sostiene el cobre, sobre el conducto de la marea del entretenimiento recibimos narcóticos digitales. Hay tanto entre lo que chapotear que nos abandonamos a las frecuencias, al electromagnetismo que provoca ozono artificial e inhalamos -añorando tiempos más canallas-, los gases prohibidos que exhala las fallas santas, Ana y Andrés. Como diría Andrés Calamaro, esta obra tiene el sello del oráculo, Maradona o Pappo, puedes elegir: “La ciencia hoy no coincide con el medidor de radiofrecuencia de Richard”. La potencia narrativa de la distopía urbanística vuelve a ser sujeto lírico en “Jugo de fruta”, y por eso hay humor y crítica, hay más de Delillo o de Ballard que de Raúl Núñez…pronto, muy pronto volveremos a visitar en Motel Margot “Las afueras” de Pablo García Casado y quizá encontraremos alguna similitud. Selecciono versos acertados: “Delimitamos los confines de una montaña/es una ordinariez a todas luces”. Quizá este tipo de textos funcionarían mejor como proclama breve, pero lo cierto es que Bunbury no resulta en absoluto forzado en su lectura -si exceptuamos la excesiva aparición de exclamaciones en los versos, como si tuviera que levantar la voz por algo-; Bunbury ha huido de todo el esnobismo europeo o la autocomplacencia porteña para entregarse a la contemplación de los mecanismos artificiales del lugar que ha elegido para que su familia viva. El poeta padre vs la estrella de rock. Eso resulta más rompedor que lanzar una televisión por la ventana o lanzarse desde el noveno piso de un hotel de Mendoza. No significa que no existan huecos formales en poemas como “Versos en la calle”, donde hay una sucesión de tópicos y una adjetivación banal pero como Bunbury es un artista inteligente e intuitivo lo salva con la ironía analógica que acompañaba al mejor Bukowsky poeta con versos como “La nostalgia de lo que no vivimos/lo que creemos que pasó/y solo fue un sueño inacabado/unas líneas de delimitación/ de carretera comarcal,/secundarios de lujo/en una película de serie B, directa a videoclub.

En el poema “Melrose Ave” Bunbury crea un universo fantástico de imprecisiones contraculturales que le funciona para construir una escala sísmica de mitomanía: suciedad y contracultura. No puedes definir contracultura, no puedes darle nombre, no puedes coleccionar fanzines, porque los fanzines no existen, los fanzines se hacen. Los subterráneos no son más que topos que agujerean el suelo hasta que llegan a la superficie y allí dejan una sonrisa burlona para volver a su laberinto de túneles. Quizá lo que recuerde Enrique es el resto de un chute de Johnny Thunders pegado en las paredes de la En Bruto (15 de noviembre de 1986). Un Pollock de opio, una firma de plasma, que escrito aquí y ahora por un aspirante a poeta y crítico, en mi caso, ya no de provincias, de pueblo tendría un valor equivalente en el escasamente remunerado y volátil mercado poético. Aparece la pluma sensual del poeta, dos las mejores cartas de Bunbury arden: “Luna de deleite/que no conoce menguante”, la chispa se apaga y el cortocircuito semiótico se ahoga. En la segunda parte de “The Economist” vuelve el humor al libro. No es poesía humorística al uso…nadie espera algo así, es más bien un poco de colmillo afilado aragonés, socarrón a pesar del camino recorrido: capaz de conjugar la cerámica de Paterna al lado del estadio de los Lakers.

La medicina es la distancia. En realidad la distancia es la mejor manera de conseguir una asepsia total. Automatismos para dar descanso al hombre que muere: “La bicicleta convertida/en transporte decisivo/de la transfiguración de la gran ciudad”. Iba a insertar en la entrada el tráiler de “Antes de que el tiempo me alcance” o, directamente, la escena de la bicicleta como generadora de energía eléctrica, pero no veo necesario irme a un ilusionado Philip K. Dick contemplando como sus elucubraciones de escasez y proteína se cumplen.

La clave en la poesía de Bunbury es que no hay mañana, que hoy es el último día real y que a partir de mañana o quizá ya desde ayer, todo es parte de un algoritmo, de una simulación. La IV parte, como aquella sección de la Bola de Cristal que presentaba el ínclito Javier Gurruchaga abre con una fiesta de cumpleaños. Cumpleaños total, donde la merca se cambió por el napalm y los buenos amigos recordamos que hubo un tiempo en el que todo eran casinos ardiendo y Perico Fernández regando con líquido de batería el cuerpo del poetad. Enrique Bunbury, con sus años de experiencia como divo, sabe que existe un alto componente de paranoia cuando se empiezan a generar círculos de confianza a tu alrededor.

«Es labor del poeta apartar a la estrella y saber seleccionar los aliados que conforman tu propio sistema solar. Así que el poeta, y vuelvo a llamarlo así porque es mérito suyo el haberse apartado del neón, sabe que si quiere completar los astros primero deberá conseguir que todos los satélites que ha acumulado a su alrededor durante décadas le dejen un poco de espacio. La balada de la contaminación lumínica».

Por eso cuando llegamos a “Fallo del sistema” nos encontramos un texto de supervivencia, de chunga`s revenge y metanfetamina. Según la enumeración caótica el algoritmo de la sociedad tiene restos de código que debe depurar cada cierto tiempo y esa metáfora, de nuevo que emparenta parte de su literatura con la manera de concebir la monstruosidad cibernética de< em> Videodrome, para evitar la corrupción consigue convertir un mal remedo del Lou Reed (¿nunca pensáis en Lous Reed en su casa escribiendo “New York” y “Magic&Loss” y buscando en los cajones letras de otro Lou Reed? Yo sí.) en algo interesante. Un seis. Pienso que quizá Enrique Bunbury ha descubierto que la voz de Lou Reed, su pluma muerta, era solo cartón piedra sobre un escenario de guiñol. Parece que esa imaginería de servidores centrales y anguilas como ratas humanas le permite esbozar una voz propia que evita caer en el tópico. Bien por ti. Es un primer libro. Es un libro que no esperábamos.

Después de leer y avanzar en los desiertos turbulentos del libro llegamos en la página 82 a la primera vez que se nombra Mulholland, una presencia que sobrevuela todo el libro, una atmósfera donde Rebekah del Rio convive con las autopistas de seis carriles en la noche iluminada por los ovnis que se ven camino del Área 51. Cuando comencé a escribir sobre Exilio Topanga me propuse realizar una revisión del libro en modo “Camboya profundo”, ir leyendo y escribiendo a la vez. Pero uno nota en el tacto de las páginas esa mezcla de hierba genéticamente tratada para crecer en el desierto con la arena que produce las lágrimas más auténticas. Decía un maestro que la búsqueda de un hogar es el motor para vivir o la obsesiva consecuencia de buscar un problema del primer mundo que te acogote. Dinero abundante. Dinero que no vale nada porque está oculto en la web profunda o en lingotes de oro en el sótano de un adosado en las afueras de Zaragoza. El adosado donde se dejó morir Belushi, donde, después de una visita rápida, empezó a dejarse matar Robin Williams. Entre una página y otra la cuenta corriente varía y hay yonquis, potentados y chamanes. Todos esperan una parte de la herencia. Noto cierto aspecto cariacontecido. El poeta emplata la leyenda negra y es capaz de devorarla sin inmutarse. No hay salmón. Sigue la corriente. Calles vivas, suicidios, hombres que acuden a sus trabajos embadurnados de paranoia -otra vez la misma función, distintos espectadores- y que forcejean contra las ataduras que los contraen cada vez más y más. Una vida que se emite en frecuencia diferente.

«Nadie es capaz de sintonizarla con buena calidad de sonido. Abusando de sustancias con receta. Orgulloso de haber abandonado la resina natural -pero ilegal- y el destilado por el fermentado. Dejarlo todo para estar en el barco del ansiolítico y la hidrocodona. Robert Bloch dio el primer aviso. Está enterrado junto a Capote y Cassavetes. Desde su tumba se puede ver el ángel que custodia el nicho de Roy Orbison».

Las nuevas aplicaciones en el móvil te permiten sentirte Ray Harryhausen en “Furia de Titanes” durante unos minutos o introducir, en la versión premium, la gorgona en alguna de las pinturas negras de Francisco de Goya. Tiene algo de sangrado digital, de tiempo libre para encañonar a un hombre, sentir la noche de la purga en directo y cuando de nuevo el tópico del peligro y el límite aparecen, la sonrisa y la poesía le dan un cierre perfecto. El hombre que invade tu casa, tu propiedad, te escribe, se escriben, como amantes que solo se cruzan una noche pero no pueden olvidarse: “Le habría llamado/o escrito un mensaje,/si hubiera tenido su whatsapp/a mano, si estaba bien/si no se había hecho daño/arrojándose de la cubierta al suelo”. Planeta vuela, como un reencuentro inesperado, como recitado que nos empapa por la extrañeza: “Que nos envíen un mentor/un libro de instrucciones/errante y nómada/caminante de las arenas/especializado en asignaturas pendientes/en las que -retrasados-/debemos esforzarnos aún, con el temario suspenso/al que nos debimos presentar/en el momento debido/a los exámenes finales”.

«Una mezcla entre los jardines bifurcados y los libros que numeran aleatoriamente sus páginas, de manera que no hay forma de leerlos en orden, Bunbury inicia la plegaria o, más bien, la retoma. Porque ese deseo del manual de existencia es tan antiguo como la existencia misma. Ni Jorge Luis Borges fue capaz de esbozar más allá de una breve mirada al abismo profundo de la existencia. Dicen, de todos modos, que entre los miles de volúmenes de la Biblioteca de Buenos Aires uno puede encontrar una edición traducida del latín para estos menesteres. Habitantes de Carcosa o Carcosa misma construida sobre las ruinas de Los Ángeles».

La preocupación del padre ahoga el llanto ante la desolación que se avecina con las primeras luces de mañana: ¿qué arcilla podrá entregar a su hija para que construya su vida? Me hago la misma pregunta. No quiero acabar esta parte sin buscar un cierto paralelismo entre Walter Mercado y dos de mis elementos favoritos de la cultura pop: Serú Girán y Futurama. El serializado The economist funciona como anclaje a lo largo de todo el poemario. Boyas desde donde contemplar a la máquina de hacer pájaros.

Llegamos a la V parte del poemario que se abre con un texto bastante acertado: “Tía Jemima”, allí donde “ Las directrices de Pinterest/y de la comunidad de Hermanos y Hermanas,/sin resultados de búsqueda”, son una especie de logias de autómatas perfeccionistas que se parapetan tras un vidrio. Aparecen las revueltas del 92, que en este work in progress que es esta reseña, habíamos comentado, cuando Ice Cube todavía era un delgado amanuense de ripios en Compton antes de transmutarse en un orondo imitador del policía típico amante de las rosquillas. Mira a la cámara, estamos rodando. Entonces este humilde gestor del Motel Margot se pregunta, ¿es un tema universal el que Enrique Bunbury aborda en el poema o quizá no recuerda que no tenía ni veinte años durante los años de plomo con su veintidós por ciento de sangre vasco-navarra? Qué precisos o políticamente correctos o geográficamente forzados son estos análisis de ADN que hay ahora.

Estamos llegando a los recovecos finales del libro. Lo que comenzó llegando termina con una mudanza. El recuerdo de Natalie Wood enamorada de un mito, hinchada de píldoras y alcohol, allí donde todas las fronteras que buscamos se vuelven a definir, los que buscamos problemas desarmamos de escuadra y cartabón a todos los matones del mundo. Por eso sorprende que, al final, Bunbury busca en el lugar que parece que le han invitado a odiar un poco de paz. La aventura es curiosa, porque el gran Leviatán de los USA devora pero uno se acerca con ganas a su boca. Cuánto vaivén sobre todo si te tratas de poner de pie en la colchoneta que flota en tu piscina. Cerramos con la elegancia de un traje de Gazo: “El mañana no es de fiar/dicen que nunca llega/pero siempre llega,/y no es el mañana/que aseguraron,/sino otro, muy distinto/que proyectamos años atrás/y nos alcanza finalmente/dejándonos KO/ y sin habla”.

Después de un “Vortex” con efluvios de Adolfo Bioy Casares terminamos este viaje (quizá sea más adecuado calificarlo como mudanza, de piel o de casa), con “Las llaves” un texto que nos acerca a la parte más humana del poeta, de una carga emocional mayor. Un lector de Bunbury, el poeta y crítico Enrique Cebrián, se acercó a esta manera de afrontar la escritura en su libro “Familia numerosa” editado por La Gruta de las Palabras este mismo año 2021, puesto que el final acuna algo del Tarantino de Once upon a time con el bajos penínsulares -con grabación insular- de Los Bravos, sensación de Spaghetti western y búsqueda de una “Fortaleza de la soledad” para el superhéroe anónimo. La vida es una sucesión de treguas y es cierto: ¿A quién vas a hacer más caso? ¿a un compositor talentoso y sensible o un profesor de matemáticas con sobrepeso y abstemio? No hay caso, no hay recorrido. Es Exilio topanga un primero libro que sorprende al que no conozca la carrera artística anterior de Bunbury, pero es difícil que uno se acerque a él sin haberla escuchado…un libro que agrada, que adolece de destrezas formales y ritmo en algunas partes del mismo, pero que ofrece, como compensación, situacionismo occidental que, cuando escapa de los tópicos de la socialdemocracia o la izquierda de salón, entrega un contenido emocional que permite apostar por la persona y olvidar el personaje.

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